D.O.M.

D.O.M.


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—Cuando mi madre supo que André era psicólogo, de hecho uno de los de más renombrados del país, le contó sobre mí. Ella había perdido su trabajo por mi culpa, por tener que ocuparse de mí, de mi locura. Cuando tenía quince años me diagnosticaron trastorno bipolar. Mi madre estaba desesperada y recurrió a él porque no tenía los medios para tratarme. —Tragué saliva. Miranda me miraba sin ni siquiera parpadear. En cuanto terminase de reaccionar, saldría corriendo—. Recuerdo que, cuando el médico me dijo que estaba enfermo, que quizá fuese por una anomalía en mi cerebro o tal vez algo que había heredado, yo... —Me quedé sin voz—. No quería tener quince años y estar loco, y tener que tomar medicación como si lo fuese... —Sentí mi cuerpo descontrolándose. Estrujé su mano entre la mía, pero ella no se alejó—. El diagnóstico fue de lo peor que me ha sucedido en la vida y también lo mejor, porque al menos, así, tenía una explicación; eso último no lo comprendí hasta mucho tiempo después. Mi primera reacción fue simplemente negarme a aquello; no quería creerlo. No quería ver a más médicos, no quería tomar aquellas pastillas que me ponían como un idiota y estaba aterrado porque creía que terminaría recluido en un psiquiátrico, perdiendo la cabeza, dejando de ser yo. Simplemente me negué a toda aquella realidad y, cuando mi madre me dijo que André quería conocerme para ayudarme, se lo puse todo más difícil. Cuando más insistían ellos dos en que me tratase, más fuera de mí me ponía. Estaba completamente maniaco y las veces que mi madre conseguía llevarme a la fuerza a la consulta de André, hacía de aquellas horas un calvario para todos, incluidas Flávia y Joana. Por aquel entonces creía que la única persona que realmente entendía lo que me sucedía era Nuno. —Se me escapó una risa seca—. Durante aquel pico maniaco hice muchas cosas estúpidas y autodestructivas. También me emperré en destrozar la vida de todos los que me rodeaban. Lo destrozaba todo, incluido el consultorio de André cuando nuestras conversaciones se me iban de las manos, cuando no lograba contener lo que tenía dentro. Hice de la vida de todos un infierno, hasta que de mi pico más alto caí a lo más bajo que se puede caer. Quería morir y ninguna otra cosa.

Me detuve para verla observarme así en silencio. ¿Por qué su mano continuaba con sus dedos enlazados en los míos?, ¿por qué aún no se había largado de allí?

—Sumido en aquel estado, André se hizo cargo de mí, llevándome a vivir con su familia. Después de eso, jamás regresé a vivir a la favela. —Inspiré hondo—. Mi madre se mudó con nosotros un tiempo después. Unos meses más tarde ellos contrajeron matrimonio. Unos meses más tarde yo ya asistía con regularidad a un psiquiatra. De todas formas, como ya sabes, ése no fue un final feliz: algunas cosas mejoraron, otras no cambiaron. —Hice una pausa, la mesa quedó sumida en el más profundo silencio; solamente se oían los sonidos de la noche allí afuera, en el parque salvaje que rodeaba la casa, sonidos que se colaban por las ventanas abiertas de par en par igual que el aire cálido de la noche con sus aromas.

Por un instante dejé de oler aquel dulce perfume para sentir el rancio de la basura acumulada en los contenedores en la parte baja de la favela, para oler la pólvora de los disparos y mi sudor en los momentos de mayor tensión, incluso llegué a oler el desinfectante de los hospitales en que varias veces había terminado y el extremadamente dulce perfume de Márcia. Olí el perfume de la marihuana y el alcohol de las noches de descontrol. Pensé en el viernes de la semana pasada, en mis últimas semanas, en los desastres que estaba haciendo con mi medicación, tomándola en cualquier momento o incluso no tomándola.

Toda mi existencia colapsó en ese instante, apretujándose en lo que duró un parpadeo de ella.

—Lo siento.

Miranda separó los labios, pero no dijo nada. Vi que sus ojos se empañaban. Su palma también se empapó de sudor, tenía los dedos crispados sobre mí. Sentí su respiración agitada tanto en mis oídos como en el pulso de su mano.

Miedo... terror... así es cuando quedas en mitad de un tiroteo y disparas a todas partes sin ver a tu enemigo, simplemente disparas hacia la dirección de la que crees que llega la ofensiva. Fuego de supresión.

«¡Dispara! —le grité mentalmente—. ¡Dispara o corre, haz algo! Dispara antes de que una bala dé en ti.»

—Daniel... —Una lágrima cayó de su ojo derecho, luego otra de su ojo izquierdo.

—Perdóname.

—Quizá deberíamos darles un momento —intervino Joana.

—No, está bien, quedaos sentados.

Solté aquello en un tono que no dio lugar a réplica.

—También lo lamento. También te pido perdón.

—¿Tú?, y eso ¿por qué?

—Es que yo... —con su mano libre barrió las lágrimas de su rostro y las que estaban a punto de despeñarse desde su mentón.

No paraba de llorar, pero allí seguía, sentada a mi lado, con su torso vuelto hacia mí, con su mano en la mía.

—Yo tampoco...

