Don

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Capítulo 20

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CAPÍTULO 20

Una noche oscura y helada. Un millón de euros repartidos en dos bolsas de deporte que aguardaban en la maleta del coche. Las temperaturas habían caído en picado y el frío de la calle se colaba por el sistema de ventilación. Don controlaba el volante de un antiguo BMW 320 de color negro que Kopeikins le había prestado. El motor de la máquina bávara rugía a medida que el español cambiaba de marchas, aumentando la velocidad. Seguía las indicaciones que Baiba le daba en silencio, señalando con el brazo cuando tenía que tomar una vía diferente. Tras ellos, una decena de hombres, repartidos en diferentes vehículos, seguían al español y a la letona en la oscura distancia. El plan de Kopeikins no era otro que sorprender a los hombres de Bogdánov y arrasar con ellos. Se estaba cociendo una masacre. Sin embargo, Don tenía sus dudas. No creía que el ruso fuese tan ingenuo de aparecer sin protegerse las espaldas. El corazón le latía con fuerza, aunque era más la rabia que se manifestaba en su interior a medida que imaginaba su encuentro con el ruso. Se preguntó cómo había llegado hasta allí, pensó en lo rápido que había sucedido todo e imaginó el rostro de Marlena por última vez. De un modo u otro, pronto todo habría terminado en unas horas.

—¿A dónde nos dirigimos? —Preguntó mirando a la carretera—. Estás más callada de lo normal… ¿Qué sucede?

—No tengo un buen presentimiento, Don… —respondió Baiba—. Tengo la sensación de que todo va a salir mal… ¿Acaso tú no sientes nada?

—El miedo te puede —explicó el español—. Hagamos lo que tenemos que hacer… Tú te irás con tu madre y yo retomaré mi vida. El resto, me importa un carajo…

—¿No lo entiendes?

—No hay mucho que entender.

—Kopeikins nos va a tender una trampa —explicó ella—. Todavía estamos a tiempo de largarnos de aquí, tú y yo, Don… ¡Cojamos el dinero y marchémonos!

—Ni lo sueñes, Baiba —sentenció él—. No me he metido en esto para dar un golpe… ¿Qué hay del cuento de tu madre?

—Ni siquiera creo que siga con vida…

—¿Ya no confías en él? —Preguntó Don y la miró a los ojos. La chica parecía afligida.

—No lo sé… —dijo asustada—. En nuestra última conversación, parecía distinto, no era su voz.

Don conocía esa capacidad única que el sexo opuesto tenía para escuchar la verdad con solo oír el tono de voz de la otra persona, sin importar las palabras. Por su reacción, la chica se arrepentía de haberse metido en un problema del que desconocía si era capaz de salir. Que Baiba hablara del capo de la organización como quien se refiere a un novio, era un detalle que chirriaba en la mente del español.

—¿Confías en él?

—¿Y tú en Kopeikins?

—Solo confío en tu palabra, Baiba —dijo él y regresó su mirada al frente. Ella no supo qué responder al respecto. Don sabía que, a pesar de que lo fuese a traicionar, Baiba tenía un buen corazón. Desconocía cuál era la causa que la unía con tanta fuerza a ese cretino. Desafortunadamente, no estaba allí para resolverlo—. Descríbeme el lugar al que vamos, dime cómo es.

—Sarkandaugava se encuentra a las afueras del centro —respondió ella segundos después de asimilar la extraña pregunta—. Es un área en proceso de renovación… Viejas fábricas, astilleros, solares…

—Interesante.

De nuevo, levantó la vista por el espejo retrovisor. La carretera se encontraba vacía, excepto por los faros de los coches que se avistaban a lo lejos. La distancia cada vez era mayor, por lo que entendió que se estaban acercando al lugar. Todos conocían a dónde se dirigían menos él.

