D.O.M.

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Casi sin aliento, continuaba bramando preguntas, jurando venganza, e incluso amenazando con devolverme por los pelos a Buenos Aires para alejarme de «toda esta locura»; esas fueron sus palabras y, sin embargo, Dome no tenía ni idea de lo que implicaba «toda esta locura»; él podía intentar ponerse en mi lugar, podía querer protegerme y sin duda debía conocer de memoria mi historia clínica, mi pasado... no obstante, no estaba dentro de mi piel, no estaba en mi cabeza y desconocía por completo lo descontrolado que latía mi corazón ahí, dentro de mi pecho, con mi cuerpo sentado sobre la cama de Daniel, recordando lo que habíamos hecho la noche anterior sobre esas sábanas, viendo desde allí cómo se daba una ducha, sabiendo que la demencia que nos unía tenía su raíz en una parte mucho más profunda de mi cuerpo que mis músculos o mi sangre. Amaba a Daniel desde ese lugar virgen que la locura no llegaba a tocar.

Doménico hizo una pausa para tomar aire, y Daniel se puso a cantar una de esas canciones brasileñas de antes, de esas clásicas sobre amores que se reconocen sin necesitar nombres o explicaciones, amores que, ni perfectos ni eternos, enloquecen todo para hacerte sentir vivo, para hacerte saber que lo vivido valió la pena.

Intenté no derretirme de amor sobre la cama, no correr hacia la ducha para escucharlo cantar con mi pecho pegado a su espalda, para abrazarlo.

Su boca cantaba por mí aquella canción, O meu amor, que recordé haber oído en un cedé que tenía Patricia de la grabación original interpretada por Alcione y Maria Bethânia.

El desgraciado podía ser el gobernador, el candidato o incluso Dom, ese personaje que era la fusión de todos los hombres que era de puertas afuera, pero allí dentro, en la ducha, cantando aquello mientras se enjabonaba, mientras escupía chorritos de agua a cada tanto, era todavía más despiadado porque era real; el amor te hace real, te desnuda, te obliga —tarde o temprano— a deshacerte de tu coraza y dejar de fingir.

El amor que te grita, incluso más fuerte que un italiano furioso, «no más miedo, no más miedo», porque el miedo se transforma en uno solo que nada tiene que ver con el temor que pudiese sentir antes de enamorarme de verdad.

—¿Miranda? ¿Miranda? ¡¿Miranda?!

Doménico me hizo dar un respingo.

—¿Me oyes? ¿Estás ahí?

—Sí, aquí estoy.

—Dime dónde estás; iré a por ti.

—No, mejor que no. Escucha...

—No, escúchame tú a mí. Ponme a ese malparido al teléfono.

—Daniel está en la ducha y no es necesario...

—¿Qué no es necesario? —estalló—. ¡¿Tienes idea de la noche que Patricia y yo hemos pasado?! No hemos pegado ojo, no sabíamos dónde más buscarte. Aquí todos los policías son... nos han tratado como a criminales, nadie nos ha dado una respuesta. Creíamos que te había tragado la tierra, ¡pensaba que te encontraría muerta!

—Doménico, por favor.

—¡No! Tú, por favor. Iba a llamar a tus padres, no sabía qué hacer, contactamos con todos los hospitales... Con el BOPE es literalmente imposible comunicarse, ni siquiera conseguimos que alguien admitiera que el cuerpo había efectuado una redada en el Mirror. Daniel, cuando se enteró de lo sucedido, se puso a buscar un pasaje para venir hacia aquí y hacerse cargo de todo. Estábamos todos como locos intentando dar contigo.

—Estoy bien.

—¿Por qué no me has llamado antes?

—Lo siento.

—Te lo ruego, dime dónde estás. Dame la dirección. Contrataré un vuelo privado y te sacaré del país.

—Doménico, te juro que eso no es preciso. Lo lamento, de verdad que sí, debí llamarte anoche... es que todo fue... perdí la cabeza... no esperaba que él... Sí, Daniel exageró con lo de anoche.

—Lo de anoche no fue exageración, fue el acto de un hombre...

—Uno enamorado —solté interrumpiéndolo—. Lo admito, no fue el modo...

—¡No! No lo defiendas, eso no es amor.

—Escúchame, estoy en su casa, estoy con él; hemos pasado la noche juntos, hemos hablado... Hay muchas cosas que no puedo contarte, por tu seguridad. Tampoco debes decirle a nadie que estoy aquí; no quiero poner a nadie más en peligro.

—Porque tú ya lo estás —apostilló.

Inspiré hondo.

—Sí, es cierto. —Hice una pausa—. Es mi elección. Tengo claro que no sabía en qué me metía cuando lo conocí, incluso cuando me enamoré; sin embargo, elijo estar aquí ahora, quedarme a su lado, ayudarlo. Quiero estar con él. No tengo miedo, Dome, no lo tengo; creo que nunca antes, a pesar de todo, tuve tanta paz mental.

—No puedes hablar en serio. Ese hombre es peligroso.

—No disculpo su conducta, pero miro en la dirección en la que miran sus ojos, allí hacia donde se quiere dirigir, y sé que es un camino distinto al que recorría antes de conocerme. No puedo juzgarlo y él prometió hacerse responsable de... —Recordé a la mujer desaparecida hacía una semana y mi boca se puso áspera. No podía creer que hubiese matado a alguien simplemente porque sí; cuando hablaba de lo sucedido me miraba a los ojos mostrándome su angustia, su preocupación y su vergüenza; no mentía cuando decía que, si había tenido algo que ver con su desaparición, no huiría de su responsabilidad, como tampoco pensaba huir de la responsabilidad que tenía, no solamente «por haberme metido en su vida», como él decía, sino también por amarme y porque yo lo amaba, no huiría de eso.

