D.O.M.

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—Estaba tan jodidamente perdido y confundido. No entendía nada, Miranda, yo no... no tenía ni idea y no estoy seguro de tenerla ahora, de estar haciendo las cosas bien, sobre todo lo que hago por ti; es que no quiero que lo que quiero hacer por ti, lo que debo hacer para sacarte de esto, se confunda con lo que quiero para mí, porque te quiero a mi lado y no sé si es lo mejor para ti.

—¿Y qué hay de lo que yo quiero? —Acerqué mis labios a su oreja—. Quiero estar aquí contigo porque sentí exactamente lo mismo que tú al mirarte a los ojos por primera vez. Me sentí con una oportunidad para todo lo que quisiese, para todo aquello a lo que me atreviese; me diste la confianza para atreverme a ti.

—Si tú te atreves a todo, eres valiente. El Mirror...

—Eso no es valentía, Daniel, es, en cierto modo, esconderme en el lugar en el que me siento segura, en la situación que aprendí a controlar. Esto contigo no lo controlo.

—Esto queda más fuera de mi control que una favela en manos de capos de la droga, más fuera de mi control que todos los asuntos del estado, que las elecciones. En un par de momentos, desde que te conocí, hubiese preferido tener un arma en la cabeza, un arma en manos de Nuno, porque contigo se me escapa toda defensa. No creo que nadie más pueda amar tanto como te amo. —Daniel se incorporó para girarse y quedar con su rostro frente al mío—. Lo único que vale de mí es tuyo, y lo tienes durante todo el tiempo que quieras, incluso cuando ya no lo quieras. Eres tú, Miranda, tú y nadie más.

Ante semejante declaración, que no sentí justa porque él no tenía idea de quién era yo al completo, de lo que yo implicaba, cogí su rostro entre mis manos y comencé a besarlo.

Hubo besos, caricias, silencio, susurros y más de ese tacto único que calma todas las penas tanto del corazón como de la mente.

Nos quedamos allí bajo las nubes hasta que unas pocas gotas se convirtieron en un chaparrón que nos echó al interior de la casa.

Juntos preparamos de cenar, nos dimos un baño y regresamos a su cama para que me diese la oportunidad de volver a experimentar a su lado lo que nunca había sentido con nadie, ni en el Délice, ni en el Mirror, ni con ninguna otra persona en el mundo.

* * *

Perdí la cuenta de la cantidad de veces que lo vi asomarse por los espejos retrovisores, tanto de los exteriores como del que colgaba por delante de las cabezas del conductor y del guardia de seguridad que ocupaba el asiento del acompañante.

Una docena de veces, mis ojos también se desviaron solos hasta los espejos más próximos para intentar distinguir, más allá de la camioneta negra que nos seguía para protegernos, algún vehículo que no fuese parte de la comitiva oficial.

En cuanto salimos de la casa pasó por mi cabeza, así como una película, la imagen de un hombre llamando a Nuno para ponerlo al tanto de nuestra partida; bien podía ser un mensaje de texto, el medio no importaba en realidad, lo que sí contaba era que por descontado que Nuno debía de estar al tanto de hacia dónde nos dirigíamos.

Ocultando mi ansiedad, cogí la mano de Daniel y acaricié el dorso, sus nudillos. Le di un suave apretón para asegurarme de que aún continuaba allí conmigo; es que, además de Nuno, y pese a Nuno, estaba a punto de conocer a su madre y los nervios me resultaban inevitables.

Su madre... el esposo de su madre, las hijas de éste con sus niños y esposos, toda una familia allí reunida para presenciar la primera vez que Daniel les presentaba a una mujer.

El plátano que había comido a media tarde mientras Daniel hablaba por teléfono con Mel para enterarse de que ella no tenía ninguna novedad, para anunciarle que él tampoco tenía ninguna y que Nuno continuaba sin hacer acuse de haber recibido el dinero que el día anterior le fuera depositado en su cuenta, trepó por mi garganta mezclado con jugos gástricos.

No era solamente su familia... su padrastro era psicólogo y ése no sería como nuestro encuentro anterior; no podría escapar de él con tanta facilidad, por lo que me aterraba que descubriese, gracias a sus conocimientos, que algo no iba bien en mí.

Dentro de ese vestido que todavía olía a nuevo y que había intentado amoldar a mí después de que lo escogiera entre tantos otros que Mel se ocupó de enviar a casa de Daniel por la tarde para que pudiese ir a cenar con un aspecto acorde a las circunstancias, transpiraba a mares como dentro de una sauna.

El vestido, que pese a ser negro y muy simple gritaba elegancia y dinero, me hacía sentir todavía más como una impostora.

Una gota de sudor se despeñó desde la parte superior de mi nuca y, como una avalancha, corrió por mi cuello hacia abajo, enredando y arrastrando un pequeño mechón de mi cabello turquesa, el cual había sujetado en un recogido sobrio que jamás había intentado antes en mi cabeza.

Con dos dedos de mi mano libre, procuré regresar el mechón al peinado.

—No falta mucho para llegar —me susurró Daniel—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, claro.

—Genial, porque yo no. —Me guiñó un ojo y se pasó un dedo por dentro del cuello de la camisa para separar la rígida tela de la piel.

—Quizá hemos apresurado demasiado el momento.

—No, no es eso lo que me preocupa, no tengo miedo de que conozcas a mi madre, ni de que ella te conozca. —Lanzó una mirada en dirección a los asientos delanteros y casi de inmediato sus ojos regresaron a mí—. Me pone nervioso... es decir que... quiero que te gusten y soy consciente de que en ocasiones... André... él puede ser un tanto fastidioso, es que, con eso de que es psicólogo... cree que entiende a todo el mundo, que sabe exactamente lo que piensas o necesitas.