—Tampoco, ¿qué?

—No he sido del todo...

Un sonido allí fuera, al otro lado de las ventanas, hizo que mi madre diese un respingo. Sonó como algo muy pesado cayéndose.

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé, iré a ver —le contestó André a Flávia.

—No —solté alzando la voz. Tuve un mal presentimiento, o quizá fuese la necesidad de cortar el momento con algo, porque ya no sabía qué más hacer, porque Miranda no se largaba de mi lado.

Hice el amago de ponerme de pie y Miranda tiró de mi mano, impidiéndomelo.

—Daniel, espera. Yo tampoco... debí decírtelo antes... tenía tanto miedo de que te...

Esa vez no fue solamente mi madre la que dio un respingo sobre su silla. Todos saltamos ante lo que reconocí al instante como un disparo.

Miranda soltó mi mano por primera vez.

—¡¿Qué mierda!? —chilló el esposo de Flávia, y todos los niños chillaron y gritaron para encogerse en sus asientos.

Sonó otro disparo y creo que a ninguno de los presentes nos quedó duda alguna de lo que sucedía.

—Daniel —entonó mi madre con cara de horror.

—¡Abajo todos! ¡Bajo la mesa! ¡Ahora!

Otro disparo sonó y, acto seguido, estallaron cristales. En ese instante los niños se echaron a llorar con fuerza.

—¿Qué sucede? —jadeó Joana.

Un disparo más, otro, otro, otro.

—Al suelo, todos —ordenó André perdiendo el control de su tono de voz.

—Daniel... —Miranda volvió a buscar mi mano.

—Te sacaré de esto, te lo compensaré todo, te lo juro, te devolveré tu vida.

—¿Mi vida?

Sonaron más disparos.

—Siento no haberte dicho la verdad.

—¿Qué verdad?

Como una tromba, derribando la puerta de entrada, hicieron su entrada varios de mis guardias de seguridad. En la cocina se oyeron gritos, uno de ellos corrió en esa dirección y los otros dos atravesaron el vestíbulo de entrada, la sala de estar y, esquivando muebles, todavía de cara a la puerta y con sus armas en alto, corrieron hasta nosotros.

—¿Qué cojones sucede?

—Nos atacan. Tenemos que sacarlo de aquí.

Vi que Miranda dejaba de llorar.

—Todavía no sabemos quiénes son, pero han llegado disparando. Hemos sufrido dos bajas, ya hemos pedido refuerzos. Tenemos que sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio seguro.

—No pienso ir a ninguna parte, mi familia está aquí.

—Pero señor...

No le permití decir nada más. Me agaché y del soporte en mi pantorrilla saqué el arma que allí había colocado antes de salir de casa. No pensaba darle, ni a Nuno ni a nadie, la oportunidad de cogerme desprevenido.

Fuera sonó una ráfaga de disparos de un arma más pesada, de un arma de guerra. Eso no era un simple robo y sin duda no era un ataque al azar. Estaba convencido de que esas balas llevaban una firma, la de Nuno. Bien podía ser un error, pero es que casi esperaba eso después de su silencio; ésa era su forma de decirme que no bastaba con lo que había hecho con la intención de cerrarle la boca.

Mi madre sollozó mi nombre. De refilón vi a André abrazarla. Los niños lloraron con fuerza.

—Por favor, baja el arma, Daniel.

No hice caso a la petición de André pese a que sabía que hablaba por mi madre, quien en ese instante lloraba mientras su esposo la ayudaba a agacharse y protegerse debajo de la mesa.

No, ya era muy tarde para bajar el arma.

—¿Cuántos son? —pregunté sin hacerle caso a André o incluso a ellos, que esperaban que yo accediese a que me sacasen de allí.

El hombre que llevaba la voz cantante clavó sus ojos en mí. En un parpadeo meditó sus posibilidades de ganar conmigo y al final se dio por vencido, accediendo a ponerse de mi lado.

—Seis por el frente. Creemos que dos más han entrado por la esquina oeste, cuatro más por el fondo. No estamos del todo seguros, han desactivado las luces exteriores. Hemos repelido el ataque a oscuras. Podrían ser más. Los refuerzos vienen en camino.

Sí, claro, los mismos refuerzos que Márcia se había comprometido a brindarme.

—Bien, tenemos que impedir que entren.

Más disparos volvieron a sonar alrededor de la casa.

—Señor —el guardia me saludó como si fuese su superior militar.

Necesitábamos cubrir puertas y ventanas. Siendo yo quien era, en lo que me había convertido cuando me entrenaron, en lo que conseguí ser después con tanta experiencia en un medio tan hostil como la favela, solté algunas indicaciones con las que nos organicé.

Los hombres se alejaron de mí para tomar sus posiciones.

—Daniel, por favor, deja que te protejan; baja el arma, quédate aquí conmigo, necesito que salgamos de esto con vida, te necesito con vida, necesito contarte la verdad.

Miranda estrujó mis dedos.

—Necesito otro tipo de valentía de tu parte ahora, no ésta; no te expongas.

—Necesito hablar contigo. Por favor.

Alcé nuestras manos hasta su cuello, por esa carne firme que me volvía loco el cerebro y el cuerpo, por esa carne firme que era el puerto en el que podía amarrarme en paz; me aferré a ella.

