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Capítulo 7

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Gran Vía (Madrid)

30 de abril de 1994

La Gran Vía madrileña se encontraba atestada de coches a las seis de la tarde. Todos los trabajadores cruzaban la ciudad poniendo destino a sus hogares. Todos, menos Ricardo y su madre. Sentados en el interior de una cafetería típica como las muchas que habitaban el país, Amparo jugaba con la cucharilla en el interior de una taza de café, sumida en sus pensamientos, absorta por una vida que pasaba entre tubos de escape, transeúntes y sonrisas anónimas. Hacía un mes que Ricardo había cumplido los catorce años. En el bar, la clientela comentaba el último escándalo del país. El Gobierno se iba a pique mientras Luis Roldán, director de la Guardia Civil, se daba a la fuga. En la pantalla, Antonio Asunción, el ministro de Interior de entonces, dimitía como responsable de los hechos. Los informativos combinaban el caos político con la muerte de un piloto austríaco de Formula 1 en Italia. Ricardo contemplaba a su madre, preguntándose por qué estaban allí y no en casa. Con catorce años, tenía edad suficiente para entender lo que pasaba. Pensó que su madre tenía buen aspecto. Era una mujer guapa y sabía conservarse, a pesar de los duros golpes que su padre le daba cuando llegaba borracho al hogar. Ricardo sabía que tenía a su madre, aunque ella parecía desolada, perdida en un laberinto sin salida. Cada vez que sus miradas se cruzaban, era como si le pidiera auxilio a alguien que no le podía tender la mano. El joven pensaba que su madre debía de vivir en una angustia continua y que, tarde o temprano, terminaría con la peor de las decisiones. A él no le importaba que sus padres se divorciaran, de hecho, lo prefería, ya que muchos de sus compañeros de la escuela tenían padres separados. Lo podría llevar. Se lo había propuesto, de una forma delicada, a su madre, pero ella se negaba por completo. Amparo tenía miedo de lo que pudiera hacer su marido. Hacía años que no eran felices, a pesar de que él se hubiera esforzado por arreglar lo que había destruido. Era consciente de sus salidas nocturnas, de la infidelidad matrimonial y de las sustancias que tomaba después de la jornada laboral. Cada vez que cruzaba la puerta y le llegaba el hedor a alcohol y cigarrillos, temía por su vida. Nunca sabía cuándo llegaría de mal humor. Tras ponerle la mano encima, pareció arrepentirse de ello, pero Amparo supo que no había vuelta atrás. Un ascenso en el trabajo y una subida de miles de pesetas, no sirvieron para que ella perdonara y se olvidara de todo. Si le había golpeado una vez, podía hacerlo de nuevo, y así hizo. Durante diez años, las riñas desencadenaron en palizas sin regularidad alguna. Al parecer, su marido encontró en ellas una vía de escape, y una vez cada dos meses, descargaba el odio que acumulaba en el trabajo sobre su esposa. Lo tenía todo bien atado y sabía que ella no diría nada por proteger al chico. Ricardo aprovechaba las horas de actividades extraescolares para desaparecer de casa y evadirse de una situación que se manifestaba con más dureza en su comportamiento. Poco a poco, fue perdiendo la empatía por el sexo opuesto, así como con las personas que giraban en torno a él. Ricardo empezaba a dejar de ser él para convertirse en Don. Su obsesión era una: librarse de su padre. Deseaba ayudarla por todos los medios posibles, pero desconocía cómo y la justicia no parecía hacer demasiado. Sentía odio hacia su progenitor, sabía que era un ser vil y que debía ponerle freno, pero sus sentimientos se entrecruzaban cuando pensaba en él.

—¿Por qué no vamos a casa? —Preguntó el joven sentado en una silla de madera. Su madre seguía dándole vueltas al interior de la taza blanca—. Papá no va a venir… Han pasado dos horas.

—Seguramente haya tenido una reunión —dijo la madre con voz desesperanzada—. Tu padre… trabaja mucho.

Ricardo miró al cristal que lo separaba de la calle. Allí, bajo los tubos de luz, lejos de casa, el barullo de los parroquianos y el olor a máquina de café expreso. Allí junto a la presencia de su madre era donde se sentía seguro. Se prometió salir algún día del barrio y vivir en el centro. Con él, se llevaría a su madre. Vio los coches pasar de nuevo, el cielo azulado que poco a poco se oscurecía, miró al infinito de la Gran Vía madrileña y se preguntó cuándo dejarían de esconderse para siempre.

Barrio de Palomas (Madrid)

15 de marzo de 2016

Marlena no tardó en recibir el alta médica y regresar a casa. Sin embargo, lo que nunca llegó a saber fue que Don estuvo a su lado hasta que despertó.

Una vez Marlena hubo recuperado la consciencia, el arquitecto abandonaría la clínica con el mismo sigilo que había empleado para entrar. Tras mucho meditarlo, lo último que podía permitirse era una afección más allá de lo profesional. Después de poner en peligro la vida de Marlena, era el momento oportuno para regresar a la normalidad y recuperar la distancia que había recortado. Y así hizo.

Al llegar a su apartamento, un mensajero tocaría la puerta del apartamento de Marlena para entregarle un enorme ramo de flores con una tarjeta anónima. La chica no tardó en dar con el posible autor del gesto, sacándole una grata sonrisa que le duraría todo el día.

