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Capítulo 14

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Barrio de Vallecas (Madrid)

18 de mayo de 1996

Frente a la iglesia de San Pedro ad Víncula, un sábado soleado acogía a decenas de fieles que esperaban para celebrar un enlace. La construcción se formaba de una torre y tres naves, hechas de ladrillo y mampostería, con ornamentos y una gran fachada de estilo toledano y una hermosa portada toscana con el escudo de San Pedro. Para muchos de los creyentes del barrio era toda una tradición casarse en una iglesia del siglo XVI. Ricardo, que ya había comenzado sus estudios de arquitectura en la universidad, observaba la belleza del contorno del edificio. Junto a él, su madre vestida de negro, con un vestido ajustado y zapatos del mismo color. La educación primaria y un núcleo familiar católico le habían dado razones suficientes para seguir creyendo en Dios. Sin embargo, no era muy asiduo a las ceremonias. Aunque no le dijera nada a su madre, Ricardo se preguntaba a menudo dónde se encontraba el Todopoderoso para evitar las injusticias. Sabía que Dios le había encomendado una misión y que estaba de su lado. Con el sol golpeando la frente y sudoroso bajo el traje negro en el que se había enfundado para la ocasión, caminó con su madre hasta la puerta de la iglesia.

—¿Dónde está? —Preguntó Ricardo haciendo referencia a su padre. A los veinte años se negaba a llamarlo por su nombre—. Espero que, por lo menos, no deje en ridículo a la familia…

—No tardará en llegar —contestó la mujer y encendió un cigarrillo que no tardó en manchar de carmín—. Ya sabes cómo es tu padre…

Con el paso de los años y la mayoría de edad, Amparo había pasado a un segundo plano. El contacto con su marido era casi nulo, excepto cuando llegaba borracho del bar y le obligaba a acostarse con él. Pero su vida también había mejorado en ese aspecto. Ramón se había aficionado a los burdeles y a la mala vida que ofrecía la noche, por lo que su presencia en casa era cada vez menor. En su mirada albergaba un ligero brillo de esperanza que, algún día, se materializaría en un divorcio legal. Sin embargo, lo que Amparo tampoco sabía era que su marido había desviado la atención hacia el chico. Las clases de artes marciales en la universidad le ayudaron al joven a evadir los golpes, pero no era suficiente. El padre aprovechaba los encuentros a solas para cargar contra su hijo, ya fuese con una barra de madera o un cinturón de piel. A pesar de que había menguado la frecuencia de los encuentros y el clima familiar parecía haberse estabilizado tras la universidad, Ricardo no olvidaba ni tampoco lograba perdonar. Los días pasaban en un barrio de clase trabajadora en el que prosperar estaba al alcance de unos pocos. El joven lo tenía claro: debía salir de allí lo antes posible. Romper con el núcleo familiar era la solución a sus problemas. No obstante, lo que todavía no entendía era la forma en la que había comenzado a relacionarse con el entorno. Ricardo era cada vez más Don y menos el hijo de Amparo. Se preguntaba qué pensaría su madre si le dijera que estaba a punto de hacer desaparecer a su progenitor… ¿Lo detendría? No podía correr ese riesgo.

El novio de la boda, un vecino del bloque había invitado a la familia, apareció en un Citroën BX de color negro.

—Vamos a entrar —dijo la madre, tiró la colilla al suelo y la aplastó de un taconazo—, que la novia estará a punto de llegar.

Ricardo miró a su alrededor y no encontró rastro de su padre, pero no le importó. Todo sufrimiento llegaba a su fin. La cuenta atrás había comenzado.

Barrio de Ķīpsala (Riga)

17 de marzo de 2016

En el interior de un BMW antiguo de color negro, Don agarraba el volante con dirección al centro de la ciudad. A su lado, Baiba temblaba en silencio. Lo sucedido en la casa de Kopeikins pronto traería sus consecuencias. Era cuestión de horas que la policía identificara sus rostros en las grabaciones de las cámaras de vigilancia. El mismo tiempo que necesitaban los soplones para hacer llegar el mensaje al mafioso ruso. El arquitecto movía el volante sin rumbo por las calles oscuras y mojadas de una ciudad que, a pesar de ser capital de un país, dormía plácidamente.

—Tenemos que deshacernos del coche lo antes posible —comentó el español—. Puede que tengamos unas horas o menos que eso… Tú sabrás mejor cómo funcionan las cosas en esta ciudad.

