D.O.M.

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—No creo que quiera tenerlo cerca. Usted no me gusta. Creo que podría... No me gusta lo que hace. No tengo claro qué es eso que hace, pero me desagrada. No puede ir por la vida manipulando a todo el mundo así. —Tiró de su brazo—. Suélteme —entonó alzando la voz.

Negué con la cabeza porque las palabras no me salían, porque tenía un nudo en la garganta, porque perderla entonces me parecía algo similar a saltar por el balcón.

—¡Suélteme!

—No puedo.

—No puede retenerme a la fuerza.

—Lo intentaré.

—Desgraciado —escupió en mi dirección—. ¿En serio no se da cuenta de lo despreciable que puede resultar? Usted en ocasiones me da tanto asco, con todas esas demostraciones suyas de superioridad, con todas sus manipulaciones... Seguro que, si fuese consciente de todo lo que hace, sentiría más asco de usted del que siento yo ahora en este instante. Creo que está loco, que no sabe nada de la vida, que no entiende absolutamente nada de nada, y me parece que no tengo ganas de pasar ni un solo segundo más en su compañía.

Me quedé observándola, intentando convencerme a mí mismo de que ella no sabía lo que decía, que lo que salía de sus labios no eran más que palabras nacidas de su cabreo y no de lo que en realidad pudiese sentir por mí. No quería admitir que era exactamente eso lo que le provocaba.

Sí que sabía cómo herir, cómo defenderse, cómo dar en el blanco, exactamente en el centro de la diana.

Debería haberla soltado y no lo hice, no lo hice porque mi piel se solidificó sobre la suya o, más que eso, echó raíces en la suya, necesitando unirse a ella para siempre.

Otra vez identifiqué en su mirada ese algo que desde el primer segundo me hizo sentir que ella podía comprender quién era yo.

Quise verla parecida a mí, atacando antes de recibir el primer golpe, destrozando al enemigo antes de que el enemigo supiese que había entrado en guerra. Atacando antes de que se notasen sus infinitas debilidades.

Bien, quizá ella no fuese tan débil como yo; no obstante, eso no se lo admitiría jamás. Bueno, no al menos por el momento.

—Si tú ladras, yo muerdo, Miranda —le contesté rebuscando algo de voz dentro de mi interior—. No me provoques y siéntate a comer.

Miranda parpadeó poniendo cara de sorpresa.

—Sí, es una amenaza. Así de claro. Ahora te sientas y tomas el puto desayuno conmigo y luego me acompañarás a visitar a esos niños.

Con un miedo atroz a que de todas maneras se largase corriendo, huyendo de mí, la solté.

Ella no se movió de su sitio y yo procuré mantener mi personaje.

Fui hasta la mesa y me senté.

Sobre la superficie había varias tazas. Tomé dos y comencé a servir el café.

—No lo repetiré dos veces; ven a sentarte aquí conmigo.

Noté su cuello ensancharse cuando tragó.

Me odié por hacerla pasar por eso, por infundirle temor.

«Mi miedo es mayor que el tuyo, Miranda», le dije dentro de mi cabeza y con mis ojos.

Ella no debió de oírme, porque, con la mirada baja y su brazo izquierdo colgando como si el reloj le pesara demasiado, caminó hasta la mesa y se sentó frente a mí.

Puse una taza delante de ella. Le pregunté si quería leche en su café y no contestó; se la añadí de cualquier modo.

No le consulté nada más, simplemente puse comida frente a ella y le ordené que comiese.

Eso hicimos ambos, en el más opresivo silencio.

Intenté dar con su mirada para provocar una reconciliación, y nada. En ese momento ella mordía y yo ladraba, ladraba a la luna como un perro abandonado en mitad de la calle y ella amenazaba con arrancarme pedazos a mordiscos si osaba entrar en su castillo, en su gran fortaleza, en su mundo libre de mis desastres y miserias.

Media hora más tarde llegó Mel con mi vestuario, el cual acababa de llegar a la recepción justo cuando ella entraba, por lo que tuvimos que abandonar la comida porque ya se había hecho tarde y yo debía ducharme.

Todavía en silencio, Miranda se encargó de mi cabello, haciéndome lucir mucho mejor de lo que me merecía, mucho mejor de lo que me sentía por dentro.

La mueca enfurruñada no se apartó de su rostro cuando nos subimos a mi automóvil, tampoco de camino al hogar fundación en el que me reuniría con los niños para que la prensa me sacase fotos en una barata jugada de campaña.

10. Ser un ser humano

Hacia el sur, atravesamos toda Copacabana en una comitiva muy poco sutil que atraía miradas tanto de transeúntes como de conductores, con los cuales compartíamos el asfalto.

El coche en el que viajábamos tenía los cristales tintados y me dije que la mayoría de la gente no tenía ni la menor idea de que el gobernador viajaba allí dentro, pero obviar que quien se trasladaba en ese vehículo blindado tenía que ser alguien importante era de tontos, y encima íbamos escoltados y precedidos por dos enormes y aparatosas camionetas, en las que viajaban seis oficiales de seguridad en cada una y dos patrulleros de la policía militar, y cuatro motos también de la policía, e incluso me dio la impresión de que tras nosotros iba otro vehículo, uno que en apariencia se veía como cualquier automóvil civil, un Chevrolet Onix azul que también tenía los cristales tintados y que no se despegaba de la comitiva a más distancia de un vehículo, cuando no se pegaba a la cola de la misma.

