Don

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Capítulo 13

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CAPÍTULO 13

Bajo el silencio de la noche de la concurrida calle Tērbatas, Baiba abandonaba una cabina de teléfonos. El taconeo de sus zapatos se dirigió hasta Don, que la esperaba junto a un taxi de color verde.

Seducida por el plan del arquitecto, la letona desconocía el agujero en el que estaba a punto de entrar. Dictó al conductor la dirección de la residencia de Kopeikins y pusieron rumbo al otro lado del río. Como habría decidido antes, Baiba informó a los hombres de Bogdánov de los planes de Kopeikins y el español. Una llamada tardía solo provocaría una aparición a media noche en la residencia del constructor letón. Empecinado en dar con el ruso, Don había convencido a la chica para que lo llevase hasta la casa de Kopeikins e informarle de lo que estaba a punto de suceder. La tensión se palpaba en el interior del vehículo que atravesaba las calles desiertas de la capital letona. Cruzaron el puente que conectaba la ciudad con el barrio de Ķīpsala, una pequeña ínsula bordeada por el Daugava y habitada por casas familiares de lujo.

El sedán se detuvo frente a una casa unifamilar y Don pagó con dinero en metálico. A la hora de bajar, el español vio a la joven letona resistirse en el interior del coche. Sin pensarlo dos veces, tiró de ella del brazo y la sacó fuera del vehículo. Baiba emitió un ligero grito, pero no se opuso a la fuerza del arquitecto. Don sabía que estaba atemorizada, solo era eso. Después el coche desapareció en la oscuridad y caminaron hasta la puerta de la vivienda. Al tocar el timbre, dos hombres de cuello ancho y el pelo corto aparecieron en la entrada.

—¿Quién es? —Preguntó uno de ellos en letón. Don miró a la chica para que hablara.

—Mi nombre es Baiba, soy la asistenta del señor Kopeikins —contestó con la voz temblorosa—. Es importante que le entregue este mensaje ahora mismo.

—Negativo.

—No sean necios —respondió—. Unos hombres se dirigen a este domicilio.

De pronto, se encendieron unas luces en el interior de la casa y la puerta automática se abrió. Tras los hombres, apareció el señor Kopeikins con un albornoz.

—¿Qué cojones está pasando aquí?

Sentados en un espléndido salón con una televisión de gran tamaño, obras de arte sobre los muebles de madera y alrededor de una mesa de piedra de grandes dimensiones, el señor Kopeikins agitaba una bolsita de té verde en el interior de su taza. Frente a él, Don y Baiba permanecían acomodados en un sofá de piel negra, bajo una gran lámpara que imitaba a un candelabro. El señor Kopeikins había escuchado la misma historia que Don. Por su parte, Baiba, avergonzada, miraba al rostro encogido del viejo letón.

—Todavía no me lo puedo creer, Baiba… Por Dios… Menos mal que mi familia está de vacaciones en Italia… —maldijo el hombre—. ¿Cómo has podido?

—No sea tan severo con ella —intervino Don—. Ha puesto su vida en juego para salvar la suya.

—¿Cuándo vendrán? —Preguntó el letón.

—Esperaremos hasta que lo hagan.

—¿A usted qué cojones se le ha perdido en esto? —Preguntó el viejo—. ¿Por qué lo hace?

—Eso no importa ahora —respondió Don relajado—. Los tres tenemos diferentes intereses, aunque un fin común.

Pasaron las horas entre silencio y tazas de café que los mantuvieron despiertos, cuando se escuchó el motor de un coche procedente del exterior. Como Baiba había augurado, los hombres de Bogdánov aparecieron para entregar el mensaje. No era la primera vez que ella escuchaba sobre la forma de actuar del ruso.

Kopeikins se dirigió a una pantalla que conectaba con las cámaras de vigilancia. Cuatro hombres armados salieron del vehículo y apuntaron a los guardias de seguridad del letón. Los porteros claudicaron sin oponer resistencia con las manos en alto. Uno de los hombres esperó junto al coche mientras los otros tres abatían a golpes a los guardianes. Don agarró la mano de la chica y abandonaron el salón para subir las escaleras mientras Kopeikins observaba un horroroso y violento espectáculo de golpes sin cese. Una vez hubieron perdido la consciencia, los maniataron en el suelo. Los tres hombres entraron en el salón principal de la casa. Kopeikins, acongojado, temía el peor de los desenlaces.