Llegaron a una planicie desierta y oscura. Los faros del coche alcanzaban la entrada de una nave industrial que estaba a punto de derrumbarse. Antes de que el español se preguntara por qué nadie les esperaba, un vehículo puso en marcha el motor y encendió las luces para que lo siguiera. El coche tomó velocidad y continuó por la llanura en dirección a una segunda nave que se ocultaba entre las sombras.

—Esto no me gusta —dijo Baiba con voz débil—. Todavía estamos a tiempo, Don.

Pero él solo atendía a su fuero interno. El sistema de Ricardo había comenzado a fundirse con la personalidad de Don. Un ataque de concentración lo aisló de todo lo que sucedía. El rostro del ruso volvió a aparecer sobre sus ojos como un holograma. El ansia por estrangularlo y acabar de su vida crecía por segundos. Podía olerlo, se encontraba allí, cerca de él. A pesar de lo que Baiba le dijera, el español siguió cauteloso al coche desconocido. Miró por el espejo por última vez, pero no había rastro de los hombres de Kopeikins. Una vez se hubieron detenido, avistó la entrada a un edificio a medio hacer. Era una obra de varias plantas sin terminar. En la penumbra, se podían ver los materiales de construcción que los obreros habían dejado allí. Un sentimiento de nostalgia le recorrió la médula. Había vivido un momento similar años atrás. Las imágenes se acumulaban en su memoria, pero debía poner atención al presente.

Cuatro hombres salieron del vehículo y esperaron a que Baiba y él hicieran lo mismo.

—Vamos, no hay tiempo que perder —dijo apagando el motor y dejando las luces encendidas.

La letona puso su mano sobre la del español y se acercó a él. Después le besó en la mejilla.

—Siento que todo esto haya pasado —contestó con esa expresión de pena y pesadumbre tan ensayada, que el español había dejado de creer. Todo el tiempo, le había estado mintiendo. Lo sabía. Esa expresión, un gesto sórdido y afligido de una mujer, aparentemente, rota por el destino.

Salieron del coche y una ráfaga de aire frío les abofeteó el rostro. Don sintió un fuerte cosquilleo por todo su cuerpo, producto de la adrenalina. Caminó hasta la parte trasera y extrajo las dos bolsas de deporte en las que llevaba el botín. En cualquier momento, los hombres podían abatirlo a balazos, sin defensa alguna. Caminó al frente y dejó las bolsas en el suelo. En lo alto y a lo lejos, vislumbró el resplandor de una hoguera en el interior del edificio. El verdugo había encontrado a su víctima.

—Diles que tengo el dinero —ordenó a Baiba al otro lado del coche—, pero que iré en persona ahí arriba.

La chica guardó silencio durante varios segundos y se dirigió a los hombres. Se escucharon algunos comentarios y después se dirigieron a ella.

—Dicen que los sigamos.

Y así hicieron. Con una bolsa en cada mano, Don se aproximó a dos matones con la cabeza rapada, vestidos con chaquetas negras y jerséis de cuello vuelto y armados con fusiles AK-47. Caminaron hasta el interior de la obra. La luz de la luna alumbraba con fuerza, permitiendo ver las pisadas. En los países del este de Europa, con la llegada de la primavera, las noches nunca llegaban a ser tan oscuras como en el invierno.

Cuando alcanzaron la tercera planta, al otro extremo de las escaleras, Andrey Bogdánov se calentaba las manos junto a un bidón de gasolina reutilizado para encender un fuego. Junto a él, tres hombres también armados con subfusiles del ejército soviético. En una refriega, saltar no era una opción. El español dio un vistazo rápido y trató de visualizar un plano mental de la localización. La única salida era un elevador de carga que había junto al ruso y las escaleras.

Don dejó una de las bolsas en el suelo mientras sujetaba la otra en la mano. Uno de los hombres cogió la mercancía y Bogdánov contemplaba la escena: el español pidiendo clemencia.

—Buen trabajo… Ahora vayamos al grano.