Supuse que, si yo me había percatado de su presencia, la gente de seguridad también debía de haber notado que nos seguían, y hasta entonces nadie había dado ninguna alarma ni propuesto abortar la visita del gobernador a aquella fundación a la cual nos dirigíamos.

Dejamos atrás Ipanema y Leblón.

Me puse muy nerviosa cuando vi la entrada de uno de esos tantos túneles oscuros e interminables que tenía Río, y que permitían a sus habitantes ir de un lado al otro, pasando por las entrañas de los tantos morros que se agolpaban contra el mar, dando la impresión de desear saltar dentro de él.

Por ese túnel cruzaríamos por debajo de la Rocinha. Si seguíamos de largo por allí, pasaríamos por San Conrado para llegar a Tijuca.

El paso por el túnel se me hizo eterno; es que, además, allí dentro nadie pronunciaba una palabra; el gobernador estaba meditabundo y lo único que hacía era mirar por la ventana; Mel tenía la vista fija en su móvil, leyendo y a ratos escribiendo.

Lo único que se oía era el zumbido eléctrico del sistema de comunicación del personal de seguridad.

Salimos del túnel y entonces vi, por el lado derecho del vehículo, el perfil de la favela... edificios que se amontonaban sobre sí mismos, angostos y pequeños incluso sobre sus cuatro o cinco pisos. Eran estructuras de aspecto endeble, muy simple. Un muro medianero empujaba al otro, un edificio se apilaba sobre el otro hacia arriba, hacia el morro.

El sol pegaba de lleno sobre las coloridas paredes que debieron de ser un intento de alegrar la zona, de darle un tono distinto para quitarle un poco de su aspecto lúgubre de cara al turismo.

Sentí que al salir de allí me daría claustrofobia, porque la zona era transitada por mucha gente, porque me parecía difícil que, con tanto movimiento, con tantas ventanas asomándose hacia abajo, hacia el gobernador, con tantos recodos, pasajes y callejuelas, sería imposible mantenerlo seguro.

Pasamos junto a un viejísimo Escarabajo Fusca amarillo pintarrajeado con aerosol negro y rojo con lo que supuse que sería el nombre de alguna banda de por allí.

Mi espalda se empapó de sudor frío y su reloj sobre mi muñeca me pesó todavía más.

Pese a todo, me dieron ganas de gritarle que era mejor que diésemos la vuelta, o que incluso podíamos seguir derechos hasta Tijuca, a su casa, donde estaría seguro.

El gobernador alzó la mano hacia la ventanilla que tenía a su lado; yo había quedado en el medio, entre él y Mel a mi izquierda.

Los nudillos de su mano derecha repiquetearon contra el cristal cuando pasamos junto a un diminuto campo de fútbol enrejado y con techos de chapa que tenía toda la apariencia de jaula.

Un barrendero de uniforme naranja fosforescente atravesado de bandas refractantes barría la calle mojada.

Pese a la arboleda en el centro de las dos vías, la que entraba y la que salía del túnel, ese lugar no parecía implantado en la Tierra, no al menos en nuestra época. Nunca antes había estado ahí y me dio la sensación de haber caído en una de esas películas futuristas en las que muestran a una humanidad degradada a su más salvaje y miserable expresión; un mundo falto de color, de sentimiento, un mundo poco humano.

El gobernador pegó la frente al cristal. Lo oí inspirar hondo al tiempo que cerraba los ojos.

En ese instante comprendí que no entendía nada, que no lo conocía ni siquiera un poco, que no tenía ni idea de por qué reaccionaba así, de por qué vivía de ese modo, de por qué parecía genuinamente triste.

Al otro lado del bajo muro de contención de la autopista había un pequeño mercado en el que los habitantes de los alrededores hacían sus compras diarias; por detrás, más edificios endebles.

Me pregunté cómo podía vivir allí toda esa gente, cómo lograban pegar un ojo por las noches, si no tenían miedo a tiroteos, a morir por culpa de una bala perdida o en un intento de robo.

Moví la cabeza hacia el frente otra vez y vi un arco muy parecido al arco de la plaza de la Apoteosis del fondo del sambódromo, sólo que éste era más bajo.

—¿Niemeyer? —pregunté a nadie en particular, alzando un dedo hacia delante mientras dejábamos la favela atrás, trepando sobre el morro de roca oscura y exuberante verde.

—Lo inauguraron en 2010, es un puente peatonal —explicó el gobernador medio con desgana, dejando a su asistente con la boca abierta en la intención de contestar.

A lo lejos divisé la Pedra da Gávea, un monolito de más de ochocientos cuarenta metros ubicado en la Floresta da Tijuca, al que todavía no me había animado a subir, pese a que me habían comentado que desde allí arriba la vista era increíble. No me echaban atrás las tres horas que se estimaba que tardabas en la subida, sino que me hubiesen contado que, por tramos, la escalada necesitaba del trabajo de brazos y piernas, aunque sin equipo de seguridad; las alturas nunca han sido lo mío.

Giré la cabeza y vi el morro con la favela pegada a él.

El vehículo se desvió de la vía principal.

Pasamos por debajo del puente, junto a una parada de buses y taxis y junto a un mercado más grande y organizado al abrigo de una moderna estructura con un toldo del color de la arena de las playas de Río.