—No te preocupes. Saldremos de aquí, esto es parte de lo que tengo que resolver para que podamos ser nosotros dos, si todavía quieres que seamos nosotros dos.

—¿Nuno? —Su voz por poco se extingue.

Asentí con la cabeza.

—Claro que quiero que seamos nosotros dos. Te amo y ni te imaginas cuánto. Te necesito y espero que puedas continuar necesitándome, Daniel, incluso después de lo que...

Un potente disparo sonó demasiado cerca por el lado oeste de la casa. Todos gritaron. Miranda y yo nos encogimos sobre nosotros mismos.

Un disparo más. Otro.

Presioné mis labios contra los suyos sin dejar de mirarla a los ojos.

—Te amo y continuaré necesitándote. Quédate aquí, estaré bien si tú estás bien.

Las estampidas empezaron a sonar como en zona de guerra, armas pesadas que estaban destrozándolo todo allí fuera.

Una bala se metió en la casa y dio contra un cuadro colgado en la pared opuesta de la sala de estar. Todos nos echamos al suelo. Los niños gritaron.

Más balas entraron en la casa de mi madre, destrozándolo todo y lastimando esos rincones de nosotros que no dejan cicatriz visible pero, sin embargo, duelen toda la vida.

Nuno pagaría por eso.

Mi móvil sonó.

Con las balas silbando sobre nuestras cabezas y mis hombres repeliendo el fuego como podían, saqué el aparato del bolsillo interior de mi chaqueta.

—¿Qué haces que no tienes un arma en la mano? ¿O es que acaso disparas y hablas por teléfono todo al mismo tiempo?

—Te despedazaré, Nuno, te lo juro, pagarás por esto —bramé furioso.

—Mi dinero, Daniel, quiero todo mi puto dinero. Las cosas no deberían ser así y lo sabes, es culpa tuya; jamás debiste irte de la favela, jamás debiste intentar convertirte en presidente.

—Tendrás tu puto dinero, pero... —No pude ni terminar de soltar la frase, porque Nuno cortó la comunicación—. Hijo de puta —gruñí.

Volví a besar a Miranda.

—Quédate aquí, no salgas de debajo de la mesa. —Apreté su cuello con mi mano, deseando tener la posibilidad de volver a ella lo más pronto posible.

—Daniel...

Abandoné a Miranda con su mano tendida hacia mí.

Fui hasta la ventana y me pegué a la pared; antes de disparar intenté echar un vistazo hacia el exterior para encontrar un objetivo. No se veía absolutamente nada, no sin una mira nocturna. Los disparos sonaban en la parte frontal y en la parte posterior de la casa. Me pareció oír a lo lejos varias sirenas aproximándose.

Yo no tenía mira nocturna, pero alguien debía tenerla, o quizá la luz del interior de la casa fuese suficiente como para delatar mi posición. El disparo dio en el marco de madera del lado contrario de la ventana a la cual me encontraba asomado.

Me pegué a la pared, cargué el arma y, siguiendo el ángulo del disparo que había dado a un metro de mí, disparé una y otra vez como un desquiciado, como lo que era.

Pegué otra vez la espalda al interior de la pared para respirar y fue el turno de quien estaba fuera de contestarme la cortesía destrozando una de las hojas de la ventana y todo lo que había sobre la mesa de apoyo junto a ésta. Trozos de porcelana, piedra y madera volaron en todas direcciones.

Los de dentro no dejaban de llorar y gemir. Todos menos ella, cuya mirada estaba fija en mí, férrea, decidida a todo y sin temor.

Cargué el arma una vez más y disparé. Me devolvieron con ráfagas de dos direcciones distintas. Intercambiamos más fuego hasta que me quedé sin munición. Con un grito les pedí a mis hombres más, y uno de ellos me lanzó un arma y un cargador, los cuales atajé al vuelo.

Las sirenas estaban cada vez más cerca, también los disparos. Los sentía moverse por el jardín, aproximándose, ganando terreno.

Si no llegaban pronto...

Intenté asomarme para disparar una vez más, pero entonces ya no eran dos, sino cuatro —al menos— los que me atacaban.

A ciegas, sacando solamente el cañón de mi arma, solté algunos tiros sin apuntar a nada en concreto.

El espacio ganado por ellos se hizo todavía más evidente cuando la lluvia de balas dio contra la pared, trastocándola. Los proyectiles se movieron sobre toda la pared opuesta, convirtiendo en polvo la mampostería, en astillas los muebles, en jirones los cuadros.

El comedor quedó sumido en una nube de polvo, ruido y confusión tal que no se podía ni ver ni respirar ni reaccionar.

Malditos hijos de puta, que nos tenían rodeados.

La ametralladora se descargó con ganas contra nosotros. Su sonido murió, una fracción de segundo de paz y entonces los disparos de un arma más pequeña empezaron a entrar por la ventana, oí a alguien correr. Otros disparos daban contra los dos hombres apostados de ese lado de la casa, obligándolos a meterse, sin poder responder el fuego.

Las balas continuaban entrando por mi lado. Las balas y...

