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Capítulo 18

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En la habitación 503 del lujoso hotel, Don dejaba la chaqueta sobre la cama mientras observaba, de nuevo, el mapa abierto de la ciudad. El laberinto de calles no le decía nada. Como Mariano le hubo informado tras su llegada, el peligroso barrio de Maskavas era demasiado grande para peinarlo en tan poco tiempo. Caminó hasta el mueble bar, sacó una botellita pequeña de whisky y se preparó un vaso. Después desbloqueó la pantalla del teléfono.

—¿Sí? —Dijo la voz del chófer al otro lado del altavoz—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Mariano, necesito que tomes nota de estos nombres —respondió el arquitecto con cierto apuro en su voz—. Baiba Viluma y Aigars Kopeikins… Parece que las cosas se han complicado más de lo que esperaba. Necesito dar con ese cabrón y el tiempo se agota. No sé ni por dónde empezar… ¿Has hablado con Marlena?

—Sí, le entregué el mensaje como me pidió.

—¿Te dijo algo?

—Parecía preocupada, señor —respondió el chófer con tono ocupado—. ¿Sabe? Me suenan de algo ese apellido que menciona, creo haberlo leído antes en alguna parte. ¿En qué lío se ha metido?

—Creo que menosprecié la reputación de ese tipo… —dijo Don al aparato mientras daba un trago a su copa—. Aquí las cosas funcionan de otro modo y hay demasiados intereses en las calles.

—Lo siento, señor, pero no le sigo…

Con el dedo índice sobre el mapa, Don buscaba nombres de calles que le pudieran resultar familiares mientras hablaba con su confidente.

—Mafias, Mariano —respondió sin rodeos—. Los negocios aquí se hacen a través de ellas, algo que no me sorprende, pero que me sitúa en una posición delicada… Ese Kopeikins no termina de convencerme, a pesar de que nuestros intereses vayan en la misma dirección.

—¿Y la chica?

—Es su asistenta —confirmó el español—. Trabaja a caballo entre el ruso y el letón mientras que intenta engañarnos a todos. No sé a qué juega y eso es lo que más me preocupa.

—Con todos mis respetos, su obsesión le ha llevado demasiado lejos… —comentó el hombre—. ¿Por qué no coge un avión y se olvida de todo?

—No puedo, Mariano —respondió Don—. Ese cabrón de Bogdánov sabe de la existencia de Marlena. Me temo que me he metido en lo más profundo de la madriguera.

—¿De cuánto tiempo dispone?

Don miró el reloj. Las horas corrían.

—No demasiado… —dijo—. Mañana por la noche será la entrega.

—Haga lo que tenga que hacer, descanse y deje que la mente trabaje —sugirió el conductor—. Le llamaré más tarde, en cuanto saque algo de información, ¿de acuerdo?

—Gracias de nuevo, Mariano.

—No me las dé —respondió el hombre—. Solo hacemos lo correcto.

Una vez terminada la llamada, se dejó caer sobre el colchón de la cama y sintió una profunda relajación por todo su cuerpo. A pesar del dolor de los golpes que había recibido la noche anterior, sus músculos agradecieron el momento de calma y silencio. Don miró de nuevo a la pantalla de su teléfono y comprobó los correos electrónicos. Marlena había dejado de escribirle tras la llamada de Mariano, esa misma mañana. Sabía que no le debía ninguna explicación. Él estaba allí por negocios y ella al mando de la oficina. Por el contrario, no podía ocultarse a sí mismo el peso de la culpa. Tan solo quería saber si se encontraba bien. En un acto de debilidad, marcó el número de la chica.

—Hola, Ricardo… —dijo Marlena al otro lado del aparato. Don percibió cierto resentimiento que le produjo indiferencia—. ¿Estás de vuelta?

—No, las negociaciones se han alargado —contestó con tono profesional—. Estaré aquí dos días más. ¿Todo en orden por allí?