Don miró con el rabillo del ojo derecho cómo el cuerpo agarrotado de la joven estaba a punto de explotar.

—Para ahí —ordenó con el rostro desencajado—. Voy a entregarme a la policía.

—Cierra la boca y dime a dónde ir.

—¡Te he dicho que pares! —Gritó desquiciada y se abalanzó contra las manos del español. Don dio un viraje y detuvo el coche encima de una calzada, haciendo chillar las pastillas de freno—. ¡Ah!

—¡Estás loca! —Exclamó y la sujetó por los hombros—. ¿Qué cojones estás haciendo?

La chica rompió a llorar y se desplomó sobre el cuerpo del español, tirándose sobre él y abrazándole con todas sus fuerzas. Don sintió la figura de Baiba, débil y desvalida, agitarse con rapidez a causa del llanto. La presión había podido con ella, sin embargo, él estaba más que acostumbrado a tales situaciones, o tal vez, jamás se acostumbró a ellas. De un modo intuitivo, puso su mano sobre el cabello de la letona y lo meció hacia abajo a modo de consuelo. Al parecer, el calor de su cuerpo ayudó a que se relajara. El español no entendía qué estaba sucediendo en su interior. Allí, por encima de su hombro, encontró un recibo de un restaurante sobre la guantera. Sin que ella lo notara, alargó el brazo y lo ocultó con el puño.

—Lo siento… —dijo ella entre sollozos—. Nos… va… a matar… Nos va… a matar…

—Nadie te va a hacer daño, Baiba —respondió con voz paternal—. Si confías en mí y haces lo que te digo, nadie te hará daño.

—Debemos ir a casa de mis padres —contestó ella con los ojos abiertos, como si hubiera recordado algo importante—. Están en peligro.

—Eso no es posible —dijo él echándose hacia atrás y guardando la bola de papel en el bolsillo del pantalón—. Es demasiado tarde.

—Tú no me ordenas lo que tengo que hacer —respondió ofendida y abrió la puerta cuando Don la agarró del brazo y tiró de ella con fuerza. En su rostro, encontró la mirada desesperada de su madre. Algo se resquebrajó en el interior de su cuerpo. Al español le costaba pensar con claridad. Había estado allí antes y sabía que las cicatrices del alma nunca llegaban a sanar del todo.

—Tú ganas… —dijo él soltándola. La chica pareció tranquilizarse ante la respuesta—. Puede que aún tengamos tiempo para evitar una desgracia… Pero, eso sí… Pase lo que pase, has de prometerme algo.

—¿El qué?

—Tendrás que guardar la calma, Baiba… —contestó clavándole la mirada con un tono hipnótico y severo—. En los momentos más duros, cuando creas que todo está perdido, lo más importante es mantener la calma. Entonces, descubres que las posibilidades que tienes son infinitas.

Una ligera llovizna se deslizaba por el cristal del coche alemán. Don conducía por el centro de la ciudad siguiendo las indicaciones de la chica. Le había pedido expresamente que no llamara al domicilio de sus padres. De ser así, no habría hecho más que alarmarlos y, en el peor de los casos, le habría regalado su ubicación al ruso.

Repasaron el plan que iban a ejecturar: llevarían a los padres a un lugar seguro y a las afueras de la ciudad. Después, Don regresaría al hotel, cogería sus cosas y se marcharía. Aunque no era del todo cierto lo que español explicaba, quería asegurarse de que nadie más se interpusiera en sus planes. Pese a no estar muy familiarizado con el modo de operar de las organizaciones criminales, sí que lo estaba con quienes formaban parte de ellas. En una ciudad tan pequeña, los rumores solían correr con cierta rapidez y todo el mundo se encontraba conectado entre sí. El español pensó que, si los hombres de Bogdánov habían sido tan rápidos en llegar a la casa de Kopeikins, la distancia entre el lugar donde se encontraban a la hora de la llamada y la casa del viejo, no era especialmente grande. Un detalle que ahogaba más las posibilidades de salir con vida en caso de una emboscada. A esas alturas de la noche, la policía ya habría dado parte de lo sucedido en la casa del letón. Una vez identificados los cuerpos de esos criminales, algún soplón de la comisaría le habría pasado el recado a los acólitos del ruso. Pero algo en su interior le decía que Bogdánov no estaba dispuesto a responder con la misma moneda. Los maltratadores, por naturaleza, siempre necesitaban a alguien a quien hacerle pagar un castigo. Si mataba a los padres de la chica, se terminaba el juego. En cambio, una mente retorcida como la de un tipo así, no se conformaría con algo tan sencillo. Las teorías corrían por la cabeza del arquitecto mientras pisaba el acelerador y sujetaba el volante con firmeza. Al cruzar diferentes barrios en un periodo tan breve, comprendió que Riga no era una ciudad como Nueva York, sino más bien una del tamaño de Valencia. Un dato que obligaba a moverse rápido.