Hice el amago de asomarme para disparar y no llegué a nada porque una rodilla apareció justo frente a mí, una rodilla que se flexionó para alzar el pie que pateó mi mano, arrebatándome el arma, la cual voló no tuve idea de dónde.

No logré evitar soltar el grito que emergió de mi garganta por culpa del dolor en la mano.

Vi el pie bajar, mi mano caer. Todo mi cuerpo cayó sobre mi lado derecho, al igual con mi mano herida.

Un gruñido, otra patada. La bota dando esta vez en mi parte izquierda, sobre mi hombro, lanzándome hacia atrás como si fuese un mueble barato.

Caí pesado sobre mi espalda, dándome con la nuca contra el suelo de piedra.

Más disparos entraron en la casa.

Una patada más, esa vez en mis costillas del lado derecho. Así, destrozado y todo, reaccioné. Con la mano izquierda y con la otra dolorida, como pude, agarré la pierna que me golpeaba y me aferré a ella.

Su pie quedó por debajo de mi espalda. Rodé hacia mi lado izquierdo, llevándome la pierna conmigo, trabada entre mi espalda y mi codo derecho.

El hombre cayó a mi lado, pero su caída no fue tan estrepitosa como pretendía que fuese; quería derribarlo y en vez de eso cayo de culo justo a mi lado, aguantando la caída con ambas manos. Su otra pierna me pateó justo sobre las lumbares, robándome el aliento.

Lo solté y él, con una patada más, me hizo rodar hasta que quedé otra vez boca arriba, con la vista plagada de destellos blancos y sin poder respirar.

El peso del hombre cayó sobre mí.

Di manotazos y patadas. De refilón vi el arma en sus manos procurando tener a tiro mi frente.

No le permitiría el placer a Nuno de saberme ejecutado como a un cobarde. Me defendería con dientes y uñas.

Mi puño izquierdo dio en su mandíbula. Su rodilla, en mi costado. Más golpes; rodamos uno sobre el otro otra vez mientras los disparos continuaban entrando por la ventana.

Oí a Miranda gritar mi nombre y mis ojos captaron su cabello, que no fue más que un borrón turquesa del cual no podía sujetarme en ese instante.

Un disparo se escapó del arma por la cual luchábamos. Todos gritaron, todos menos Miranda, quien, en vez de hacerlo, me llamó por mi nombre con un tono de voz tan férreo que hizo temblar el suelo debajo de mis rodillas.

Un forcejeo más entre puñetazos y caí otra vez al suelo con el hombre sentado sobre mi abdomen, intentando apartar la boca del arma de encima de mí y lo más lejos posible de mi familia.

—¡Daniel! —el chillido de Miranda me detuvo en seco.

Sonó un disparo que me heló la sangre.

No vi la bala pasar por encima de mí, pero sí sentí el efecto de aquel disparo en el estremecimiento del cuerpo que tenía sobre mi abdomen.

El mundo se descompuso para aquel cuerpo.

La sangre y demás componentes humanos saltaron sobre mi rostro.

Cerré los ojos y tiré del arma por la cual había luchado, arma que aquellas manos, ya flácidas, habían dejado de necesitar.

Antes de quedar empapado en sangre, me quité aquel cuerpo de encima y rodé sobre el suelo para quedar a cuatro patas.

Alcé la cabeza y vi a Miranda de pie, con el arma en las manos; le había dado a aquel hombre justo en la frente y sus manos ni siquiera temblaban.

De un salto me puse en pie, porque ella estaba dura, de pie allí en mitad del camino, cuando las balas todavía sonaban a nuestro alrededor.

Tiré de ella hacia abajo y entonces reaccionó. Miranda tiró sus brazos alrededor de mi cuello.

—Estás bien —entonó su voz, y sonó a una orden—. Estás bien... No vuelvas a dejarme — añadió con la voz rota.

Las sirenas nos rodearon; ya no estábamos solos.

La aparté un poco de mí.

—¿Estás bien? —No veía que tuviese ni un rasguño, pero...

—Lamento no habértelo dicho antes... —Su pecho palpitó descontrolado sobre mí—. Me diagnosticaron la bipolaridad a los dieciocho. Desde entonces estoy en tratamiento. Tengo las pastillas en mi bolso. —Se detuvo—. Tenía miedo de decírtelo porque, cuando me ves, tengo la sensación de que nadie más en este mundo puede verme como tú o entenderme como tú. No quería perderte. He sido injusta, lo sé. Es que tenía tanto miedo de perderte...

Con mi mano sana acuné su rostro.

No sabía si reír o llorar. No la quería enferma de ningún modo, pero eso hasta sonaba casi... gracioso, una locura del destino para unir a dos locos que se amaban y necesitaban como quizá nadie se amase o necesitase en el universo.

Le sonreí.

—¿Es en serio? ¿No bromeas?

—Claro que no. Pregúntale a Dome. Fue él quien me ayudó a mejorar. De no ser por él, no sé dónde estaría; de no ser por él, probablemente jamás te habría encontrado.

—Qué suerte la tuya, me encontraste —bromeé—. Debí decírtelo antes.

—Y yo.

—Te amo.

—Te amo, Daniel.

Atraje su rostro al mío y la abracé con fuerza.

Los disparos cesaron.

