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Capítulo 16

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Campus deportivo de la Universidad Politécnica de Madrid (Madrid)

30 de septiembre de 1994

En el complejo deportivo de la universidad, una veintena de jóvenes, vestidos con ropa deportiva, meditaban con las rodillas flexionadas antes de una sesión semanal de ninjutsu. Tras varios ejercicios de calentamiento, el

Shidoshi, un maestro en el arte de los ninjas con algunos años más que el resto, mostraba, con la ayuda de su

Shihan, tres nuevos ataques con luxación. Tras la demostración en vivo delante de los aprendices, el

Shidoshi mandó a formar parejas para practicar el ejercicio. Aquella tarde de septiembre, Ricardo trataba de evitar los golpes que recibía de Juan, un joven ingeniero de telecomunicaciones aficionado a las películas de Bruce Lee. La falta de concentración de Ricardo era tan grande que no tardó en llamar la atención del instructor. Para muchos de los aprendices, a pesar de que querían demostrar su valían frente al

Shidoshi, temían que este los eligiera para practicar la lección. En la mayoría de casos, el aprendiz regresaba a casa hastiado o con el cuerpo lleno de hematomas producidos por las caídas o la falta de reflejos. A pesar de que el ninjutsu era una arte que trataba de canalizar la energía del adversario para evadir el ataque, reunía una gran variedad de golpes, lanzamientos, derribos y luxaciones articulares que hacían gritar al más bravo de la sala.

Cuando el ingeniero sintió la presencia del maestro y su mirada sobre el compañero, no tardó en apartarse y buscar otra pareja. Ricardo, que era consciente de lo que había conseguido, no tuvo más remedio que plantarle cara a las consecuencias.

—¿Qué te ocurre? —Preguntó el

Shidoshi—. ¿No te sale el ejercicio?

—No, no es eso… —se excusó Ricardo—. Es solo que…

—Atácame.

—No estoy concentrado…

—Te he dicho que me ataques —ordenó el hombre—. De lo contrario, seré yo quien lo haga.

—La verdad, hoy no me encuentro…

No llegó a terminar la frase cuando el instructor le golpeó en la boca del estómago desplazándolo varios metros hacia atrás. El resto de aprendices detuvieron sus ejercicios. Ricardo, a punto de asfixiarse, recuperó la respiración tras un golpe de tos tosco y plagado de saliva.

—Atácame —repitió el hombre.

Ricardo levantó el brazo para indicarle que esperara un instante, cuando recibió un fuerte golpe en la rodilla que lo arrastró hacia el suelo. Se escuchó un fuerte grito de derrota, seco como el de un cristal que se rompe en mil pedazos.

—No, no puedo…

Pero el instructor lo agarró del cabello y lo arrastró varios metros por la colchoneta.

—En la vida real —dijo el hombre—, te defiendes o aprendes a ser invisible.

Ricardo se puso en pie muy despacio, bajo la observación de todos, y regresó a la posición inicial.

—Ahora… —repitió el hombre—. Atácame.

Cargado de rabia por el daño que le había causado, tomó fuerza e intentó golpear el cuello del instructor. Sin éxito, este desvió su impacto con un ligero movimiento de brazo. Después, agarró su cuerpo por la cintura y lo devolvió de nuevo al suelo. Una ligera risa de fondo, enervó todavía más al joven Ricardo, que se recompuso de la sacudida con rapidez. Antes de que su instructor repitiera la dichosa palabra, hizo otro intento de ataque que resultó de nuevo en vano. Sin embargo, por primera vez, anticipó el golpe de su contrincante, para agarrarlo por el brazo y lanzarlo contra el suelo. Aquello no pareció sentarle nada bien al

Shidoshi, y terminó castigándolo con una luxación en las piernas que se pudo sentir hasta en los vestuarios.

—Hijo de perra… —murmuró Ricardo en el suelo.

El hombre se acercó y le ofreció la mano como ayuda.

—A ti no te distrae el tiempo, ni los exámenes, ni las chicas, chaval… —dijo el hombre mientras el resto del grupo abandonaba la sala—. Llevas demasiado odio dentro de ti y eso se manifiesta cada vez que atacas… ¿No te has plantado practicar boxeo o algo por el estilo?

—No… —respondió Ricardo con las extremidades doloridas—. No me interesa hacer daño a nadie.

—Cualquiera lo diría, pero me alegra escuchar eso… —contestó el hombre—. No entiendo muy bien por qué estás aquí.

—Quiero aprender a ser invisible, como usted ha dicho.

—Ajá, es eso… ¿De quién quieres huir, chaval?

—Precisamente… —contestó Ricardo limpiándose el sudor de la cara—, lo que busco es lo contrario… Dejar de huir de una maldita vez.

El hombre soltó una ligera carcajada.