—Sí… Claro —dijo ella—. ¿Ha ocurrido algo?

—Nada fuera de lo común —explicó—. Ya sabes cómo son estas cosas, Marlena… Negociaciones a vida o muerte.

—Lleva cuidado. En la oficina se te echa de menos…

—Descansa, pronto estaré allí.

—Eso espero…

Don se despidió y colgó antes de que la voz de la chica se resquebrajara y declarase sus intenciones por el auricular. Por cada sílaba que ella pronunciaba, el corazón del arquitecto vibraba con la fuerza de un campanario. No se explicaba lo que esa chica era capaz de producir en él, pues los juegos del amor no eran para él. Un hombre dejaba de ser él mismo en cuanto seguía sus emociones, y Don empezaba a tomar ese camino.

Sacó las fotos que Kopeikins le había entregado y las observó bajo la luz de los halógenos. En ellas, se veían perfectamente las chaquetas de cuero negro y las camisetas blancas, así como los rostros de aquellos hombres, de cabello claro y cráneo afeitado; de mirada ociosa y mandíbula desencajada.

—Si supiera por dónde diablos empezar… —Murmuró el español.

Allí solo, arrugado y aún vestido, con la mirada perdida en el techo de la habitación, desabrochó los botones de la camisa, cerró lentamente los párpados y sus energías se vinieron abajo como el peso de un yunque sobre la arena.

Hotel Radisson Blu (Riga)

19 de marzo de 2016

Antes de que amaneciera, sus ojos se abrieron a causa de la vibración del teléfono, que permanecía junto a su cabeza. Como acto instintivo, cogió el aparato y se lo acercó a los ojos. El terminal mostraba una llamada oculta entrante. El español no solía acceder a ese tipo de peticiones, pero se podía hacer una idea de quién se encontraba detrás de ella.

—¿Sí?

—Espero que hayas conseguido mi dinero —dijo en inglés Andrey Bogdánov—. No me gustan los imprevistos…

Un latigazo eléctrico recorrió la espina del español. Se imaginó el rostro del ruso, frente a él, y no pudo controlar la idea de sus manos sobre su cuello, apretándole, con los pulgares, la nuez hacia dentro. Don levantó la cabeza y miró por la ventana de su habitación a un cielo gris que sobrevolaba la ciudad.

—¡Eh! ¿Estás ahí?

—Eres un madrugador, ¿verdad? —Respondió el español con tono jocoso.

—Te crees muy listo —dijo el ruso—. No te pases de la raya. Haz lo que te dije, entrégame el dinero y lárgate de aquí… Estoy seguro que esa chica se alegrará de verte.

—Ni la menciones, cabrón…

—Espero que hayas aprendido la lección —dijo Bogdánov—. Te llamaré más tarde para concretar la entrega. Repito, no quiero sorpresas de ningún tipo… ¿Dónde está ella?

—¿Te refieres a Baiba?

—Sí, no está contigo.

—Vaya… Veo que te importa más de lo que pensaba… —respondió el arquitecto—. ¿Tú tampoco confías en Baiba?

—Puedes follártela o hacer lo que quieras con ella —contestó con desprecio—, pero quiero a esa furcia contigo. Ella es parte de la entrega.

—Algún día alguien te cortará la lengua por hablar así —dijo Don incorporándose de la cama—. Olvidas que una furcia como esa te trajo a este mundo.

Don pulsó el botón rojo y cortó la llamada a pesar de los gritos e insultos que el ruso lanzaba al otro lado del dispositivo.

Tras una ducha fría, una dosis necesaria de polvo blanco que rebajase el temblor muscular, producto de las ansias por matar, un fuerte desayuno basado en huevos y tocino, y una vestimenta más casual de lo normal, Don conducía el coche alemán prestado, calle abajo del hotel en dirección a la estación de trenes. Gracias a la llamada, había madrugado lo suficiente para ganarle tiempo al día y encontrar el escondite de la banda criminal. No sabía por dónde empezar, aunque tenía que andarse con cuidado. Bogdánov le había dejado claro que tenía ojos por todas partes.