—Ese tío está mal de la cabeza.

—Yo también.

—No digas esas cosas, no es lo mismo. Tú te cuidas, vas a las citas con tus doctores, llevas una vida normal. Ese sujeto no tiene una vida normal, está fuera de sí.

Alcé la vista al notar de refilón que Daniel salía de la ducha y echaba sobre sus hombros una bata blanca que no ató. A la vista quedó una larga línea central que recorría todo su cuerpo.

La letra de la canción que había estado entonando volvió a mí.

Tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme de nuevo en el mundo fuera de esos pocos metros cuadrados que ocupábamos los dos.

—Aquí me quedaré, con él, Dome. Hasta que todo quede claro. Hasta que todo esté resuelto.

—Sea lo que sea que ese hombre debe resolver, no es asunto tuyo. Sé que no soy un experto en temas amorosos, pero sí tengo claro que, por más que lo ames, no deberías estar ahí, porque probablemente no sea seguro ni sano para ti...

—El día que te enamores, tano... —susurré con la vista fija en Daniel.

—Sabía que me lo echarías en cara.

—No te lo echo en cara. Solamente te digo que es difícil pedirle coherencia a alguien que ama de verdad. El amor no es la perfección, ni un caballero de brillante armadura, y no creo haber visto a Cupido sobrevolar mi cabeza... —Se me fue la voz; lo que sentía sobrepasaba todos los clichés. Daniel giró la cabeza en mi dirección después de peinarse hacia atrás. Su rostro quedó copado por una gran sonrisa—. Entiendo que no resulte fácil de comprender... pero no puedo irme, no puedo pasar el resto de mi vida pensando en qué habría sucedido si no hubiese huido.

—¡¿Huir?! ¡No es huir, es ponerte a salvo de ese hombre!

—No tengo miedo.

—No puedes confiar ciegamente en una persona que apenas conoces.

—No es que confíe ciegamente en él, es que confío en mí, en lo que siento cuando estoy con él, cuando me mira, lo que me pasa cuando me dice que me ama. ¿Comprendes lo que implica para mí confiar en mí misma, en lo que siento, en lo que pienso? Mi cabeza está en orden por primera vez en mucho tiempo y, sea lo que sea en lo que acabe lo mío con Daniel, con él he acabado de quitarme el miedo, la vergüenza de lo que creía que era, de cómo pensaba que todos me veían. Estoy dispuesta a todo, Dome, y no pienso volver atrás, no volveré atrás. Lamento la angustia que esto pueda causarte.

—Patricia...

—Sí, no necesitas decirme cómo está ella, lo sé. No puedo regresar a casa ahora, Dome. Por favor, quédate ahí con Paty, cuida de ella, no la dejes, y tampoco os expongáis demasiado. Haré todo lo que pueda para ayudar a Daniel a resolver esto lo antes posible.

—Escucha —suspiró—, eso que dices me alegra; sin embargo, me preocupa todavía más. Dime cuál es el problema, intentaré ayudarte.

—No, Dome, te quedas fuera de esto, ya has hecho suficiente por mí.

—Daría cientos de veces lo que te di. Soy tu amigo, te quiero.

—Por esos mismos motivos en este momento te digo que te mantengas al margen. Con suerte serán sólo unos cuantos días.

—Mierda, preciosa, ¿tenías que enamorarte de ese sujeto?

Le sonreí a través de la línea y con la mirada busqué a Daniel.

—¿Todo en orden? —me preguntó él desde el baño.

Asentí con la cabeza.

—He oído su voz —gruñó Dome.

—Sí, es que acaba de salir de la ducha.

El italiano se mantuvo en silencio por un largo segundo.

—¿Estás segura de que estás bien, de que no te ha hecho daño? Ese tipo es peligroso. Lleva armas, tiene poder.

—Todos somos peligrosos a nuestro modo.

Dome resopló.

—Más le vale no hacerte daño o le demostraré cuán peligroso puedo ser yo. Díselo.

Reí suavemente, feliz de saber que podía ser la receptora de tanto cariño: el suyo, el de Daniel, el de Patricia...

—Caetano... ¿qué sabes de él?, ¿está bien?

—Le dieron un susto del carajo anoche. Eso, sumado a lo que vivió en el Mirror... creo que tiene bastante que digerir. Es joven y... bueno, ya sabes que algunos, después de su primera vez, quedan un tanto confundidos. Lo envié en un taxi a su casa anoche, porque planeábamos salir a buscarte después de que la policía abandonó el Mirror, pero la verdad es que él estaba inutilizable.

—Lo siento. —Me sentí fatal; no debí llevarlo allí, no debí insistirle.

—No es culpa tuya —lanzó ante mi silencio—. No pusiste un arma en su cabeza para meterlo allí y creo que lo que más le costará asimilar será el haber ido, no que el BOPE irrumpiera en el club. Esta mañana le he pedido a Patricia que lo llamara. ¿Sabías que esa mujer puede ser un verdadero demonio cuando quiere? Me dijo de todo porque llevamos a ese chico al club. Estaba hecha una furia, te lo juro, casi me culpa de haber arruinado su vida, de traumatizarlo...

—Por lo visto le ha pegado fuerte.

—No he hablado con él esta mañana, pero parece que sí. Yo creo que en una semana estará de regreso en el Mirror, solo.

—Si tú lo dices... solamente espero que esté bien. No me preocupa que me odie, supongo que me lo merezco.