25. En la arena y las olas

—Gracias, Mel; no hay nada más que puedas hacer aquí, mejor te largas a descansar. Necesitas dormir —le dijo Daniel guiándola con sus pasos hacia la puerta. Ésta lo seguía no porque quisiese marcharse, sino porque debía de estar demasiado acostumbrada a hacer lo que Daniel le pedía.

Mel llevaba una mueca de compungida en el rostro que era tal que apenas si permitía ver el cansancio que cargaba por toda una noche en vela, una noche de tensión y mucha presión. Es que, además de lo sucedido, todos tuvimos que lidiar con lo que vino después: la llegada de la policía, los medios de comunicación, el miedo de Tereza, André y su familia, los interrogatorios de los investigadores, las declaraciones, el intentar ponernos a todos a salvo... eso por no contar la verdad que nos habíamos soltado el uno al otro casi sin poder creer que teníamos exactamente lo mismo que decir.

El agotamiento físico, el estrés, el temor de sentirse desprotegido... la situación no podía descontrolarse más.

Parpadeé y vi en mis retinas el rostro del hombre al que le había disparado y aún no conseguía aceptar lo que había hecho; no podía creer que hubiera acabado con la vida de un ser humano y, por otra parte, estaba ciento por ciento convencida de que, estando Daniel en peligro de muerte, tal como lo había estado cuando luchó cuerpo a cuerpo con aquel tipo enviado por Nuno, mis dedos hubiesen presionado el gatillo una y mil veces.

Abrí los ojos. Inspiré hondo. De pronto sentí la necesidad imperiosa de llamar a mi madre, de escuchar la voz de mi padre, de llevarme a Daniel muy lejos de allí.

Por la madrugada, mientras la espera en la comisaría de policía se hacía interminable, tuve la oportunidad de hablar con Doménico; lo había vuelto a llamar cuando llegamos allí, tal como él me había pedido, y si bien eso me tranquilizó un poco, tenía la impresión de no poder quitarme de encima un gran miedo que parecía imposible de detener: Nuno.

Giré la cabeza y un poco mi espalda y fijé mis ojos en Daniel, quien una docena de veces me había asegurado que él resolvería ese asunto, que no permitiría que nadie más saliese dañado, que detendría a Nuno... pero en ningún momento explicó cómo lo haría y eso revolvía mi estómago y lo ponía pesado, provocándome náuseas y reblandeciendo mis rodillas.

—Gobernador, por favor... es que no puedo irme así, sin más; todavía no sabemos quién es el infiltrado y si bien la presidenta puso a su disposición...

—Por eso mismo, Mel. Tú ya no tienes nada que hacer aquí; vete a casa y no salgas, y preferiblemente tampoco hables con nadie. Que tu escolta no te pierda de vista.

—Pero es que...

—Ni siquiera te gustan las armas, Mel; no tienes nada que hacer aquí.

Daniel soltó aquello a modo de broma, mas ni a él le hizo gracia. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, su rostro se ensombreció; había intentado echarse encima la culpa de aquel hombre al cual le había disparado, pero no se lo permití; no quería mentiras entre nosotros, no después de habernos dicho toda la verdad.

—Lo siento, cuando me pongo nervioso digo todavía más tonterías que en estado normal —se disculpó ante ambas—. Ve a casa a descansar, Mel. Yo me pondré manos a la obra para resolver esto, para quitarnos a Nuno de encima. Os lo prometo a ambas, lo juro. Sea lo que sea que deba hacer, terminaré con Nuno, lo juro por mi vida.

Por lo que sentí, por la mueca en el rostro de Mel, quedó claro que a ninguna de las dos nos gustó el modo en que sonó aquello.

—Tranquilas —nos dijo a ambas. Puso una mano sobre el hombro de Mel—. Llámame cuando llegues, por favor; quiero estar seguro de que estás bien.

—Puedo quedarme en la casa de servicio, así no tendré que...

—Mel, no me lo tomes a mal, pero te quiero lo más lejos posible de aquí y no es porque no quiera verte. No quiero tener que pasar contigo lo que he pasado con mi familia, ¿queda claro?

Mel movió sus ojos hasta mí.

—A ella, por desgracia, no es tan sencillo sacarla de este embrollo. Mel, me importas, por eso te pido que te largues.

—Yo podría serle de ayuda...

Daniel la interrumpió alzando una mano.

—No, es algo que debo resolver yo solo. Hoy mismo intentaré conseguir el dinero que le debo a Nuno y acabar con esto.

—Es ridículo que quiera hacerlo solo cuando Nuno tiene ojos y oídos sobre usted, impidiendo que pueda dar un paso sin que él se entere.

—Es ridículo que quieras inmiscuirte en mis problemas sabiendo eso.

—Cuando acepté este trabajo, me comprometí con usted a ayudarlo en todo lo que pudiese.

—Me ayudarás regresando a tu casa, Mel.

—Al menos dígame a quién...

—No, no por ahora, Mel. Ya lo sabrás, no lo dudes.

—Pero...

Daniel abrió la puerta. El guardia que estaba al otro lado, en posición de firme, se dio media vuelta.

—La señorita Rocha se retira.

La voz de Daniel sonó contundente al dirigirse al agente de seguridad.

—Sí, claro. La escoltaremos hasta su casa.