Rogué que no fuera así.

—Juro que, si se ponen muy pesados, nos largaremos de allí. Por mi madre no te preocupes, ella te amará al instante.

Bilis trepó por mi garganta.

Su madre podía amarme en un parpadeo, pero, en cuanto André descubriese que yo... ella no querría volver a verme cerca de su hijo.

Mi sudor se puso frío.

Tenía mi medicación conmigo porque Patricia me había hecho llegar una bolsa con unas mudas de ropa y las pastillas. Tomarlas a escondidas me ponía tensa y me hacía sentir espantosamente mal con Daniel.

Tenía que contarle la verdad pronto. Me daba pánico su reacción. Lo único que le faltaba era una novia bipolar que básicamente no podía vivir una vida del todo normal sin sus medicinas, por más que, gracias a la meditación, a la homeopatía y a todo lo que Patricia probaba conmigo, hubiese podido bajar las dosis a un mínimo.

Daniel no se merecía mi mentira, no cuando ante mí se había abierto como un libro, para contarme sus secretos más oscuros.

El automóvil dobló en la esquina hacia la izquierda para trepar por un camino del largo del vehículo y detenerse frente a un portón de hierro.

—Aquí es.

Tragué saliva.

Un poco más adelante en la misma calle vi un vehículo de policía apostado frente a una puerta; debía de ser la escolta que constantemente protegía a la madre de Daniel, la que en vano todavía esperábamos que Márcia pudiese reforzar.

—Somos nosotros —le gritó Daniel al intercomunicador ubicado sobre el extremo de un poste de poco más de un metro.

—¡Bienvenidos!

Reconocí la voz de André.

El portón corrió hacia un lado para que pudiésemos internarnos en una arboleda salvaje cuyo intenso olor a verde, entre ácido y dulce mezclado con tierra y calor, le daba vida a ese ambiente tan típico de allí.

Espié hacia atrás para ver el portón cerrarse por detrás de la camioneta de seguridad.

Al girar la cabeza de regreso al frente, me topé con un caserón muy bonito y de aspecto amable, uno de arquitectura con fuertes reminiscencias portuguesas.

La puerta delantera se abrió y por ella salió una mujer de piel morena, muy alta y delgada, cuyos rasgos exóticos yo ya conocía porque llevaba una semana viéndolos en el rostro de Daniel, en su versión masculina.

Por supuesto, en cuanto nos aproximamos un poco más, detecté ciertas diferencias entre Daniel y ella, cosas así como sus ojos claros, que debió heredar de su padre puesto que su madre los tenía casi negros, o su cabello —su madre lo tenía rizado y lucía sus canas con mucho orgullo.

Al porche delantero salió André junto con una mujer con dos niños. El mayor debía de tener unos diez años, el otro quizá siete u ocho; el primero llevaba una pelota de fútbol con los colores de la bandera brasileña.

Daniel tenía los dedos de las manos largos igual que su mamá.

En la mirada había cierta diferencia que no tenía que ver con el color de los ojos. La mirada de la madre de Daniel era sostenida y tanto más silenciosa; esperé que fuese porque tenía un carácter tranquilo y no porque me estuviese estudiando con desconfianza.

Daniel había dicho que su madre era una persona adorable y tranquila, no como él. Quizá lo fuese con él, seguro que debía serlo con él, pero allí estaba yo, una loca con el cabello teñido de turquesa que era simplemente una peluquera mientras que su hijo era abogado, había sido policía militar, conseguido un buen rango en el BOPE y ahora era candidato a presidente, además de gobernador del estado. Daniel tenía inteligencia, ingenio... era su hijo y yo una extraña.

Hasta mi vejiga se inquietó.

No quería ponerme paranoica, pero... ¿y si averiguaban lo del Mirror? No había forma de que lo supieran; sin embargo...

A punto de vomitar el plátano, estrujé el asiento del automóvil cuando éste se detuvo frente a la puerta de entrada.

La mujer que acompañaba a la madre de Daniel y a André mandó a los niños dentro después de que éstos hiciesen unos pases con la pelota dando en una maceta con hortensias que tumbaron. Ni la maceta ni la planta resultaron dañados, pero así y todo la mujer se quedó con la pelota.

Ninguno de los tres nos quitaba la vista de encima.

La camioneta se detuvo justo a la cola de nuestro vehículo.

La madre de Daniel y André bajaron los escalones que separaban el porche del camino.

La vegetación crecía salvaje y ordenada al mismo tiempo, trabajo de un buen jardinero, supuse.

El terreno era enorme, y la estructura de la casa no se quedaba atrás. Podía tener aspecto colonial y no por eso estaba ni venida a menos ni era tan simple como pretendía parecer.

La madre de Daniel había trabajado desde muy joven, casi una niña, limpiando casas, habitaciones de hotel, cuidando niños; en la actualidad tenía su merecido descanso gracias a un hombre que no soltaba su mano, que cada pocos segundos volvía su rostro en dirección al de ella para sonreírle con un amor que nos ahogaría a todos en el transcurso de la noche.

En el reloj de la madre de Daniel se veía que vivía sin necesidades. El resto de su aspecto era elegante, pero sencillo.

No llevaba más alhajas que una alianza de matrimonio.

Lucía una falda de un blanco mantecoso, cálido, que hacía juego con un suéter muy fino, de mangas cortas, y con unos zapatos de tacón apenas un tono más claro que el color de sus piernas.