—No te odia; se asustó, por todo, ya sabes. No te preocupes, hablaré con él en cuanto pueda, sin Patricia delante, porque intuyo que, si ella vuelve a oír mencionar el nombre del Mirror salir de mis labios, me arrancará la cabeza.

—Tano, ¿qué haría yo sin ti?, ¿qué habría sido de mí?

—Déjame ayudarte ahora también.

—No, Dome.

Fue su turno de dejar que el silencio se abriese paso entre nosotros.

—Me ayudarás quedándote ahí con Patricia. Estaremos bien, todo se resolverá. Eres tú quien siempre dice que, de un modo u otro, todo se resuelve.

—Sí, pero...

—Confía en mí, en lo que siento. No es mi locura la que habla, no es el resultado de mi bipolaridad, soy yo. Sé que lo que sucede es peligroso, y no lo digo para que entres en pánico... es que es la vida, es mi vida, es lo que escojo, es él y lo que soy yo cuando estoy con él, y lo defenderé hasta que gane o pierda. —Inspiré hondo—. Por favor, no llames a mis padres, intenta mantener a Patricia calmada. Daniel espera poder resolver las cosas para el lunes y entonces veremos cómo seguimos adelante.

—Entonces, ¿quieres apostar por él?

—A lo que tengo con él, y sí, todas mis fichas, Dome.

—Mierda —jadeó desinflándose al soltar el aire por la boca; el sonido me llegó a través de la línea.

—Juro que me mantendré en contacto contigo. Daniel intentará solucionarlo todo para el lunes.

—Miranda... —Hizo una pausa muy larga—. Ojalá entendieras lo difícil que es esto para mí. No quiero dejarte sola, no puedo. No necesitas arreglártelas por tu cuenta. No tienes que ponerte en peligro por él o exponerte a él de este modo. Siento que estoy siendo muy irresponsable al permitir que hagas lo que tienes planeado hacer y al mismo tiempo... no te haces una idea de lo mucho que he esperado oírte decir muchas de las cosas que has dicho durante esta conversación, aunque me hubiera gustado que fuese otra la situación.

—Nunca sabremos si, si la situación hubiese sido otra, quizá no estaría diciéndote las cosas que te digo.

—Quiero que me informes cada dos horas.

Su exigencia me robó una carcajada de ternura, porque me recordó el comienzo de nuestra amistad, cuando Dome se hizo cargo de las riendas de mi vida hasta que yo fui capaz de hacerlo; por entonces él me había entre convencido y obligado a volver a terapia y se cercioraba de modo frenético de que tomase mi medicación, que comiese con propiedad, que asistiese al gimnasio, incluso que me bañase y lavase la ropa. Cuando empecé a trabajar y, por tanto, a salir del lugar que él me había cedido, me pidió eso mismo, que lo informase cada dos horas para asegurarse de que estaba bien.

—No te rías de mí, que esto es muy serio.

—Te llamaré por la noche, lo prometo.

Dome me contestó con un gruñido.

—Si hoy a las diez no me has llamado, iré directo a la televisión a decirles a todos que el gobernador te tiene secuestrada.

—No me tiene secuestrada.

—Se te llevó a la fuerza del Mirror.

—Pero no me ha obligado a pasar la noche en su dormitorio —bromeé para aflojar la tensión.

—Me importa una mierda. Iré a la televisión, adviérteselo.

—Tano, eres de lo mejor que me ha pasado en la vida.

—¿Y qué hay de mí? —me preguntó Daniel desde la puerta del baño, en voz muy baja.

Al alzar la vista lamenté que se hubiese atado la bata.

Le sonreí y él, después de devolverme el gesto, caminó hasta mí.

—Llámame —insistió Dome, quien, por lo visto, no había pescado las palabras de Daniel.

—Lo haré. Cuídate, por favor, y cuida de Patricia; no salgáis mucho, te juro que luego yo te daré todos los tours turísticos por Río que quieras, pero este fin de semana quedaos en casa.

—No sé cómo le sentará a Patricia tenerme aquí; ya te lo he dicho, no le gusto mucho, creo que desarmonizo sus chacras o algo así. Se pone como loca cuando intento explicarle... — Resopló—. Mejor lo dejamos ahí. Intentaré no desquiciarla demasiado hasta que regreses. Por favor, prométeme que, si necesitas algo, lo que sea, me llamarás.

—Lo haré.

Daniel se sentó a mi lado.

—Ahora tengo que dejarte.

—Sí, bien. Recuerda decirle que, si te hace daño, lo lamentará.

—Ok, le diré a Daniel que, si me hace daño, lo lamentará —entoné en voz alta impostando la voz, mirando a Daniel a los ojos.

Daniel alzó las cejas fingiendo sorpresa y horror a la vez.

—Dile que aceptaré cada golpe que quiera darme si por alguna extraña razón olvido lo mucho que te amo, lo mucho que lamentaría de por vida hacerte daño.

—Es un idiota —gruñó Dome en mi oreja mientras yo contemplaba, embobada, el rostro de Daniel—. Se lo toma a broma y...

—No es broma, Dome. Te quiero. Más tarde te llamo.

—De todo corazón, ojalá que todo salga bien; no por él, sino por ti... él no me cae bien, nada bien.

—Lo sé, lo sé.

—Cuídate, preciosa.

—Cuídate, tano.

—Te quiero.

—Y yo a ti.

—Adiós.

—Adiós.

Corté la comunicación y coloqué el móvil sobre la mesilla de noche. Me quedé en silencio unos cuantos segundos, silencio que Daniel no se atrevió a interrumpir en un principio ni siquiera con su cuerpo. Su mano derecha fue la que cedió primero, buscando la mía. Tomó mis dedos y los acarició, palpando mi carne y mis huesos como si pretendiese convencerse de que yo era real, de que estaba allí; lo dejé hacer porque, a través de su tacto, me sentía más real.