—Confió en que llegue sana y salva, segura de verdad, no como mi madre...

El hombre no supo hacia dónde mirar.

—Sí, claro, señor.

—Hablaremos luego, Mel.

La asistente le dedicó una mirada de súplica; al final cedió, dando media vuelta para descender los escalones que alzaban la casa despegándola del jardín que la rodeaba.

La casa quedó en silencio cuando los pasos de Mel, alejándose, dejaron de oírse. Daniel no se movió de la puerta durante un par de minutos, imagino que hasta que la vio cruzar la verja exterior. No necesité que ni él ni nadie me explicasen que estaba preocupado por ella.

«Por ella y por todo», comprendí cuando giró sobre sus pies para enfrentarme y cerrar la puerta.

—Esto es una maldita pesadilla y soy el responsable. Todavía no entiendo cómo es que no me di cuenta antes de lo que hacía, del hombre en el que estaba convirtiéndome, del lugar al cual estaba llevando mi vida. En la arena y las olas de las playas a las que mi madre me llevaba cuando teníamos algo muy especial que celebrar quedó lo que era, lo poco bueno que había en mí.

—No digas eso.

Cerró la puerta y comenzó a andar en mi dirección.

—¿A quién le pedirás el dinero? Escucha, Daniel —alcé las piernas sobre el sillón y allí me levanté sobre mis rodillas—, quizá con lo que Mel pueda prestarte, con algo más que Márcia pueda darte, eso sumado a lo que podría pedirle a mis padres y a Dome... tengo otros conocidos que tienen...

Daniel se detuvo en seco a mitad de camino del sillón y me miró mal.

—¿Pedirle a tus padres? ¿De verdad quieres que les dé más motivos para odiarme? Si todavía no han venido a buscarte a la fuerza imagino que es porque no tienen ni la más remota idea de que te encuentras aquí conmigo. Te oí discutir con tu amigo. No puedo reprocharle que esté furioso.

—No pienso dejarte —gruñí, puesto que su primera reacción cuando salimos de la comisaría de policía fue poner a Mel a trabajar para conseguirme un billete de avión con el que enviarme a casa, incluso le ordenó que buscase un lugar más distante en el que pudiese ocultarme que Buenos Aires. Oí la palabra Suiza y me puse como loca; en modo alguno me largaría al otro lado del planeta abandonándolo allí. Le expliqué que probablemente fuese tarde para eso, que Nuno había dicho que era tarde para eso, que quedaba claro que a su amigo no lo detendría ni la distancia ni nada. Mi intención no fue hacer que se sintiese todavía peor por lo que sucedía, pero eso logré; por eso insistí una y otra vez en que no pensaba dejarlo, que no quería dejarlo, que lo que tenía con él era una de las mejores cosas que me habían ocurrido en la vida. Él se carcajeó, me contestó que estaba loca y mi respuesta fue decirle que sí, que lo estaba, igual que él, por eso sentíamos lo que sentíamos, por eso estábamos juntos.

—Quisiera enviarte lejos... no sé qué me da más temor, si tenerte aquí o perderte de vista.

—No me perderás de vista. Ahora bien, dime de una vez a quién le pedirás el dinero.

—Te lo dije, a alguien que me debe mucho más que dinero.

—Un nombre, Daniel —insistí.

Éste caminó hasta el sillón y, en silencio, se acomodó a mi lado para coger mi mano derecha entre las suyas.

—De pequeño tenía la creencia de que la playa era un lugar místico, una suerte de paraíso donde todo era posible, porque allí iba la gente que tenía una vida muy distinta a la mía, ese tipo de vida que yo consideraba de ensueño. Vidas cuyas noches no eran acunadas por gritos y disparos, vidas que no conocían el terror, ni el hambre ni la necesidad, vidas con futuro. La playa y todo lo que ésta envolvía me parecía mágico, perfecto. Intentaba que eso se adhiriese a mi piel cada vez que mi madre tenía la oportunidad de llevarme, cuando no trabajaba o cuando no teníamos otras cosas que hacer en casa. La playa y lo que la rodea era ese lugar maravilloso que le había dado a mi madre su primer sueño, un sueño casi como de Cenicienta o algo así, una historia de cuento de hadas que se suponía que acabaría bien —hizo una pausa—, que no acabó bien porque el príncipe se largó.

—Tu padre.

Daniel inspiró hondo y parpadeó.

—Mi padre.

—¿Lo conoces?, ¿sabes quién es?

—Mi madre sabía su nombre; su apellido, durante mucho tiempo, fue una mancha borrosa imposible de leer. Por aquel entonces mi padre estaba de paso por la ciudad por cuestiones de trabajo; hablaba un poco de portugués, pese a que su idioma natal era muy distinto al nuestro. Se las ingeniaba para hacerse entender; era muy simpático, zalamero; le agradaba a todo el mundo, según mi madre, y, a quien no le gustaba desde un principio, se lo ganaba; ella dice que eso lo he heredado de él. Mi padre pasó tres meses en Río de Janeiro; en su segunda noche aquí ya tenía a mi madre completamente enamorada de él. Como buen hijo de puta, le prometió toda clase de tonterías, pero lo peor que le hizo fue prometerle que la amaría por siempre, que nunca la abandonaría.

