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Capítulo 12

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El teléfono del arquitecto vibró cuando todavía se encontraba en su mano. Un icono apareció en la pantalla. Era un mensaje de texto de Marlena, pero Don decidió que le contestaría más tarde.

Baiba lucía espléndida y se encontraba más relajada que cuando se había despedido en la oficina. Una vez Don hubo terminado el trabajo, concentró todas sus fuerzas para dedicarse al asunto por el que, realmente, estaba allí. Tras la conversación con el letón, no necesitó mucho más para entender que la chica era terreno pantanoso. Sangre rusa, discreta, soltera y eficaz. Poseía todas los ingredientes de una espía literaria. Sin embargo, las agujas del reloj corrían y Don no podía permitirse el lujo de jugar a las adivinanzas.

Se acercó a ella, como quien aborda a una víctima en una discoteca, para reencontrarse con el rostro de la chica. El arquitecto observó una gran carga de maquillaje que le transmitió falta de confianza en algún aspecto de su imagen.

—¿No va a preguntar cómo ha ido la comida con su jefe? —Preguntó directo a la chica.

—No es asunto mío —respondió ella, de nuevo, distante—, aunque espero que le haya gustado la comida, señor Donoso.

Esa lejanía verbal comenzaba a tocarle las narices.

—Me encantaría volver a esos edificios de

Art-Noveau antes de que anochezca —explicó él—. Sé que se encuentran a unas calles de aquí y el señor Kopeikins me ha dicho que usted es una gran admiradora.

—¿Eso le ha dicho? —Preguntó sin demasiado interés. El español se enfrentaba a un muro sin emociones.

Caminaron por la calle Elizabetes hasta las calles Strēlnieku y Alberta, donde se encontraban los edificios de los que tanto había escuchado y leído, ahora reutilizados como facultades universitarias y cámaras de comercio. En silencio, contempló la belleza de la arquitectura que tenía frente a él, disfrutando del ruido de los bares y el olor a primavera que había en la calle. Se preguntó en qué pensarían aquellos arquitectos de entonces para crear tal belleza. Cuando se trataba de trabajo, Don encontraba en el diseño la forma de acercarse a la perfección. La arquitectura era una disciplina, además de arte para él, que no toleraba errores, cálculos inexactos y desproporciones. La arquitectura como forma de ver el mundo y de entender al ser humano. Se lo debía todo. Gracias a ella, había logrado salir de una vida mísera llena de dolor y alcanzar los deseos de todos los que le habían pisoteado siempre, pero no solo eso. Gracias a la ciencia, había logrado calmar el mal que le corroía por dentro. Comprendía que sus actos no tenían ninguna justificación ante Dios, y por ello, trataba de devolverle al mundo, de algún modo, lo que le había robado. Un siervo, un verdugo. Don creía que el ser humano se formaba de equilibrio y él no era una excepción. La arquitectura era la puerta al estado de calma y del dolor pero, sobre todo, la solución a cualquiera de sus problemas.

Los esfuerzos de Baiba por explicarle quién había edificado qué, fueron en vano cuando el arquitecto se separó de la mujer y comenzó a caminar por su cuenta, un gesto que le resultó de lo más tierno a la letona. Una vez hubo pasado el trance hipnótico que lo había llevado a la contemplación de las fachadas, continuaron por la calle Dzirnavu para alcanzar el corazón de la ciudad.

Baiba lo guio hasta un bar de copas situado en la terraza de una galería de ocho plantas. Desde allí se podía ver el edificio ruso de las ciencias y una panorámica de toda la ciudad. El fresco de la noche era combatido con estufas exteriores que calentaban a los clientes del local. Baiba pidió una copa de vino blanco y Don un whisky con hielo.

—Este lugar es encantador —dijo él—. ¿Trae aquí a todos los clientes?

La pregunta no sentó del todo bien a la letona.

—Le recomiendo que venga en verano —respondió la chica—. Estoy seguro de que le gustará todavía más.

—Imagino que es un poco tarde para visitar el barrio ruso.

—Es libre de hacerlo, aunque no le acompañaré esta vez —contestó dando un sorbo de su copa—. ¿Por qué insiste tanto?

—Nunca me había encontrado tan cerca del país…

El pez había mordido el cebo. Don percibió cierto nerviosismo en el rostro de la chica.

—Debería meterse en sus asuntos.

—Precisamente, eso hago… —respondió con seguridad—. ¿Qué sabes de Bogdánov?

Baiba miró a su alrededor cuando escuchó a Don cambiar su voz a un tono más agresivo y menos formal.

—Hablar de él no le traerá más que problemas, créame.

—Dime dónde puedo encontrarlo —contestó indiferente—. A cambio, no le diré a Kopeikins que eres una soplona.

—Es usted un cretino.

—Soy un hombre de negocios, Baiba —respondió echándose hacia atrás—. Dime todo lo que sepas y te dejaré tranquila… Pero date prisa, el tiempo no juega a mi favor.