El hombre de nuestra escolta que ocupaba el asiento delantero salió del vehículo para abrirle la puerta a Daniel.

—Qué alegría teneros aquí —le oí decir a la madre de Daniel en cuanto la puerta se abrió.

Daniel, medio saliendo, tendió una mano en mi dirección.

Mis rodillas temblaron mientras me movía por encima de los asientos para salir.

Lo adivinarían en mi rostro, lo verían de inmediato.

Por poco no salgo del coche.

Tuve que darme una patada mental en el trasero para tener coraje y salir.

—Buenas noches —saludé, y mi voz sonó de pena.

La madre de Daniel me recibió con una sonrisa.

—Mamá, ella es Miranda. Miranda, ésta es Tereza, mi madre.

Tereza me tendió su mano derecha, y yo me aproximé para aceptarla. La madre de Daniel me sorprendió al darme un apretón que vino acompañado de un beso en cada mejilla.

—No te haces una idea de lo felices que nos hace tenerte aquí esta noche, Miranda.

—Gracias —contesté nerviosa, y por un momento mi cerebro se trabó y no pude recordar ni una sola palabra en portugués. No podría decir nada más. Jadeé entrando en pánico.

—Me alegro mucho de volver a verte —me saludó André, quien aprovechó su turno para recibirme de un modo igual de afectuoso.

—Gracias por recibirme. Es un placer estar aquí —conseguí entonar, puesto que mi cerebro volvió a funcionar.

—Queremos que te sientas muy bienvenida, porque nos alegra mucho que acompañes a Daniel a visitarnos esta noche. Es un momento muy especial, puesto que nunca habíamos tenido la oportunidad de conocer a alguien con quien...

—André, gracias por explicárselo; ya me había ocupado de comentarle a Miranda que nunca os he presentado a nadie, lo hice para que comprendiese el motivo de que, probablemente, todos esta noche estéis un tanto exaltados y quizá también pesados.

—Daniel, por favor. —Tereza tomó mi mano derecha y le dio una palmadita sobre el dorso—. Es cierto. No lo digo para ponerte nerviosa; Daniel nunca antes nos había presentado a nadie. Esta noche es especial y emocionante para todos.

—Claro que lo es, todavía no podemos creer que estés aquí y seas real —intervino una voz femenina. Giré la cabeza para ver bajar las escaleras a la mujer que había mandado dentro a los niños.

—Miranda, permíteme que te presente a mi hija mayor, Flávia.

Tereza soltó mi mano al tiempo que Daniel gruñía por lo bajo.

Flávia me saludó con dos besos.

—Estábamos todos ansiosos por conocerte.

Al igual que yo lo estaba, pero de miedo.

—Me gusta tu cabello. El color, el peinado. ¿A qué peluquería vas?

—Miranda es estilista —contestó Daniel por mí.

—¿Y te has peinado tú esta noche? Ese recogido es magnífico.

—Gracias.

—Y tu vestido... Papá mencionó que eras de Argentina. ¿Lo trajiste de allí?, ¿de qué diseñador es? Tendrás que darme su nombre. La semana que viene tengo un evento...

—¿Es posible que entremos o pretendéis continuar el interrogatorio aquí fuera?

—No es interrogatorio, es entusiasmo, Daniel —replicó André—. No estaría mal que nos des la oportunidad de conocer a Miranda y que ella nos conozca a nosotros.

—¿Es cierto que os conocéis sólo desde hace una semana?

Daniel acribilló a Flávia con la mirada.

—Sí, así es.

—A mí me costó un mes reunir valor para hablarle por primera vez al que ahora es mi esposo —me soltó la mujer.

—Por suerte no somos todos iguales —refunfuñó Daniel.

—Por suerte, no —fue la respuesta de Flávia.

—Flávia, Daniel, comportaos como adultos, ¿queréis? Sí, es cierto, mejor vamos dentro para que te presentemos al resto de la familia; allí están mis yernos y mis nietos. —André alzó una mano para señalar la casa y me tendió la otra—. Ven, querrás conocerlos a todos y seguro que te gustaría dar un tour por la casa antes de cenar.

André no me dejaba mucha opción. Di un paso al frente, sonriéndole mientras el rostro de Daniel se ensombrecía.

—Acompáñame, hijo.

Daniel me dedicó una última mirada antes de que su madre lo tomase por el brazo para adelantársenos.

Flávia, que ya había dado media vuelta, remontaba las escaleras.

André puso una mano sobre la parte baja de mi espalda, apenas tocándome, para invitarme a pasar.

—¿Habéis llegado bien? Por lo general a esta hora ya no hay tanto tráfico.

—Sí, hemos venido sin problemas.

—Ah, estupendo. ¿Alguna vez habías estado en esta parte de la ciudad?

—No todavía. No conozco a nadie por esta zona.

—Daniel mencionó que vives en Copacabana.

Daniel y su madre entraron en la casa.

—Sí, con una amiga.

—Eso está muy bien. Eres joven, que coraje cambiar de país así.

—Aterricé en San Pablo por trabajo y luego... se dieron las oportunidades y me quedé. Me gusta estar aquí.

—¿No extrañas tu país, a tu familia?

—Estoy bien.

—¿Tus padres te visitan? Nos gustaría conocerlos.

—No tienen planes de venir.

—Qué pena, ojalá lo hagan pronto. Diles que estaremos felices de tenerlos de huéspedes aquí en casa; tenemos sitio de sobra y nos encantaría mostrarles la ciudad. Daniel le contó a Tereza un poco sobre ellos.

