D.O.M.

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Noté que los hombros de Miranda caían después de que sus pulmones se hinchasen y soltasen ruidosamente el aire que había conseguido tragar.

Solté el arma en las manos de Miranda y entonces inspiré lo suficiente como para exhalar...

—Mel, ¿estás herida?

—No —contestó sin parar de hipar.

—Dios bendito —jadeé.

Miranda se apartó, llevándose el arma consigo.

Yo me levanté llevándome la manta conmigo, la cual enrolle y anudé a mi cintura mientras rodeaba la cama.

Vi a Mel hecha un ovillo en el suelo, cubriéndose el rostro con ambas manos, llorando.

No había sangre por ninguna parte.

Alcé la cabeza.

Un orificio de bala en mitad de la puerta un poco por debajo de la altura de mi cabeza; el otro no era un orificio, sino una gran astilla que se había desprendido del marco de la puerta al otro lado de la misma. Dos disparos que podrían haberle volado los sesos.

Mi cuerpo quedó empapado de sudor frío.

Podría haberla matado.

Tenía que terminar con eso antes de que alguien más saliese herido o, peor aún, antes de que alguien más muriese.

—¿Te encuentras bien?

Bajé la vista para ver a Miranda, enfundada en mi bata, arrodillarse junto a Mel. Puso una de sus manos sobre el hombro de ella.

—Sí, creo que sí —le contestó llorando.

Miranda, agarrándola entonces por ambos hombros, la ayudó a sentarse sobre el suelo.

Fuera de sí, Mel temblaba como una hoja.

—Tranquila. Respira profundamente, adentro, afuera —le dijo inspirando con ella, haciendo contacto visual. Miranda le limpió las lágrimas del rostro con sus manos una y otra vez. Mel no paraba de llorar; debía de tener una crisis nerviosa y no podía enfadarme por eso, yo era el responsable por casi volarle los sesos.

Miranda tomó la cara de Mel entre sus manos y le dio una sacudida.

—Mírame —le ordenó con voz firme. Una sacudida más de las manos de Miranda bastó para que Mel obedeciese—. Eso es, tranquila. Ya ha pasado.

—Lo siento, Mel.

Su mirada subió hasta mí.

—Estaba soñando y me sorprendiste. ¿Qué haces aquí? Te dije que hoy no iría a trabajar. No has debido entrar así. Podría haberte matado. —Mi pulso se aceleró otra vez. Podría haberla matado, por poco no le había volado la cabeza... una muerte más... Sentí como si una enorme bestia se sentase sobre mi pecho, impidiéndome respirar. Me llevé las manos a la cabeza y en un parpadeo estaba tirando de mi cabello hasta hacerme daño en el cuero cabelludo. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué había venido, si quedamos en que no trabajaría en casa? Pensé en ella y en Nuno juntos, confabulados en un complot, en ella espiándome para él, contándole que permanecería el día escondido en mi casa, que era probable que fingiese estar enfermo un par de días más, y, encima, que me había encontrado en la cama con Miranda. La furia estalló dentro de mí—. ¡¿Qué demonios haces aquí?! —bramé casi sin darme cuenta.

—¡Daniel! —chilló Miranda—. No le grites así, ¿no ves que la asustas todavía más?

Sí, de hecho noté el salto que pegó sobre sus pantorrillas cuando le grité, y que después lloraba con más fuerzas; no me importó, todo eso podía ser una magnífica actuación y nada más.

—¡Dime la verdad! ¡¿Qué haces aquí?!

—¿Qué dices? —me preguntó Miranda, descolocada, pero no le hice caso. Las esquivé y rodeé la cama. En cuanto giré la cabeza, divisé mi arma sobre la mesilla de noche. A por ella fui.

—¡Daniel!

Ignoré a Miranda; ella no tenía ni idea de a los extremos que podía llegar ese juego. Pillé el arma, le quedaban balas de sobra. Accioné el gatillo una vez más, girando sobre mis talones para apuntar de nuevo directamente a la cabeza de Mel. Tanto Miranda como ella dieron un respingo.

—¡No, por favor! —gimió Mel estallando en una catarata de lágrimas.

—Daniel, por favor, ¿qué haces? —jadeó Miranda rodeando a Mel con sus brazos, colocándose delante de ella a modo de escudo. Por lo visto sí había heredado de su padre ese comportamiento temerario, casi suicida; muy valiente también—. Baja el arma.

—Dime por qué estás aquí. ¿Por qué has entrado? ¿Por qué has venido, si quedamos en que hoy no trabajaría? No tenías ningún motivo para venir, Mel. —Apreté el arma en mi puño—. ¡Mierda! —bramé furioso con todo, incluido con Miranda, que cubría a Mel con su cuerpo—. ¡Habla! —Mi grito hizo eco en toda la casa—. Si no quieres que esta vez dé en el blanco, habla ahora.

—Daniel, ¿qué te sucede? Baja el arma, es Mel, tu asistente. No hay razón para que la trates así.

Odié a Mel un poco más y, por extensión, a Nuno, por hacer que Miranda me viese de aquel modo, como si me desconociese y temiese.

—Sí la hay, seguro que sí. ¡Apártate del medio, Miranda! Esto es entre Mel y yo, no te metas.

—¡¿Que no me meta?! Ya estoy metida en esto —me chilló ella—. Baja el arma y explícame qué demonios pasa aquí.

—¡Ella! —grité con el arma temblando en mi mano, con mi brazo temblando sobre mi pecho. Nunca antes había perdido el control de ese modo. Mi mano se puso pegajosa, mi vista se nubló. Todo eso hizo que mi odio creciese un poco más—. Muévete, Miranda.

En vez de moverse de delante de Mel, extendió su brazo derecho en mi dirección.

—Dame el arma.

