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Capítulo 17

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Don siguió los pasos del hombre hasta el otro extremo de la casa. Allí se encontraba un segundo salón y una puerta que daba al interior de un despacho. Cruzaron la entrada y Kopeikins se aseguró de que nadie los siguiera.

—Bonita oficina —dijo el español observando el diseño de la habitación. Simple, minimalista y exenta de ornamentaciones.

El letón se acercó a un escritorio en el que había una pantalla de ordenador de gran tamaño e introdujo una llave en un cajón. De este, sacó unas fotografías en blanco y negro, al parecer, extraídas de las cámaras de seguridad de la vivienda. Con la mirada puesta en la reacción del español, las dejó sobre la mesa y sacó un cigarrillo de un paquete arrugado de Malboro que no tardó en ofrecer al español.

—La policía no pudo retenerlos demasiado tiempo —explicó el hombre expulsando el humo de la primera calada—. Los tienen por las pelotas… Siempre hay alguien que paga la fianza.

—Son los hombres que vimos anoche —confirmó el español—. ¿Qué pasa con nosotros?

—No debe preocuparse por nada —aseguró el letón—. Bogdánov no es el único que tiene amigos en la policía.

—Comprendo —respondió Don—. El ladrillo es una parte del negocio, ¿verdad?

El viejo lo miró con pesadumbre. A nadie le gustaba que le tomaran por criminal, aunque el viejo Kopeikins supiera que esa era la palabra que lo definía.

—Todo este tiempo, he tratado de proteger a los míos, los de aquí —explicaba con el cigarrillo entre los dedos—, y evitar que grupos de rusos, bielorrusos y ucranianos, tomaran lo que no les pertenece… Todo eso, tiene un coste, pero… Dígame, señor Donoso, ¿qué haría usted si supiera que puede hacer algo para remediar un mal visible? ¿Haría la vista gorda?

Con esa cuestión, Kopeikins le había dado en una hemorragia emocional que nunca cesaba de sangrar.

—¿Su familia lo sabe?

—Solo mi mujer —aclaró dando otra calada—. Mis hijos solo tienen tiempo para gastarse el dinero de su padre.

—¿Qué quiere de mí? —Preguntó el español—. Pensé que tendría su ayuda, aunque parece que me cobrará algún tributo…

—La tendrá, Donoso, la tendrá —dijo el hombre—. A pesar de lo que pueda pensar de mí en este momento.

—No pienso nada sobre usted —interrumpió el español.

—Mejor —contestó—. Estoy dispuesto a ayudarle.

—Viéndolo así —replicó el español—, parece que busque limpiarse las manos a mi costa.

—No sea insolente… Es usted quien se ha metido en este embrollo. Si se hubiera marchado a su casa, lo habríamos solucionado a nuestra manera, pero no… Tuvo que hacerse el valiente con esa chica. ¿Me equivoco?

—La situación es más compleja de lo que aparenta ser, Kopeikins.

—Ya lo creo —afirmó el viejo—. Pero no solo para usted. Digamos que a los dos nos interesa que esto termine de cierta forma. Yo estoy dispuesto a colaborar si usted también lo está.

El ritmo cardíaco del español comenzaba a dispararse de nuevo. Se sentía atrapado en un cuadrilátero.

—Lo haremos a mi manera —dijo el español—. Yo le entregaré al ruso y mi despacho se quedará con otros dos proyectos.

—Vaya… Dispara usted con bala. Tengo la sensación de que ha hecho esto ya antes.

—¿Dónde se encuentra? —Preguntó el español mirando las fotos.

—Mis hombres no han logrado dar con su residencia —contestó el empresario—, aunque estamos seguros de que se esconde en el barrio ruso.

—¿Tiene pruebas?

—Por supuesto que las tengo —dijo el letón—. Bogdánov no es más que un matón de poca monta que ha sabido estar en el lugar adecuado cuando soplaron vientos de cambio. En cuanto se vaya, tendremos un pequeño margen de actuación hasta que sea reemplazado. Las organizaciones criminales procedentes de Rusia controlan casi todo el país y cuentan con el apoyo del Gobierno central. Es un disparate en el que ni la propia policía prefiere intervenir… Ellos tienen el gas, las licorerías, los hospitales y gran parte del sector inmobiliario que crece a lo largo del Báltico. Nosotros, los letones, vivimos en minoría desde antes de la democracia. Ni siquiera la mitad del país habla el idioma oficial y los pocos que tienen pasaporte y sangre letona, han emigrado a Islandia o Finlandia en busca de una vida mejor.

—¿Por qué me cuenta a mí esto?

—Puedo ver en su mirada que hay algo ahí dentro que no le deja dormir —explicó apagando la colilla en un cenicero de cristal que había sobre la mesa—. Puedo ver como ese deseo le come por dentro, le desgarra las entrañas y le arrastra al peor de los infiernos… Hasta la fecha, ningún extranjero se había molestado en preguntar por un hombre con tanto interés… ¿Qué es Donoso? ¿Qué mal le ha hecho ese hombre para que sus demonios lo lleven hasta aquí?

—No lo sé —respondió el español—. Tal vez… Haya sido él quien me haya llamado.

Tras una larga conversación, Kopeikins y Don intercambiaron intereses, anécdotas y formas de operar para dar caza al ruso. Un coche, un arma y unos básicos en el idioma vecino. Eso era todo lo que necesitaba y el anfitrión no tardó en ponerle sobre la mesa una Glock 17, un fajo de billetes de euro y las llaves de un Mercedes. El español le contó lo que había sucedido la noche anterior tras la huida. Después el letón le dio su opinión de los hechos. Al parecer, Baiba jamás había hablado de su familia en el trabajo, aunque se rumoreaba que sus padres no vivían en la ciudad sino en Davgapils, donde se concentraba el mayor número de rusos. Silencioso, Don escuchaba atento a las palabras de su interlocutor, que conectaba una con otra sin hastío, mientras se preguntaba por qué Baiba le habría mentido. A pesar de las buenas intenciones de Mariano, el informe que le había entregado quedaba lejos de la realidad. En algún lugar de su cabeza, apuntó que debía llamarlo de nuevo. Atrapar a un criminal era más complicado de lo que Don hubiese pensado antes de subir al avión. Sin embargo, a la larga resultaría más doloroso no haberlo intentado.