Sí, lo sabía... lo había oído de pasada, en un momento en el que regresaba de la cocina, de buscar café para los tres, y Daniel se había quedado reunido con Mel en su estudio; lo oí hablar por teléfono con su madre aprovechando que Mel se había escapado al baño. Me quedé fuera hasta que terminaron de charlar. No fueron más que unos segundos; sin embargo, saber que su madre había preguntado por mí y por los míos me puso los pelos de punta.

Ahí estaba todo eso otra vez, sólo que en ese instante no podía quedarme fuera ocultándome.

—Espero que no te moleste que hablásemos de ti... es que, como comprenderás, dadas las circunstancias y conociendo a Daniel, toda la situación nos tenía algo inquietos. Cuando Daniel le anunció a Tereza que vendría contigo... —Hizo una pausa y también detuvo su andar, deteniéndome con él—... todas las preguntas llegaron juntas a mi cabeza. Daniel nunca había traído a nadie y, a los pocos días de conocerte, decide presentarte.

—Yo no tengo una explicación para eso más que lo que yo siento. Me enamoré de él y no puedo decirle mucho más.

—Eres joven.

—He vivido bastante.

—Daniel podría convertirse en el próximo presidente de los brasileños.

—Sí, lo sé. No tenía ni idea de quién era él cuando lo vi.

—Lo sabes ahora.

—Que sea candidato a la presidencia no fue uno de los motivos por los que me enamoré de él, pero tampoco es un impedimento para quererlo.

—En una semana no puedes conocer a una persona. Ni tú lo conoces, ni él te conoce.

—A veces no alcanza ni con toda la vida.

—Sí, eso es muy poético, pero existen cuestiones más inmediatas.

Ya lo sabía yo, mi enfermedad era de una de ellas.

También estaba Nuno, el dinero, la presidenta, la joven mujer desaparecida.

—Pareces una buena muchacha, incluso el otro día, en la institución, noté el modo en que lo mirabas, el modo en el que él te miraba, y se lo comenté a Tereza, pero no estoy seguro de que esto sea lo mejor para Daniel. Sí, encontrar a alguien que te ame es bueno, es sólo que en ocasiones...

—Entiendo que le preocupe el bienestar de Daniel...

—No soy su padre, pero siempre lo he querido como a un hijo. Desde la primera ocasión en que tuve oportunidad de hablar con él... me conquistó, me arrebató el alma. Daniel es una persona muy especial que ha pasado por mucho en su vida. Sus batallas fueron muchas, y sin duda tendrá tantas otras por delante, batallas que no serán fáciles de afrontar. Nos tiene a nosotros, tiene a su familia y siempre la tendrá. Cuando conocí a Daniel, él pasaba por un muy mal momento y quiero asegurarme de que no volverá a tener momentos así; no es que tú no me gustes, es que quiero quedarme con la tranquilidad de que no tendrá que atravesar situaciones similares otra vez. Todos en esta familia estamos muy pendientes de él, lo hemos estado siempre.

—No tengo intención...

—No, claro que no. Sólo digo que, por él y por ti, deberías tener un poco más de cautela con el avance de esta relación. Date tiempo, dale tiempo a él.

—Sí, yo no...

—Daniel tiene mucha historia que contar —soltó interrumpiéndome.

—Sí, lo imagino.

—Y tú también tendrás la tuya.

Tragué en seco.

—De cualquier modo, quiero que sepas que puedes contar conmigo para cuando desees conversar. Soy bueno escuchando a las personas. —Me dedicó una sonrisa cómplice—. Daniel y tú contáis conmigo para lo que necesitéis y, si esta relación avanza, me encantaría que pudiésemos tener un par de conversaciones, juntos, en mi consultorio.

Mi columna vertebral dio un latigazo en reacción a aquellas palabras.

Sí, lo último que necesitaba era que el padrastro de Daniel supiese que yo era bipolar; le encantaría oír eso, y para qué hablar de su madre. Me deportarían de regreso a Argentina.

—¿Has hecho terapia alguna vez?

Tuve la impresión de que mi rostro se tornaba fuego.

—Todos, alguna que otra vez, necesitamos ayuda; como les digo a mis pacientes, uno no llega al consultorio de un psicólogo porque esté loco, a veces solamente se necesita a alguien que te tienda una mano y no está mal pedir ayuda. —Se quedó mirándome, esperando su respuesta.

—Sí —contesté atragantándome con saliva.

—Lo ves. También voy cuando necesito un oído que pueda escuchar las palabras que salen de mí y que mis oídos no captan.

—Claro.

—Tengo un colega que es de suma confianza.

—Seguro que sí —jadeé.

Nos quedamos en silencio.

—No pretendía asustarte ni incomodarte, es que no puedo dejar de pensar que quizá todo esto sea demasiado apresurado. Sé que Daniel es un hombre adulto, pero, de todas maneras, siempre me preocuparé por él.

—No, está bien. Yo no...

—Es sólo eso: quiero que sepas que creo que debéis tomaros esto con un poco de calma, avanzar poco a poco y pedir ayuda si la necesitáis, tanto él como tú.

Mi cabeza se quedó oscilando entre las palabras de André y todo lo que conocía de Daniel, lo que había vivido con él; ambos recuerdos no tenían la apariencia de conciliar en una misma realidad. ¿Estaría exagerando André?, ¿sería que yo no había causado en él una buena impresión?, ¿le molestaría mi cabello, mi edad?, ¿que hubiese aparecido justo en ese instante en la vida de Daniel, cuando estaba en la recta final por el gobierno de Brasil?