—Y fue lo que hizo. —Mi voz apenas si salió. Una profunda pena, tanto por la madre de Daniel como por él mismo, me invadió.

—Eso hizo —convino aferrándose con sus dos manos a la mía—. Cuando mi madre supo que estaba embarazada, él ya estaba muy lejos de aquí y ella ni siquiera sabía dónde.

Daniel se quedó en silencio y yo no le dije nada; comprendí que necesitaba su tiempo para soltar lo que llevaba dentro.

—Odié a mi padre, lo amé y necesité, todo por épocas, dependiendo de cuál fuese mi situación o la de mi madre, dependiendo de lo mucho que lo necesitase a mi lado, lo mucho que me hiciese falta un padre, lo muy enojado que estuviese con la vida por tener que ver a mi madre trabajando sin descanso de lunes a lunes para poder poner comida en nuestra mesa, para poder calzar mis pies o comprar mis libros de escuela, para pagar mis médicos y medicinas, para poder pagar un poco de paz para su mente. Más que nunca lo odié cuando me dijeron que era bipolar, porque el médico nos explicó que podía ser hereditario y nadie en la familia de mi madre había sufrido esa enfermedad mental. De lleno le eché la culpa a él por abandonar a mi madre, por dejarla sola con un hijo como yo, que siempre había sido y continuaría siendo una carga.

—Daniel...

—Dime que nunca has tenido la sensación de que eres lo peor que podría haberles sucedido a tus padres.

Sí la había tenido.

Asentí con la cabeza al tiempo que la saliva dentro de mi boca se amargaba.

—He tenido ganas de enfrentarlo y partirle la cara infinidad de veces. —Me sonrió—. Sí, eso no resuelve nada —soltó en un suspiro.

—¿Cómo lo encontraste?

—Es el beneficio de tener un cargo público, de contar con los contactos con los que cuento, por decirlo de un modo elegante. De pequeño soñaba con encontrarlo allí mismo, en la playa, de reconocer de casualidad mi rostro en el suyo; tenía la estúpida esperanza de que él desease volver. Por supuesto que nunca lo hizo; su vida no se modificó en lo más mínimo el día en que todo cambió para las nuestras. Él simplemente siguió adelante como si nada. —Daniel hizo una pausa—. Tenía un nombre, un apellido que quizá estuviese mal escrito, un país de procedencia... removí cielo y tierra para dar con su identidad, al menos con el modo en que se había identificado aquí en aquella época; lo hice porque desde los quince años me juré a mí mismo que daría con él.

Los ojos de Daniel se perdieron en la pared de enfrente. Estaba ojeroso, su cabello lucía opaco, sus ojos tenían un brillo no del todo agradable. Me pregunté cuándo había sido la última vez que había tomado su medicación, la última vez que había hecho terapia; había dicho que los últimos meses para él habían sido muy desorganizados, que le costaba cuidarse, que nunca le había gustado vivir como un enfermo; dijo que podía controlarse, que estaba bien... Al verlo así supe que no todo debía de estar bien, y con toda la razón del mundo, no solamente porque llevase un tiempo sin medicarse o sin ver a un especialista, sino porque, además, esa situación era el caldo de cultivo ideal para generar una crisis por culpa del estrés.

Acaricié su cabello y él le dio un suave apretón a mi mano.

—Márcia sabe todo lo relativo a mi padre. Fue ella quien puso a mi disposición muchos de los servicios de inteligencia del país para rastrearlo, para terminar de ubicarlo, puesto que al principio gaste mucho del dinero que comencé a ganar en la política, dinero que incluso pedí prestado, en investigadores que me ayudasen a dar con él. Lo encontré hace dos años. Tener frente a mí una foto suya... saber de su vida, de su familia, de sus negocios, incluso vi fotos de mis abuelos, que todavía están vivos... —Frunció el entrecejo y se quedó en silencio otra vez, con la vista fija en la pared—. Encontrarlo fue volver a sentirme fuera de lugar, fuera del mundo; fue como si me lanzasen de una patada otra vez a la favela, como si me repitiesen a cada segundo lo imperfecto que soy, lo enfermo que estoy y lo problemático que soy.

—No digas esas cosas, Daniel.

—Es lo que es.

—Sea quien sea tu padre, lo que sucediera con él no te define, ni tampoco tu enfermedad.

—No te imaginas lo mucho que te admiro. Me gustaría tener tu seguridad, tu confianza. A ti no... a mí a veces mi enfermedad me controla, aunque no tenga síntomas.

—Pues no se lo permitas, porque no es así. No eres tu enfermedad, eres un ser humano fuerte y luchador que ha seguido adelante, que ha peleado por lo que quiere.

Daniel movió sus ojos hasta mí.

—Lo que quería... Ahora, hoy, estoy luchando por lo que realmente quiero: una vida de verdad junto a la persona que amo.

Esa vez me tocó a mí el turno de apretar sus manos.

—Tus padres tienen suerte de tenerte y tienes suerte de tenerlos a ellos, de tener a Doménico y a Patricia. No diría que fuiste muy afortunada al toparte conmigo —soltó con sorna, sonriéndome.

—Idiota. —Le di un golpe de broma en el pecho y, a continuación, lo abracé pasando mi mano libre por detrás de su cuello.