—Mel podría estar armada, podría meterte una bala por la nuca a ti. ¡Apártate!

—Pero qué...

No le di tiempo a decir nada más, la cogí por la mano sin perder de vista a Mel, tiré de ella. Miranda forcejeó.

—¡Suéltame!

—Por favor, gobernador —gimoteó Mel.

No le contesté y tiré de Miranda otra vez para apartarla de en medio.

—¡No volverás a irle a Nuno con el chisme! —berreé—. No le dirás una sola palabra más.

—¡¿Qué?! —exclamaron las dos a coro.

—¡Eso! Ella es la que ha debido de espiarme para Nuno, la que ha estado contándole cada uno de mis pasos.

Miranda jadeó mi nombre y giró la cabeza en dirección a Mel.

—No... —musitó la chica.

Miranda se apartó un poco.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé de qué habla, gobernador.

Alcé el arma hasta su cabeza otra vez, abalanzándome hacia delante; la boca del cañón quedó, como mucho, a cincuenta centímetros de su cabeza.

Mel rompió a llorar con fuerza, al tiempo que alzaba las manos enseñándome sus temblorosas palmas.

—Nuno y tú... eres tú la que ha estado informándolo de dónde estoy, con quién y qué hago a cada momento. ¡Eres su espía! —grité completamente fuera de mí. Tenía ganas de matarla, ganas de pegarme un tiro en el pie por estúpido, por confiar en ella, incluso por quererla, porque, sí, de pronto, una vez que todo quedaba expuesto, entendí que, a pesar de todo, de nuestra relación como jefe y asistente, de lo distintos que éramos, de lo poco que nos soportábamos la mayor parte del tiempo, la quería y la consideraba una de mis pocos amigos, alguien en quien yo había depositado una fe ciega.

—¡No! —Sus ojos inundados en lágrimas eran como los de un cachorrito abandonado. ¡Qué buena actriz! ¡Qué hijo de puta, Nuno!— ¿Su amigo? —me preguntó temblando.

El arma se estremeció en mi mano, la cual aproximé a su cabeza.

—Daniel, por favor... no lo hagas. No puedes, no debes... Cálmate.

—¡Estos dos han estado controlando mi vida, no me pidas que me calme!

—Yo no tengo nada que ver con su amigo, gobernador; si no lo he visto más que un par de veces, y usted jamás me ha pedido que lo pusiese en contacto con él, ni siquiera tengo su número. Yo no sé ni dónde encontrarlo. No sé de qué me habla. Yo no le cuento a nadie las cosas que usted hace y lo sabe, sabe que siempre ha podido confiar en mí, que soy una tumba y que tiene todo mi apoyo, porque lo aprecio, porque, más que nada en este mundo, deseo verlo como presidente, porque a pesar de todo sé que usted, como nadie, podría hacer las cosas que deben ser hechas, porque usted sabe lo difícil que es la vida de los que luchan... —Se interrumpió para sorberse la nariz—. Por eso lo admiro, por eso lo mantengo alejado de mi familia y de todos los demás que me rodean, porque ninguno de ellos ha tenido su vida, porque no saben cómo es. Yo no he hecho nada malo, gobernador. Se lo juro. No he estado espiándolo para nadie.

—Daniel...

Por el rabillo del ojo, miré en dirección a Miranda. Volví la vista al frente de inmediato, porque noté movimiento al frente.

—¡Quieta! —grité al ver que Mel se estiraba en dirección a su bolso.

Chillando, Mel volvió a alzar las manos.

—Mi móvil... iba a buscar mi móvil. He venido porque hace menos de una hora he recibido un mensaje de un número no identificado; una amenaza. Mírelo, está en mi bolso. Amenazan con matar a toda mi familia y luego a mí. Búsquelo, léalo. No es la primera vez que recibimos amenazas, usted también las ha recibido durante toda su carrera, pero esto es distinto... dicen que matarán a toda su familia también —Mel giró la cabeza en dirección a Miranda— y a ella, y por último a usted, si no paga lo que debe de aquí al lunes. No es una amenaza política, no creo que sea un votante disconforme, tampoco un loco. No creo que lo sea porque, llegando aquí, he recibido una llamada de su madre; estaba muy alterada, también ha recibido un mensaje similar en su móvil. Ella me ha llamado a mí porque ha intentado ponerse en contacto con usted y no ha logrado hacerlo ni al número fijo de aquí ni a su móvil. También he estado intentando llamarlo y, como usted no contestaba, he venido a verlo. Le he dicho a su madre que la llamaría en cuanto comprobase que está usted bien.

—¿Por qué no has enviado a los escoltas? Podrías haberlos avisado a ellos, si temías por mí.

—No quería dar la alerta porque, así como usted sabe que puede confiar en mí, yo sé que hay cosas que debo callar; me pareció que esta amenaza podía ser una de esas cosas, gobernador. Eso es todo, no quería empeorar la situación si no era más que una amenaza tonta. Claro que estaba preocupada; sin embargo, no podía enviar a toda la policía aquí sin buenos motivos por una amenaza y no podía hacer públicos esos motivos si podían ser ciertos y perjudiciales para usted y para la campaña.

—Miranda, coge el bolso.

Miranda no discutió conmigo esta vez, pasó corriendo por detrás de Mel para cogerlo y siguió de largo para arrojar todo el contenido del bolso sobre la cama. Dio con el móvil rosa metalizado de Mel.

Sin que nadie se lo pidiese, Mel le pasó los seis números de la clave.

Miranda los tocó en la pantalla.

—Es un mensaje de texto, el último que ha llegado. En el wasap está la captura de la imagen del mensaje que le ha llegado a la madre del gobernador.

Miranda movió sus dedos a toda velocidad sobre la pantalla.

Sus ojos quedaron fijos en ésta. Tendió el móvil en mi dirección un par de segundos después.

