Don

Don


Capítulo 4

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CAPÍTULO 4

Barrio de Argüelles (Madrid)

5 de marzo de 2016

A las siete y media de la tarde, Don cruzaba la calle Princesa en la parte trasera del Audi negro junto a la compañía de Mariano. En el dial, Mariano había sintonizado Radio Nacional Clásica. Una pieza de piano salía por los altavoces laterales del coche. El sol de la tarde caía entre las torres de edificios que protegían la ciudad. El cielo raso se teñía de un color violeta propio del atardecer primaveral. Marlena no habría puesto reparos a la invitación de su jefe, ya fuese por gusto o por temor, algo que a este le importaba lo más mínimo. Desde muy temprano, Don aprendió a vivir sin preguntar más allá de lo necesario. Las cuestiones no siempre tenían una respuesta, por lo que, en muchas ocasiones, solo daban lugar a otras preguntas. Perfumado y vestido con americana de color azul marino, pantalones crema y camisa blanca, estaba dispuesto a pasar una buena tarde en una cálida compañía, disfrutar de la cena de uno de los mejores asturianos de la ciudad y quién sabía, tal vez se animara a echarle el brazo por encima del hombro y acariciar la piel de su subordinada. Antes de subirse al vehículo, ya se había prometido que no la llevaría a su casa, aunque eso no significara que no podía divertirse con ella. Para él, el código estaba por encima de las necesidades, y sabía que romperlo, por un impulso emocional, no le traería más que problemas. La historia de la humanidad lo había demostrado.

El coche se detuvo frente al portal de un edificio cuando una esbelta y bellísima mujer cruzó la puerta de la entrada. Las pupilas de Don se dilataron al ver la longitud de las piernas de Marlena, desnudas hasta la rodilla, cubiertas por un vestido negro con transparencias y un abrigo de primavera del mismo color. La mujer tenía los labios pintados de rojo y el cabello azabache brillaba más que nunca.

—Bendito ángel —dijo el conductor observando a la chica—. Procure que no se le caigan las alas.

—Espere aquí un momento —respondió y salió del vehículo. La mirada de Marlena, cubierta de polvo de maquillaje y máscara de pestañas, se iluminó como un cielo tras la tormenta.

—Espero que no haya exagerado con el vestido —dijo ella con una sonrisa mostrando cada uno de sus brillantes dientes—. No me dijiste a dónde íbamos…

—Estás hermosa —respondió él devolviéndole la sonrisa. Después le ofreció la mano, caminó hasta el coche y le abrió la puerta. Ella se lo agradeció con la mirada y él le dio, de nuevo, otro vistazo de arriba a abajo—. Sin duda, lo estás.

Subieron al vehículo y un rayo de tensión se apoderó de los dos. El conductor del coche observó por el espejo retrovisor a la pareja.

—¿A dónde me llevas? —Preguntó la chica.

—A la calle de Jorge Juan —respondió Don—. He reservado una mesa en El Paraguas.

Ninguno de los dos sabía qué significaba todo aquello, pero estaba claro que sería una velada divertida y mágica. La conversación en el interior del vehículo no fue más allá del interés banal por el proyecto que estaban ejecutando en Berlín, las vacaciones y la familia. Mariano, el chófer, guardaba media sonrisa bajo la mirada atenta en el cristal. El perfume de la chica consumía el oxígeno de los rincones del espacioso vehículo. Al parecer, los nervios le habían traicionado derramando más de lo necesario, pero a Don no le importó. Se sentía cómodo a su lado. Era diferente a las demás. Marlena brillaba como una estrella y eso le hacía sentir bien. Le gustaba ver a una mujer feliz y más si esta se encontraba junto a él. Por lo general, las damas con las que compartía sábanas se parecían más a él que a Marlena. Almas rotas que deambulaban por las calles con la falsa apariencia de tener una vida perfecta, cuando la realidad se encontraba bien lejos de ello. Esa era la razón por la que él prefería dormir con alguien que no le hiciese preguntas ni pidiera nada más allá de unas bebidas o una cena en un restaurante de lujo. Con el tiempo, el arquitecto se había dado cuenta de que era más fácil tener una relación con este tipo de personas que con una dispuesta a amar, a regalar amor, ese concepto que las empresas de publicidad habían vendido como meta final para todo.