Pese a no llevar más de cuarenta y ocho horas allí, algunos lugares comenzaban a resultarle familiares. Riga era una ciudad cómoda para conducir, con una estructura de calles propia de las urbes antiguas. Una vez abandonado el centro, la ciudad se convertía en calles solitarias rodeadas de altos y delgados pinos silvestres, casas de dos plantas con las fachadas desconchadas por el paso de los años y bloques y más bloques de estilo soviético. El alumbrado eléctrico no era tan potente como el de la capital española, por lo que Don tenía que poner atención al volante y al frente. En una noche cerrada, se encontraban solos en la carretera, una señal que ninguno de los dos sabía cómo interpretar. Coches aparcados, una parada de autobuses, luces encendidas en el interior de las viviendas y una sola tienda de ultramarinos en todo el recorrido.

—Es ahí —señaló la chica haciendo referencia a un bloque de cinco alturas en el que había más de veinte apartamentos—. Hay una luz encendida.

A Don no le gustó aquello.

—¿Sigues teniendo el arma contigo?

—No —respondió—. No me dijiste que lo hiciera.

Detuvo el coche frente al edificio y apagó el motor.

—Guarda la calma, pase lo que pase.

Caminaron sobre las baldosas pobladas de hierba fresca y salvaje hasta que llegaron a una puerta de hierro con un portero automático con números, un sistema muy propio de los edificios soviéticos que, en lugar de plantas y apartamentos, desbloqueaban las entradas marcando el número de la vivienda junto a una contraseña. Baiba introdujo el código y la puerta se abrió. La entrada olía a humedad y se encontraba deteriorada.

—Llama al ascensor —dijo Don—. Después tomaremos las escaleras. Si hay alguien, les cogerá desprevenidos.

Pulsó el botón del elevador y luego el número para que subiera vacío. Con sigilo, el español se adentró en las escaleras bajo la luz de los rellanos. Un silencio tétrico inundaba el bloque, siendo interrumpido por los engranajes que tiraban del ascensor. Al llegar a la tercera la planta, la puerta parecía entornada. Aunque Don intentó evitarlo, Baiba se echó a correr poseída por la emoción del momento. Cuando empujó la puerta, encontró la luz del salón encendida y a un hombre mayor sobre un sofá viejo de color marrón. Don, que se encontraba tras ella, encontró en ese hombre la expresión de quien sabe que va a morir. Ya la había visto antes, de hecho, si algo guardaba de sus víctimas, era el grito interior de auxilio antes de desaparecer del plano terrenal.

Baiba gritó algo en ruso a quien parecía ser su padre. En un primer instante, no había rastro de la madre en el salón y eso la puso más nerviosa.

—¡Mamá! —Gritó de nuevo en ruso.

El español cruzó el umbral de la minúscula vivienda cuando una superficie de madera le machacó la espalda de un golpe. Desprevenido, intentó agarrar algo que estuviera a su alcance mientras perdía el equilibrio, pero no encontró nada. Don cayó al suelo y dos hombres aparecieron de las tinieblas para amordazar a Baiba y asestarle un puñetazo en el rostro. La chica gritó y el español continuaba en el suelo tras la sacudida. Se escucharon unas palabras en el idioma eslavo. Don abrió un ojo y encontró un zapato negro que le propinó un puntapié sin razón alguna. De nuevo, el dolor físico impasible machacándolo contra el suelo. Hacía años que no se golpeaba con nadie. Estaba confundido y respiraba profundamente para mantener la calma. Movió la lengua y tenía sangre en el interior la boca. Entonces, a los dos hombres se le unió un tercero. Reconoció la fragancia que desprendía, la había olido antes, y no tardó demasiado en darse cuenta de que se trataba de Andrey Bogdánov.