Dando vueltas por el centro de la ciudad, en el cruce de la calle Tērbatas con Elizabetes, vislumbró un pequeño detalle en el gran parque que ocupaba toda la manzana. Mesas y más mesas de viejos ajedrecistas que, por mera pasión, ocupaban los bancos en busca de contrincantes a los que ganar la partida. Uno de los estereotipos que solo quedaban en las películas antiguas que reflejaban la realidad migratoria. Siguió hasta el final de la calle y giró por la calle Marijas, que era la avenida que pasaba frente a la estación de ferrocarril. Un mundo nuevo que hasta el momento no se había detenido a observar: locales convertidos en casas de empeño llamadas

Lombards, donde todo se podía vender: martillos hidráulicos, teléfonos de última generación, bolsos, abrigos de piel… Don aparcó en Merķeļa, calle perpendicular con Marijas, para acercarse a una de las tiendas. Todas estaban divididas en dos partes: un local público y otro subterráneo donde se hacían las ventas. Ademas, era posible comprar narcóticos sintéticos, aparentemente legales, que producían los mismos efectos que el cannabis. Entre los establecimientos de compra y venta, se encontraba un McDonald’s que hacía esquina y la entrada a un viejo circo que invitaba al horror. En la temprana mañana, solo algunas mujeres mayores caminaban por allí con las bolsas que cargaban del mercado de abastos. Don entró en una de las tiendas y dio un vistazo a su alrededor. Su último interés era hacer una compra, aunque sabía que no le resultaría gratis la información que buscaba. Tras el mostrador, una mujer rechoncha de cabello ensortijado y con varios litros de laca en su cabeza miraba de reojo al español, tímida por no saber una palabra en inglés. Llevaba un atuendo propia del siglo anterior, como si la globalización no hubiese afectado a su estilo de vida.

El español sacó la fotografía de su bolsillo y se aseguró de que nadie entrara. La mujer parecía rígida como una roca.

¿Gde eto? —Preguntó Don en ruso con un acento atascado para saber dónde se encontraba el hombre de Bogdánov.

La dependienta observó la foto y desvió la mirada.

Yu ne znayu —respondió para desentenderse del asunto.

No sabía nada.

Por su lenguaje corporal, el español sabía que le mentía. Metió la mano en el bolsillo y sacó dos billetes de cien euros. Los ojos de la mujer se abrieron como dos girasoles al ver la luz.

Veloz, la desconocida agarró el dinero y se lo guardó en el interior del pantalón. Después señaló a la estación de trenes y dijo algo ininteligible para él.

—¿Qué? —Preguntó en español.

¡Rynok! —exclamó ella varias veces señalando con la mano.

¿No gde eto? —Repetía el.

Al contemplar la frustración de no entender nada, abandonó el lugar y regresó al coche. Entendió que

rynok era el mercado, una palabra que se llamaba de forma similar en polaco, ucraniano o lituano. Sin embargo, su limitado conocimiento sobre el idioma no le iba a impedir adentrarse en la marea humana que habitaba los puestos de alimentos.

Regresó al coche y condujo hasta la ladera del río para después girar y acercarse al otro lado del puente. Frente a él, encontró un solar de coches aparcados sin orden, decenas de puestos de verduras y frutas, transeúntes bebiendo en la calle y cuatro antiguos hangares militares que daban lugar al mercado de abastos de la ciudad. Un tranvía tocó el claxon cuando Don se percató de que estaba invadiendo su camino. Se retiró por una rampa que daba lugar a un aparcamiento junto a un canal, cruzando una vía de adoquines y aparcó entre los coches. Debía de ser ahí, se dijo, tal y como marcaba el mapa.