La calzada principal fue alzándose a nuestra izquierda para, al final de la calle y del mercado, formar un puente por debajo del cual pasamos al girar a la izquierda, pese a que la calle era de dirección contraria. Me percaté de que habían cortado el tráfico para darle paso al gobernador. Había obras por todas partes, a ambos lados de la vía, y, al cruzar, de frente a nosotros, pasando el Centro Municipal de Ciudadanía, un supermercado, a los pies de altísimos y muy nuevos edificios y de cara al morro, nuestro destino: el Hogar infancia Río feliz, una propiedad rodeada de altas paredes grises de ladrillos acanalados que por único atuendo llevaban una capa de pintura gris claro no muy alegre. El cartel sobre el portón de vibrante azul sí tenía algo más de color, bastante color, de hecho; detrás del nombre de la fundación había dibujos de los principales atractivos turísticos de la ciudad.

Por detrás de los muros asomaba la segunda planta de un edificio y el techo de reluciente chapa plateada de otro, entre palmeras y otros árboles frondosos.

Vecinos, camiones de distintas emisoras de televisión, policía militar, carteles de bienvenida al gobernador atravesando la calle...

El portón estaba medio abierto. Allí había un grupo de críos; dentro, el acordonado de cintas con los colores de Brasil que separaba al público y los periodistas de los niños y los adultos que se encargaban de ellos. Varios oficiales de policía montaban guardia contra el bordillo.

La calle estaba despejada para la llegada del gobernador.

Por fijarme en todo lo demás, había perdido de vista al gobernador, quien en ese momento tenía posadas sus manos en cada rodilla y no precisamente en una actitud relajada; estaba apretándoselas, casi clavándose los dedos.

Los encargados de su seguridad que iban con nosotros hablaron por primera vez. No presté demasiada atención a qué decían, simplemente acordaban la aproximación al edificio.

—Todo claro.

—Área segura.

—Procedan según lo planeado.

—A sus posiciones todos.

Como ésas, las frases se sucedieron una tras otra.

Las dos motocicletas que nos precedían se detuvieron una a cada lado de la entrada de automóviles que se abría paso hacia el portón azul. El resto de los vehículos de la comitiva policial también se colocaron para asegurar el bienestar del candidato.

—Gobernador —comenzó a decir Mel justo antes de que el coche se detuviese, con su perfil derecho de cara a la entrada del hogar de niños.

Él giró la cabeza para mirarla, pero primero sus ojos se toparon con los míos por una fracción de segundo. Me esquivó alevosamente después de permitirme ver lo inquieta de su mirada.

—Cuando usted quiera, gobernador. Todo está listo para que baje.

Lo vi tragar. Parpadeó.

Dos de sus agentes de seguridad aparecieron junto a su puerta.

—¿Se encuentra bien? —quiso saber ella, y hasta para mí, que no lo conocía bien, resultó fácil asegurar que no lo estaba. Su piel bronceada había perdido color; su mirada, intensidad, y sus manos no tenían la misma firmeza de siempre.

—Sí, claro —respondió con su voz baja de costumbre, que en esa ocasión no sonó ni remotamente rotunda.

—Tenemos que hacer esto; esta visita está acordada desde hace más de un mes. La prensa está esperándolo. Todos desean verlo ahí con los pequeños.

En un gesto desesperado, el gobernador se pasó una mano entre su cuello y el cuello de la camisa blanca. Llevaba corbata y, de hecho, me dio la impresión de que tenía un aspecto más estricto y formal de lo habitual, más de lo que vestiría cualquier hombre para encontrarse con críos. ¿Acaso quería impresionarlos? Parecía ridículo que normalmente vistiese más casual y que en esa visita, con ese traje y esa corbata oscuros, optase por un aire más marcial.

—Lo sé. —Apartó la mirada de Mel un instante para volver a espiar hacia fuera—. Necesito un trago —comentó con la vista fija al otro lado de la ventanilla.

—No estaría muy bien que oliese a alcohol frente a los niños.

El gobernador se sonrió todavía con la vista puesta fuera del automóvil.

—Imagino que no. —Con ambas manos se acomodó el nudo de la corbata.

Percibí movimiento a nuestra izquierda. El coche que nos había seguido se detuvo allí. De las dos puertas traseras y de la delantera del lado del acompañante descendieron unos individuos íntegramente vestidos de negro, cuyos uniformes reconocí: eran del BOPE, con sus máscaras negras, sus gafas cubriendo sus ojos, sus cascos e incluso sus armas, las cuales no me parecían muy seguras para un entorno en el que había críos. Conté cuatro de ellos y, al volver la vista al gobernador, lo vi mirándolos y no con un gesto feliz.

—Bien, acabemos con esto de una puta vez. Miranda... —Mi nombre pronunciado por su voz hizo estallar mis oídos. Me sobresalté—... tú bajas conmigo.

—¡¿Qué?!

—Me acompañarás.

—Pero señor gobernador... —empezó a protestar Mel.

—O viene con nosotros o no bajo —la amenazó él, y yo vi al hombre que iba en el asiento del acompañante espiarme por encima de su hombro izquierdo.

—Gobernador, es un evento oficial, estamos de campaña. Los niños esperan verlo a usted.

—Esos niños no tienen ni la más puta idea de quién soy. Les importa una mierda verme.

—Eso no es cierto. Además, estamos en plena campaña. Ahí están sus maestros, el personal que los cuida y los miembros de la fundación; eso sin contar con que hay miembros del partido y que la señora presidenta...

—Me aburres, Mel, el discurso es siempre el mismo y satura. Ella baja conmigo y fin de la discusión.

Ahí estaba, otra vez el señor gobernador, ese desgraciado que siempre se salía con la suya. Y yo que un momento atrás creí ver debilidad o al menos el deje de no sentirse del todo bien, de ser un poco más humano. Evidentemente ese hombre poco tenía de eso, poco comprendía de la humanidad.