Allí estaba el mensaje, de un número no identificado.

«...el dinero que debe...», leí en silencio. El mensaje no podía ser de otra persona que no fuera Nuno.

Miranda apartó el aparato de delante de mi rostro. Debió de buscar el wasap.

—Imagino que ésta de aquí es tu madre. —Miranda me tendió el móvil otra vez. Vi la captura de pantalla de un mensaje muy similar al que le había llegado a Mel y, por encima y debajo de ésta, grabaciones de audio de mi madre que ni siquiera quería oír, porque ya imaginaba su tono; debía de estar desesperada.

—Esto podría ser solamente un circo, un montaje creado entre él y tú.

—Gobernador, se lo juro, no tengo ni idea de qué me habla, yo jamás he estado en contacto con su amigo. Tiene que creerme. Nunca, jamás, haría nada que lo dañase a usted o a su familia. Por favor, Daniel, tienes que creerme, he venido porque creí que algo malo te había sucedido.

—Miranda, revisa mi teléfono.

—Baja el arma, Daniel.

—Mira si funciona, por favor.

—Deja de apuntarla; no está armada, no puede hacerte daño.

—Arriba —le ordené a Mel retrocediendo un poco, sin dejar de apuntarla.

Mel hizo lo que le pedí.

La rodeé.

—Manos a la nuca.

—Daniel, esto es ridículo.

—Sé lo que hago. Manos a la nuca; entrelaza los dedos.

Mel hizo lo que le ordené.

Sin perder de vista su cabeza con la boca del cañón, comencé a palpar su cuerpo en busca de armas.

—Gobernador, ni siquiera sé disparar y usted lo sabe. Lo hablamos durante una de mis entrevistas de trabajo, ¿no lo recuerda?

Me llamó la atención que se acordase de eso; claro que lo recordaba, le pregunté si sabía disparar, si tenía idea de cómo luchar con los puños, si sabía utilizar un arma blanca... Su primera respuesta había sido el completo desconcierto, ante lo cual yo me reí a carcajadas.

—De eso hace años, Mel; podrías haber aprendido, Nuno podría haberte enseñado.

—Le digo que no tengo nada que ver con su amigo.

Mel no estaba armada.

—Quédate donde estás —le ordené y, sin bajar el arma, fui a revisar el teléfono fijo que estaba sobre mi mesilla de noche; estaba muerto.

Cogí mi móvil, busqué el número de Mel e intenté llamar. Nada.

Lo arrojé sobre la cama.

—Está muerto.

Miranda me miró a mí, luego a Mel.

—Si debe dinero, quizá yo pueda ayudarlo. Podría... no sería un problema. Ya me lo devolverá cuando pueda. —Se interrumpió un momento—. Son nuestras familias, gobernador. Ellos tienen derecho a seguir adelante con sus vidas sin importar lo que hagamos nosotros. No son responsables de nuestras elecciones. Yo elegí trabajar para usted, estar a su lado, apoyarlo. Aquí estoy. No lo espío, nunca permitiría que amenazasen a su madre —movió los ojos un poco en dirección a Miranda—, ni a nadie que esté con usted. Quiero verlo como presidente, gobernador. Usted lo sabe. Permítame ayudarlo, sabe que puede contar conmigo para cualquier cosa, tal como ha sido siempre. Puedo darle el dinero que necesita.

Nos quedamos mirándonos en silencio.

Sabía muy bien que Mel tenía dinero, quizá mucho más que yo. Su familia era una de las más ricas de todo Brasil; ella no necesitaba trabajar ni para mí ni para nadie y probablemente ni siquiera sus nietos fuesen a necesitar trabajar cuando heredasen su dinero. Intenté buscar un motivo por el cual Mel pudiese estar aliada con Nuno. Sí, Nuno podía haberla conquistado con su fuerza, su poder, Mel bien podía haber caído rendida frente al chico malo, porque, otra cosa de él, no podía necesitar.

Procuré recordar alguno de esos fugaces momentos en los que ambos, sin querer, habían estado frente a frente, y no me vino a la mente ningún detalle que me dijese que allí, entre ellos, podía haber algo.

Nada.

Simplemente nada.

—Sólo dígame la suma y le conseguiré el dinero para esta tarde. Nadie más que nosotros lo sabrá si me dice que sí. Si la amenaza es seria, gobernador, tenemos que hacer algo al respecto. Es sólo dinero, y ellos son las personas que amamos, son nuestras vidas.

—Daniel... —susurró Miranda.

—Baja los brazos.

Oí a Miranda suspirar aliviada.

—Sí, Mel, la amenaza es seria. Le debo dinero a Nuno, dinero que me dio para pagar muchas cosas de la campaña, dinero que le debo por drogas que la presidenta y yo consumimos, dinero y muchos favores que me allanaron el camino hasta aquí. Si no lo sabías, si Nuno no te lo contó, ahora ya lo sabes; mi gran amigo, que es uno de los criminales más importantes del país, que salió de la misma favela que yo, me tiene asido por las pelotas porque le debo una millonada.

La cara de pasmo en el rostro de Mel estaba para una foto.

Creo que Miranda se quedó conteniendo el aliento.

—¿Qué ha dicho?

—Que tu candidato, ese hombre por el que harías cualquier cosa, ese que crees que sería un buen presidente, es un hombre corrupto que ha cometido demasiados crímenes y que, por cierto, hasta el lunes pasado, se tiraba a la presidenta de todos los brasileños. Por si no lo sabías, Márcia y Nuno se conocen y podría haber pruebas de ello. Ahh... casi me olvidaba, mi coche, el que choqué la noche del viernes para el sábado de la semana pasada...

—¿Sí? —preguntó la pobre con miedo.

