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Capítulo 10

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Hotel Blu Radisson (Riga)

17 de marzo de 2016

La mañana empezó con lluvia y un cielo gris plagado de nubes. Algo en su interior le dijo al arquitecto que sería así hasta su regreso. Los países bálticos no destacaban por el sol ni por las temperaturas cálidas, pero era algo que él ya conocía. De ahí que las costas mediterráneas se llenaran cada año de más y más turistas del este de Europa. Tras una ducha fría y haberse enfundado en un traje limpio, el arquitecto bajó hasta el restaurante del hotel, donde tomó huevos revueltos con tocino y café solo mientras comprobaba los correos electrónicos en el teléfono.

En la bandeja de entrada, destacaba uno de ellos. Era Marlena, desde su cuenta privada, preguntándole cómo estaba y otras nimiedades relacionadas con el frío, que poco tenían que ver con el trabajo. Al final del todo, la ingeniera se despedía deseándole suerte para la reunión. Don esbozó una ligera sonrisa frente a la pantalla. Después, se sintió algo confundido al releer el tono con el que Marlena había escrito el correo electrónico. Una alarma se encendió en su rostro. Se preguntó si se estaba acercando demasiado a él. Eso le ponía nervioso y no podía permitirse un error así. Sin duda, estaba allí por ella, entre otras razones. Una vez preparado, se dirigió a falta de unos minutos para la cita a la recepción cuando, para su sorpresa, encontró a Baiba con un nuevo conjunto de blusa de color crema y pantalones de traje.

—Buenos días, señor Donoso —dijo esperando a que el español se acercara a ella—. Espero que haya descansado.

—Veo que aquí prima la puntualidad —contestó y clavó sus ojos en Baiba. Algo se había quedado a medias la noche anterior. El tiempo corría y se preguntaba si sería capaz de averiguar quién la había puesto allí, delante de sus ojos.

Subieron al coche y bordearon el hotel por su parte trasera hasta incorporarse de nuevo a la calle Krišjāņa Valdemāra, la misma que los había traído del puente al centro de la ciudad. La calle que llevaba el nombre del famoso escritor letón Krišjānis Valdemārs, continuaba en línea recta hasta lo que parecía las afueras del centro. Don pudo apreciar cómo los altos edificios y las viejas construcciones con detalles dejaban lugar a bloques de ladrillo de cuatro plantas, parques, tiendas de ultramarinos, salones de belleza y, finalmente, antiguos bloques de viviendas modernistas al puro estilo

jruschovki, sin ornamentaciones, construidos con materiales baratos y de dimensiones escasas.

—La llegada del Euro no ha hecho más que encarecerlo todo —comentó la chica al mirar la ventana salpicada de agua—. El país se enfrenta a otra crisis económica.

—Eso no debe haberle sentado bien a sus vecinos —contestó Don—, que perderán con el cambio de rublos…

—Adaptarnos al resto de Europa solo le ha abierto las puertas a los países ricos del oeste —dijo ella—. Además, no entiendo a qué viene ese comentario, señor Donoso. La historia de este país es compleja, ya lo sabe.

—Y que lo diga… —comentó el español—. Tengo entendido que el alcalde de la ciudad también es ruso.

—Como uno cuarenta por cierto de la población, señor Donoso —replicó ella con cierta molestia en su voz—. ¿A dónde quiere llegar? Tanto mi madre, como mis abuelos, también lo son. Sin embargo, yo nací aquí. Esta es mi patria.

—Tu patria es tu familia —dijo él.

El contraste entre lo vivo y lo que, poco a poco, se desvanecía en el olvido. Las nuevas edificaciones que iban haciendo sombra a los vestigios del pasado. Un contraste particular. Las empresas alemanas estaban aportando a la ciudad una buena inyección de dinero que revitalizaría todo aquello. El español se dio cuenta al bajarse y encontrarse frente a las oficinas de la compañía constructora.

