Don

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Capítulo 5

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CAPÍTULO 5

Don caminó con paso firme hasta los baños del restaurante sin mirar a la mesa. Sabía de lo que era capaz y el resultado hubiese sido un desastre para todos. Comprobó que no hubiese nadie en ninguno de los sanitarios y cerró pasando el cerrojo de la puerta. Sacó una pequeña bolsita de polvo blanco del interior de su americana y se preparó una raya en la tapa del inodoro. Para conseguir los fármacos adecuados, Don debía de recurrir a la burocracia sanitaria, un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Visitar al psiquiatra para que le recetara unos calmantes, le obligaría a terminar en una institución mental. Don sabía que los traumas del pasado seguían sin resolverse y que no existía otra forma para curar su dolor que la que él conocía. Los médicos no sabían qué hacer con él, lo solucionaban todo con sedantes. Reticente a los estupefacientes por miedo a perder el control, encontró en la cocaína la receta perfecta para calmarse y controlar sus impulsos de justicia, porque él no se consideraba un parricida, ni por asomo. Sacó una tarjeta de un club de viajeros de Iberia y preparó una línea de polvo blanco. Después, agarró un billete de cincuenta euros y formó un canuto con él. Finalmente, se lo acercó a la nariz y esnifó profundamente. El polvo amargo llegó a su garganta. El contacto de la sustancia con la sangre no tardó en hacer su efecto. Abandonó el inodoro y se lavó el rostro con agua fría frente al espejo. Cuando levantó la cabeza, advirtió la presencia de otro hombre. Sin dirigirse la palabra, el eslavo se puso en el segundo lavabo y se enjuagó las manos. Sus miradas se cruzaron en el mismo espejo. Unos minutos antes y Don le hubiese arrancado la cabeza con sus propias manos.

El tipo estiró su sonrisa, cargada de maldad y asintió a modo de saludo. Don guardó el semblante serio.

—En este país, tratamos a todos por igual —dijo el arquitecto en inglés secándose las manos con una toalla de papel—. Existe una cosa llamada educación y otra, respeto.

El hombre no parecía estar acostumbrado a que le hablaran de esa forma.

—Métase en sus asuntos, ¿quiere? —respondió con un acento marcado, cambiando la expresión, ahora convertida en un montón de arrugas tensas—. Debería tener más cuidado a la hora de hablar con desconocidos.

—Guárdese las amenazas —dijo Don caminando por su espalda, reprimiendo las ganas de abalanzarse sobre el hombre—. No me dan miedo sus matones.

—Hágame caso —insistió el hombre—. No querría que nadie le estropeara la velada, ¿cierto?

Don se detuvo frente a la puerta y la cerró antes de salir.

—Ya se lo he dicho… —respondió bloqueado por los efectos del narcótico. Se acercó hasta el hombre y se quedó plantado frente a su rostro. El extranjero parecía no intimidarse a escasos centímetros de Don.

—Es usted un tipo muy valiente… —respondió con el mentón levantado, la expresión carente de empatía y mirando por encima al español—. Obviaré lo sucedido, por eso que menciona del respeto hacia los demás… Ya que educación, no tiene alguna… Porque, como ya sabe… a estas alturas de la conversación, un hombre como yo, le habría rajado ya el gaznate. Mire por donde caminan…

—¿Quiénes?

—Usted y esa chica.

Don respiró profundamente y el tipo le regaló una mueca cargada de odio. Después, le puso la mano sobre el hombro y tiró la toalla a una papelera. Don cerró los ojos y dejó marchar a la silueta que abandonaba el baño. Ese desgraciado le había puesto a prueba, encendiendo lo más profundo de sus entrañas, como si se tratara de la caldera de un tren. En cualquier caso, tenía que salir de allí, tomarse una copa, echar un polvo.

Un mal augurio recorrió su espina dorsal.

Al abandonar los baños, Don buscó con la mirada la presencia del eslavo y sus acompañantes, pero no tuvo éxito. La mesa se encontraba vacía y un camarero vestido de blanco se encargaba de recoger los desperdicios. Don se acercó agitado al hombre y lo abordó con nerviosismo.

—¿Dónde están? —Preguntó sin que el camarero lo avistara.

—¿Quiénes? —Dijo el empleado haciéndose el despistado.

—Los señores que se encontraban en esta mesa —contestó Don—. Estaban aquí hace un momento.

—Disculpe, señor… —dijo el chico. No llegaría a la treintena—. Yo no los he atendido… Solo me encargaron que limpiara la mesa.

—Le daré una buena propina si me dice sus nombres —insistió el arquitecto.

—Señor, no puedo hacer eso… —respondió acongojado, mirando a su alrededor. Don sacó la cartera y cogió dos billetes de cien euros. El empleado miró el dinero y su rostro enrojeció. Don comprobó su frente húmeda, por lo que el chico había mordido el anzuelo. Sabía que, muchas veces, las personas estaban dispuestas a hacer lo que fuese. Sin embargo, la mayoría de estas, se negaban por un mero hecho de presión social. Todo era cuestión de encontrar el contexto idóneo para que la otra persona se encontrara cómoda y segura.

—Deme su nombre en un papel y atienda la mesa en la que me encuentro —ordenó retirándose—. Tiene diez minutos. Puede hacer caja esta noche o dejarlo en una buena anécdota para sus amigos.

Seguro de sí mismo, caminó hasta su mesa para reencontrarse con Marlena, que no tardaría en preguntarle por qué había tardado tanto. Hermosa de espaldas, se acercó por detrás y le cubrió los hombros desnudos con el brazo. Pero algo iba mal. Su piel estaba helada y el cuerpo le temblaba. Al encontrarla de frente, vio el rostro de la chica cerrado como un puño, asustada y revitalizada al encontrarse, de nuevo, con la presencia de su acompañante.

—¿Qué ha sucedido, Marlena? —Preguntó confundido. Entendió que la chica había llorado en su ausencia—. ¿Estás bien?

Ella levantó la mirada y lo miró despechada. Don sintió cómo la culpa recaía sobre él.

—No es nada, de verdad —dijo ella.

De pronto, el camarero, con el que previamente había hablado, se acercó a la mesa y dejó una carta cerrada con la cuenta. Don le lanzó una mirada para que se esperara, abrió la carta hacia sí mismo, agarró el papel y pagó con un fajo de billetes en metálico.

Andrey Bogdánov.

—Quédese con la propina —ordenó asintiendo con la mirada.

—Gracias, señor —contestó el chico nervioso—. Disfruten de la velada.

El empleado se perdió entre las mesas y Don le ofreció la mano a Marlena.

—¿Conocías a esos hombres, Don? —Preguntó ella con temor a ofender a su jefe. Él se incorporó ignorando la pregunta.

—Vayámonos a un sitio más tranquilo —sugirió ayudándola a levantarse—. Te vendrá bien tomar una copa.

—Más bien, dos —respondió ella con una sonrisa nacida de la derrota.

—Conozco un sitio perfecto.

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