—Señor, el resto de la comitiva está acreditada y ella no...

—Mel, deja de tocarme los putos huevos de una jodida vez —gruñó—. Soy yo el que está pidiéndola a mi lado, ¡¿qué, alguien me dirá que no puede entrar conmigo a la maldita fundación?! —Los ojos azules del gobernador se dispararon en mi dirección—. ¿Tienes antecedentes por abuso de menores?

—¡¿Qué?! —Me atraganté con mi propia saliva.

—Lo digo porque ésa sería la única causa que yo podría encontrar para no entrar ahí conmigo.

Quizá debí contestar que sí. Negué con la cabeza.

—Entonces vienes conmigo. A los niños les gustará tu cabello.

—¿Qué tiene eso que ver con todo esto? Señor gobernador, a mí no me gustan las cámaras y ahí fuera...

—Candidato, es el tramo final de la campaña.

—Mis huevos, Mel —resopló el gobernador—. Hoy no estoy de humor para esto.

Sentí la mirada de odio de Mel sobre mí.

—Como usted quiera, gobernador.

Daniel Oliveira Melo nos sonrió con suficiencia a ambas.

Su mano le dio un par de palmaditas a mi pierna derecha.

—Ahora sí puede que sea medianamente divertido lo que estoy a punto de hacer.

El gobernador no esperó a una reacción por nuestra parte, solamente abrió la puerta y se plantó firme, muy erguido, cuadrando los hombros y con la frente en alto, bajo el sol, sobre el asfalto caliente.

Quise llamarlo, quise mandarlo al mismísimo infierno. Me entraron ganas de agarrarlo por los hombros de su elegante traje azul y sacudirlo. No pude, no debía montar una escena delante de las cámaras, frente a los objetivos que estaban dirigidos a su rostro sin perder un segundo.

—Mel... —jadeé pidiéndole ayuda.

La pobre se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—Sígueme. De cualquier modo imagino que esto no durará mucho; los niños lo ponen nervioso. Odia estas cosas. Si me lo preguntas, creo que le dan miedo.

—¿Por eso su atuendo de hoy?

Los ojos de Mel se abrieron de par en par. Me sonrió. Había dado en el clavo: corbata, traje oscuro, aspecto recto; todo aquello no era más que una armadura para intentar protegerse.

—No lo dudes. —Abrió la puerta.

—¿Qué es este sitio exactamente?

—Una fundación que acoge a niños de la Rocinha en situación de desamparo.

—La mayoría de los niños que viven allí deben de estar en situación de desamparo —amagué algo angustiada; nunca había visto la favela tan de cerca.

—Bien, en cierto modo... algunos tienen mejor suerte que otros. Aquí se da abrigo a críos que perdieron a sus padres o a los que sus padres no pueden mantener de modo alguno. También vienen niños que se quedan sólo durante el día, mientras sus progenitores trabajan, niños pequeños que todavía no están en edad escolar —explicó saliendo al sol de la mañana.

—¿Es un proyecto del estado de Río?

—Es un proyecto del estado mantenido en parte por éste y en parte por donaciones privadas. Más que nada, por estas últimas, gente a la que le agrada el candidato, gente que apoya al partido, personas que esperan verlo como presidente de la república. Sígueme —esto último lo pidió tras una pausa.

Vi a los del BOPE rodear al gobernador desde una distancia prudencial.

—Mantente a unos pasos de nosotros, pero no te alejes demasiado —me indicó Mel.

Uno de los hombres de seguridad que iba en uno de los automóviles me lanzó una mirada, registrando mi presencia y las palabras de Mel.

Rodeamos el vehículo y vi al candidato alzar una mano para saludar al público presente. Mel, apresurando el paso, se acercó al gobernador mientras él continuaba camino hacia la entrada del hogar de niños.

La docena de criaturas, con edades que debían de rondar entre los cuatro y los doce años, que esperaban frente a la entrada se pusieron a cantar una canción infantil acompañados de los hombres y mujeres que cuidaban de ellos, que los educaban.

Una mujer vestida de un modo más formal que el resto de los adultos, que llevaban unas camisetas azules con el nombre del hogar y vaqueros, comenzó a avanzar en dirección al gobernador.

—Es la directora del centro... —empezó a susurrarle Mel al oído.

—María Aparecida Coutinho —resopló el gobernador, dando a entender que recordaba perfectamente quién era la mujer.

—Sí, bueno... —Mel se apartó un poco cuando la susodicha quedó a dos pasos de ellos.

—Señor gobernador —lo saludó tendiéndole una mano—, bienvenido a nuestro hogar.

—Muchas gracias por invitarme, señora Coutinho. —Le devolvió el apretón—. Es un placer estar aquí —añadió sonriéndole de oreja a oreja.

—Los niños están ansiosos por conocerlo.

—Y yo me muero de ganas de conocerlos a ellos.

Al entonar aquello no pudo quedar más patente cómo era muy capaz de representar su papel de un modo estupendo. La gente debía creer todas y cada una de las mentiras que salían de su boca.

El candidato retomó su avance hacia los pequeños.

Los fotógrafos retrataban el perfil del gobernador, los objetivos de las cámaras de televisión lo seguían sin perderle la pista.

Caminé detrás de ellos, seguida del personal de seguridad que cerraba filas detrás de mis espaldas, escuchando cómo los periodistas soltaban preguntas en su dirección, cómo la gente lo llamaba para pedirle fotos, para agradecerle su trabajo, su dedicación con la población, incluso alguna que otra voz femenina le gritó que era guapo... una chilló que sería el presidente más atractivo del planeta y un par rompieron a reír, entre divertidas y vergonzosas, cuando él se aproximó al vallado, seguido de sus guardaespaldas, para sacarse fotografías con ellas.