—No fue vómito lo que debí limpiar del asiento, sino sangre. Esa chica que te pedí que buscases, con la que supuestamente estuve en la fiesta, bien, necesito encontrarla porque me fui con ella de allí y creo que la sangre que había en mi coche era suya. Necesito saber qué sucedió, porque creo que Nuno ya lo sabe y me amenazó con eso.

—¿Lo sabe? ¿Cómo? Digo... la chica... ¿quién...?

—Quizá yo, Mel. Aún no estoy seguro. No recuerdo casi nada de aquella noche y no creo haber estado tan borracho. No lo sé, sé que conduje con ella dentro de mi coche hasta alguna parte de Tijuca probablemente y después de eso...

—Pero usted...

—Puede ser que se me fuese la mano, Mel, no lo sé. No te hagas la desentendida, que más de una vez has tenido que hacerte cargo...

—Pero no fueron más que rasguños y sábanas apenas manchadas.

Los ojos de Miranda se dirigieron en mi dirección como flechas.

—Nunca fue como esa noche antes, Miranda.

—No... jamás habíamos tenido ningún problema así antes —me secundó Mel—. Nunca. Yo puedo jurártelo por mi familia. El gobernador jamás tuvo ningún problema con nadie. —Movió su rostro en mi dirección—. Pero entonces...

—No lo sé, Mel. Nuno amenazó con hacer públicos todos mis trapos sucios y, si caigo, no lo haré solo, caerá el partido, Márcia, todo el puto Gobierno, arrastrando a nuestras familias, nuestras carreras.

—¿Qué haremos?

—Anoche le pedí a Márcia que reforzase la seguridad de mi familia; la pondré al tanto de las novedades para que cuide de la tuya.

—Mis padres tienen escolta privada, pero los refuerzos serán bienvenidos.

—Ella también prometió hacer todo lo posible para encontrar a la chica en cuestión y conseguir dinero para adelantarle a Nuno una parte hasta que yo pueda conseguir el resto, lo cual es mucho; hablamos de millones.

—Sabe que cuenta conmigo; le puedo depositar la suma que necesite en la cuenta que me diga —dijo como si no hubiese oído todo lo demás.

—No, Mel, intentaré conseguir el dinero en otra parte.

—¿Dónde? Si hablamos de millones y es para cerrar la boca de un mafioso, traficante o lo que sea que sea su amigo...

—Es todo eso y mucho más, y por el momento prefiero no hablar de eso.

—Gobernador, no se ofenda: su amigo va repartiendo amenazas a diestra y siniestra.

—Lo sé, también me amenazó con hacerle daño a Miranda, por eso ella se quedará aquí.

—Pues entonces...

—Confió en que Nuno sólo pretende ponerme nervioso. Ya le di parte de lo que quería para procurar aliviar la tensión; la reunión con el secretario de seguridad... —insinué.

—Gobernador... —gimió en un tono de decepción.

—Nuno se sentía un tanto ahorcado para poder realizar sus quehaceres. Se quejó de que la policía no lo dejaba llevar a cabo sus negocios en paz.

—No podemos permitir que nos controle de ese modo. Tenemos que detenerlo, gobernador. La presidenta... algo debe de poder hacerse.

—Por lo pronto solamente quiero cerrarle la boca.

—Pero, si le da lo que quiere, luego ¿qué? El peso de lo que él sabe...

—Lo sé, Mel. Soy el primero en tener ganas de arrancarle la cabeza a Nuno, pero ni es tan fácil ni estoy convencido de que todo acabe ahí. No le gusto a Nuno, ya no, Mel, y estoy casi seguro de que, si le hago algo, pagaré las consecuencias.

—Es una pesadilla, no puedo creer que esto esté sucediendo.

—Lo lamento, Mel, lamento haberte metido en esto, lamento que apostases tantas fichas por mí.

—No diga tonterías, gobernador. Resolveremos esto; no sé cómo, pero lo resolveremos. Si él tiene sus medios, nosotros encontraremos los nuestros. Seguro que su amigo tiene muchos enemigos, seguro que la presidenta quiere preservar el partido y el resultado de las elecciones.

No fui el único en sorprenderme con la falta de ingenuidad de las palabras de Mel. En el rostro de Miranda también quedó patente que lo que salía de la boca de mi asistente no cuadraba con su imagen ni con su conducta habitual.

Aquella chica pequeñita, de aspecto modoso y elegante, no parecía tener ni un pelo de la pandillera que había abierto la boca un segundo atrás.

Sentí pena por ella y me pregunté si era así antes de conocerme o si, al cabo de los años, por culpa de guardar tantos secretos, de hacer la vista gorda en tantas situaciones desagradables, de seguirme la corriente en mi campaña para llegar a la presidencia desde incluso antes de que llegase a ser gobernador, se le había ido contagiando mi locura, mi corrupción.

Iba a preguntarle de dónde había salido todo aquello cuando mi móvil, sobre la cama, comenzó a sonar, regresando a la vida.

Su número, brillando alegremente en la pantalla de mi móvil, sin el menor remordimiento, sin vergüenza, sin necesidad de esconderse.

Bajo la mirada de Miranda y Mel, lo recogí y contesté.

—Hijo de puta. Sabes que eres un desgraciado —le gruñí.