Se apearon del vehículo y caminaron hasta el restaurante entre la multitud que pasaba por la calle. Los ojos de Marlena mostraban que no estaba acostumbrada a ese tipo de locales ni a subir en automóviles con chófer privado. El Paraguas era un reconocido restaurante de la capital, especializado en la gastronomía asturiana y con gran elegancia y detalle en la decoración: cortinas de terciopelo, luz tenue para preservar la intimidad y un local de tonos claros y cremosos que guardaban la calidez de la luz. Un empleado recibió a la pareja y se hizo cargo de los abrigos, mientras un segundo los llevó a la mesa que Don habría reservado previamente. De camino a esta, el arquitecto sintió una ligera tensión en sus tímpanos. Un idioma extranjero llegó a sus oídos. Giró el rostro hacia la izquierda con sutileza y encontró a un grupo de hombres con las facciones anchas y el cabello corto, de color claro. La voz que había escuchado era la de un tipo de apariencia eslava y con cierto desprecio en su mirada. Después, el mismo, dijo algo en ruso que Don no logró entender.

Como el hombre de maneras que se había hecho a sí mismo, desplazó la silla de la mujer y la invitó a que se sentara.

—¿Va todo bien? —Preguntó ella.

—Sí —respondió él sentándose y agarrando la servilleta de tela—. Estupendamente… Creía haber reconocido a alguien. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes?

—No sé qué decir… —contestó ella mirando a las copas de cristal—. Si te soy sincera, no entiendo nada, jefe…

—Ricardo —corrigió con dulzura—. Hoy no seré tu jefe, así que no debes preocuparte… Disfruta y sigue sonriendo.

El camarero se acercó a la mesa y Don se adelantó antes de que Marlena soltara palabra. Pidió una botella de Ramón Bilbao y diferentes entrantes a la vez que bromeaba con el empleado. La actitud dominante de Don no sorprendió a la mujer, ya que parecía acostumbrada a ella. En contraste, sintió algo extraño en ese arranque social que su jefe parecía haberle ocultado. Cuando el camarero se giró y caminó hacia la cocina, se oyó un ligero alboroto en la mesa que había a las espaldas de Don. Era ese hombre, de nuevo. El arquitecto se contuvo para no girar el rostro y prestarle demasiada atención. Un pequeño reflujo ardía en su estómago y comenzaba a sentir ese ansia tan dolorosa por la sangre que corría bajo las venas. No quería alarmar a Marlena, pero algo le indicaba que esa cita iba a terminar mal.

—Menudos imbéciles —dijo ella frente a Don, observando la escena por encima de su hombro.

—¿Qué sucede? —Preguntó—. No he oído nada.

—Nada… —contestó la chica—. Esos hombres, parece que la han tomado con el camarero.

—Rusos.

—¿Cómo lo has sabido? —Respondió ella abrumada—. Si no has escuchado nada.

Otro empleado se acercó a la mesa con la botella de vino, la mostró, descorchó y sirvió dos copas. Las miradas de Marlena y Don se mantenían entre el cristal de las copas que se manchaban lentamente de color rojo. Don encontró en ella un ligero atisbo de sospecha, al cual respondió con una sonrisa maléfica cerrando ligeramente los párpados. La fuerza de la tensión provocó que ella soltara otra tímida risa y agachara la mirada. Después brindaron.

—Por nosotros —dijo él disipando la incómoda tensión generada segundos antes—. Por esta noche.

—Por esta noche —respondió ella y las copas chocaron.

—Y respecto a tu pregunta —añadió antes de dar un trago—. Los había escuchado al entrar.

Bajo el hilo musical formado por murmullo de los comensales que copaban las mesas, la botella de vino se vació a medida que las palabras de ambos cruzaban sendas direcciones. De entrada, Don pidió zamburiñas gratinadas, tartar de atún con caviar de salmón para compartir en el centro, una ensalada verde con langostinos en tempura, merluza con caviar de oricios para él, y lubina asada con vieiras y jugo de lima para ella. Continuaron hablando del devenir de la vida, de cómo ella había terminado trabajando para él y lo mucho que el estudio estaba ilusionado con el proyecto que tenían en Berlín. Mientras degustaron la comida, Don buscó, en diferentes ocasiones, el momento idóneo para girar la conversación hacia un terreno más sentimental. Se preguntaba si Marlena habría estado con otros hombres y cómo le habría ido. Sabía de sobra que no necesitaba preguntarle directamente a la chica para obtener esa información. Tenía sus contactos. Mariano se haría cargo de ello. Por el contrario, quería jugar las cartas como haría un hombre de a pie, elegante y con escrúpulos. Don esquivó los postres y le dijo al camarero que volviese cuando hubieran terminado de comer. Sin haberle preguntado si deseaba algo más, la sonrisa de Marlena parecía estirarse hacia el infinito, provocada por las carcajadas que le producía su jefe y el alcohol.