El gobernador incluso firmó autógrafos, como si fuese una estrella de cine. Dedicó contundentes apretones de mano mientras los niños entonaban su segunda canción.

Mel se le aproximó por la espalda y le susurró algo al oído, por lo que él volvió a reunirse con la directora del centro para acercarse a los críos.

Un fotógrafo se arrodilló entre los pequeños y él para comenzar a retratar el momento.

Al plantarse delante de ellos, los niños quedaron en silencio y, un segundo después, en respuesta a las órdenes de quien imaginé que debía de ser su profesor de música, dedicaron sus bocas a darle vida al clásico Mais que nada.

Se me puso la piel de gallina, el tema era de esos de la música brasileña de siempre, de los que me daba la impresión que hacía que los brasileños fuesen brasileños.

Un niño y una niña de no más de siete años se salieron del grupo para ponerse a sambear, moviéndose al ritmo de la música de un modo que únicamente la gente que lleva a este país en la sangre logra hacer. Patricia había intentado enseñarme a sambear muchas veces; ella no tenía el mejor ritmo del mundo, pero, aun así, podía mover el cuerpo de una forma que el mío ni siquiera concebía posible.

A Daniel se le dibujó una sonrisa en el rostro, todo su gesto se alegró y quizá fuese eso lo que me hizo pensar en él como Daniel y no como el gobernador.

Dando unos pocos pasos hacia atrás, les abrió paso a los niños para que pudiesen lucirse. Comenzó a batir sus palmas al ritmo de la música, casi como si tocase el pandeiro, en ese gesto de golpear y acariciar todo al mismo tiempo.

Otras voces se unieron a las de los chiquillos.

Vi en el rostro de Mel una mueca de alivio cuando el gobernador dio un par de pasitos torpes en un intento de sambear, lo cual sin duda no se le daba muy bien, o quizá no quisiese hacerlo en público.

Los niños le dieron una segunda vuelta al tema, esta vez acompañando sus voces con sus palmas. Entonces, sí, casi todos los presentes cantaron; bueno, los del público, porque los hombres de seguridad continuaban igual de serios y alerta.

El espectáculo resultaba muy extraño: los chiquillos, los hombres del BOPE tan armados como cuando subían a la favela, los modernos edificios a un lado, la favela al otro... Con el tiempo que llevaba en el país, llegué a comprender que Brasil era todo eso, sobre todo eso... lo que hacía que, a pesar de los pesares, los allí presentes acompañasen las voces de los niños con las suyas, con sus palmas, con sus amagos de sambear.

«Esa chispa de vida que tienen ellos», pensé, y me alegré de mi decisión de haberme quedado a vivir allí. Cómo no enamorarse de ese país, de su gente, de sus paisajes, sus aromas, su vida, su todo... cómo no quedarse encantada del gobernador de Río de Janeiro que parecía ser el Brasil mismo, con su parte más sombría, con la más brillante y deslumbrante en ese instante, en que lo oía cantar pese a no haberse animado a bailar.

Ya de nada valía su traje oscuro, su corbata ni su pose elegante. Su piel bronceada y su espíritu enérgico eran los mismos que los de cualquier surfista en el agua helada de Copacabana, que los de cualquier persona que después de trabajar se larga a la playa a correr un par de kilómetros o a tomar una cervejinha e bater um papo com amigos, esto es, tomar una caña y charlar un poco con los amigos.

Una parte de mi cerebro comprendió a la perfección por qué la pelirroja había terminado en su cama. Yo podría terminar en su cama, me apetecía terminar en su cama y mucho más.

Los niños acabaron de cantar y fue él el primero en estallar en palmas y felicitaciones. Luego lo siguió el público en la calle.

Congratuló primero a los pequeños que habían estado bailando, arrodillándose frente ellos.

—Yo no soy capaz de bailar así —oí que les decía poniéndose de pie y luego se movió hasta los demás para darles un apretón de mano a cada uno, acariciar cabezas y sonreír para ellos. Les preguntó sobre sus clases de canto, si les gustaba la música, si alguno quería ser cantante de mayor. Pese a lo que dijo, los niños inmediatamente reaccionaron a sus palabras... le contestaban, reían, le decían lo que deseaban ser de mayores. Lo rodearon sin mayor concierto, pese a que los adultos que los cuidaban intentaron hacer que continuasen en la misma formación en línea que habían guardado mientras cantaban. Tiraban de los faldones de su chaqueta; una niña pegó sus manos a la mano izquierda de él, enredando sus deditos entre los suyos.

Daniel no la rechazó, todo lo contrario; con gusto y emoción vi cómo sus dedos envolvían con suavidad los de la pequeña, después de bajar la vista hasta ella y sonreírle. La dulzura en cuestión era una morenita de cabello encrespado dividido en lo más alto de su cabeza en dos colitas que más parecían dos pompones. Era larga, delgada, con unos enormes ojos negros y una sonrisa gigantesca todavía más grande que la del gobernador.

La niña se pegó a su pierna colgada de su mano; parecía decidida a no soltarla nunca más y mi corazón se encogió sobre sí mismo y a continuación dio un vuelco; es que en su gesto no podía desprenderse otra cosa que la necesidad de cariño que todos, por ser humanos, necesitamos, sobre todo cuando tenemos la edad de ella, cuando el mundo a nuestros ojos se ve demasiado grande y todavía muy irreal.