—¿Está bien...? Tú amigo, digo...

—Sí, está bien, un poco enojado, pero bien.

—Le pediré disculpas cara a cara cuando todo termine. Lo haré, lo prometo.

—Eso sería genial.

—Quiero que... sé que lo quieres mucho, te he oído decírselo demasiadas veces. —Hizo una mueca—. No quiero apartarte de él ni quiero que piense que no te merezco, si bien no te merezco. Te demostraré a ti y le demostraré a él que valgo la pena, que puedo resolver este lío, que puedo tener una vida...

Con mi mano libre toqué su rostro, rocé sus labios para que no dijese nada más; no necesitaba decir nada semejante.

—No es preciso que me demuestres nada. Resolveremos esto, Daniel... juntos.

—Esto, aquí —puso su mano libre sobre mi mano en su rostro—, demuestra lo muy injusta que es la vida. Yo todavía no puedo dejar de pensar en lo que sucedió hace una semana, en todos los errores que vengo cometiendo desde que nací.

—La encontraremos, Daniel, lo aclararemos todo.

—Necesito saldar mi pasado para tener un futuro contigo.

—¿Qué podemos hacer para dar con ella?

—Ya hice algo, anoche, es decir... tengo que contarte un par de cosas que aún no te he explicado, cosas que no sabes de mí.

—Bien, te escucho.

Daniel le dio un apretón a mi mano.

—¿Recuerdas el lunes, cuando fuimos a la inauguración del hotel?

—Sí, claro.

—No sé si notaste que desaparecí de la fiesta.

Sí, lo había notado.

Asentí con la cabeza. No dije nada por miedo a que se cohibiese. Quería dejarlo hablar, necesitaba escucharlo hablar.

—Eso... —me dedicó una sonrisa ladeada que no me enseñó sus dientes—. Salí de la celebración para reunirme con alguien... Después de haberte pedido que sacases a la pelirroja de mi cama, no debería darme vergüenza decirte lo que estoy a punto de confesar; sin embargo, el caso es que es muy distinto.

Las palabras que me dijo Nuno en la floresta de Tijuca golpearon mi nuca y casi me noquean. Como un globo a punto de estallar, mi cuerpo se hinchó de celos. Me había puesto celosa de la pelirroja... y eso era mucho peor.

—Debía tener unos diecisiete años cuando comencé a interesarme por la política; en aquella época ya llevaba un tiempo fuera de la favela, comprendiendo cómo funcionaban las cosas aquí fuera. Quería... creí que podría marcar una diferencia. Sentía que debía haber alguien que pudiese... que luchase... Tenía la ridícula expectativa de convertirme en ese alguien. Quería luchar por lograr una sociedad más justa y equitativa. Era demasiado joven y pensaba que yo era distinto, casi un superhéroe, de esos que en la vida real son incomprendidos, casi alienados del mundo, pero que en realidad... —Se detuvo un momento y sacudió la cabeza con los ojos cerrados—. Era un idiota que, de la noche a la mañana, por haber conseguido salir de la favela para mudarse a Copacabana, creyó que todo era posible. Mi vida había cambiado tanto en tan poco tiempo que imaginé que, si eso era posible, todo sería posible. Solo, sin que nadie tuviese que incentivarme, mejoré en los estudios, me esforcé para dar lo mejor de mí pese a... Estaba dispuesto a todo para conseguirlo.

Se quedó mirándome. No acoté nada, si bien tenía preguntas sobre lo poco que me había contado. Quería preguntarle cómo los había sacado André de la favela y qué sucedió después, cómo había hecho para amoldarse a su nueva vida y si por ese entonces entre su madre y André ya había una relación.

Guardé silencio. A una semana de conocernos él estaba exponiéndose a mí mucho más de lo que yo a él.

—A veces no tienes ni idea de cuándo la vida te sorprenderá dándote la oportunidad que ni siquiera esperas; a mí me dio muchas... salir de la Rocinha fue la primera, la segunda fue cuando una noche André insistió en que los acompañase, a mi madre y a él, a una fiesta, una recepción al final de una velada de ópera organizada por un embajador, no recuerdo de qué país. Cuando André mencionó la palabra ópera, mi primera gran reacción fue un no; cuando me contó que al evento estaban invitados muchos personajes importantes de la política, me convenció. Las más de dos horas de ópera fueron un suplicio, lo que sucedió a continuación fue como si soltasen a cualquier adolescente normal en una fiesta repleta de cantantes de rock o algo así... Senadores, diputados, dirigentes políticos, gobernadores, ministros... ella.

—¿Ella? —pregunté con miedo.

—Márcia. La presidenta. En esa época era gobernadora del estado de San Pablo y ya había sido senadora y se perfilaba para ministra del siguiente candidato a presidente, y de hecho lo fue. Recuerdo como si fuese ayer la impresión que me llevé cuando André me la presentó; no es que se conociesen muy bien, pero, como sabía que yo quería dedicarme a la política, me presentó ante ella como su hijo. —Sonrió—. Quedé embobado cuando André me empujó frente a ella. Conocía su carrera... fue un instante completamente irreal. Recuerdo que André le comentó que quería dedicarme a la política; comencé a soltarle preguntas sobre su carrera, sobre su opinión sobre tal o cual tema.