—Te daré la otra bolsa cuando liberes a la madre de la chica —dijo el español—. Si no, no hay trato que valga.

Baiba miró sorprendida lo que Don acababa de hacer por él.

El ruso soltó una carcajada diabólica.

—Don… —dijo Baiba metiéndole la mano en la cintura y sacándole la Glock que guardaba—. Espero que algún día me perdones.

—Todavía estás a tiempo de seguir con vida —dijo el español, pero la chica ignoró sus palabras, apuntó al arquitecto y le quitó la bolsa de las manos—. No le entregues el dinero y mantén la calma, solo tienes que hacerme caso.

—Te crees muy listo viniendo aquí, ¿verdad? —dijo Bogdánov acercándose al español. Desarmado y rodeado, Don no tenía demasiadas opciones—. Reconozco que tienes un par de grandes pelotas para complicarte la vida de esta manera… ¿Acaso te crees que no sabía qué buscabas? Esto no ha sido más que un juego entre el gato y el ratón… Sin embargo, españolito, el disfraz de gato te queda demasiado grande.

Antes de que contestara, el ruso le asestó un puñetazo en la boca del estómago. Don lo había visto venir y pudo haberlo evitado, pero eso solo habría empeorado la situación, dejando en evidencia al ruso y provocándole un ataque de cólera. El golpe entró con fuerza, pero supo apretar el abdomen lo suficiente para reducir el dolor.

—¿Qué hay de mi dinero? —Preguntó Baiba con el arma en la mano—. Me prometiste un veinte por ciento si te lo traía con vida.

Don miró decepcionado por última vez a la chica. La mirada de Baiba era un mosaico de sensaciones de aprensión, ingenuidad, necesidad y arrepentimiento. En su rostro se podía leer que el miedo la consumía, pero ya era demasiado tarde para la redención. A la espera de una respuesta, Bogdánov sacó una pistola de su cinturón, apuntó a la chica y apretó el gatillo dos veces. Las balas atravesaron la cabeza de la joven. La bolsa se desprendió de su mano y el frágil cuerpo de la letona se volvió pesado como una tabla de plomo. Una mancha de sangre rodaba su cráneo como una aureola.

—Ahí tienes lo prometido —dijo el ruso, se acercó a Don y le puso la pistola en el cráneo.

El cañón seguía caliente y sus músculos parecían atrofiados.

Don miró al ruso a los ojos, que se encontraba ensimismado con la situación.

Los hombres de Bogdánov sujetaban los subfusiles atentos a lo que su jefe pudiera hacer.

Miles de combinaciones se cruzaron por la mente del arquitecto.

El final había llegado, Don sabía que algún día conocería a su verdugo. Sin arrepentimiento por el pasado, cerró los ojos y apretó los dientes cuando una fuerza inesperada rozó el exterior de su cabeza.

Un fuerte escozor brotó del lateral derecho de su cabeza. A este, le siguió un frío hilo de sangre. Se escuchó una ráfaga de disparos que procedían desde el exterior. Uno de los hombres se acercó con el fusil al final del pavimento y observó en la oscuridad. Después se oyó un impacto seco y el chasquido de las balas al rebotar contra el cemento. El cuerpo del ruso cayó al vacío. Sorprendido, el ruso se dejó llevar por el instinto y desvió su atención hacia los proyectiles. La Glock del español se encontraba junto al cadáver de Baiba, a escasos metros de su posición. Si era lo bastante rápido, pensó que podría desplazarse hasta ella sin que lo cosieran a tiros. Bogdánov gritó algo en ruso sin apartar el arma de la cabeza del arquitecto. Luego lo agarró del cuello y lo usó como escudo protector. A sus pies, se escuchaban disparos y gritos sin cese, como si se tratara de un espectáculo fantasma. Desde las alturas, Don podía ver los fogonazos de las armas al disparar en la oscuridad. Bogdánov parecía nervioso y distraído.