Un chico de unos diez años tiró del brazo derecho de Daniel y alzó sus ojos castaños hasta él. Al aproximarme un poco más, puesto que los guardias de seguridad cerraban el círculo a su alrededor, capté que le preguntaba sobre las dos pulseras que ya le había visto llevar, en las cuales yo no había reparado; por lo visto el niño sí.

Me fijé en éstas: una de grandes cuentas, la otra más delgada, una especie de trenza de tiras de cuero.

—Son rosarios.

—Mi mamá dice que debo agradecerle a Dios por lo que tenemos y que le pida por mi abuela, que está enferma. Le rezo antes de dormir. ¿Tú también?

Daniel le contestó con una sonrisa; no supe si fue un sí, un no, si creía en Dios, en algún dios... No eran rosarios comunes, de eso estaba segura.

—¿Vives aquí?

—Sí, pero mamá viene a visitarme todos los días cuando sale de trabajar. Cuando la abuela mejore, volveremos a vivir juntos —contestó el chiquillo con un rayo de esperanza en los ojos que no se hizo eco en los de Daniel.

—Muy bien, niños, permitid que el gobernador entre. Tenemos mucho que mostrarle. Vamos, apartaos un poco para que pueda pasar —les indicó la directora del centro y, entre ella y el resto de los adultos, le abrieron algo de paso a Daniel para que pudiese comenzar a avanzar por el ancho camino entre la vegetación, la arboleda y los edificios que componían la institución.

Los guardaespaldas me guiaron hacia dentro mientras yo continuaba con la vista fija en la niña prendida a la mano de Daniel. Él no la soltó ni hizo amago de hacerlo, todo lo contrario, pues antes de emprender su primer paso, se inclinó hacia ella y le dijo algo que no pude escuchar.

De ese modo todos nos internamos en los jardines del hogar, mientras el portón azul se cerraba detrás de nosotros.

Entre los edificios había juegos para niños, de madera y divertidos colores, estructuras de las que podían colgarse, columpios, toboganes, los consabidos campos de fútbol, una pista de vóley. Frente a un edificio hondeaba la bandera brasileña.

Continuamos avanzando.

Guiaron al gobernador por una bifurcación hacia la izquierda; allí se abría paso otro gran patio bordeado de mangueiras, el árbol de los mangos, y palmeras; al fondo, de cara a otro de los edificios, lo esperaban más niños de pie a los lados de dos grandes carteleras compuestas de un centenar de dibujos que en seguida le mostraron los pequeños, explicándole cuál era el tema de todos y quiénes los habían hecho.

El gobernador estrechó más manos adultas, acarició más cabezas infantiles y continuó hablando con los críos casi ignorando a los adultos, incluso a Mel, cuando intentaba darle prisa para que se moviese, para que continuase con la visita.

Entramos en el edificio. La directora del centro se pegó al gobernador y se puso a explicarle cuestiones relacionadas con el trabajo que realizaban allí. Le enseñó parte de las instalaciones, todavía con los niños siguiéndonos, con aquella niña aferrada a él.

Nos mostraron las aulas, nos llevaron hacia el taller de arte en el que lo esperaban más críos para enseñarle esculturas y artesanías. Daniel alzó a la pequeña en brazos después de cruzar un par de palabras con ella y ella lo abrazó, aferrándose a él como si fuese su padre. En ese instante me di cuenta de que, si no lo había dejado hasta entonces, ya era demasiado tarde, sin importarme el valor que daba a las palabras de Dome, a sus advertencias y a las que emitía mi cerebro y mi corazón; el caso es que esa faceta suya no encajaba en absoluto con el resto de su personalidad, con el comportamiento que le había visto tener y, sobre todo, con aquello de que no le gustaban los niños. Como una idiota, completamente embobada por él, por sus gestos con la chiquilla, por su sonrisa y su tranquilidad, lo seguí mientras le mostraban el enorme y colorido comedor, que ya olía al almuerzo, la piscina, algunas de las habitaciones, el gimnasio, el taller de tecnología, la sala de ordenadores... Todo el lugar era increíble, todo nuevo, todo moderno, todo colorido y preparado para que los menores viviesen del mejor modo posible, aunque nada de lo que pudiesen darles allí podría reemplazar sus familias, si es que éstas no podían cuidarlos, o una nueva, si alguien los adoptaba.

Todavía con la pequeña en brazos, el gobernador dedicó unas escasas palabras a la prensa, un discurso oficial sobre promesas de campaña relacionadas con que debían favorecer a los niños más necesitados, a las familias con menos recursos. Habló de sus planes para mejorar la educación, para dar a los menores seguridad y un futuro, y comentó sus planes en cuanto a la salud y las obras de infraestructura en el barrio.

Una tanda de fotos que fue un estallido de disparos y el evento comenzó a dispersarse, los equipos de televisión bajaron sus cámaras, los fotógrafos se retiraron, los niños poco a poco se alejaron a jugar al patio a la espera del almuerzo, que ya no sólo perfumaba el comedor, sino todo el espacio a nuestro alrededor; el espectacular perfume despertó mi apetito.

—Gracias por visitarnos, señor gobernador. Su apoyo en estos últimos años ha sido inestimable.

—No tiene nada que agradecerme.

—Claro que sí; públicamente acaba de pedirle a la comunidad que nos apoye, eso tiene muchísimo valor para nosotros.

—No podía hacer menos —le contestó Daniel a la directora de la institución.