Creo que ella pensó que era gracioso, simpático, nada más que un crío un tanto molesto con demasiado entusiasmo. Por supuesto que no debió de tomarme en serio; yo sí la tomé en serio a ella. Me invitó a ir a la sede del partido cuando quisiera; debió de hacerlo por ser cortés, nada más, no imaginó siquiera que me lo tomaría tan en serio. Fui. Seguí yendo y mi idea de dedicarme a la política terminó de afianzarse. En el lapso de un año y medio debí de habérmela encontrado allí, en la sede del partido, unas tres veces como mucho, y eso no cambió su opinión sobre mí, no al menos que yo supiese. Acabé mis estudios y comencé la universidad; supongo que hubo un punto en el que comenzó a notarse que me transformaba en un hombre; controlé mi entusiasmo, o quizá le di otra forma, una que ella sí notó, una que la convenció de que tal vez tuviese un futuro. No había en el partido miembro más participativo e involucrado que yo. Todo cambió definitivamente otra vez un día, casi sin que ninguno de los dos se diese cuenta. Ella estaba de visita en la ciudad, hubo una cena organizada por el partido, le conté que había ingresado en la policía para trabajar mientras estudiaba. Hablamos durante toda la comida y, cuando terminó, me invitó a una copa más. —Hizo una pausa—. Había dejado de ser un niño bobo, pero ella continuaba pareciéndome una mujer increíble, me deslumbraba. —Se mordió el labio inferior y me miró fijamente—. Esa noche nos fuimos juntos a su hotel. Obviamente no fue mi primera mujer, pero sí fue... es... yo creí... — titubeó, sin apartar su mirada de la mía—; creo que al principio estaba enamorado de ella, probablemente del modo más platónico que te puedas imaginar. Con el tiempo fue más bien como... ella, con su vida elegante, con sus estudios, sus diplomas, sus conexiones e inteligencia, su poder, se hacía con tiempo para estar conmigo, quería estar conmigo. No podía creer que quisiese estar conmigo. ¿Lo entiendes? Yo no podía creer que alguien quisiese tener algo que ver conmigo, aún menos una mujer como ella. Con los años se nos hizo costumbre, conveniencia, familiaridad, complicidad en cosas como Nuno.

—¿A qué te refieres con eso?

—Nuno proveyéndonos de drogas a ambos, dándonos dinero para el partido, favores con asuntos que no podían encaminarse de un modo legal, no al menos para que los resultados nos fuesen favorables. La vida nos enredó demasiado; nosotros nos la enredamos para atarnos juntos del modo más retorcido y hemos estado juntos, por decirlo de alguna manera, hasta el lunes pasado. Terminé anoche con ella. Terminé en todos los sentidos. No quiero saber más de Márcia ni de esa vida. —Permaneció en silencio un par de segundos—. Debí contártelo antes. Incluso el lunes mismo... El lunes fue... en cierta manera sentí como si te engañase, como si me engañase a mí mismo. Desde que apareciste, todo cambió. Ya no tengo a nadie más en mi vida, no quiero a nadie más en mi vida, no necesito a nadie más. Espero que para ti sea lo mismo con el melenudo.

—¿El melenudo? ¿Caetano?

—Sí, el sufista.

—No hay nadie más en mi vida, Daniel.

—Aparte del italiano.

—Doménico es mi amigo.

—Sí, y le has dicho que lo quieres una incontable cantidad de veces.

Sonó tan celoso, tan infantil, que se me escapó una sonrisa pese a lo seria que era la situación.

—De un modo bien distinto a como te quiero a ti.

Sonrió.

—Es bueno oír eso. También me gustaría que me dijeses que no irás más al Mirror.

—Mejor dejamos ese tema para otro momento. Entonces... ¿tú y ella habéis acabado?

—Anoche. Lo que tengo con ella no es compatible con esto —apretó mi mano—, ni necesito que lo sea. —Inspiró hondo—. No paro de darte motivos para convencerte de que no hay lobo peor que yo. Soy un canalla con todas las de la ley.

—No estoy juzgándote, Daniel. Tu historia, tu vida... me dejas sin palabras. Solamente puedo absorber lo que me dices e intentar comprenderlo, ponerme en tu lugar.

Suspiró.

—Todavía no te la he contado toda; mejor vamos poco a poco —sonrió—, no quiero que salgas espantada.

—No saldré espantada.

—Mira que me estoy esforzando —bromeó.

—No lo lograrás, soy dura —le seguí el juego—. Oye... no es asunto mío, pero ¿qué piensa hacer ella con respecto a Nuno? No puede quedarse de brazos cruzados, sobre todo si... por todo; ella está involucrada. Nuno no es sólo tu problema.

—No, no lo es. Como te he dicho, a cambio de favores, de dejarle hacer de las suyas cuando lo necesitaba, cuando le hacía falta para sus negocios, el partido también le dio licencias que ningún otro criminal podría esperar tener, Nuno le dio dinero al partido. Mucho. Incluso antes de que yo fuese alguien dentro de la política. Nuno ha pagado desde sobornos hasta campañas; eso y drogas...

—Eso último...

—Quiero mi vida de regreso —soltó antes de que yo pudiese terminar—. Necesito contarte otras cosa que sé... no estoy siendo justo al no decírtelas ahora, pero no puedo con todo a la vez. Unos días y lo sabrás absolutamente todo de mí. —Tragó saliva y su cuello se ensanchó—. Márcia me ayudará a protegerte a ti y a mi madre. Necesito que los que amo estén seguros. Que corráis peligro es culpa mía, pero lo resolveré. Márcia también prometió conseguirme dinero con el fin de calmar a Nuno hasta que pueda reunir el resto o una buena parte de lo que le debo. Le pedí que me ayudase a averiguar quién es la chica que se fue conmigo de la fiesta el viernes; tengo que saber qué fue de ella y si yo... —bajé la vista—... y me haré responsable. Le pedí que se ocupase de ti si algo me sucede. Ella es muy despreciable en muchos aspectos; sin embargo, siempre cumple con su palabra. No tiene que agradarte, pero, si algo me sucede, permítele encargarse y sacarte de aquí.