El brazo del ruso apretaba la garganta de Don, que tenía dificultades para respirar al moverse. No obstante, se encontraba en una posición privilegiada. Tan solo tenía que distraer al esbirro para asestarle un buen golpe al ruso y quitárselo de encima. El empleado levantó el fusil, apuntó al infinito y disparó una ráfaga. Don dobló la muñeca del ruso, que no esperaba tal movimiento, y el arma cayó a la superficie. Después, aprovechó el peso del mafioso para lanzarlo hacia delante. Bogdánov se dio de bruces contra el cemento, retorciéndolo en un profundo dolor. Don se acercó hasta la pistola y tiró del gatillo dos veces hasta que el hombre de Bogdánov se desplomó. Con el pulso acelerado y sin tiempo para pensar, se giró con deseo de rematar la jugada y terminar con toda esa historia. En pie, el ruso le asestó un gancho en la nariz que Don no supo interceptar y el arma salió disparada hacia el vacío. El dolor era tal, que apenas podía abrir los ojos. El español no era el único que conocía las artes de la lucha. El ruso sabía moverse y cada uno de sus golpes resultaban fatídicos. Primero, Bogdánov intentó una patada a la altura del rostro que el arquitecto esquivó. Después, le respondió con otra patada que fue directa a las costillas.

—¡Ah! —Gritó Don lastimado.

En los aledaños, el tiroteo no cesaba entre las bandas. Los hombres de Kopeikins habían desplegado su arsenal y no tenían intenciones de marcharse sin el dinero ni la cabeza del ruso. Como fuera, tenía que empujarlo por uno de los extremos de la planta. La ausencia de paredes convertía el cuadrilátero en un arriesgado lugar de combate.

—No vas a salir de esta, cretino… —murmuraba Bogdánov en inglés con una sonrisa diabólica marcada.

Don no podía ser menos. Pese a mantener su gélida expresión, su interior era un espectáculo de furia y odio pasional. Por primera vez, una de sus víctimas se lo ponía tan crudo. Hasta el momento, siempre se había tratado de hombres comunes con miedo a la muerte y sin haber pensado antes en esta. Por el contrario, el tipo que tenía frente a sus ojos era diferente al resto. El español se enfrentaba a una víctima que estaba a su altura, un auténtico mártir convertido en sanguinario. Con los años, había comprendido que solo las personas que habían sufrido en exceso, eran capaces de reproducir el mismo sufrimiento en otros. Don se recompuso del golpe y se levantó de nuevo. La nariz le sangraba. Ese desgraciado le había destrozado el rostro.

Bogdánov le esperaba con una posición táctica que emulaba a los luchadores profesionales de kick-boxing. Don tenía que concentrarse. Un movimiento en falso y el ruso le volaría la cabeza de un golpe. Respiró hondo, le miró a los ojos y concentró el odio acumulado en sus manos. A varios metros de ellos y tras el cuerpo de su enemigo, encontró varios utensilios de obra. A las espaldas del español, el cuerpo sin vida de Baiba y su Glock. Tenía que alejar al ruso de la pistola, de lo contrario, era hombre muerto. En el cuerpo a cuerpo, Bogdánov podía defenderse, y eso situaba al español en una posición débil. Por otro lado, si lo arrastraba hasta el chaflán de la planta, las posibilidades de deshacerse de él aumentaban. Por mucho que deseara estrangularlo con sus propias manos, el código moral marcaba las normas. Se encontraba allí para eliminar a Andrey Bogdánov del mapa, terminar con su existencia y el dolor que causaba por donde caminaba. Eso era todo. Un mantra, una vida.

Él no era un homicida, solo llegaba a donde la justicia no era capaz.

Lo había hecho antes. Era capaz de terminar con su misión.

Los metros de distancia que separaban ambos cuerpos no eran suficientes para que Don escuchara cómo bombeaba el corazón del ruso: tan aterrado como él, aunque sin temor a morir allí.