—¿Sabes? —Dijo ella con voz nostálgica mirando el filo de la copa de cristal—. No pensaba que fueras tan…

—¿Divertido? —Preguntó él con picardía.

—Dominante —contestó la mujer. Don se recompuso y echó la espalda hacia atrás. Marlena se sintió avergonzada por un instante por lo que había dicho, al recordar que seguía siendo su jefe. Los mofletes de su cara se enrojecieron del calor—. No me malinterpretes, ya sabes cómo son en la oficina… Se dicen muchas cosas.

Don interpretó las señales de la mujer que tenía delante. A pesar de todo, ninguno de los dos era capaz de cargar con los más de treinta años que llevaban a sus espaldas. Cuando se es niño, se piensa que la edad adulta es el cúmulo de toda la experiencia, que no hay nada nuevo por aprender y que la única función por la que se existe es para dar consejo al más pequeño. Don estaba convencido de que tal falacia residía en la sesera de cada una de las personas que había acumulado tres décadas de existencia. Al igual que Marlena, su mente había dejado de madurar tiempo atrás, aunque sabía cómo disimularlo.

—Ya que lo mencionas —respondió él intimidándola con un fuerte corte verbal—. Espero que me des una explicación.

El equilibrio entre ambos, cocinado a fuego lento por una agradable velada, caía por un despeñadero tras las palabras del arquitecto. Estaba utilizando su poder para poner a la mujer en un compromiso. De repente, Marlena se había olvidado de la cena y se sentía como si estuviera en el despacho de su jefe. Él era el único que podía cortarle las alas.

—Todos piensan que eres un tipo serio —dijo cohibida—, sin amigos… Y que solo sabes trabajar. Eso es todo.

—¿Y tú? —Preguntó él acorralando a su presa, acariciando la mano que Marlena apoyaba sobre el mantel, con el índice. Don cogió aire y provocó una voz diafragmática—. ¿Qué piensas de mí, Marlena?

Como miel para los oídos, la chica pestañeó dos veces y, más relajada, clavó sus ojos de color chocolate en el rostro del arquitecto, que regresaba a su posición tras haber inyectado el veneno.

—No pienso como ellos —contestó la mujer volviendo a renacer—. Creo que eres un hombre normal… con demasiadas responsabilidades… pero con un gran corazón.

De pronto, se escuchó de nuevo otro alboroto a espaldas de Don. Esa vez, no pudo remediar dar un giro brusco y mirar a la mesa. De nuevo, el hombre que hablaba en ruso se dirigía al camarero de una forma muy violenta. El tipo, disparó sus ojos de color azul claro a Don, que se encontraba a lo lejos, agarró la copa de vino y se la derramó al empleado. Después, él y los otros dos hombres grandes con el cráneo afeitado, comenzaron a reír al unísono. Antes de que el camarero reaccionara, otro encargado se hizo cargo de la situación.

—¡Oh! —Exclamó ella con la servilleta en la boca—. ¡Madre mía!

—¿Qué demonios está pasando aquí? —Preguntó Don a la vez que el resto de comensales guardaba silencio. Agitado por un fuerte arranque de rabia, el arquitecto puso la servilleta encima de la mesa, predispuesto a acercarse a los hombres—. Menudo desgraciado…

Entonces sintió una mano que le agarraba del brazo. Era ella, Marlena, suplicándole en silencio para que no lo hiciera.

Don la miró y ella pudo sentir todo el odio que estaba a punto de estallar en él.

—Déjalo estar —respondió ella—. Será mejor que alguien llame a la policía.

Don reculó y observó la situación sin quitar ojo de encima. El hombre lo miraba a lo lejos, de cuando en cuando, mostrando sus dotes de poder. Esa mirada, la conocía de antes. Era la mirada de su padre, de Rupestres y de todas esas personas que vivían infundiendo el miedo sobre los más débiles. Sintió en el interior de sus órganos cómo la bravura se manifestaba hirviendo la sangre que corría por sus venas. Don pensó que no podía ser cierto, que el desahogo con el catalán lo mantendría centrado durante un largo período. Lamentablemente, aquel hombre de la mesa superaba sus expectativas. Debía hacer algo antes de perder el control y asustar a la chica. Se mordió el interior del labio hasta que sintió la sangre correr por su boca.

—La policía no hará nada… —murmuró él con los puños apretados—. La justicia no llega a todas partes.

—¿Y tú sí? —Preguntó ella, formulando una de esas cuestiones que jamás deberían salir a la luz.

—Pide un café solo —respondió dejando de nuevo la servilleta a un lado. Ella lo miró con desaprobación—. Te juro que no haré nada… Solo necesito ir al baño.

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