—No digas eso. —Se me hizo un nudo en el estómago. Alcé la mano hasta su rostro otra vez.

—Es una posibilidad y tengo que asumirla.

—Todo saldrá bien.

—Haré todo lo que pueda. Miranda —mi nombre se le escapó en un largo suspiro—, mi madre no tiene ni idea de lo de Márcia; nadie lo sabe, ni siquiera Mel.

—Claro, entiendo; esto no saldrá de aquí, Daniel, no te preocupes.

—Tampoco puedo hablarle de Nuno, no al menos por ahora, no al menos durante la cena de mañana por la noche, a la cual debo ir sí o sí, si no quiero levantar más sospechas; cena a la que prometí que me acompañarías, porque conocerte me superó y le hablé de ti.

—Está bien; no te preocupes por eso tampoco, allí estaré para ti.

—De hecho, antes de que todo esto se descontrolase, me entusiasmaba mucho la idea de llevarte allí. Todavía quiero que la conozcas, aunque quería que ese encuentro fuese... —hizo una mueca—, no esto; no así. Te compensaré cada segundo, cada angustia, a ti, a mi madre.

Mi mano resbaló por su rostro hasta plantarse en su nuca, con mis dedos entre su cabello húmedo.

—Me encantará que me presentes a tu madre. Tengo muchas ganas de conocerla.

—Es buena persona, muy buena persona. André también lo es, aunque a veces se comporte como un idiota, como un grano en el trasero.

—Evidentemente te quiere... como un padre.

Su sonrisa a medias, el hecho de que apartase la mirada, ese suspiro colgado en el aire que quizá nunca terminase, allí, en ese tema... sin duda había un paréntesis sobre el que deseaba preguntarle. Me quedé mirándolo, intentando descubrir si me daba su permiso para tratar ese asunto.

—Es el único padre que he tenido —entonó en voz baja—. Supongo que debería aceptarlo.

—Si te quiere y tú lo quieres...

—¿Cómo son tus padres?

«Atrapada», pensé.

—Mis padres son personas normales que se merecían una hija mucho mejor que yo. Soy la única hija que pudieron tener y... no les he dado más que dolores de cabeza.

—¿Tú? ¿Por qué? ¿Es por tu color de cabello? ¿Saben que visitas lugares como el Mirror?

—Mi color de cabello es el menor de sus problemas y del Mirror no saben nada.

—¿No lo aprobarían?

—Imagino que a ellos les haría felices que, al menos, les contase eso.

—¿Por qué no les cuentas nada?

—No quiero causarles más angustias.

—¿No me dirás qué problemas les has dado?

Lo miré a los ojos; lo único que le faltaba a Daniel era que yo le contase que tenía enfrente a una persona bipolar que probablemente complicaría su vida todavía más.

Se lo diría, pero no en ese momento, no hasta que resolviese sus problemas. De cualquier modo, él no podría resolver el mío.

Pensé en mi medicación en casa y me puse ansiosa; tendría que hacer que me la trajeran, porque no me servirían de mucho las gotas homeopáticas que tenía en mi bolso para mantenerme estable si me atacaba la ansiedad.

—¿Te da vergüenza contármelo o qué? No creo que tu historia pueda superar la mía — bromeó.

—No ahora. Cuando tengas más calma, no es el momento.

—¿Me los presentarás algún día?

—¿A mis padres o a mis problemas? —bromeé, con la angustia atragantada.

—A ambos.

—Claro que sí. Mi padre es periodista especializado en asuntos internacionales, de esos que van y se meten en las zonas de guerra y entrevistan a líderes desquiciados.

—Un temerario. Lo has heredado de él.

—No puedo escribir dos palabras seguidas.

—Por lo temeraria, lo decía. ¿Y tu madre?

—Mi madre es profesora de literatura en la universidad, lo dejó eventualmente —bajé la vista—, por mi culpa, pero ahora trabaja en eso otra vez. También escribe; de tanto en tanto saca un libro nuevo.

—¿Sobre qué escribe?, ¿novelas o...?

—Sí, novelas dulces y bonitas, más que nada dirigidas a adolescentes, pero las lee todo el mundo.

—¿Es una escritora conocida?

—Le va bien. He visto sus libros aquí en Brasil también.

—Me gustaría leer lo que escribe.

—Tengo dos de sus libros en casa de Patricia.

Nos quedamos en silencio. Él fue quien lo interrumpió.

—Puedo intentar ponerte en un avión esta noche. Regresarías a casa... supongo que incluso en la distancia podría hacer que Márcia...

—No me iré a ninguna parte.

—Miranda...

—No me iré. —Aproximé mi rostro al suyo—. Aquí me quedo, contigo. No tengo miedo.

Daniel cogió mi cuello con una de sus manos, su cálida palma avanzó hasta detrás de mi oreja.

—Estás muy loca por quedarte aquí.

—Quizá un poco. —Apreté los labios y sonreí, todo al mismo tiempo. Mis tripas se revolvieron en mi interior.

—Estoy loco por permitir que te quedes.

—Sí, quizá un poco.

—Te amo.

—Te amo, Daniel.

Su boca acortó la distancia que la separaba de la mía. Su beso se metió en mi interior, sus manos me recorrieron, abrieron un espacio entre las mías. Con su cuerpo otra vez sobre mí, piel con piel, perdí la cabeza un poco más.

