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Capítulo 11

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Barrio de Brasa (Riga)

17 de marzo de 2016

La vida siempre sorprende a quienes menos esperan de ella. Un fuerte apretón de manos concluyó la reunión cuando las puertas de la oficina del señor Kopeikins se abrieron de par en par. La reunión había concluido. Lo que le había parecido una misión suicida, terminó con la adjudicación del proyecto de oficinas para su estudio español. Don sonreía tímidamente frente a la cara de satisfacción del viejo letón mientras le apretaba la mano. Se decía que, quien más sonreía tras un trato, era quien más ganaba. Por ello, el arquitecto español prefirió guardar la compostura y hacerle creer a su cliente que se había llevado el pastel. A veces, los negocios eran así. Don imaginó a un grupo de inversores alemanes tirándose de los pelos en alguna región de Bavaria.

Tras el largo encuentro, subió junto al promotor en un taxi que los llevó de vuelta al centro de la ciudad para ir a comer. El conductor hizo el mismo recorrido que habían tomado a la ida para incorporarse a la calle Elizabetes, la misma en la que se encontraba el hotel de Don, aunque dirigiéndose al noroeste de la ciudad. Por primera vez, el arquitecto tuvo la oportunidad de ver el corazón artístico de una ciudad europea que se había promocionado muy mal en el extranjero. La rica arquitectura de estilo

Art-Noveau era palpable a la vista. Los edificios modernistas de espléndido colorido, levantados hasta grandes alturas y cargados de ornamentación: máscaras, mujeres desnudas, rostros asustados, gárgolas y naturaleza.

—Espléndida ciudad —comentó Don bajo la atenta mirada de Kopeikins. El letón era un hombre de aspecto moderno, vestido de traje azul marino y con un corte de pelo canoso, tupé y laterales rasurados, algo propio de un joven veinteañero, guardaba silencio mientras se fascinaba, una vez más, con los edificios de su ciudad—. Me pregunto cómo no había estado antes aquí.

—La distancia —respondió el hombre obviando el comentario del español y apagando las brasas de lo que pudo haber sido un comentario mal acertado. Desafortunadamente, los extranjeros solo se interesaban en invertir su dinero en la ciudad—. Todos estos edificios son de finales de siglo diecinueve y principios del veinte… Adonde nos dirigimos ahora, es uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y también de mis favoritos.

—Por lo que tengo entendido —añadió Don—, en los proyectos participaron arquitectos alemanes.

—No solo alemanes… —contestó el letón—. También finlandeses y austríacos. Eran otros tiempos, ¿sabe? Algo impensable estos días… Me temo que el mundo cambió para siempre después de la Primera Guerra Mundial.

—¿Qué hay de los rusos? —Preguntó el español tratando de dirigir la conversación a su propio interés.

—Los rusos nunca participaron en nada —explicó el hombre—. Siempre han impuesto su norma. Es diferente.

El vehículo se detuvo en el cruce de una perpendicular y frente a una gran fachada de color crema con ventanales alargados y cúpula negra. La puerta del restaurante Vincents se encontraba tras una escaleras subterráneas, algo muy popular en los países del centro y este de Europa.

Un ecléctico y lujoso restaurante de alta cocina y carácter minimalista, cuidado en cada detalle y con servicio personal para cada mesa. Don se fijó en los platos de la gente y en sus rostros. Al parecer, tenía todo el aspecto de ser el punto de reunión de las celebridades y los empresarios con dinero. El arquitecto entendió que, en un espacio tan reducido y hablando en inglés con su cliente, debía ser comedido. La experiencia de los años le había hecho entender la importancia de la discreción. La gente solía hablar de temas delicados en las comidas de empresa descuidando su entorno, como si nunca hubiese nadie que los pudiera conocer a escasos metros. En una ciudad como Riga donde, al parecer, todos se conocían, el tacto era una virtud.

El camarero los condujo hasta una mesa de madera negra con sillas blancas de piel y rodeadas de una colección de botellas de vino. Kopeikins se había preocupado de elegir un menú apto para la ocasión. Una vez sentados, el empleado apareció con un

Tenuta Guado al Tasso Cont’Ugo, un tinto de la Toscana italiana que no sorprendió en absoluto al español.

Al vino, lo acompañaron unas ostras danesas, una ensalada de aguacate y un plato de espárragos con huevo para dar paso al plato principal, donde Don se decantó por un filete de salmón de las Islas Feroe con salsa de pistacho y romanesco. Tras una conversación centrada en el trabajo, mencionar de nuevo los episodios del pasado y hacer ciertos paralelismos con la historia y la gastronomía de España, Don reptó dialécticamente hasta la caída de la vieja Rusia y los primeros años de independencia en Letonia tras la Unión Soviética. El viejo Kopeikins, acalorado por el vino y con el rostro rojizo, meció su tupé hacia atrás y lanzó una advertencia al español a modo de carraspeo. Don no supo interpretar el por qué, aunque su habilidad en lectura corporal le fue suficiente para entender que la conversación no era segura.