Siguió los pasos de la letona hasta el interior de un bloque de oficinas de color blanco, paredes de cristal y discutible belleza. Después pasaron un control de seguridad en la que dos hombres, preparados para abatir a un motín de presos, les permitieron la entrada. Apenas había recuperado sus pertenencias cuando Don avistó la presencia de un hombre de unos sesenta años, de pelo blanco, buena presencia y con la mirada hundida entre arrugas. Pensó que debía de ser el viejo de Kopeikins y que su apariencia no sería más que eso, una fachada.

—Señor Donoso —dijo Baiba—, le presento al señor Kopeikins.

—Un placer —dijo el hombre ofreciéndole la mano.

—El gusto es mío —contestó Don con un buen apretón. En su cruce de miradas, encontró algo que no terminó de satisfacerle. De algún modo, el arquitecto sintió que el trato ya había sido cerrado con otra compañía, pero era demasiado pronto para tirar la toalla. Lo había visto otras veces en los rostros de sus entrevistados.

—Volveré con usted más tarde —dijo Baiba antes de que Don iniciase su camino hacia una sala de reuniones en la que el equipo de Kopeikins esperaba—. Tal vez desee visitar la ciudad.

—Por supuesto… —dijo él—. Quiero conocer todos sus secretos.

Barrio de Vallecas (Madrid)

14 de junio de 1994

Sobre la segunda altura de un edificio a medio hacer, las gotas de sudor le caían sobre la camiseta de color blanco. Ricardo estaba sediento y necesitaba echar un trago, pero no debía quejarse, ya que iba a recibir una de las grandes lecciones de su vida. Junto a él, Pancho, el capataz de la cuadrilla de obreros que trabajaba en la restauración del edificio, un hombre grueso y grande al que todos le llamaban «El orco» en la intimidad, por la potencia de su grave voz. El hombre secaba su frente con el brazo mientras sujetaba una radial de obra con las manos. Ricardo estaba aprendiendo el oficio y, tras unas semanas de labor a destajo bajo el sol, el jefe había decidido mostrarle a usar la máquina, un gran aparato con una cuchilla circular capaz de cortar a una persona en dos mitades en cuestión de minutos.

—Siempre los guantes y las gafas, ¿eh? —Dictaba con ese tono profundo, castigado por la nicotina y el coñac—. Que yo no lo lleve, no significa que tú me tengas que buscar un problema…

—Entendido —dijo el chico atento a las instrucciones de su supervisor.

—Mira… Primero enroscas la tuerca —indicó y bloqueó el eje de giro de la máquina—, y así la centras… Después, aprietas con fuerza y mira que existan holguras entre el eje y la tuerca, ¿eh?

El hombre mostró varias veces el gesto para que el chico se quedara con la explicación, pero no era necesario. Por primera vez, Ricardo parecía absorto en la belleza de la herramienta.

—Lo he pillado… —contestó. El capataz le lanzó una mirada de desconfianza, como si hubiese olido las malas intenciones del joven.

—Bueno, pues una vez lo tengas —prosiguió mirando al utensilio—, te aseguras de que la protección de chispas no te moleste y… al tajo.

Conforme terminó sus palabras, el hombre acercó el aparato a un tubo de acero. Un fuerte chirrido acompañó a un baño de chispas que salieron disparadas sin dirección. Ricardo observaba el espectáculo protegido bajo sus gafas de plástico como si se tratara de un castillo de fuegos artificiales. Los progresos del joven con la máquina no tardarían en hacerse visibles. Nadie pensaría que sería su primera vez. Sin embargo, aquella mañana calurosa de verano en la capital, algo cambió para siempre en el cuerpo de Ricardo. Por una vez en su vida, una fuerza esperanzadora nació para siempre. Lo que nadie sabía era que, esa misma fuerza, cambiaría el rumbo para siempre de su vida, y de los que participaban en ella.

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