22. La furia aproximándose

—Señor gobernador.

«¿He oído esa voz? —me pregunté—. ¿O estaré soñándola?»

La voz me había hecho volverme hacia mi derecha, espiando por encima de mi hombro hacia atrás, a la parte posterior del palco ocupado por rostros familiares: mi madre, André, sus hijas, sus nietos; asistentes, mi candidato a vicepresidente, parte del equipo que llevaba adelante la campaña, todos ellos allí detrás, al fondo, sonriéndome —hubiese jurado que parecían orgullosos de mí—. Giré un poco más la cabeza buscándola y no di con ella, con su suave rostro, con la mirada en la cual confiaba, a la cual durante tantos años le había entregado todas mis complicaciones, toda mi vida. No vi a Mel por ninguna parte y la necesité con una urgencia tal que me entró pánico. ¡Mi discurso! ¿Dónde estaba mi discurso de asunción a la presidencia? ¿Qué debía hacer?, ¿a quién tenía que dar las gracias?, ¿cuál era el protocolo que se suponía que debía seguir a continuación?

Quise llamarla a gritos para que viniese a ayudarme. Al volver la vista al frente, fui testigo de la nutrida concurrencia que esperaba mis palabras; todos ellos, allí abajo, mirándome fijamente, comenzando a dudar de mí por no ser capaz de articular ni una sola palabra coherente.

Mis ojos comenzaron a recorrer los rostros en busca de alguno que me permitiese posar allí mis ojos, al menos para fingir que tenía una conexión con el público que en realidad no existía. No me sentí como el ganador, no estaba feliz de ser presidente; la situación no tenía sabor a victoria y sí a un examen o, peor aún, a un juicio para el cual no tenía defensa; más que un podio de presidente electo, era el patíbulo al que sube un hombre odiado por todos, repudiado por todos, la lacra más baja que pudiesen encontrar, yo pagando por todos los de mi especie. Nada ni nadie me salvaría de eso, me encontraba allí solo, sudando a mares, apenas pudiendo meter un poco de oxígeno en mis pulmones que no alcazaba para cubrir más funcionamiento de mi cuerpo que el que tenía como función hacerme sentir pavor.

Desesperado, moví los ojos de un lado al otro, pidiendo a gritos dentro de mi cerebro por un rostro familiar, un rostro amigo en el que pudiese encontrar protección; necesitaba a Miranda allí y me pregunté por qué no estaba en el palco con el resto de mi familia, por qué ni siquiera se hallaba entre el público. ¿La había dejado morir en manos de Nuno?, ¿se habría ido ella con Nuno al descubrir el resto de mis secretos? Al menos Nuno no mentía, su vida era muy clara, muy apegada a la realidad y, pese a lo que él hacía, no dependía de nada para pensar con normalidad, para ser un ser humano normal.

Nuno podía ser un criminal, mas al menos no mentía.

Yo, de cualquier modo, incluso escondido así, detrás de la investidura de presidente, era un criminal; uno que mentía a diestra y siniestra, y que, cuando no mentía, ocultaba verdades, lo cual era más o menos lo mismo.

Entre dientes, entoné su nombre.

¿No me había dicho que me amaba? ¿Por qué me había abandonado, entonces?

Percibí mi camisa pegándose a mi espalda y pecho por culpa del sudor, las gotas rodando por mis sienes, deslizándose, despacio y muy evidentes, por los lados de mi rostro hasta mi mandíbula.

Mi silencio duraba demasiado, pero no podía articular más palabras que aquellas con las cuales la llamaba mentalmente. Si ella no estaba allí para comprenderme, ¿quién lo haría? ¿Quién más podría aceptar a ese saco de problemas, a ese hombre que de un momento a otro se convertiría en una carga o, peor que eso, en una pesadilla?

¿Acaso no era mucho mejor que se fuera, que salvara su vida de mí, de mi cabeza e incluso de mi cuerpo y del resultado de mis acciones?

Ella debía vivir lejos de mí, lo más lejos posible, para mantenerse a salvo, porque, así como esa noche de viernes de la cual no recordaba casi nada, tampoco podía recordar en ese instante si le había hecho daño, si no estaba allí por mi culpa, y no por culpa de Nuno.

«¿Y si le hice daño y no lo recuerdo? ¿Y si, cuando regrese a casa, encuentro sangre en el suelo... en mi cama?»

Arcadas treparon por mi garganta.

—¿Señor gobernador? Candidato, ¿está usted ahí?

Por poco me desnuco al oír la voz de Mel otra vez. ¿Desde dónde me llamaba? Debía de avergonzarla con mi comportamiento. No era para eso por lo que había luchado toda mi vida adulta, no era para eso por lo que ella había sacrificado cumpleaños y demás fiestas familiares, entre tantas horas de sueño. No era para eso que ella había ensuciado su nombre con el mío.

Lo que Mel esperaba, al presidente electo, ni siquiera parecía estar escondido dentro de mí.

No conseguí recordar mis clases de oratoria. Tampoco logré traer a mi mente los datos de la economía o mis planes para mejorar la industria automotriz o las pautas de mi campaña contra el crimen.

Mi cabeza se encontraba en un blanco absoluto con respecto a la política.

Mi cerebro la pedía a gritos.

Todo eso, junto a la voz de Mel, que me llegaba de ningún lado en particular, fue la confusión total.

Mis ojos saltaron una vez más de rostro en rostro: hombres, mujeres, personas de todas las razas, caras felices, otras enojadas, aburridas, miradas que me torturaban por culpa de mi propia estupidez.

¿Por qué no podía reaccionar?

El silencio del público demudó en un murmullo que taponó mis oídos.