—El pasado… Pasado está, ¿no cree? —respondió el hombre—. Esta ciudad debe mirar hacia el futuro pero, sobre todo, al presente… Como decimos por aquí…

Kas pirmais brauc, tas pirmais maļ.

—Que significa…

—Quien va el primero, es el que primero muele la harina —respondió el letón dando un último trago a su copa de vino y clavando la mirada sobre el rostro de Don. El español se echó el último pedazo de pescado a la boca y masticó pensando cuál sería su próximo movimiento—. Por la forma en que ponía atención, imagino que querrá dar una vuelta por la ciudad.

—Si se refiere a los edificios…

—Hablaba de Baiba —dijo entre una risa floja producto del vino—. Es bonita, ¿verdad?

—Una mujer ambiciosa —respondió el español—, aunque reservada.

—¿Está casado, señor Donoso? —Preguntó el letón moviendo en círculos la copa sobre el mantel—. No conteste si no lo desea…

—No, en absoluto —contestó Don. Se preguntó hacia dónde querría ir su cliente—. Todavía no he encontrado a la mujer adecuada.

—Baiba no lo es —añadió—, así que ándese con ojo.

—No le entiendo —dijo Don—. Explíquese mejor…

El camarero trajo dos cafés expresos y abandonó la mesa cuando vio que había interrumpido la conversación. Por su parte, a Kopeikins, el vino parecía habérsele subido un poco a la cabeza. Melancólico, el viejo se abría lentamente al español.

—Trabaja con nosotros desde hace un tiempo… —explicó con la mirada sobre el plato vacío y sucio—. Es eficiente, bonita, comedida, respetuosa y jamás se queja… Simplemente, perfecta.

—No encuentro razones para desconfiar de ella.

—Verá, señor Donoso… —susurró con voz grave—. Este es mi país… Conozco su historia y a su gente. Debido a las guerras y al pasado, dos tercios de la población de esta tierra son mujeres… Preparadas, ambiciosas y con ganas de tener la familia feliz que sus padres no pudieron formar… Baiba no es la primera chica que trabaja para mí, aunque sí la que ha aguantado tanto tiempo en su puesto… A la larga, todas quieren algo… más salario, otra posición, un nuevo empleo… Sin embargo, ella… ella no.

—Si me permite, abusando de su confianza… —dijo Don inclinándose hacia delante—. ¿Tiene algo que ver que por sus venas corra sangre rusa?

Kopeikins guardó un segundo de silencio.

—Vaya… —dijo sorprendido el letón—. Es usted rápido.

—Como habrá comprobado —respondió con una mueca—, la gente se siente cómoda hablándome de sus problemas.

El camarero se acercó con la tarjeta del letón en una carta de piel.

Ambos se levantaron y caminaron hasta la entrada.

—Ha sido una comida estupenda —dijo Don con tono de agradecimiento—. Parece que lo hubiese pronosticado.

El letón rio con el comentario.

—Tenía una corazonada con su visita —respondió y salieron al exterior. Al final de la calle, Don encontró la figura de Baiba vestida de un modo más casual aunque elegante. El cielo se había despejado y el atardecer dejaba entrar algunos rayos de sol que iluminaban el empedrado de la acera. Se cruzaron las miradas y ella sonrió tímidamente. El letón le ofreció la mano y Don se la volvió a estrechar.

—Tengo una última pregunta —dijo el español.

—Dispare… —contestó—. Y yo le haré saber si la puedo responder.

—¿Qué me puede decir de Andrey Bogdánov? —Lanzó clavando su mirada en los ojos del hombre. Cualquier gesto era decisivo para conocer la verdad.

—Yo que usted, no pronunciaría demasiado su nombre en vano… —dijo con voz quebrada—. Las calles de esta ciudad tienen oídos.

—¿Lo conoce?

—Aquí todos nos conocemos, señor Donoso —respondió con la expresión tensa y fría—, y ese hijo de mala madre es más que conocido… Lamento no poder ayudarle con ese asunto. Disfrute del resto de su estancia y no abuse de la aparente cercanía. Riga es una ciudad de secretos y los letones, un pueblo reservado con quien se mete donde no le llaman.

—Entendido —respondió el español mientras veía cómo el hombre se subía a un taxi de color verde—. Hombre precavido, vale por dos.

El coche se perdió siguiendo la calle hacia el final y Don recortó los metros que separaban su cuerpo del de la chica. Había tomado nota de las palabras de su anfitrión, un hombre honesto y reservado que le había brindado la oportunidad de conocer un poco más sobre la chica. Sin embargo, Don pensó que, tal vez, Kopeikins necesitara desahogarse con alguien. Sean los que fueren los secretos que Baiba ocultaba tras su rostro de porcelana, Don estaba a punto de descubrirlos.

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