—Querido amigo, también te aprecio y tengo el mismo concepto de ti. Por lo visto estás comunicado otra vez. ¿Recién te despiertas? ¿Te divertiste anoche con tu mujercita? ¿No te hacía tirándote a una mujer así, una que va por ahí revolcándose con cuanto hombre se le cruce por el camino? Supongo que será muy parecida a ti. ¿Por eso os lleváis tan bien? ¿Cómo harás para soportar tenerla ahí más de veinticuatro horas? Dime, anda, cuéntame si te ha enseñado algún truco nuevo que no supieras, porque imagino que hasta debe de tener más experiencia que tú... Mira que ir a aquel lugar con ese amigo suyo y con el crío ese que es un niñito de sus papás. ¿De verdad que no te molesta que se acueste con su mejor amigo? ¿De verdad estás dispuesto a compartirla así? A mí me daría asco. Qué estómago el tuyo para follártela anoche después de haberla sacado de aquel sitio. Por cierto, la niñita tuya, esa que se arrastra a tus pies, ha venido a verte muy pronto. Ha debido de conducir a toda velocidad después de recibir mi mensaje. Un pajarito me ha contado que se han oído dos disparos. ¿Está viva, pobrecita, o te ha fastidiado cuando tu mujer te la chupaba y por eso le has volado la cabeza? ¿Qué harás con su cuerpo? —Chasqueó la lengua—. Más sangre en tus manos, Daniel. Te hundes cada vez más.

—Juro que te mataré con mis propias manos.

—¿Cómo lo harás, si abro la boca? Porque, ¿lo tienes claro, no es así?, irás a parar a la cárcel. ¿Cómo harás para matarme desde allí? ¿Le dirás a Márcia que lo haga? —Volvió a hacer una pausa—. Iréis los dos a parar a la cárcel. ¿Sabes qué?, he estado pensando y, por todas las molestias ocasionadas, te subiré los intereses y... nunca creí que diría esto, pero me gustaría dedicarme a la política, creo que, como tú, tengo madera para eso. Me gustaría un puesto. Ya verás tú qué me consigues. De verdad que quiero que seas presidente, amigo, pues quiero estar allí para ti, acompañándote, apoyándote. Brasil será nuestro.

—Ni lo sueñes.

—Y quiero mi dinero también, y lo quiero pronto. Ah, por cierto, súmale a lo que me debes un veinte por ciento más a modo de intereses o como multa por lo mucho que me fastidias, por llamar a Márcia en mitad de la noche. ¿En serio no recuerdas lo que hiciste la noche del viernes, Daniel? Deberías tener más cuidado con lo que te metes dentro, las drogas son peligrosas, sobre todo en manos de un enfermo mental como tú. Si la gente supiese... —Suspiró—. Si ellos pudiesen echarle una mirada al expediente que tiene tu padrastro sobre ti, no creo que muchos brasileños estuviesen dispuestos a votar a alguien como tú para un cargo tan importante.

—Voy a matarte —le dije con la furia atragantada en la garganta—. Reventaré tu cabeza a balazos ¿me oyes? Y luego iré a por tu familia. Los haré sufrir... te juro que, si te atreves a fastidiar a mi familia o a la familia de Mel o a los amigos de Miranda, lo lamentarás por el resto de la eternidad. Si voy a parar al infierno, Nuno, tú vendrás conmigo. Ojalá lo tengas muy claro. Lo que vivimos en la favela no será nada en comparación con lo que te haré vivir. No pienso conseguirte ningún cargo y no me fastidies más, porque también tengo mis medios y tú tienes un hijo. ¿Estamos claros, Nuno? Te juro que, si me puteas, lo despedazaré delante a ti. Si quieres la ley de la selva, eso será lo que tendrás.

Ante la cara de horror de Miranda, me di la vuelta.

—Tu hijo, Nuno... Tu padre, tu madre y tu hijo. Deja de joderme la vida o joderé la tuya a niveles insospechados. Te devolveré el puto dinero que te debo y ahí se acabará todo. Acepta el trato porque, si no, puedes ir dando por muertos a los tuyos, que yo también tengo mis trucos y sé quiénes son tus enemigos, sé muy bien a quiénes les interesaría verte arrastrándote. Y, por cierto, no vuelvas a fastidiar con mis putos teléfonos. —No le permití contestar nada y colgué.

Al soltar mi móvil sobre la cama y girar, me topé con las caras de pasmo de Miranda y Mel.

—Lo siento, pero esto es así, y os prefiero a vosotras vivas que a él, de modo que no me jodáis la vida y dejad de mirarme de ese modo —gruñí—. Hago lo que debo hacer y ni una mierda más. No me pidáis que sea un santo ahora, cuando tengo a este hijo de puta apretándome los huevos.

Miranda parpadeo varias veces.

—Lo lamento, amor; te juro que, en cuanto esto acabe, no volverás a oírme hablar así. Lo siento de verdad, pero no puedo ser ni tierno ni bueno ahora. Te amo y haré lo que deba hacer para protegerte a ti y a mi familia, y a la familia de Mel.

—Sí... bien... pero no... el niño...

—Claro que no tocaré al niño, Miranda. Cuento con que Nuno me crea capaz de hacerlo y nada más. Todo estará bien, no correrá más sangre, no más sangre que la de Nuno o la mía. Ahora... —inspiré hondo—, necesito una puta taza de café.

Las dos se quedaron mirándome.

—¿Quién quiere desayunar?

—Iré a preparar el café. Llamaré a su madre, que estaba que se moría de la angustia.

—Sí, claro.

En silencio Mel arrojó todas sus posesiones dentro de su bolso y salió de la habitación.

—De verdad que lo siento, Miranda. Te lo dije y lo repito: entenderé si quieres largarte muy lejos de mí, cuando todo esto acabe.

—Mírame —me pidió llegando a mí—. Mírame a los ojos y dime que quieres que acabe, que no quieres que nada semejante vuelva a suceder.

—Quiero que termine de una puta vez, solamente quiero estar contigo, quiero tener paz para estar contigo, quiero que estés a salvo.

—Dime que no la mataste. Más allá de lo que recuerdas o no, dime lo que sientes, dime si crees que la situación se descontroló, dime lo que piensas que podrías haber hecho.