Mel se mantenía a un prudencial paso por detrás del gobernador; yo estaba a un lado, a unos dos metros, medio espiando lo que decían, medio admirando más láminas con dibujos y pinturas de los críos.

Estábamos todos en mitad de un corredor que desembocaba en una pequeña sala de enfermería, la dirección del lugar, las oficinas administrativas y más allá, al fondo, el área de psicopedagogía y psicología. Sin duda allí se cuidaban todos los aspectos.

Parte del personal daba vueltas a nuestro alrededor, también algunos niños.

—Su familia y usted han sido los pilares de este proyecto, la comunidad les está infinitamente agradecida. Su...

La directora se interrumpió ante Daniel, que hizo un gesto extraño, una mueca no de desagrado, pero casi, más bien de incomodidad.

—André es muy querido por todos aquí, los niños lo adoran y... —La directora volvió a detenerse, esta vez sonriendo al ver salir por la puerta sobre la cual estaba el cartel de área de psicopedagogía y piscología a un hombre muy alto, de cabello completamente cano y tupido, con barba y bigote muy cuidados, que vestía con elegancia pero de un modo casual.

Éste sonrió abiertamente. En ese momento, cuando daba un par de pasos en nuestra dirección, me percaté de sus espléndidos ojos celestes.

—¿Hablabais de mí?

—André —saludó la directora, sonriendo.

—María. —Giró la cabeza en dirección al gobernador—. Hola, Daniel; veo que has conocido a Luana.

Ante la mención de su nombre, la pequeña apretó el abrazo con el que tenía sujeto al gobernador. Yo todavía no había oído su nombre, mas no fue eso lo que me llamó la atención, sino la familiaridad con la que el tal André se había dirigido a Daniel.

—Hola. Sí. Creo que no es una niña, sino un monito —bromeó sonriéndole a la pequeña. Ella rio.

—¿Habéis terminado por fin con las formalidades?, ¿ya se han ido las cámaras?

—Si te digo que no, ¿volverás a esconderte en tu guarida? —contestó Daniel.

—Esas cosas no me gustan nada; ése es tu ámbito, no el mío. El mío está ahí, con los niños... allí soy feliz. —Apuntó con la cabeza hacia atrás.

—Cobarde.

—André no es cobarde —soltó la pequeña.

—Ya lo ves, ella me defiende.

—Sí que lo es, lo conozco desde hace mucho. Tú eres más valiente que él, te has enfrentado a las cámaras —le dijo Daniel a la niña.

—¿Es tu amigo?

—Algo así —respondió el gobernador cuando el tal André llegaba a ellos.

—Tu madre te envía recuerdos. Me pidió que te preguntara cuándo vendrás a comer con nosotros; esta semana tenemos planeado...

—Luego, André, éste no es el momento.

Éste le sonrió, dedicándole un gesto benevolente, de suma paciencia quizá, tal vez uno cargado de la tolerancia y el cariño de un padre.

Los examiné a los dos; los tonos marinos en los ojos de ambos, la cantidad de cabello, la altura. Los rasgos no eran del todo similares, pero... ¿era su padre? Algo así como un amigo, había dicho él; ¿un pariente cercano? Después de todo, el tal André había mencionado a su madre y...

—Mel, qué alegría verte —saludó estrechándole la mano a la joven asistente del gobernador.

—Señor Nogueira, es un placer verlo.

Bueno, no tenían el mismo apellido, eso quedaba claro.

—El placer es mío. Gracias por traerlo. Imagino que no ha debido de ser sencillo empujarlo a visitarnos.

El gobernador hizo una mueca de fastidio, poniendo los ojos en blanco y todo. Si hubiese resoplado, hubiéramos tenido un niño más.

—¿Esperabas no encontrarte conmigo? —le preguntó André a Daniel.

—La verdad es que supuse que estarías en tu consultorio.

—Sabes que por las mañanas siempre estoy aquí.

—Bueno, alguno de tus ricachones pacientes podría haber enloquecido al despertar y ver que le ha salido una cana o que su masajista no puede atenderlo.

—Pues no has tenido esa suerte, no ha surgido ninguna urgencia y aquí estoy, en mi lugar de trabajo.

—Tú no trabajas aquí, no cobras un sueldo.

—Daniel, por favor —replicó el hombre sin perder la sonrisa y en un tono calmado que sonó muy parecido al del gobernador.

Se formó un silencio y, de pronto, André puso sus ojos en mí.

Daniel también movió su mirada en mi dirección al seguir la del hombre y, más tarde, el resto de los presentes. Me sentí enrojecer.

—Hola —me saludó André.

—Hola —contesté sin saber qué hacer o siquiera cómo presentarme.

—Ella es Miranda —se adelantó el gobernador medio a desgana.

—¿Miranda?

—Miranda Griner —completé yo. A la mierda si el gobernador no quería presentarme, yo no podía ser igual de descortés que él. Fui hasta ellos y le tendí la mano, que él estrechó en un cálido pero firme apretón. Lo vi bajar la mirada hasta mis dedos y sentí su mano detenerse sosteniendo la mía durante más tiempo del necesario para ser un simple apretón de manos de presentación. ¿Estaba mirando el reloj? Bien, era llamativo de sobra como para no prestarle atención, además de que costaba un dineral y quizá él lo supiese. Supuse que se estaba preguntando de dónde había sacado yo dinero para algo así.

Alcé la vista y él, al mismo tiempo, alzó la suya. Se quedó observándome. ¿Sabría que era el reloj de Daniel?

Nerviosa e incómoda, tragué en seco.