—Los ladrones siempre descansan en algún momento —concluyó con los brazos cruzados sobre el pecho—, sin embargo, los vigilantes… jamás.

Barrio de Ķīpsala (Riga)

18 de marzo de 2016

Casi veinticuatro horas después de los fatídicos hechos, el barrio residencial en el que Kopeikins vivía, parecía haber retomado la normalidad. El letón había recibido el alta médica, ya que el centro de salud no era un lugar seguro para él. Cuando Don y Baiba alcanzaron la calle de la casa del constructor, una decena de hombres, armados hasta los dientes y equipados con chalecos antibalas, caminaba alrededor de la propiedad bajo la tranquilidad de la fría tarde. Kopeikins se había preocupado de tomar las medidas necesarias para estar protegido. Don vio luz en el interior de la casa, así que aceleró el paso cuando despertó la atención de uno de los vigilantes. El tipo se dirigió a él en letón, algo que llamó la atención del español. Antes de que Don respondiera, otro de los hombres sujetaba una pistola eléctrica.

—Soy amigo de Kopeikins —dijo en inglés y levantó los brazos en alto. Baiba se acercó al español para después dirigirse a los vigilantes en su idioma nativo. Don no entendió muy bien lo que decía, pues el letón no se asemejaba lo más mínimo al inglés o al español. Los hombres no parecieron ceder ante la dialéctica de Baiba, que demandaba sin cese mientras las palabras salían de su boca.

Don sacó el documento de identidad y se lo entregó al hombre de seguridad como prueba de confianza. El tipo, grande y calvo, echó un ojo sin entender mucho más que el nombre.

Second… —respondió en inglés rudimentario y regresó al interior de la casa. Otros dos hombres mantenían la vista sobre las cabezas de la pareja. Don se preguntó cuántos más de ellos habría y si serían suficientes para hacer frente a una emboscada del ruso. Pagar a esos hombres tenía su precio, por lo que entendió que el viejo podía perder más de lo que había supuesto en un principio. Las apariencias siempre engañaban, todavía más en los países que habían sufrido la censura informativa, la represión de las paredes de papel y en donde a todo el mundo, simplemente, le iba, ni bien ni mal, por miedo a ser asaltado.

Baiba había seguido las órdenes del arquitecto y lucía un conjunto de pantalones y blusa de color negro que le favorecía. Seria como en un funeral, observaba en silencio los movimientos de unos hombres que desprendían tensión e incertidumbre.

El vigilante regresó con el rostro torcido y le hizo un gesto al español con el arma para que caminara. Como respuesta, Baiba dijo algo que el tipo ignoró y continuaron su camino hacia el interior de la vivienda. Al cruzar el umbral de la parcela, encontraron a Kopeikins con un brazo vendado y el rostro amoratado, dejando a la luz un derrame que cubría la parte inferior de su abultado ojo izquierdo. Junto a él, una mujer de pelo canoso y brillante, con el cutis estirado y una silueta cuidada para su edad. El arquitecto pensó que debía de ser su mujer. Por la casa se paseaban dos tipos vestidos de traje y de la edad del arquitecto que supuso que serían los hombres de confianza del viejo.

—Señor Donoso y señorita Viluma —dijo Kopeikins en inglés, forzando una cálida sonrisa—. No puedo decir que me alegro de verles… Hubiese preferido no saber de ustedes nunca más.

—Pero sabía que tarde o temprano apareceríamos por aquí —respondió el español—. Me sorprende ver que se ha recuperado con rapidez.

Las palabras del arquitecto no sentaron demasiado bien a la pareja anfitriona. Kopeikins les ofreció pasar al salón en el que, una noche antes, el viejo había sido apaleado en el suelo.

—¿Desean algo de beber? —Preguntó la esposa sin ser introducida a la conversación.

—Nos tiene que hacer un favor —dijo Don dejando las formalidades a un lado—. Necesito hablar con usted.

El viejo miró primero al español, que esperaba en silencio una respuesta. Después observó a la chica, que parecía más preocupada en saber cómo funcionaba el sistema de la casa.

La mujer del viejo apareció con dos vasos de agua.

—Krista, querida… —dijo el hombre dirigiéndose a ella—. Haz compañía a la señorita Viluma. El señor Donoso y yo necesitamos hablar en privado…

—¿Cómo? —Dijo Baiba confundida.

El viejo se rio.

—Parece que todo esto nos ha hecho olvidar quiénes somos y cuál es nuestro lugar en esta vida… —explicó el hombre mientras se ponía de pie—. Muchacha, no olvides que sigues siendo mi asistenta. Espera aquí sentada. Ahora, tengo que hablar de negocios con el señor Donoso.

Don miró a Baiba desde lo alto. La chica, impotente, sujetaba un vaso de agua y observaba con recelo cómo la pareja de hombres salía del salón. Don entendió que algo sucedía entre ellos dos.

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