Días después del accidente, Don se apeaba del coche conducido por su chófer para entrar en el edificio de oficinas. Allí encontró un corro formado por algunos de los miembros de la oficina que daban una calurosa bienvenida a la compañera de trabajo. El arquitecto cruzó la entrada con semblante impasible como si no hubiese sido partícipe en la historia.

—Buenos días a todos, ¿quién os ha dado un descanso? —Preguntó con tono serio. Su mirada se cruzó con la de la ingeniera. Ella le regaló una sonrisa que él aceptó con una mueca sin esfuerzo—. Bienvenida de nuevo, Marlena. Me alegra ver que todo ha ido bien…

Las palabras de Don cayeron como un jarrón de agua helada sobre el rostro de la chica. Se preguntó dónde habría quedado el tacto y el cariño que había demostrado bajo el caparazón durante la cena. Dónde habría quedado el Ricardo detallista que enviaba flores.

—Gracias, jefe… —respondió con el fin de provocar una reacción en él, pero Don volvió a esquivar sus palabras.

—Quiero que te pongan al día del proyecto de Riga —explicó mientras se giraba en dirección a su despacho—. Esta vez, no podemos perder al cliente.

—¿Riga? —Preguntó ella confundida.

—Olvídate de Berlín, las cosas no salieron como esperábamos —explicó mirándole a los ojos. Durante su ausencia, la gestión con el proyecto alemán se había ido a pique, o eso forzó el arquitecto para elaborar su plan—. Mañana viajaré a Letonia para reunirme con los promotores. Quiero que todo esté listo para la presentación.

—¿Irás solo? —Preguntó de nuevo la chica—. Es un país frío.

—Te necesito aquí, al mando de la oficina —sentenció rotundo—. Tómalo como una prueba para ver de qué pasta estás hecha, Marlena… Sé que puedo confiar en ti.

Frío como un témpano, caminó hacia su despacho y cerró la puerta para evitar que nadie escuchara sus conversaciones telefónicas. El viaje le vendría bien, tomar el fresco y salir de la ciudad para airearse un poco.

Horas después, todos los miembros del equipo se reunieron en una sala de juntas en la que un proyector mostraba los planos y las imágenes en tres dimensiones de un complejo residencial de lujo. Números, imágenes y gráficas traducidas al inglés era todo lo que Don necesitaba para echarse en el bolsillo a los clientes letones y finlandeses con los que se iba a reunir. Riga era una ciudad recién instalada en la zona Euro, con una economía lenta aunque creciente y donde los supervivientes del post-comunismo se habían hecho de oro. Una ciudad que necesitaba un toque moderno y minimalista, acorde con la influencia escandinava que llegaba del norte.

Tras una hora de reunión y varias presentaciones por parte de los empleados, Don pidió un efusivo aplauso para todo el equipo. No sentía ninguna necesidad de ello, pero sabía que, de algún modo, se acercaría a ellos y rompería los rumores de los que Marlena le había hablado.

—Estupendo, buen trabajo —dijo terminando un frío aplauso. Ninguno de los miembros abrió la boca—. A partir de ahora, me encargo yo… Quiero que estéis pendiente de mis correos electrónicos. Cualquier cosa que necesite, cualquier pregunta… No podréis perder ni un segundo. ¿Entendido?

—Sí… —dijo un murmullo desincronizado.

—¿Quién ocupará tu posición? —Preguntó uno de los delineantes.

—Marlena —respondió Don señalándola con la palma de su mano—. Ella estará al mando en mi ausencia.

Don se acercó a Marlena, asintió con la mirada y salió de la sala de cristal en dirección a su abrigo. Una vez se hubo despedido de todos, abandonó el edificio por el ascensor. Allí en la calle le esperaba Mariano con el motor encendido.

—¿Qué tal ha ido, señor? —Preguntó el conductor bajo sus gafas de sol de pasta oscura.

—Mejor de lo que esperaba —respondió Don holgando el nudo de la corbata—. No le he dado tiempo a hablar. Tampoco tenía nada que decirme.

—Su vuelo saldrá mañana a las ocho de la mañana —indicó el conductor mientras se abría paso entre los vehículos que había estacionados en doble fila—. Estaré esperándole a las siete, si no le parece mal. A esas horas, puede haber tráfico.

—Gracias por su atención, Mariano —dijo y se recostó en el asiento de piel. A su lado, sobre el otro asiento, una carpeta de papel de color crema sujeta con una cita aguardaba esperando a ser abierta. Don agarró la carpeta, deshizo el nudo y sacó un montón de folios a color. Tras pasar la primera página, encontró el rostro de Andrey Bogdánov en la parte superior izquierda de la página. Junto a la fotografía, un dosier con la información personal del sujeto. Don hojeó el resto de páginas. Mariano se había encargado de elaborar un informe detallado sobre la actividad del ruso que el arquitecto leería con calma.

—Espero que sea de su agrado —dijo el conductor con sonrisa pícara que siempre portaba—. Será un viaje largo.

—Y frío, Mariano —respondió dejando el montón de folios a su lado—. Buen trabajo.

El chófer pisó el acelerador propulsando el vehículo con fuerza. El coche desapareció por el carril de velocidad, fundiéndose en las luces de los semáforos y los grandes ventanales de las oficinas del centro de la capital.

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