Primero, examinó el área de un vistazo. La tarea de encontrar a esos hombres no sería fácil. Aquello era tal y como había visto en esa serie de la BBC, en la que un inspector sueco terminaba buscando criminales en la misma ciudad que él. Lamentablemente, la película no profundizaba en los escenarios, algo que le hubiese sido de mucha utilidad al español.

Bajo las miradas de los que por allí pasaban, Don se adentró en el corazón de los grandes almacenes. Algo en su interior le decía que estaba dando palos de ciego. Pero era allí, se repetía, las palabras de esa mujer hacían referencia al mercado. Entre puestos de carnes y pescados ahumados, muy populares en el país, y frutas del bosque, el español caminó sin rumbo hasta las espaldas de la estación de ferrocarril. Allí observó un entorno diferente, donde las cajas de frutas y comestibles habían sido reemplazados por montones de falsificaciones textiles, zapatos chinos, relojes de imitación y teléfonos móviles de dudosa procedencia. Un hombre con una camisa blanca y vieja, gordo y arrugado, vendía fruta sobre una mesa plegable. El tipo, ya entrado en los cincuenta, miraba de reojo en busca de agentes de la policía. Don se escondió tras uno de los puestos, fingiendo observar unas gafas de sol, cuando descubrió al vendedor intercambiando algunas palabras con otro desconocido, para después introducir unas cajetillas de tabaco en una bolsa junto a un fajo de euros. Don pensó en seguir al tipo, pero pronto le habría descubierto y solo hubiese llamado la atención de los comerciantes, que estarían de su lado. Por tanto, aprovechó el descuido que el hombre había tomado para encender uno de los cigarrillos de contrabando y lo abordó con frialdad, poniéndole la foto sobre la mesa.

¿Gde eto? —Repitió en ruso.

El comerciante lo miró como quien observa a un lobo hambriento. La patria, la traición, su mirada no tenía intenciones de buscar problemas. Después contempló con deseo los billetes de doscientos euros que Don puso frente a él para acallar las dudas. Como si le hubieran ofendido, agarró el dinero con un movimiento brusco y lo guardó arrugado en el bolsillo. Luego se limpió la comisura de los labios y se sentó de nuevo en la mesa.

Rynok… —murmuró buscando a un tercero.

¿¿¿No gde??? —Insistió el español. Comenzaba a desesperarse.

¡Da! —Respondió enfadado señalando a la profundidad del barrio—.

Rynok Latgale…

El hombre comenzó a recitar palabras en ruso que Don desconocía pero que le invitaban a largarse de allí. Continuó caminando en dirección opuesta al centro, encontrándose con edificios antiguos y deteriorados, casas de madera y viejas tiendas. A medida que iba siguiendo las indicaciones del mapa, se cercioraba de encontrarse en el corazón del barrio ruso. Puso la mano en la Glock para sentir la seguridad en su cuerpo. Habían pasado unas horas desde que dejara el hotel, pero sentía en su interior que se encontraba cerca de su presa. Tras cada paso que daba, la silueta del Palacio de la Cultura y Ciencia se hacía más grande sobre los edificios, ensombreciéndolos. Un recuerdo que los soviéticos se habían encargado de dejar para la historia. El mercado no era más que un gran descampado cercado por una verja metálica. En la entrada, varios hombres, de aspecto sospechoso, bebían cerveza y hablaban en ruso a la par que miraban a Don. Respiró profundamente para mantener la calma y evitar que olieran el temor a ser descubierto. Allí no le resultaría difícil llamar la atención: no había turistas, ni policía ni comerciantes al uso. Don no era el tipo de persona que frecuentaba esos lugares, aunque no era la primera vez que se encontraba en uno de ellos. Cruzó el umbral sin mantener contacto visual con los tipos de la puerta, que gruñeron algo a modo de provocación. Allí solo había puestos, chatarra y peligro. La mujer de la tienda tenía razón. También su intuición, por mucho que Baiba hubiese intentado cambiar su opinión.

Aquel era el mercado que él buscaba, el lugar donde encontraría al hombre de la foto.

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