Arropados por las estufas de gas que protegían a los que allí se sentaban, la ciudad iluminada tras el cuerpo de Baiba dejaba una panorámica preciosa a los ojos del arquitecto. La presión de su insistencia tambaleó la seguridad de la chica, que se hizo pedazos en un llanto inesperado para sorpresa de los dos. Fue solo entonces cuando Don entendió que la frialdad de la joven no era más que otro mecanismo de defensa. Baiba no trabajaba para el ruso, sino que protegía a alguien. Situarla en una posición comprometida la había llevado al terreno del arquitecto. Él dio un sorbo a su copa y espero a que la chica comenzara a hablar. Era cuestión de tiempo.

—Debes prometerme algo primero —aclaró la chica secándose las lágrimas con un pañuelo—. Después de esta noche, no volveré a saber de ti.

—Soy un hombre de palabra.

—¿Por qué lo haces? —Preguntó ella—. ¿Por qué un hombre con la vida resuelta querría buscarse problemas?

—El mundo es un lugar extraño, Baiba… —explicó Don—, lleno de personas que juegan y se divierten a costa de otras.

—Jugar con este tipo de hombre te puede salir muy caro… —respondió—. No tienes idea de lo que es capaz de hacer.

—Te equivocas —contestó él con media sonrisa en el rostro—. Las personas como él tienen los días contados… Tarde o temprano, es cuestión de aguantar, de ser pacientes… Son previsibles, y lo previsible, termina por desvelar sus errores… No obstante, no existe peor temor que aquello que desconocemos… ¿Cuál es tu culpa en toda esta historia?

Baiba miró a su alrededor. Las mesas más cercanas estaban ocupadas por turistas y personas desconocidas que se concentraban en sus conversaciones. Por alguna razón, la chica creyó al arquitecto y confió en sus palabras. Tampoco tenía demasiado que arriesgar. Sabía que si no le contaba la verdad, horas más tarde la delataría.

—La historia de todo esto es compleja… —explicó la chica en voz baja—, como la de muchos de nosotros. Si conoces un poco el pasado de nuestro país, tras la Perestroika, las organizaciones criminales, procedentes de Rusia, acamparon a sus anchas por las calles de la ciudad, dividiéndose los distritos a golpe de bala y derramando toda la sangre necesaria para que nadie hiciese nada al respecto… La policía era parte del KGB y el Gobierno una extensión prolongada de los intereses del Partido Comunista.

—¿Qué tienes que ver tú con la mafia?

—Por favor, no vuelvas a pronunciar esa palabra —recriminó la chica con miedo a ser escuchada—. Mi familia es de origen ruso como ya te dije… Mis padres son comerciantes, tienen una tienda de ultramarinos en una de las áreas que regenta Andrey.

—Y tiene que pagarle un tributo —añadió Don.

—Sí, pero eso nunca fue un problema —dijo la chica—. Ganaban lo suficiente para pagar sus impuestos, a pesar de que nunca les pareciera justo. Para entonces, Andrey no era todavía el capo de la organización, sino otro perro viejo que tenía algo de condescendencia con sus compatriotas…

—Hasta que llegó él.

—Así es —afirmó la chica—. Primero fueron las subidas de impuestos, después los robos nocturnos y, finalmente, la llegada de los hipermercados extranjeros.

—Se terminó el proteccionismo local.

—Hacer sangrar a los de aquí, para echarlos o pedir clemencia…

—Y así terminaste trabajando para él —dijo Don dando un trago a su copa. Su intuición le indicaba que la chica decía la verdad. El arquitecto sabía que existían emociones que el ser humano era incapaz de fingir, y una de ellas era la impotencia.

—Mi padre quería cerrar la tienda —contestó, más afligida en cada palabra. Explicar aquello le resultaba doloroso—. Le habían asaltado dos veces y sabía qué estaba sucediendo y quién se encontraba detrás… Sin embargo, mi madre se dejó convencer por un grupo de mujeres que decían ser sus amigas.

—Marionetas de Bogdánov.

—Es una red interminable —añadió ella—. No puedes confiar en nadie… Mi padre se enfureció al encontrar a un grupo de hombres reformando la tienda. Sabía lo que eso significaba y estaríamos en deuda con él por mucho tiempo.

—Te ofreciste como forma de pago… —dijo Don. La historia de la chica le daba más razones para terminar con ese desgraciado—. ¿Es así?

—¿Qué podía hacer? No tenía alternativa —respondió angustiada—. Mi familia me lo dio todo siempre, no podía permitir que les hiciesen nada.

—Eres una mujer valiente, Baiba —contestó Don y puso su mano sobre la de la chica. Ella reaccionó echándose hacia atrás, pero el español lo entendió como una reacción producto del miedo—. ¿Cuál es el trato?

—Trabajo para Kopeikins y le informo de sus movimientos, entre otras cosas…

—¿Qué tipo de cosas?

Parecía avergonzada.

—Afortunadamente —dijo ella cambiando la dirección de la conversación—, todo habrá terminado en unos días. Tan pronto como les informe de la situación, enviarán a alguien para que visite a Kopeikins. Más tarde, recibirás noticias de que el proyecto se habrá cancelado.

—Eso es absurdo… —dijo Don indignado—. ¿No te das cuenta de que la extorsión nunca terminará?

—Te advertí que te metieras en tus asuntos —respondió Baiba—. Yo solo quiero pagar lo que debo.

—Llévame a él —ordenó Don—. Es lo último que te pediré.

—No puedo hacer eso, ni siquiera sé dónde se encuentra.

—Entonces será él quien venga a nosotros.

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