Las miradas se encontraban sin necesidad de utilizar las palabras. Don esperaba a su rival en una posición de alerta, pero el eslavo no deseaba ser el primero en mover ficha.

—¿A qué esperas? —Preguntó Bogdánov desafiante—. Sé valiente, yo soy a por quien has venido.

Dando un rodeo con la mirada, Don encontró una radial para cortar ladrillos entre las herramientas. Un cúmulo de imágenes se estrellaron en su memoria como un castillo de fuegos artificiales. Hacía años que no veía una de ellas, y muchos más que esos recuerdos no salían a la luz. La vívida imagen de su padre junto a él, golpeándole en el suelo. El dolor se filtraba por las hendiduras de los músculos. Era insoportable, estaba a punto de estallar y perder el control. Ni siquiera su dosis de polvo blanco podía parar un frenesí de ese tipo. Don sabía lo que estaba sucediendo en su interior. Callar a la voz que llevaba dentro, el aullido que tantos años de trabajo le había costado silenciar. Y sin embargo, cuando menos lo esperaba, cuando creía que sería capaz para siempre de controlar sus instintos más animales, el grito del pánico volaba por su cabeza. Colérico, se abalanzó contra el ruso olvidándose de todo. Bogdánov reaccionó con una patada de kárate y Don se desplomó sobre suelo. Tirado, el ruso lo pateó como a un animal desvalido. Don intentó agarrarle la pierna en varias ocasiones, pero la fuerza del eslavo parecía imparable. Los golpes se sucedieron y el español se giraba como un rodillo humano acercándose cada vez más al abismo de la noche.

Sin fuerzas y moribundo, Don escupió la flema acumulada y se arrastró hasta las herramientas. No podía moverse, cada hueso de su cuerpo gimoteaba torturado. Bogdánov le dio la espalda y caminó hasta el cadáver de Baiba. Después empuñó el arma y encontró al español bocabajo, con el rostro pegado al suelo.

Don escuchó las pisadas sobre la grava. Pensó que Bogdánov estaba cometiendo un error dejándole con vida. El crujir de las suelas de sus zapatos se amplificó hasta llegar a él. Debido a la oscuridad, el ruso no lograba ver en la sombra cómo Don sujetaba la radial de obra. Cuando se encontraba a escasos metros, levantó el arma y se dispuso a apuntar al español, pero su desliz le pasaría factura. El español se giró con una patada que le golpeó la rodilla. El golpe fue tan seco que Bogdánov apretó el gatillo, aunque el impacto se incrustó en un pilar. Activó el mecanismo de la máquina y el disco comenzó a girar generando un chirrido insoportable para los oídos. En un movimiento desde el suelo hacia lo alto, Don resquebrajó el brazo del ruso, que comenzó a sangrar al instante. Bogdánov se dejó el alma en un aullido. El arma se desprendió de la mano y alcanzó la superficie. Don la separó de una patada y Bogdánov reculó angustiado. Su rostro había cambiado de expresión. El ruso ya no era el hombre que no temía a nada. Al encontrar la mirada del español, entendió que él era su verdugo.

—Primero enroscas la tuerca —dijo en español recordando las palabras del capataz—, y así la centras… Después, aprietas con fuerza.

Pese a la intentona del eslavo por evitar el desenlace, Don trinchó las extremidades del mafioso como a un filete de carne. La sangre salpicaba, el disco no terminaba de girar. La llamarada que poseía al arquitecto se iba desvaneciendo a medida que el cuerpo del ruso se volvía más pesado. Lo estaba logrando, pensaba, estaba saciando su peor vicio.

El cuerpo de Bogdánov se había convertido en una pieza de arte dadaísta. Don desconectó la máquina y la dejó en el suelo. Los disparos en la lejanía cesaban por momentos. Respiró con profundidad. Incrédulo, un vez más lo había logrado.

La sensación de plenitud era tan potente como la de un orgasmo sexual. Con paso decidido, recuperó el arma que Kopeikins le había cedido y agarró la bolsa de dinero que le correspondía.