El más bajo de los tres se adelantó al resto. Los otros dos se dividieron para inspeccionar las habitaciones de la casa. En el piso superior, Don indicó a Baiba que se escondiera en un cuarto de baño. Después entró en un dormitorio que, por las fotos y la decoración, parecía el de la hija de Kopeikins. Ávido, agarró una cuerda para saltar y esperó a que uno de los matones subiera las escaleras.

En la lejanía, Don escuchó unas palabras en ruso fundirse con las pisadas agitadas del compañero. Los años de ninjutsu le proporcionaron la habilidad de anticiparse al oponente. Nada más hubo pisado el último escalón, el arquitecto tensó la cuerda sobre el cuello de un gigante aunque delgado hombre de pelo claro y corto. Se escuchó un ligero gemido. Don le asestó un golpe en el cráneo contra la pared y el hombre perdió el conocimiento. Una vez en el suelo, le pateó la cara hasta que se escuchó un fuerte crujido. La confusión llegó desde abajo. Raudo, le quitó el cuchillo que llevaba en el cinto y esperó a que el segundo subiera en su búsqueda. Apenas echó a correr hacia el piso de arriba, Don lo sorprendió rebanándole el cuello de un tajo sin que pudiera gritar. Una ráfaga de sangre manchó la pared blanca de la primera planta, el cuerpo se tambaleó y cayó al suelo. Después le arrebató la pistola, abrió la puerta del cuarto de baño y se la entregó a Baiba. La chica temblaba de miedo.

De nuevo, se escuchó un voceo en el piso de abajo. Debía darse prisa si quería salvarle el pellejo a Kopeikins. Al entrar en la casa, había estudiado la distribución de las habitaciones. Tenía que encontrar la forma de salir al exterior y entrar por una de las ventanas para sorprender al tercer hombre, sin que lo viese el que se encontraba en la calle. Abrió una de las ventanas del dormitorio y escuchó un fuerte grito de dolor procedente de la garganta de Kopeikins. Salió al exterior, bajó dando un pequeño salto y bordeó la parcela hasta llegar a la ventana de la cocina. Al entrar de nuevo, vislumbró a lo lejos al hombre, con un palo de golf, golpeando al viejo en el suelo. Si se acercaba, cabía la posibilidad de que el otro reaccionara a tiempo. Encontró la mirada del viejo letón en el suelo, gritándole que se diera prisa. La puerta de la vivienda estaba abierta, por lo que un movimiento brusco llamaría la atención del último esbirro. Con el pulso acelerado, dio una profunda respiración y buscó claridad entre tanta adrenalina. Los golpes del palo metálico al impactar contra el cuerpo de Kopeikins resonaban en el salón. Si no hacía algo, pronto dejaría de resistirse. Se descalzó, caminó hasta el hombre con sigilo y, sin nada más que la fuerza de sus brazos, agarrotó el cuello del matón hasta asfixiarlo.

Sonó un fuerte ruido y el cuerpo se volvió pesado y robusto sobre el arquitecto. Kopeikins se lastimaba de dolor en el suelo.

Un silencio tenebroso se hizo con el salón.

Se escuchó la puerta del coche. Las pisadas entraron en la parcela. Habían llamado la atención del último hombre. Sin tiempo para reaccionar, Don avistó a lo lejos el rostro del ruso con una pistola en la mano y la mirada descontrolada al encontrar a su compañero inconsciente. Cerró los ojos y apretó las mandíbulas. El corazón le latió con fuerza y se escuchó un disparo procedente de las escaleras. El torso de aquel tipo se desplazó hacia atrás. Después, un segundo disparo y hasta un tercero que lo dejó tirado en el suelo. Un fuerte grito desolador llenó la sala.

Baiba sujetaba el arma con las dos manos. Los brazos de la chica temblaban como las extremidades del viejo letón.

El ruido sirenas de policía procedentes del exterior se acercaba a la vivienda.

Tanto Don como la chica debían desaparecer de allí.

Pronto Bogdánov recibiría el mensaje.

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