Todo mi interior se revolvió. Sentí náuseas por la cantidad de veces que tenía la certeza de haber sido el responsable del fin de una vida... criminales, sospechosos, tiroteos en los que ni siquiera sabías a dónde iban a parar las balas pero que luego marcaban frente a tus pasos un rastro de sangre. Si cada uno de ellos hubiese sido por mi mano o no, me pesaba horrores, me pesarían toda la vida, pero la noche del viernes no la sentía así, la noche del viernes la sentía como una demostración de mi gran estupidez, de un paso en falso que Nuno había sabido aprovechar. Por la noche del viernes, más que culpable, me sentía estúpido.

—No creo haberlo hecho, Miranda. No lo siento así y yo sé lo que se siente cuando... —Jugos gástricos treparon por mi garganta. Mi cuerpo se puso lívido, todo mi cuerpo quedó húmedo y trepidando por culpa del sudor frío que brotó de mi piel—. No, no puedo creer que lo hiciera yo, no puedo creer que la matara. No puedo, no creo poder amarte tanto y ser capaz de hacer algo así a la vez, porque sí, porque no quiero tener miedo de hacerlo contigo, porque sé que no me lo merezco, pero quiero tener la oportunidad de quererte y de tener una vida normal a tu lado. Quiero que me ames sin miedo, quiero poder amarte sin miedo, quiero que ésta sea mi segunda oportunidad, la verdadera, la única que cuenta, porque salir de la favela solamente me sacó de la favela, no me cambió en absoluto; tú me cambiaste, tú, cuando apareciste en mi vida la cambiaste para hacerla una vida de verdad, una que merece ser vivida.

Miranda no dijo nada, solamente se estiró para depositar un suave beso sobre mis labios.

El beso que le devolví fue un tanto más intenso y ella triplicó el gozo del siguiente beso, con el que se apoderó de mi boca.

Se apartó de mí sonriendo.

—Mejor habla con tu madre, que tiene que estar muy preocupada.

—Sí —me quedé mirándola—. Te amo.

—Y yo a ti, Dom.

Que me llamase así me arrancó una sonrisa más grande todavía, una que ni todas las cosas que dijo Nuno, con la peor intención, consiguió ocultar.

—Iré a ducharme.

—Sí, claro.

—Cuando acabes de hablar con tu madre, baja y pídele disculpas a Mel. Le has disparado y la has apuntado con un arma a la cabeza.

—Sí, lo haré.

—Bien.

En un parpadeo que me dedicó antes de alejarse en dirección al baño, Miranda logró tranquilizar mi alma.

Me senté en la cama y llamé a mi madre.

No fue sencillo tranquilizarla, tampoco mentirle. Solamente logré sacarla del tema cuando le prometí que al día siguiente llevaría a Miranda a cenar a su casa. A Miranda, mi novia; a mi madre le encantó oír eso, sería la primera vez que le presentase a una mujer en ese plan y tenía intenciones de que fuese la única.

23. Lo vale

El cielo blindado de nubes de un gris rojizo no permitía que fuese testigo de la caída del sol. Si las estrellas habían salido, no podía verlas, ni yo ni nadie en Río de Janeiro, puesto que estaba anunciada una gran tormenta para la noche.

El aire más denso de lo normal era el preámbulo de los truenos que acompañarían a los rayos que, en la televisión, alertaron que caerían.

La noche justo había comenzado a caer y yo no tenía ni idea de a dónde habían ido a parar las horas de ese día completamente irreal que, así como de rápido pasó, largo se me hizo.

Daniel, Mel y yo habíamos pasado toda la tarde intentando dar con la chica con la que Daniel salió de la fiesta ese dichoso viernes, sin conseguir nada. En un momento dado llamó la presidenta para avisar a Daniel de que el nuevo operativo de seguridad se retrasaría un poco porque cinco de las cárceles más grandes de Brasil tenían a sus presos amotinados en una protesta por mejores condiciones, con lo que habían tomado los recintos, lo que implicó que mucho personal policial extra fuese movilizado hasta las prisiones, incluido mucho personal de servicios especiales del Gobierno.

Daniel se puso como loco al oír aquello; al principio Mel y yo no entendíamos por qué gritaba así. Después de mucho insistir, protestar y amenazarla, logró que Márcia se comprometiese a enviar al menos a un par de oficiales a reforzar la seguridad al día siguiente —Mel y yo no objetamos nada, porque las dos comprendimos que la angustia de Daniel por la seguridad de su madre lo tenía completamente fuera de sí—. Por lo demás, Márcia aún no había logrado averiguar la identidad de la mujer a la que nosotros también buscábamos. Su único avance fue conseguirle a Daniel dos millones, que depositó en una cuenta que Daniel tenía en el exterior, en Suiza —de la que por supuesto nadie allí tenía ni idea de que existía, nadie aparte de Mel, y que, por supuesto también, no figuraba en ningún registro de Hacienda—. Fue la propia Mel la encargada de hacer el traspaso de esa suma a la cuenta en la que Daniel depositaba los pagos a Nuno (de esa misma cuenta de Nuno había salido mucho dinero en sentido contrario; sólo que ahora la cuenta de Daniel volvía a quedar vacía una vez más, efectuada la transacción).