Caminó hasta el umbral y como un gato en plena noche, los pasos de Don se perdieron en la oscuridad, haciéndose cómplices de las sombras.

Barrio de Vallecas (Madrid)

20 de julio de 1995

Un jueves caluroso en la capital, miles de ciudadanos esperaban ansiosos la llegada del fin de semana para comenzar las vacaciones de verano. Un semestre más que Ricardo arrastraba Geometría Descriptiva para septiembre. Como castigo, debía regresar a la obra. Más de un año sin trabajo para su padre, comenzaba a ser un suplicio para el resto. La relación entre padre e hijo se había avivado del modo menos deseable. Llevar dinero a casa era una responsabilidad para evitar que el padre pusiera las manos encima de su esposa.

El trabajo en la obra no cesaba. Las ventas de apartamentos comenzaban a dispararse en el cinturón de la ciudad. La economía española levantaba cabeza tras diez años en la Unión Europea y los españoles creían que la compra de un piso siempre era una buena inversión.

Tras una jornada intensa en la construcción de un bloque de viviendas a las afueras del barrio de Vallecas, Ricardo y la cuadrilla recogían los utensilios antes de marcharse a casa. Refrescándose con una botella de agua y preparado para subirse a la furgoneta, vio a lo lejos una silueta que le resultaba familiar.

—¿Va todo bien, chaval? —Preguntó «El orco»—. ¿Ese es tu viejo, verdad?

—Sí, así es —dijo el chico. El jefe de la cuadrilla estaba al tanto de los problemas de sus trabajadores. No era un secreto que el padre de Ricardo zurrara a los suyos. Todo el barrio lo sabía y, aunque algún valiente se había pronunciado al respecto, nadie había tenido las agallas suficientes para plantarle cara a Ramón—. No sé qué hace aquí.

Sin pedir permiso, el padre se acercó entre los escombros.

—Bueno… —respondió el hombre incrédulo—. ¿Te llevo?

—¡No te preocupes, José! —Exclamó el hombre con las manos en los bolsillos—. Ya me llevo yo al chaval…

—Seguramente, querrá hablar —dijo Ricardo—. Tira tú delante…

—Bueno… No te metas en líos.

—Gracias.

El jefe de obra miró por encima al padre del chico y se giró por última vez como aviso para asegurarse de que todo estaría bien. El resto de la cuadrilla comenzó a cuchichear mientras se subía a una Nissan Vanette de color blanco y se perdía en la carretera.

—¿Qué quieres? —Preguntó Ricardo temeroso. Era la primera vez que su padre le visitaba. Algo iba mal.

—¿No puede un padre recoger a su hijo? —Preguntó ofendido—. Joder, Ricardito… Ni que estuviera haciendo algo malo.

—Estoy bastante cansado, no tenías por qué venir… —respondió dándole la espalda. El joven caminó hacia una radio encendida para apagarla. De pronto, sintió la presencia de su padre. El brazo izquierdo le agarraba por el hombro apretándolo con fuerza—. Me estás haciendo daño.

—Mírame a los ojos cuando me hables —respondió y le asestó un puñetazo por la espalda directo a la sien. Ricardo lo recibió como una pedrada inesperada. Ese desgraciado estaba jugando con fuego. De nuevo, arrancó en un movimiento colérico y le golpeó en el estómago. Ricardo redujo el impacto empujando a su padre hacia atrás—. ¿Por qué no me miras a los ojos?

—¡No empieces!

Algo pareció cruzarse en la mente del hombre. No había bebido ni parecía estar bajo los efectos de los narcóticos. Era su propia naturaleza. El hombre que pagaba con dolor. Bravo, caminó desafiante hacia su hijo y lo empujó hacia atrás.

—¿Qué me vas a hacer? ¿Eh? —Preguntó—. ¿Me estás faltando el respeto?