Como ya le había informado su chófer, el barrio ruso era tan peligroso como el arquitecto había imaginado. Tan solo en los dos últimos años, los delitos habían crecido más en la periferia. Esto se debía al fenómeno de gentrificación que el área estaba sufriendo. No era algo novedoso, sino que ocurría en todas las ciudades que comenzaban a importar capital extranjero: cuando los precios de los apartamentos de los barrios céntricos eran desorbitados, se atacaba a los barrios humildes a golpe de talón, enviándolos a la periferia, demoliendo los viejos bloques y construyendo nuevos apartamentos de lujo. Don conocía esto porque había sido partícipe de ello. Riga, gracias al capital europeo y americano, empezaba su proceso de cambio. Un pastel que las mafias locales no estaban dispuestas a dejar marchar. Desde los noventa, la mayor parte de la recaudación de tributos procedía de los establecimientos y del tráfico de armas. Más tarde, la importación de estupefacientes procedentes de Rusia para ser introducidos en Europa ganó posiciones. Una vez Letonia hubo entrado en la Unión Europea y se hubo adaptado a la moneda común, los rusos aprovecharon para blanquear todos los rublos y

lats que circulaban en el mercado negro, y la mejor forma de hacerlo, era a través del ladrillo. Kopeikins se ofreció a entregar la parte del dinero restante siempre y cuando el español diese con el centro de operaciones del ruso. No disponían de mucho tiempo pero tenía esperanzas en el español. Por otro lado, también sabía que, tarde o temprano, el arquitecto debía posicionarse y tomar una decisión.

—Dos de mis hombres irán con usted —ofreció el letón—. Ellos hablan ruso y conocen el área.

—Se lo agradezco, pero sus hombres no harían más que entorpecer mi camino.

—Como quiera —respondió con sequedad—. ¿Dónde se encuentra el dinero?

—En una consigna de la estación… ¿Y el suyo?

—Lo tendrá preparado cuando regrese —respondió el letón—. ¿En qué taquilla se encuentra?

—No se preocupe, yo guardo la llave.

—¿Está seguro?

—Jamás lo he estado tanto en mi vida.

La respuesta no sentó del todo bien al letón, que la interpretó más como un gesto de desconfianza hacia su persona.

—¿Qué hará con la chica? —Preguntó el viejo—. ¿Todavía confía en ella?

—No sé qué pensar —respondió dubitativo el español—. Ella es quien menos importa en toda esta historia. ¿Por qué lo hace?

—¿Se refiere a tenerla cerca? —Preguntó—. Me gusta hacerle creer a ese imbécil que me tiene controlado.

—Las mujeres son imprevisibles, mejor no quitarle el ojo de encima.

—Por eso, lo más prudente será que se quede aquí, con nosotros —sugirió Kopeikins—. Usted regresará al hotel y mis hombres se ocuparán de que no interfiera en nuestros planes.

—En el peor de los casos… Siempre podría usarla como tipo de cambio, ¿cierto?

—Se lo advertí, Donoso —recriminó el hombre—. No le conozco demasiado, aunque empiezo a calarle… Le dije que no se dejara llevar por los cantos de sirena. Se está implicando emocionalmente sin conocer de nada a esa mujer.

—Tampoco le conozco a usted y aquí sigo —dijo Don—. Puedo entender cuando una persona pide auxilio con la mirada.

—En este baile de máscaras —dijo el letón—, pierde aquel que no sabe bailar… No sea tan necio de caer en un juego tan viejo.

Don agarró las llaves y se las echó al bolsillo. Lo mismo hizo con el dinero y finalmente con el arma que guardó en su cintura.

—Se equivoca, Kopeikins —dijo el español dirigiéndose hacia la puerta—. En un baile de máscaras, pierde quien olvida por qué está allí.

Cuando los dos hombres abandonaron la sala y regresaron a la entrada principal, las miradas de Don y Baiba se encontraron en la distancia. La preocupación del rostro de la chica al no saber qué sucedía puso al español en alerta.

—Señora Viluma —dijo la señora Kopekinis.

Baiba se levantó del sofá ignorando a la mujer y caminó hasta el encuentro de los dos hombres.

—¿Va a ayudarnos, señor Kopeikinis?

—Baiba… —interrumpió Don poniéndole la mano sobre el hombro. Acto seguido, la chica se desprendió de ella—. Lo mejor será que te quedes aquí. El señor Kopeikinis colaborará con nosotros pero, por tu seguridad y la del resto, yo me encargaré personalmente de llevarle el dinero a Bogdánov.

—Estás cometiendo un error, Don.

—Vaya, veo que han aprovechado el tiempo… —intervino el letón haciendo alusión al trato informal que usaban.

Don comprobó la hora. Eran las siete de la tarde y la noche se había cerrado.

—Trata de guardar la calma, Baiba —dijo el español—. Volveré pronto.

Se despidió de todos, abandonó el cuartel de soldados que protegía la vivienda de Kopeikins y se subió a un Mercedes antiguo de color negro.

En medio del silencio y con las llaves en el contacto, sintió cada latido de su corazón retumbar como una onda expansiva de largo alcance. El tiempo se terminaba. Lo deseara o no, el final de aquella historia también.

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