¿Cómo explicarle lo que me pasaba con Daniel sin contarle la verdad?, ¿cómo decirle que desde que era adolescente tenía enquistada en mí la seguridad de que jamás nadie me amaría conociéndome realmente, aparte de mis pobres padres, que debían padecerme, padecer mi enfermedad?, ¿cómo decirle que cuando conocí a Daniel eso cambió?, ¿cómo explicarle que, si lo perdía, con él se iría a ninguna parte un trozo de mí, ese trozo que él me había dado, el mismo que sin querer le había entregado porque era suyo, porque él lo creó al mirarme a los ojos por primera vez? ¿Cómo le explicaba el miedo que sentía de tener una crisis frente a Daniel, de convertirme en una carga, de romper su corazón con un secreto que todavía no le había contado? Tenía miedo a empeorar su vida, a que se arrepintiese de amarme, de haberme conocido, de tenerme allí en ese momento, frente a los suyos, exponiéndose y exponiendo lo que sentía por primera vez en su vida.

Me sentí fatal, espantosa... embustera, mentirosa, una loca que no medía las consecuencias del daño que podía causar por el simple hecho de existir.

No quería sentirme con Daniel como me sentía con mis padres, con Doménico e incluso con Patricia.

Con una mirada le pedí perdón por mentir.

—Bien, mejor entramos o Daniel saldrá a por ti en cualquier momento. Imagino sus ganas de venir a ponerme en mi lugar en este instante, porque él, aún hoy, todavía no acepta que me ponga en el lugar de padre, no al menos abiertamente. —Me sonrió—. Además, quiero que conozcas a la familia. Mis nietos adorarán tu cabello, apuesto el mío a que sí.

Le sonreí como una boba.

—¿Te gusta la cocina típica brasileña? Mi esposa cocina como los dioses. Ella tiene una mano única, y no solamente para eso. Es una mujer grandiosa, una luchadora. Daniel lo heredó de ella, lo de luchador digo, porque, por lo que tengo entendido, en la cocina no se le da muy bien. En fin, que él tiene otros dones.

—Sí, su carrera es impresionante.

—Lo es, todos estamos muy orgullosos de él. Ya está haciendo historia; tanto si gana las elecciones como si no, su nombre será recordado. Ha hecho muchísimas cosas por el estado de Río de Janeiro, sobre todo por su gente. Para muchos Daniel es un hombre un tanto frívolo; ésa no es más que una fachada. Tú lo viste con los niños en la institución; él es así, no puede evitarlo; la gente le llega y eso se debe a que tiene una sensibilidad muy especial. Siempre he pensado que nunca nos ha presentado a nadie porque tenía miedo de enamorarse; es que, cuando eres así de sensible como él, todas las relaciones afectivas son más difíciles de sobrellevar, incluso la de Daniel con su madre. Ambos se preocupan muchísimo el uno por el otro.

Llegamos a la puerta.

Los dos nos sobresaltamos cuando Daniel tiró de ésta, apareciendo allí frente a nosotros, casi de la nada.

—¿Qué sucede? —Sus ojos, cargados de una mirada poco amable, fueron directos a André.

—Nada, solamente conversábamos.

Daniel nos miró por turnos.

—¿Todo en orden, Miranda?

—Sí, todo bien.

De lado, acribilló a André con una mirada y, al segundo, me tendió su mano derecha.

—Ven, acompáñame, te presentaré al resto del zoológico mientras están vivos, porque recién acabamos de llegar y ya siento ganas de asesinar a esos críos.

—No hables así de tus sobrinos.

—No son mis sobrinos.

—Sí, lo son, incluso cuando se ponen insoportables. Anda, preséntaselos, la adorarán tanto como te adoran a ti.

—Mentira, esos salvajes me odian; uno de ellos acaba de mostrarme una chapa de Tasso Covas.

André soltó una carcajada.

—Es su principal contrincante —me explicó.

—Sí, su saludo fue «vote por Covas». Ahí tienes a tu nieto.

—Es un niño.

—Si vuelve a enseñármela, haré que se la trague.

André se carcajeó una vez más.

—Vamos, andando, andando. —Nos arrió hacia el interior de la casa—. Hablaré con él y, si te deja más tranquilo, le daré una de las camisetas que tengo, de esas que encargamos para apoyarte. ¿Quieres que la luzca durante la cena? —le preguntó, y claramente era una broma.

—¡Ja, ja, ja! —soltó socarrón—. Muy gracioso. Déjalo sin postre, eso lo molestará más.

—Daniel. —Reí colgándome de su brazo. Con su mueca me entraron ganas de comérmelo a besos.

—Malcriado.

—Eres adorable —le susurré al oído.

Se volvió en mi dirección y me sonrió.

—Tú lo eres más.

André se alejó unos pasos.

—Lamento esto. Todo esto, ya sabes, André y todo lo demás.

—No lo lamentes, yo no lo lamento. Me alegra estar aquí contigo.

—Sí, seguro; a ver si al final de la noche continúas pensando igual.

Me estiré y besé sus labios.

—Así será. Te amo, Dom.

—Te amo, Miranda.

—Andando, llévame a conocer a esos salvajes que te fastidian con el candidato del partido político rival.

—No es gracioso —dijo poniendo una cara muy teatral.

—Sí lo es y te hace parecer muy dulce.

—No soy dulce.

—Sí lo eres; se te escapa, no puedes evitarlo.

—Mentira, soy un tipo duro. ¿Has olvidado que me entrenó el BOPE?

—No lo he olvidado. Es que ellos no lograron quitarte lo que eres.