Un primer bofetón fue más que suficiente para que Ricardo se desligara para siempre de su cuerpo. Como una serpiente que cambia de piel, la imagen del hombre que tenía delante de sus ojos no era más que el basto reflejo del dolor. Ricardo ya no era el chico que había sido durante esos años, una personalidad que abandonaría para siempre aquel fatídico día de verano.

Don, que era así cómo se llamaba a sí mismo, agarró a Ramón por el cuello y le clavó los nudillos en la garganta. Sorprendido, el hombre cayó de rodillas exento de aire. Su expresión afligida proporcionaba placer al joven.

—Hace años que sueño con este momento… —explicó el chico frente al hombre—. Todo este tiempo, me he preguntado qué habíamos hecho mal para que nos trataras así…

El padre, que se recuperaba por segundos, mantenía el rostro encarnado, lleno de ira hacia el chico. Era la primera vez, en todos esos tormentosos años de desgracia y horror, que su hijo le hacía frente. Hasta el momento, solo se había limitado a defenderse. En una primera instancia, el progenitor pensó que se trataría de una venganza inmadura que, más pronto que tarde, terminaría pagando. Empero, no podía estar más equivocado. Ramón se puso en pie y regresó, terco, para darle un porrazo al chico. Pero Ricardo le sujetó el brazo, ya no permitiría más un ataque gratuito ni una vejación hacia su persona. Se había terminado para siempre el sufrimiento que tanto él como su madre habían soportado de balde.

—Eres un hijo de puta… —dijo haciendo fuerza, tratando de inmovilizar al hombre—, pero ha llegado tu hora.

—¿Y qué vas a hacer, imbécil? —Preguntó el progenitor intrépido—. ¿Matarme? ¿Qué le contarás a la zorra de tu madre?

Ricardo le asestó una patada tal y como le había enseñado el Shidoshi. El hombre se revolcó por el suelo sumido en un quejido.

—Siempre he sabido que estabas mal de la cabeza… —dijo su padre—. Desde bien pequeño… tu madre jamás lo quiso aceptar…

—¡Cierra la puta boca! —Ordenó Ricardo—. ¡Tú me has convertido en esto! ¡En un monstruo!

El hombre se reía con los dientes manchados de sangre.

—En el fondo… No somos tan diferentes —dijo apoyándose sobre una rodilla—. Me necesitas para poder vivir…

El joven le volteó la cara con una patada estirada. Ramón giró ciento ochenta grados y su cuerpo voló como un tubérculo hacia la derecha.

En seguida, el chico caminó hacia la radial de obra que había junto al resto de herramientas. La batería estaba conectada y colocada para ser usada. Agarró la máquina y la puso en marcha. El disco comenzó a girar. Un chirrido insoportable retumbaba entre los escombros.

Por fin, después de todo, encontró esa mirada que, más tarde, buscaría en los rostros ajenos. La fotografía del alma abandonando su cuerpo. La mirada gélida de un ser humano frente al cadalso. La grava bajo sus zapatos, los centímetros que recortaba con cada paso. Ramón tenía miedo, aunque no parecía arrepentido por nada de lo que había hecho. Tanto el padre como el hijo sabían que, tras aquel encuentro, habría un punto y final en sus vidas. Ricardo se llevaría el punto y su padre bordaría el final.

—Ricardo… Espera… ¿Qué vas a hacer? —Rezaba su padre desde el suelo como un soldado desesperado—. ¡Por el amor de Dios, basta ya de tonterías! Deja eso donde está, por el amor de Dios… Te lo suplico…

Pero las plegarias llegaron demasiado tarde al correo del verdugo.

Con un fuerte grito que lo sumió en un trance explosivo, Ricardo dejó de ser el joven que era para siempre. El afilado disco rajó el pecho del hombre y continuó hacia arriba hasta atascarse en el rostro. Un baño de sangre tiñó la escena en una postal que quedó marcada sobre su memoria como el peor de los tatuajes.

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