Un suave «clic» entre todo aquel maremágnum de comentarios verbales llamó mi atención.

Bajé la mirada, barriendo cabezas, hasta bajar la visión mucho más allá de donde terminaban las vallas que separaban al público del personal de seguridad en aquel foso que impedía que la gente me devorase por inútil.

Reconocí su frente, la cual en mi mente se unió al «clic» oído con anterioridad para que, antes de terminar de llegar a su mirada, adivinase un arma en sus manos y su vista en la mira, apuntándome.

Nuno apuntaba directamente a mi cabeza.

Imaginé un punto rojo justo en mitad de mi frente.

Ni siquiera sabría lo que me había sucedido.

El disparo no llegó.

Mi campo de visión súbitamente se abrió para enseñarme un cuadro todavía más dantesco.

Nuno no estaba solo.

Con el cañón del arma que movió hacia un lado, como si fuesen las agujas del reloj que contaban los minutos que me quedaban hasta que toda mi vida se fuese a la mierda, barrió el espacio guiándome hasta el rostro que había estado buscando.

Miranda lloraba en silencio. Mi mirada se unió a la suya, pero sus ojos se cerraron a mí cuando Nuno apoyó el cañón del arma justo detrás de su oreja izquierda.

Incluso con los párpados caídos, casi como rendidos a un destino del cual no era responsable, sus ojos continuaron derramando lágrimas.

En mi mente le grité que corriese, que huyese. Quizá me oyó, quizá solamente quiso mostrarme lo que yo había hecho y por eso abrió los ojos para mover aquel amable tono café de su mirada en dirección al rostro a su derecha.

Miranda me enseñó a Márcia sosteniendo su cuello con ambas manos; sus dedos tenían ganas de ahorcarla, de vengarse de mí a través de ella.

Igual que Nuno, con su dedo en el gatillo.

—¿Candidato?, ¿gobernador?, ¿está usted allí? Conteste.

No era solamente mi espalda la que estaba empapada en sudor, era todo mi cuerpo.

La lengua apenas si me cabía dentro de la boca; mi cuerpo era un bloque de cemento macizo atravesado por hierros retorcidos por dentro.

Dejé el podio.

Percibí la cama por debajo de mí, las mantas enredadas en mi cuerpo, la tibieza de otro cuerpo a mi lado.

Volví a ver a Nuno apuntando directamente a mi frente y casi pude sentir la bala dando contra mi cráneo.

—Todos morirán y es culpa tuya. Vivirás con esto el resto de tus días, Daniel. Ojalá enloquezcas, esa sería la única forma de que pudieras vivir con esto. Todos morirán y será culpa tuya.

Mel me llamó por mi nombre. Oí un golpe. Pisadas. Un estruendo.

Abrí los ojos. La luz me cegó. Una punzada de dolor atravesó mi cabeza desde la frente hasta la nuca. De un salto, me senté sobre la cama, la cual apenas llegué a divisar entre tanta luz y la bruma que flotaba a mi alrededor.

Quise meter aire en mis pulmones y no lo conseguí. Al mover la cabeza hacia un lado, toda mi visión se tiñó de rojo. Las paredes eran de un naranja sangriento, incluso el cielo al otro lado de la ventana por detrás del cabezal de la cama, las mantas a mi alrededor, el cuerpo debajo de éstas a mi lado.

«¡Lo peor!», grité dentro de mi cabeza.

Haría que Nuno se arrepintiese de eso.

Era culpa mía, pero él no viviría ni un segundo más; no le haría daño a nadie más.

Mi cuerpo se movió solo, mi mano encontró la empuñadura del arma igual que si estuviese hecha de imán.

Podía disparar incluso con los ojos cerrados.

No los tenía cerrados; sin embargo, fue eso, disparar sin ver, disparar contra todo para vengar el cuerpo cubierto de rojo a mi lado, sin el cual ya no sería capaz de pensar con claridad ni por un segundo, para vengar el resto de los cuerpos que o bien había abrazado o bien había deseado abrazar de tener más valor, de no sentirme tan aterrado a quedar expuesto, a que descubriesen que, debajo de mi piel, las cosas no funcionaban tan bien como por fuera.

El primer disparo no sonó a nada, apenas si lo sentí en mi mano.

El segundo, y no por el disparo en sí, sino por el grito que le siguió, me despertó, quitando de mis ojos el tinte rojo y la nebulosa de dentro de mi cabeza.

El arma me quemó en la mano.

—¡Daniel!

Giré la cabeza para ver a Miranda lanzando sus manos en dirección al arma para apartar el cañón hacia el techo.

Jadeaba asustada, en una mezcla de confusión y sueño.

—¿Qué sucede?, ¿te encuentras bien? —Sus manos sujetaban las mías, que temblaban—. Has disparado —me dijo mirándome a los ojos—. Dame el arma. —Sus dedos tantearon la empuñadura que yo no conseguí soltar; no entendía nada—. Daniel... el arma. —Se estiró un poco para intentar cubrir el largo de mi brazo y llegar más allá de mis manos—. ¿Mel...? ¿Mel, te encuentras bien? — preguntó con voz estrangulada, sin apartar sus ojos de mí.

¿Mel?

Mi cerebro estaba atrancado.

Mi habitación, Miranda durmiendo a mi lado, Mel llamándome, los pasos. Lo había confundido todo dentro de mi cabeza.

—El arma, Daniel. Entrégamela. ¡¿Mel?! —chilló Miranda en un tono desesperado.

Le había disparado a Mel.

Mi piel se heló. El frío glaciar llegó a mis venas.

Un llanto débil y entrecortado fue lo que ambos necesitamos para volver a respirar.

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