—Me hicieron de nuevo, que es distinto.

—Por fuera, puede ser.

—Por dentro también.

Agarré su mentón con una mano y lo obligué a mirarme a los ojos.

—Ya he visto lo que hay ahí dentro y ni rastro del BOPE —rocé sus labios con los míos—, ni rastro —insistí cuando suspiró dentro de mi boca y sus hombros se relajaron, hasta su mirada cambió.

Apreté mi boca contra la suya.

—Estoy loca por ti.

—Estás loca por estar aquí y punto. Vamos, no puedo asegurarte que sea una velada agradable, pero sí que comerás estupendamente; la casa huele a la comida de mi madre y te aseguro que todo estará exquisito...

Entramos y Daniel se puso a explicarme en qué consistían los platos que degustaríamos esa noche.

En un rinconcito de mi mente, para ocuparme más tarde de ellas, alojé las palabras de André para permitirme disfrutar en ese momento de la noche que tenía por delante.

24. Fuego de supresión

Imaginé que la acosarían con preguntas, que no le permitirían dar un paso en falso sin remarcárselo, pues no lo pasarían por alto. Más que conocerla, parecía que intentasen arrancarle todas sus verdades, toda su historia y hasta sus secretos más oscuros. A mi modo de ver, más que curiosidad, fue impertinencia. ¿Qué necesidad tenían de cuestionarle la elección de su color de cabello? No digo que a mí no me interesase saber por qué turquesa, y no violeta o cualquier otro color, pero tampoco me pareció que ellos tuviesen el derecho a hacer aquellas preguntas. Quizá debí hacerlas yo en casa para evitar que ella tuviese que pasar por eso; el caso es que, cuando contestó que el celeste turquesa le parecía un color tranquilo, uno que la retrotraía al cielo y al mar, puso tal cara que me entraron ganas de llevarla a un lado y preguntarle por qué necesitaba llevarlo en el cabello. Me di cuenta de que, por todo lo que sucedía con Nuno, había dejado pasar demasiadas cosas de Miranda sin tomar real cuidado de ella. Por protegerla del peligro en el que nadie más que yo la había metido, suprimía sin querer la parte de su vida que se suponía que debíamos compartir, así como yo había compartido la mía con ella —o quizá, más que compartir, había lanzado sobre su cabeza demasiadas verdades desagradables, al igual que un cubo de agua helada.

Tuve ganas de llevármela muy lejos de allí para que tuviésemos días y días para nosotros solos, para conocerla de verdad y cuidarla de verdad, no simplemente para cuidarla de mí y de lo que yo implicaba.

Con la culpa pesando sobre mis hombros por todos esos fallos que, de llevar yo una vida normal, de ser yo una persona normal, no hubiese cometido, tuve que presenciar su incomodidad ante el interrogatorio que terminó permitiéndome conocer de ella más cosas de las que conocía por haber compartido esa semana de trabajo juntos.

Lo único agradable de ver fue a los nietos de André embobados con ella, con su color de cabello o con las palabras y frases que les enseñó en español.

Suspiré aliviado cuando al fin nos sentamos a la mesa y mi madre me permitió la gracia de sentarla a mi lado.

Con un apretón de mano, procuré pedirle disculpas por la situación también, por la situación y por mis fallos.

Por suerte, en la mesa se habló de la cocina típica brasileña y de fútbol —básicamente del Flamengo, porque, sí, eso era lo único que todos los que estábamos allí reunidos teníamos en común: un mismo equipo de fútbol.

Cuando salió el tema de la política, la conversación se puso un tanto tensa; por suerte mi madre nos sacó a todos de aquella incomodidad generalizada para dejarme únicamente a mí incómodo.

—Pese a todo, el pueblo lo adora igual. Es el candidato de todos porque ha hecho muchísimas cosas por los más necesitados de la ciudad —soltó Tereza después de contar unas cuantas anécdotas de mi infancia que, aisladas del resto de atrocidades que había hecho mientras crecía, me hacían parecer un chico adorable, un caballero ahora; como las veces que ayudaba a nuestros vecinos más mayores a hacer las compras y subirlas hasta sus casas; cuando cuidaba, sin que nadie me lo pidiese, de los niños menores que yo, hijos de nuestros vecinos; las veces que compré comida o di dinero a quienes lo necesitaban, dinero que mi madre creía que era del que yo ahorraba de lo que ella me daba, cuando en realidad era dinero que ganaba en actividades non sanctas, de esas en las que andaba metido con Nuno. Que si defendía a las niñas, que si enfrentaba a niños mayores para evitar que robasen a los más pequeños. En resumen, de boca de mi madre parecía un ángel vengador en vez del desastre que realmente era.

Una parte de mí le agradeció que hablase así de mí, no porque necesitase que me hiciese quedar bien frente a Miranda, sino porque quería que le demostrase que, a pesar de todo, yo podía ser querido si se me daba la oportunidad. Necesitaba que Miranda continuase creyendo que al menos una parte de mí podía ser amada, salvada o lo que fuese.

—¿Pese a todo? —inquirí medio atragantándome con el vino. Bajé mi copa y me limpié los labios con la servilleta, que coloqué otra vez sobre mi regazo—. ¿Cómo es eso?

—Bueno, que te quieren como presidente de Brasil pese a que no tienes mucho de lo que tiene el brasileño típico.

—¿Y qué sería eso? —lancé fingiéndome ofendido.

—Eres pésimo jugando al fútbol —soltó André, y todos rieron.

—No sabes sambear —acotó mi madre.

—Bueno, eso es debatible —rebatí sintiéndome tocado en mi orgullo de brasileño.