—Es un placer conocerte, Miranda. —Liberó mi mano—. Me gusta tu color de pelo. Es alegre.

Involuntariamente me toqué un rizo, aunque sobre todo tenía ganas de irme ya.

—Gracias, un placer conocerlo también.

—Soy el psicólogo de esta institución.

—Soy la estilista del gobernador. —Terminé de presentarme con una sonrisa que forcé a mis labios a ejecutar.

—¿Ah, sí? —Giró la cabeza en dirección a Daniel y se quedó mirándolo.

—Sí, sí lo es; trabaja conmigo desde ayer —bufó éste.

—Oh, bien. Mucha suerte —me dijo a mí.

—¿Por qué le dices eso?, ni que yo fuese...

—Daniel, no te lo tomes a pecho, era broma. En fin, qué bueno que has venido con tu estilista. ¿Te ha gustado el centro, Miranda? ¿Habías estado alguna vez por esta zona? ¿Intuyo bien si digo que tú no eres de por aquí y con eso no me refiero a Río, sino a Brasil?

—Miranda es de Argentina —soltó Daniel antes de darme tiempo a nada.

—¿Ah, sí? Qué interesante. ¿Cuánto tiempo llevas en nuestro país?

—Algunos meses.

—¿Y cómo conociste a Daniel, es decir, al gobernador?

—En un desfile, el sábado por la noche —lanzó él, otra vez sin darme tiempo a contestar una pregunta que me formulaban a mí.

—¿Crees que podrías dejarla hablar a ella? —le preguntó todavía sonriente al gobernador. Daba la impresión de que lo trataba igual que a uno de los niños de la institución.

—Bien, yo tengo que atender a los niños, es la hora del almuerzo. —La directora tendió sus brazos en dirección a Luana—. Vamos, cielo, es hora de comer.

La niña negó con la cabeza.

—Ve, Luana —le dijo André—; en un momento iremos todos a almorzar también. Daniel vendrá con nosotros, lo prometo. En seguida estaremos allí.

Luana negó con la cabeza una vez más.

—Ve, te prometo que serán solamente unos segundos. Tengo que hablar primero con este aburrido y cobarde señor de aquí, y después me reuniré contigo, te doy mi palabra —le susurró Daniel a la niña en un tono cariñoso mientras la estrechaba todavía más en sus brazos.

—¿Lo juras?

—Lo juro, en un momento estaré contigo. No me perdería por nada el almuerzo, si es que huele riquísimo. ¿No lo hueles?

—Sí.

—¿Y no te da hambre ese rico aroma? —Le hizo cosquillas en la barriga.

—Sí, un poco —respondió ella riendo.

—Anda, ve con María, que en un ratito estaré contigo. Guárdame un sitio a tu lado.

Eso acabó de convencer a la pequeña, quien aceptó los brazos de la directora y se fue.

Mel, Daniel y yo nos quedamos solos en el pasillo, junto a aquel hombre que todavía no tenía ni la menor idea de quién era.

Me dio la impresión de que todos esperaron hasta que la directora se perdió de vista para volver a respirar o quizá fuese solamente para volver a hablar.

—¿Qué tal te ha ido ahí fuera con la prensa? ¿No te han hecho ninguna pregunta insidiosa?

Daniel soltó una risa seca.

—No, se han comportado. Han sido todos muy correctos; Mel ha debido de encargarse de ello.

La aludida alzó la vista en dirección al gobernador.

—Tu dedicación es encomiable, Mel —le dijo el hombre.

—Solamente hago mi trabajo, señor Nogueira. Además, la prensa convocada entendía la necesidad de apoyar este proyecto, sin importar qué partido político le preste su apoyo.

—Todos sabemos perfectamente que eso no es así, Mel. La política no funciona de ese modo. —Daniel suspiró—. Creo que ha salido bien —continuó diciendo al girarse hacia André—. Estoy harto de esto. Espero que las elecciones lleguen pronto. Esas alimañas de allí fuera están desesperadas por clavar sus dientes en mí, por verme caer para así llenarse de dinero. Unos niños cantando un par de clásicos de la música brasileña les importan una mierda y eso todos lo sabemos.

—Daniel, no hables así —le pidió el hombre sin llegar al enojo, pero si con aquel tono del gobernador que... Cada vez me daba más la impresión de que debía de ser su padre o al menos un pariente, porque se le parecía en demasiadas cosas, a pesar de no compartir apellido.

—Yo creo que los críos han cantado de fábula y, además, se nota que este sitio funciona muy bien, que les hace bien. Es una satisfacción saber que el proyecto funciona.

—No es fácil, pero hacemos todo lo que podemos. Al menos aquí los niños tienen un lugar seguro y estable, comida, cuidado y cariño. —Movió sus ojos en mi dirección—. ¿Qué te parece el centro, Miranda?

—No tenía ni idea de que este lugar existía y por lo que he podido ver... imagino que les dan todo lo que está al alcance de sus manos darles. A los menores se los ve bien, felices. Hay cosas que no se reemplazan, pero al menos en el centro encuentran, como usted acaba de decir, un lugar seguro, e imagino que también más oportunidades de futuro que si no pudiesen venir aquí.

—Esa misma es la intención de la institución, procurar darles un futuro, intentar hacer que no queden marcados por el lugar y la situación en la que nacieron.

—Tampoco es que eso sea así de determinante —acotó el gobernador.

—Sabemos que no, Daniel, que muchos, sin ayuda, han sabido hacerse un camino.

Muy seria, casi tanto como lucía el gobernador, Mel los miró a ambos por turnos.

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