Además de la búsqueda infructuosa, del depósito de dinero que no pareció servir de mucho porque Daniel llamó tres veces a Nuno para avisarlo del mismo, enviándole también un par de mensajes que vio pero tampoco contestó, frenéticos los tres, nos dimos a una investigación un tanto amateur, con el fin de intentar encontrar a la persona que le pasaba a Nuno información sobre Daniel. Revisamos los expedientes de sus empleados y guardias de seguridad, nos perdimos entre planillas confusas de horarios y planeamientos de seguridad que no nos llevaron a ninguna parte. Asociar nombres con lugares y con los momentos en los que Nuno había estado cerca... un par de nombres se repitieron aquí y allá sin darnos nada conciso más que dolor de cabeza y la certeza de que Nuno debía de tener a más de una persona espiando a Daniel, controlando cada uno de sus movimientos. El saberlo nos dejó a los tres con la sensación de estar siendo observados constantemente; por eso en cuatro ocasiones cambiamos nuestro lugar de trabajo: de la cocina al estudio de Daniel en la planta alta; del estudio a la terraza sobre la parte frontal de la casa; de allí, a donde me encontraba entonces, el jardín posterior, junto a la piscina, mirando el cielo plomizo reflejado en el agua, cuya superficie se rizaba por momentos, por culpa del viento húmedo y con olor a lluvia que soplaba a ráfagas, comunicándome que en cualquier momento debería mudar mi estancia hacia el interior de la casa.

En ese instante me encontraba sola, acurrucada en una tumbona, con los pies escondidos debajo de mis piernas, abrazándome a mí misma porque, cosa rara desde mi llegada a la ciudad, era la primera vez que sentía frío.

Daniel había ido a acompañar a Mel a la puerta después de convencerla de que se mantuviese alejada un par de días, preferentemente con sus padres para no estar sola en su casa, para que tuviese a alguien más con sus ojos sobre ella. Por supuesto, era indispensable que mantuviésemos el contacto, así que Daniel le pidió que tuviese su móvil encendido, pues quería saber de ella al menos cada dos horas para saber si se encontraba bien. Mel no rechistó, si bien la medida de Daniel podía ser tildada de ser un tanto exagerada; supongo que todos entendimos que, con Nuno, ninguna medida de seguridad sobraba, pues nos preocupaba que todavía no hubiese acusado recibo de los millones que Daniel había transferido a su cuenta.

Antes de que Mel se fuera, llamé a Dome para ver cómo estaba todo por casa; el italiano me contestó que no especificaría, pero me aseguró que lo tenía todo bajo control, que él cuidaría de Patricia y que estarían bien. Por desgracia, cuando me preguntó cómo iba todo, no pude darle las buenas noticias que quería escuchar, y lo peor fue cuando Patricia le arrebató el teléfono de las manos; no es que lo que me dijo fuese poco coherente, o exagerado, ella estaba asustada por mí, por todos nosotros, e imagino que le dolió cuando le contesté que no a su petición de que dejase a Daniel en ese instante; ella lo tenía todo solucionado, me llevaría lejos, a la fazenda de un amigo suyo, nos iríamos los tres, con Dome, unos días, hasta que todo se calmase, hasta que yo pudiese regresar a Buenos Aires por una temporada, para estar segura.

Se puso furiosa con Daniel y no estuvo mucho más feliz conmigo; incluso todavía con el teléfono en la oreja y llorando de rabia, la tomó con Dome, acusándolo de abandonarme en las manos de un delincuente.

Así, ese día, entre demasiado corto y tan eterno al mismo tiempo, no nos dio tiempo para mucho más que para ocuparnos de lo inmediato, lo cual no implicaba lo que recién comenzaba entre nosotros, lo que parecía llevar toda una vida sucediendo entre nosotros.

Inspiré hondo.

A lo lejos sonó un trueno.

Percibí sus pasos sobre el césped, aproximándose.

—La lluvia no tardará nada en llegar.

Su voz mansa le hizo cosquillas a mi nuca.

Alcé la vista para verlo detenerse por detrás del respaldo de la tumbona en la que estaba sentada. Su mano derecha llegó a mi cabello y, al mirarme a los ojos, una sonrisa a sus labios.

—Me gustan las tormentas —entonó en voz muy baja.

—Y a mí.

Sus dedos se enredaron en un mechón de mi pelo.

—Visto así —se detuvo para suspirar—, el día parece tranquilo. —Su mano bajó por mi mejilla hasta mi cuello, sus dedos acariciaron mi piel—. De verdad que lamento esto; ojalá las cosas no hubiesen sucedido así, ojalá hubiera podido conocerte en otras circunstancias, o al menos sin cargar con todos los problemas que acarreo ahora mismo. Me merezco todo eso, pero no es justo para ti.

Busqué sus manos con las mías y tiré de sus brazos.

—Ven aquí. —Estiré de su brazo por delante de mí.

—Hablo en serio. No tienes nada que ver en todo esto y comienzo a creer que estás peor de la cabeza que yo, por permanecer todavía a mi lado. No tiene ningún sentido, sin duda que yo no lo valgo.

Enfadada, tiré de él con más fuerza, obligándolo a salir de detrás de la tumbona.

—No digas eso.

—Es la verdad, Miranda. Deberías irte. Incluso si logro resolver todo esto, no creo que yo...

—Que tú, ¿qué? ¿Dejarás de amarme? ¿No me amas en realidad? ¿Me amas, pero no me quieres aquí? ¿Te fastidia tenerme aquí? —solté todo aquello que tenía miedo de que sucediese mientras su rostro se deformaba en una mueca de desagrado.

—¡¿Qué dices?! No, nada de eso. Dudo de que este sentimiento se me quite; es como la locura, no tiene vuelta atrás, no cuando se apodera de tu cerebro por completo. No cuando dejas de ser tú para ser tú con la locura. Claro que te amo, que seguiré queriéndote, que te quiero aquí hoy, mañana y pasado, y todo el tiempo que sea posible, el tiempo que me soportes.

—Entonces no digas las cosas que dices; lo vale, esto lo vale. —Tiré de él hacia abajo—. Ven aquí conmigo.

—No, porque, si me siento a tu lado, entonces ya no conseguiré insistir en que te vayas.

—No me convencerás de ningún modo, no eres tan bueno; al menos conmigo tus poderes para hacerte con los votos de la ciudadanía no surten efecto.

—Miranda...