—No, no lo es —rio Joana.

—Bailas de pena —intervino uno de los nietos de André—. Con papá te vimos la otra vez en la tele, en uno de los ensayos de la escuela de samba Mangueira. Eres pésimo. Papá dijo que Mel no debería haberte dejado pasar semejante vergüenza, que eras patético bailando.

—¿Ah, sí? —Sentí mis cejas trepar por mi frente y con esa cara miré al que podía llamar cuñado, al hombre que en ese instante tenía ganas de golpear con mi puño, justo sobre su nariz, en medio de los ojos.

—Bromeábamos, eso es todo.

—Tú eres peor bailando, que te he visto.

—¿Dónde? —saltó Flávia—. Si Octavio no baila.

Hecho. En malicia nadie me ganaba. Sonriendo satisfecho, bajé la vista hasta mi copa de vino, la alcé en dirección a Octavio y bebí.

—Tú no bailas —le espetó Flávia a su marido por lo bajo—. Jamás quieres bailar conmigo porque dices que no sabes hacerlo.

Reí por dentro. Los demás se pusieron a hablar de otras cosas.

—No sé, amor, habrá sido en alguna reunión familiar.

—Sí, claro —murmuré yo por lo bajo.

—¿Has ido a algún desfile de carnaval, Miranda? —le preguntó mi madre. Bajé mi copa regresando a algo mucho más interesante: Miranda.

—No, solamente los he visto por televisión.

—Deberías ir alguna vez; es especial.

—Es siempre lo mismo, mamá.

—No lo es y para mucha gente es aquello por lo que espera todo el año. Lo ves, ni siquiera pareces brasileño.

—No a todos nos gusta la samba.

—No parece que hayas nacido en la favela —me dijo mi madre con su dulzura e inocencia de siempre y de cualquier modo a mí el comentario no me hizo ni la menor gracia.

—No sabía que por nacer allí debía ser un tipo de persona en particular. —Eso era lo mismo que decir que, por haber nacido allí, todos deberíamos ser ladrones o traficantes. Bueno, de ese estereotipo no me había librado. Por el rabillo del ojo, noté que Miranda me observaba—. Para bien o para mal, nacer donde nacemos solamente es una parte de lo que somos, el resto son las decisiones que tomamos durante nuestra vida. —Eso mismo; para bien o para mal, yo había tomado las mías y allí estaba.

Sentí que mi rostro se agriaba y que lo ingerido trepaba por mi garganta.

Una mano delicada apareció sobre mi muslo izquierdo.

Miranda.

Su mano me dio un apretón y luego se quedó firme allí, quieta sobre mí, alzando un puente entre ambos, entre nuestras vidas, entre mi vida pasada y ésa con ella, en lo que sería cuando terminase de resolver mi pasado más inmediato e incluso el comienzo de mi vida. Necesitaba dejarlo todo atrás para seguir adelante, para cambiar mi futuro.

Disimuladamente bajé mi mano izquierda y la posé sobre la suya.

Miranda alzó un poco su mano para abrazar mis dedos con los suyos. Otra vez su mano me reafirmó, por motivos que aún no acababa de comprender, que estaba a mi lado.

—Muy cierto lo que dices, Daniel. Es así, donde nacemos no lo define todo; lo importante es lo que hagamos con nuestras vidas, las decisiones que tomemos, lo valientes que seamos para seguir adelante pese a la adversidad. Tú lo has sido, al igual que tu madre. Los dos sois un ejemplo de coraje y de lucha —articuló André con su tono de psicólogo, el mismo que solía utilizar conmigo cuando era joven—. Imagino que Daniel te ha contado al menos una parte de su historia, de la historia de ambos.

Miranda me miró, apretó mi mano y contestó que sí.

—Tereza siempre ha sido una luchadora, ha sabido llevar adelante su vida y la de su hijo pese a lo complicada de su posición. Cuando la conocí, ella estaba decidida a sacar a Daniel de la favela, a buscarle una vida mejor.

Sí, lo que quería mi madre era que yo no terminase como Nuno y que no terminase de enloquecer, que no la enloqueciese a ella con mi locura; no pudo evitarlo del todo, pese a la guerra que dio. Se salvó de algo mucho peor, por suerte, y eso se debió a André. Yo también se lo debía, al igual que tantas otras cosas que no tendría jamás cómo pagarle; él también consiguió evitar que terminase de convertir en un infierno mi vida.

—Conocí a Tereza por casualidad. Yo había quedado viudo un año atrás, mi vida aún era un caos que apenas si podía controlar, mis hijas y yo no estábamos pasándolo muy bien, nos costaba recuperarnos... a ellas, de la pérdida de su madre; a mí, de mi esposa. Ese lunes que nos vimos por primera vez, la señora que trabajaba con nosotros llamó para avisarnos de que renunciaba. Tereza justo pasaba por ahí, ofreciéndose a los encargados de los edificios para ayudar en casas, con la cocina y la limpieza o cuidando críos; venía tocando todas las puertas y yo justo bajaba con mis hijas para llevarlas a la escuela. Le dije que me esperara, que la entrevistaría para trabajar con nosotros. Tereza me enseñó referencias de sobras, pero, aunque no las hubiese tenido, la habría contratado igualmente... es que hay personas que lo dicen todo por los ojos, e incluso con los gestos. Para cuando las niñas llegaron del colegio, allí estaba Tereza con el almuerzo listo para ellas. Las tres congeniaron de inmediato. —André sonrió—. Era un placer verlas allí a las tres, sonriendo y conversando, y yo que no lograba recordar la última vez que había oído risas en la casa...

