Don

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Capítulo 9

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CAPÍTULO 9

La habitación de la planta número 18 del hotel Radisson Blu de Riga tenía vistas al centro neurálgico de la ciudad. Subió hasta la última planta donde se encontraba el Skyline Bar y pidió un Jack Daniel’s con hielo. El whisky le sentaba bien y no le hacía perder los papeles. La comida del avión le había hecho olvidar el apetito, así que lo único que su cuerpo le pedía eran unos minutos de relajación antes de ponerse a trabajar. Desde la vista del bar podía hacerse una idea de cómo la ciudad se encontraba estructurada: el casco viejo y la iglesia de San Pedro con su cúpula verde, sobresaliendo al fondo, dejando atrás al Daugava. Una vista perfecta que mantenía en armonía la historia de una ciudad que seguía viva. Sin embargo, él no se encontraba allí para disfrutar de aquello, no por el momento. Tampoco para vender un proyecto de oficinas en la zona norte de la ciudad. Llevarse el proyecto a su terreno y hacerse cargo de él, le daría la libertad necesaria para guardar una coartada y no llamar la atención en el trabajo. La negativa del proyecto de Berlín, un complejo de doscientas oficinas en el pleno centro de la ciudad, le vino como un guante tras el accidente de coche. Don sabía que poco iba a hacer plantándose ante un promotor que no había requerido sus servicios. Era cuestión de convencerle, estirar la reunión y, con suerte, llevárselo a su terreno. Con ánimo de abrirse camino y guardarse una carta bajo la manga para encontrar a Bogdánov, Don estaba a punto de reunirse para luchar por una causa perdida. Pero no le importaba en absoluto, aquel fraude tenía una excusa y era la de encontrar a ese malnacido. Dio un sorbo de su vaso ancho y sintió el brebaje rozar su garganta. Para Don el whisky era como la gasolina que alimentaba a un vehículo. Después le vino la imagen de esa chica, Baiba. No entendía qué pintaba ella en todo aquello, pero debía reconocer que su belleza no le había dejado indiferente. Observó la estampa colorida que tenía frente a sus ojos y pensó que lo más inteligente sería hacerse con un mapa de la ciudad. En la reunión que le esperaba en la oficina de Aigars Kopeikins, un viejo promotor especializado en importar capital americano al país en los noventa para comprar solares devaluados, tendría la oportunidad de dar con el paradero de Bogdánov o, al menos, con alguna de sus madrigueras. Daba por hecho que el ruso lo mantendría todo bien atado. No era la primera vez que iba tras la pista de un hombre de negocios turbios. Oriol Rupestres también pertenecía a ese grupo, y lo que más le sorprendía era que todos, donde más seguros se sentían, era en sus propias casas. El arquitecto reflexionaba sobre ello y llegó a la conclusión de que, tal vez, fuese una cuestión de ego la que los tuviese allí, más allá del contacto familiar que muchos fingían necesitar. El ego como la fuerza que los devolvía a su origen, a la necesidad de demostrar algo delante de los suyos y ganarse la admiración —o el temor— de los que caminaban a su lado. Un defecto que él no guardaba. Hasta la fecha, jamás se había encontrado a nadie que disfrutara a sus anchas haciendo el mal sin justificarlo de algún modo.

El viaje había sido programado de tal modo que lo mantendría en la ciudad de Riga por tres noches. Comprobó la hora en el teléfono y estado de su whisky antes de que una bonita camarera le ofreciera otra copa. Abandonó la última planta de la torre y bajó en un ascensor que descendió a gran velocidad. Allí, caminó hasta la recepción.

—¿Tiene pensado cenar, señor? —Preguntó la recepcionista. Era una chica diferente a la anterior.

—No gracias —respondió en inglés—. ¿Sabría dónde encontrar un mapa de la ciudad?

—Estoy segura que puede encontrarlo en un kiosco —respondió la chica. Tenía el pelo castaño y unas piernas finísimas protegidas por una falda negra—, pero tendrá que esperar a mañana. Es demasiado tarde.

—Estoy seguro de que me puede conseguir uno —respondió Don impasible y sin mostrar ápice de sorpresa. La presencia del español, rígida y desafiante, la puso nerviosa—. Se lo agradecería.

—Espere aquí un momento —respondió con la mirada gacha y descolgó el teléfono de la centralita. Tras decir unas palabras en un idioma ininteligible para el español, colgó y suspiró—. ¿En qué habitación se hospeda?

—En la 530 —dijo él—. Señor Donoso.

—En un rato tendrá su mapa, señor Donoso —confirmó la chica—. Si mi compañero se retrasa, se lo entregaremos mañana a primera hora.

La mirada de Don se encendió.

—No —respondió—. Que sea esta noche… Estaré despierto esperándole.

El empleado del hotel no tardó en golpear a su puerta. Para la desilusión del arquitecto, fue un hombre y no la recepcionista quién hizo la entrega. Don sacó dos billetes de cien euros y se lo entregó a modo de propina.

—Uno para ti y otro para tu compañera —explicó con voz grave—. En este hotel, nadie os ha pedido un mapa, ¿entendido?

El bedel, que parecía no defenderse demasiado con el idioma anglosajón, asintió con la cabeza y desapareció como un correcaminos. Don observó en sus manos el preciado mapa de la ciudad. Lo desplegó sobre la cama doble y se aflojó el nudo de la corbata. Después buscó en el bolsillo interior de su americana y cogió el teléfono.

—¿Sí? —Preguntó una voz masculina al otro lado. Parecía dormida. Don sabía que en Riga había una hora más respecto a España—. ¿En qué puedo ayudarle, señor?

—Mariano —dijo el arquitecto—. ¿Has encontrado algo más sobre nuestro amigo?

—Hasta ahora, todo lo que he encontrado es un barrio ruso llamado Maskavas Forštate, a las espaldas del mercado… —respondió el hombre al otro lado del aparato. El informe que le había proporcionado carecía de direcciones físicas. Rastrear el domicilio de Andrey Bogdánov no era nada fácil—. Le informaré en cuanto sepa algo más. ¿Cómo ha ido el viaje?

—Bien, sin sobresaltos —respondió Don mirando al laberinto de calles—. Hay algo que no encaja aquí. Nadie me dijo que tendría una asistenta…

—Ándese con ojo con los cantos de sirena —comentó el chófer—. Las casualidades no existen.

Don colgó y lanzó el teléfono sobre las sábanas. Frente a él, el mapa extendido de la ciudad, con un entresijo de calles y plazas de nombres imposibles. Meció su cabello hacia atrás y se desabrochó el botón más alto de la camisa. Por la ventana se podía ver el alumbrado que convertía la ciudad en un mosaico de colores.

—Allá donde estés —murmuró frente al mapa—, te encontraré…

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