Por fin, el español había logrado lo que quería, aunque no fuese en las condiciones más deseadas. Con el bate de béisbol que le habían atizado, alguien le ordenó en ruso que se diese la vuelta. El español obedeció y, poniéndose de cara al techo, encontró las caras de sus agresores. No podía dar crédito. Eran los mismos que había encarado en el restaurante aquella noche. Los mismos que habían arrollado a Marlena.

—¿Pero qué tenemos aquí? —Preguntó irónicamente el mafioso en un inglés con acento marcado—. Esto sí que es una sorpresa… La puta nos traiciona y encima, se hace amiga de un español… Así que eres tú el famoso Ricardo, ¿es así?

—Donoso —contestó recostado sobre una pared. Baiba se encontraba junto a Bogdánov con la boca tapada y el maquillaje corrido. A la altura de sus rodillas, el hombre mayor, un hombre de pelo canoso, rostro arrugado y bigote blanco, esperaba sentado a que le tocase su turno. Si Don no llegaba pronto a un trato con el ruso, la escena terminaría manchada de sangre—. Déjalos tranquilos, yo la obligué a que me llevara a ti.

Bogdánov le clavó la mirada y se dirigió a Baiba. Después le dijo algo en ruso y le dio un bofetón que la desplazó algunos centímetros. Ante el pavor de la situación, el hombre se levantó del sofá buscando una salida. Sin remordimientos, Bogdánov sacó una pistola del interior de su cintura y le propinó un balazo a quemarropa delante de todos. Sonó un estruendo tan fuerte que los gritos de Baiba se silenciaron. El cuerpo del hombre cayó sobre el sofá sin vida y con la mirada clavada en Don. Los tres rusos se rieron desafiantes.

—¡Te pagaré lo que pidas! —Gritó el arquitecto en inglés sobre el suelo.

El pitido todavía sonaba en sus oídos.

—Esto te va a salir caro… —dijo el ruso. Uno de sus ayudantes le dio una patada en el costado. Don apretó los dientes como hacía cuando su padre le golpeaba. Lo último que deseaba, era regalarle la satisfacción del sufrimiento ajeno—. De hecho, os va a salir muy caro.

—¿Cuánto quieres?

Bogdánov apuntó con la pistola a la cabeza de la chica.

Baiba lloraba aterrorizada.

—¡Cuánto quieres!

El ruso echó a reír de nuevo y se guardó el arma en la cintura. Después se frotó el mentón delante del español. Los otros dos hombres arrastraban el cuerpo del padre de Baiba hacia una bolsa de plástico negra. La chica tenía la expresión descompuesta, incapaz de emitir sonido alguno al ver cómo se llevaban el cadáver.

Don observó la escena en silencio.

—Me has hecho perder mucho dinero tras lo ocurrido en casa de Kopeikins… —contestó el ruso—, además del trato con ese desgraciado.

—Solo trataba de proteger mi vida.

—Pues te has puesto un precio alto… —respondió Bogdánov—. Quiero un millón de euros en metálico.

—Eso es demasiado dinero. —Exclamó el español—. ¡Bloquearán las cuentas!

—No —contestó el ruso desafiante, con las venas del cuello inflamadas—. No lo es… Sé que tienes contactos y formas de conseguirlo. Tenéis cuarenta y ocho horas para conseguir la cantidad exacta.

—¿Cómo? ¿Bromeas? —Preguntó Don mientras que Baiba le insultaba en ruso. Por última vez, Bogdánov le asestó otra bofetada que calló de golpe a la chica—. ¡Deja a la chica tranquila!

—Desde este momento, cuarenta y ocho horas para solucionar vuestra deuda… Tú regresarás a tu casa y ella verá a su madre con vida… —ordenó el ruso—. De lo contrario, acabaréis todos en las profundidades del Daugava.

—Serás hijo de puta… —murmuró Don cuando vio regresar a los dos hombres que habían cargado el cadáver. Uno de ellos sacó un pañuelo impregnado de un líquido y lo puso sobre el rostro de Baiba. La chica forcejeó hasta perder el conocimiento. El segundo se acercó a Don y sacó una barra de hierro.

—Tú no tendrás tanta suerte —dijo en un inglés muy elemental con acento eslavo y le propinó un fuerte golpe en la cabeza.

Sin oponer resistencia y en cuestión de segundos, un cielo negro y limpio de estrellas llenó la mirada del arquitecto.

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