Vi cómo a mi madre se le llenaban los ojos de lágrimas. A mí me sucedió lo mismo en la garganta, lágrimas que me ahogaban. Sí, mi madre se había ganado al instante el cariño de Flávia y Joana, también el de André. Todo sucedió demasiado rápido y las risas no duraron demasiado, porque, en aquella confianza única que desarrollaron André y mi madre, ella le contó sobre mí, todo sobre mí, incluso mi diagnóstico recién adquirido de bipolaridad, cuyo previo nombramiento hubo arranques de furia y de depresión y una sucesión de malos momentos que le había hecho pasar y que ella adjudicaba a que no había sabido criarme bien, a que yo había crecido sin un padre, a haberme criado en la favela absorbiendo lo peor de allí. Hasta aquel día en que conocí a André, mi madre se rompió la espalda trabajando para intentar darme lo mejor, para intentar poner todo a mi disposición, incluso la terapia que hacía desde que tenía diez años y que de nada servía.

Sentí mi mano ponerse pegajosa sobre la de Miranda, pero ella no apartó la suya; dio vuelta a su palma para pegarla a la mía, para entrelazar sus dedos a los míos y así aferrarme con fuerza.

Como decía, las risas no duraron porque, al hablarle mi madre a André sobre mí, éste insistió en conocerme, en tratarme. Se encargaría de mí absolutamente gratis y le aseguró a mi madre que, si era necesario, se haría completamente responsable de mí. Y lo hizo, lo hizo forzándome, soportando mis gritos y arranques de furia, mis llantos desmedidos, lo hizo incluso en detrimento de sus hijas, de la paz que todavía no conseguían. Yo aparecí en la vida de todos ellos para volver a hacer de sus existencias un suplicio todavía peor del que pasaron con la enfermedad de la madre de Flávia y Joana.

—Todo fueron risas hasta que aparecí yo en escena —solté en voz alta. Tenía que decírselo, no podía seguir ocultándoselo porque podía resolver los asuntos que tenía con Nuno, podía acabar del todo cualquier tipo de relación que tuviese con Márcia, podía incluso descubrir que aquella mujer del viernes pasado continuaba sana y salva con su vida, pero eso que cargaba encima nunca se me quitaría y ella necesitaba saberlo... y yo necesitaba decírselo porque tenía la impresión de que Miranda amaba a un hombre que no era yo.

Apreté su mano y Miranda movió sus ojos hasta mí.

—Cuando mi madre conoció a André yo no pasaba por un muy buen momento. —La mesa quedó en silencio—. Y mi madre se lo contó a André.

Vi que mi madre se ponía tensa; apretó sus manos una con la otra.

—Probablemente debería haberte contado esto antes.

—Daniel —susurró André en aquel tono suyo de psicólogo—, ¿no crees que deberíamos discutir esto en privado?, quizá yo pueda...

Negué con la cabeza.

—Daniel, querido...

—Está bien, mamá. Es que todavía no se lo he explicado y siento que no estoy siendo justo con ella. Además, no es un secreto para nadie aquí en la mesa que estoy loco.

—Daniel, no utilices ese término.

—André, es mejor que sea claro. No quiero continuar engañándola.

—¿Engañándome? —Miranda apretó mi mano como pidiéndome una aclaración. Seguro que me la soltaría en un momento, seguro que en un par de minutos desaparecería por la puerta de entrada para alejarse de mí para siempre, si eso era lo único que le faltaba para darse por vencida y yo ni siquiera tenía ganas de reprochárselo, porque ella soportaba de mí más de lo que yo jamás me hubiese atrevido a soportar de nadie. En fin, que ya sabía que ella era valiente y yo un cobarde; de cualquier modo... mentalmente le rogué que se quedase a mi lado, que intentase comprender, que no me viese de un modo distinto al cabo de que le contase la verdad; después de ponerlo en voz alta necesitaría todavía más esa mirada de amor suya.

—Hay algo que todavía no te he contado.

—Quizá deberíamos enviar los niños a...

—No, déjalos, Octavio.

Flávia me lanzó una mirada de preocupación.

—No se contagiarán de mí por escuchar lo que tengo.

—Daniel, insisto en que esto es algo que deberíamos hacer en privado. Seguro que Miranda lo preferiría así. Iba a proponerte que, si aún no se lo habías dicho, organizásemos una reunión para los tres en la que yo pudiese guiaros hacia un modo de sobrellevar eso juntos.

—Sobrellevar, ¿qué? —Miranda me dedicó una sonrisa triste y preocupada, de esas que se quedan a medio camino para disolverse en una mueca de terror. Sus ojos ya estaban tristes; supongo que, si bien no tenía ni idea de lo que le diría, ella sabía que no era nada bueno.

«No, no lo es, Miranda», le dije mentalmente mirándola a los ojos.

Sentí como si una bala pasase rozando mi oreja, estando yo en un camino descubierto frente a un fuego que recién comenzaba y contra el cual estaba en inferioridad numérica.

No veía al enemigo; sin embargo, sabía que estaba por todas partes.

Disparar en todas direcciones, disparar para que el enemigo no consiguiese alzar la cabeza o tener la oportunidad de apuntar su arma en ninguna dirección, disparar como loco hasta que los refuerzos llegasen para, con una granada o un misil, destruir sus posiciones. Disparar para matar y, si era preciso, enfrentarme cuerpo a cuerpo. Había llegado la hora y ya no tenía ningún valor mantenerme atrincherado; las guerras no se ganan detrás de las trincheras.

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