—Todo esto lo vale. Lo vale porque hasta hoy no creí que alguien pudiese amarme así, de un modo tan real, en medio del caos, de la locura y la imperfección. Yo no sé de otro modo y mi vida ha sido así casi siempre. Ya intenté que fuese perfecto, que lo pareciese, al menos, que se viese bien y normal, y no lo logré; no me amaron de verdad cuando fue así, de modo que esto, en medio de la dificultad, de todas estas complicaciones, vale más que cualquier otro amor, Daniel. Bien podrías deshacerte de mí, no soy más que una carga, una complicación.

—¿Carga? ¿Complicación? ¿En qué universo sería eso?

Otro trueno sonó en la distancia.

—Esto es lo menos pesado, lo menos complicado que he tenido que vivir, y créeme que yo soy una mierda para esto, el peor de todos. Estoy contigo y no tengo ni idea de cómo se hace esto, pero contigo es tan fácil... sale solo. —Sonrió—. Sacas de mí lo único medianamente bueno. Es que sé que no soy justo contigo.

Tiré de su brazo y no se resistió.

Aparté mis piernas hacia los lados para que pudiese sentarse entre éstas.

Otro trueno retumbó y una ráfaga de viento nos envolvió. Daniel primero se sentó con la espalda rígida, erguido entre mis rodillas, sus pies aún sobre el césped.

Colé mis manos por debajo de su camiseta. Dio un respingo.

—Por cinco minutos, seamos tú y yo.

Giró la cabeza y espió hacia atrás por encima de su hombro izquierdo.

Un trueno sonó todavía más fuerte, más cerca.

—Bueno, tú, yo y la tormenta.

—No puedo olvidar...

—Sí, claro que puedes. —Por debajo de su camiseta rodeé su cintura hasta sus abdominales y me moví sobre el asiento para pegarme a él. Inspiré hondo y apuntalé mi mentón sobre su hombro—. Suena a que respiras a medias.

—¿Eso hago?

—Relájate.

—No puedo. El desquiciado de Nuno...

—Shh... —Tirando de él hacia atrás, me lo llevé conmigo hasta apoyar otra vez la espalda contra el respaldo. De un momento a otro, el cielo se había puesto considerablemente más oscuro. Las luces del jardín se encendieron.

—Miranda...

—Confía en mí, sé lo que hago. Patricia me enseñó un par de cosas muy útiles.

—Es que...

Había quitado los brazos de alrededor de su cintura para agarrarlo por los hombros; sus músculos trapecios estaban duros y tensionados como yunques, por lo que tiraban de toda la estructura de su pecho hacia arriba, acortando su cuello, tensionando sus mandíbulas y su nuca.

—Nada, Daniel, estás conmigo ahora. Sube los pies a la tumbona y afloja la espalda, apóyate en mí.

—Soy pesado, estarías incómoda si...

—Sí, anoche me percaté del peso de tu cuerpo. ¿Puedes parar de pensar un segundo? —Reí— . Anda, relájate, no me aplastarás... si no lo hiciste anoche. —Esa última acotación mía lo hizo reír—. ¡Piernas arriba! —Palmeé los lados de sus muslos y él, todavía riendo suave, obedeció—. Ahora afloja un poco la espalda, que tu columna parece un arco a punto de disparar.

—Así me siento.

Subí mis manos hasta sus hombros y comencé a darle un masaje.

—Inhala profundamente contando hasta cuatro, hasta que tus pulmones queden totalmente hinchados.

—No soy de los que tienen paciencia para el yoga o la meditación.

—Si no me lo hubieras dicho, jamás lo hubiese adivinado —solté socarrona—. No meditaremos, aunque te sentaría bien. Créeme, te ayudaría.

—Tú no pareces de las personas que hacen yoga o meditan. No tienes esa apariencia.

—No todos los que meditan parecen hippies o tienen pinta de ir por la vida persiguiendo mariposas de colores. Tienes razón, no soy del todo así; sin embargo, no reconocer la mejora que he experimentado desde que conozco a Patricia sería tonto. No te haré meditar, solamente quiero que pases un buen rato conmigo; me gusta esto, me gusta tenerte entre mis brazos. —Deslicé las manos por sus brazos hasta sus codos y de allí salté a su pecho, que subía y bajaba en movimientos cortos; mis manos avanzaron por su plexo solar hasta el centro de su torso, allí extendí mis palmas. Sus abdominales, tensos, perdieron el control y se aflojaron un poco.

Las manos de Daniel cogieron las mías entrelazando nuestros dedos. Lo sentí inspirar hondo y, con esa segunda gran inhalación suya, su espalda accedió a ceder un poco de su torso a mi pecho.

—Confía en mí, puedo sostenerte y sé que tú puedes sostenerme a mí. Por eso estamos aquí.

—Lo sé. Lo supe desde la primera vez que te vi, o al menos quise convencerme de que así era. —Me entregó un poco más de su peso—. Lo que me pasó por la cabeza esa primera vez que estuvimos frente a frente fue más o menos esto. No me refiero al escenario, tampoco a la tormenta, mucho menos a lo que sucede con Nuno, sino a lo que siento ahora. —Juntó mis manos sobre su pecho y las cubrió con las suyas; su respiración era más pausada—. Esto mismo. —Hizo una pausa—. Este momento vale cada mal momento que he atravesado, cada carencia. Todo. No cambiaría ni un segundo. Supongo que si nada de eso hubiese sucedido, la noche del sábado pasado podría haber pasado desapercibida para mí. Podría no haberte visto jamás, incluso con ese cabello tuyo no habría podido distinguirte entre la multitud. Yo sólo...

Daniel se detuvo, con su aliento sostenido en el aire. Noté su pecho encogerse entre mis brazos.

Me deshice de sus manos y lo abracé.

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