—¿Tuviste la oportunidad de conocer a tu padre, de decirle quién eras?

Daniel espió en mi dirección por el rabillo de sus impresionantes ojos. Apretó los labios.

—Sí, lo conocí personalmente hace poco más de un año.

—¿Y qué dijo?, ¿qué hizo cuando le confesaste quién eras?

Me dedicó una sonrisa triste.

—¿Lo puso en duda?, ¿te despreció?

—No, para nada. Le gustó conocer al gobernador del estado de Río de Janeiro y candidato a la presidencia.

—Pero... él...

—Él no tiene ni idea de quién soy.

—¿No le dijiste quién eras?

—No. Me presenté ante él decidido a hacerlo, viajé al puto culo del mundo para verlo, para enfrentarlo y, cuando al final lo tuve delante, fui incapaz de contarle la verdad.

—Daniel...

—Sí, soy patético, ésa es la verdad debajo de la brillante fachada.

—No, no he dicho eso ni tampoco lo pienso. —La pena por él me invadía—. Lo que quería decir es que me parte el corazón que pases por esta situación.

Daniel me sonrió, giró la cabeza y plantó un beso increíblemente dulce en mi mejilla.

—Lo cierto es que soy un cobarde; me pasé meses removiendo cielo y tierra para poder conseguir una entrevista con él y, cuando al final la obtuve, solamente conseguí hablarle de las excusas que utilicé para llegar a él. No pude decirle la verdad.

—¿Qué excusas?

—Mi padre dejó a mi madre porque tenía una carrera con un futuro prometedor por delante. En el momento en el que conoció mi madre trabajaba para una gran cadena de hoteles que tiene establecimientos por todo el planeta, pero él estaba a punto de embarcarse en un nuevo proyecto, uno que le brindó la posibilidad, al cabo de un tiempo, de darle un nombre a su propia cadena de hoteles de superlujo. Por lo visto es muy bueno haciendo negocios, porque le sobra el dinero, casi le sale por las orejas —bromeó—. Suena gracioso, pero es así de real. En sus hoteles se alojan los ricos y famosos, los presidentes y demás altos mandatarios de todo el mundo tanto en las principales urbes políticas y de negocios como en parajes paradisiacos del Caribe y otros tantos rincones muy privados. Suiza, Londres, Hong Kong, Tokio, Moscú, Nueva York, Roma... mi padre tiene hoteles por todos lados, incluso aquí mismo en Río, en Copacabana, y tú me acompañaste a uno de ellos.

Abrí los ojos de par en par, casi lo había intuido.

—Averigüé a qué se dedicaba él y por eso puse en marcha un proyecto para fomentar nuevas operaciones hoteleras en el país. Viajé a Europa para reunirme con varios empresarios, uno de ellos era él. Fue con el que más congenié. Mi padre estaba muy interesado en construir un hotel aquí y, cuando le hablé de nuestro proyecto, en el cual él saldría beneficiado porque proponíamos descuentos en impuestos y demás, fue inmediato. En una cena cerramos el trato, y el otro día asististe a la inauguración oficial del hotel que él mandó construir después de nuestra reunión. He estado tratando con él durante todo este tiempo sin tener el valor de contarle la verdad, de decirle quién soy.

Nos quedamos mirándonos en silencio.

—¿Le pedirás el dinero a tu padre para pagarle a Nuno?

Asintió con la cabeza en un movimiento pausado que conllevaba una situación crítica para él. Ése no era un «sí» cualquiera, era un «sí» que podía cambiar su vida para siempre, en más de un aspecto, imaginé.

—Mi padre llega hoy a Río. Tenía una agenda muy complicada y por eso no pudo venir para la inauguración, pero quiere ver con sus propios ojos cómo ha quedado el hotel y me pidió que nos reuniésemos. Por lo visto está muy satisfecho y, como además ha oído por ahí que soy el candidato a presidente con más opciones, está tentado de que le eche una mano para abrir más hoteles en el país. Ya tenía planeado verme con él esta noche.

—¿Planeabas decírselo?

—Llevo tanto tiempo deseando poder decirle la verdad... el caso es que, guardármela para mí desde que lo encontré, hace que me sienta la mitad de lo que podría ser. Sabía que un día vendría y me juré que, cuando él estuviese aquí, donde todo comenzó, lo enfrentaría para confesarle la verdad. Al principio me dije a mí mismo que no me importaba una mierda si me aceptaba o no, solamente quería demostrarle en lo que había logrado convertirme sin su ayuda, sin ni siquiera saber de él; quería que fuese una suerte de revancha. Dentro de mi cabeza ese discurso de «¿lo ves?, intentaste jodernos la vida y no lo conseguiste» sonó muy bien durante mucho tiempo. Si hasta me hacía feliz tener la oportunidad de restregarle por la cara el hecho de que, solo y saliendo del lugar del que salí, había conseguido una posición de poder que... —Daniel se detuvo; vi su cuello ensancharse cuando tragó. Sus ojos se pusieron cristalinos—. Lo que en realidad necesitaba era un padre, eso era todo lo que deseaba. Ahora necesito de alguien con su dinero para que me saque de este apuro para siempre —articuló con los dientes apretados.

—Sabes bien que no es eso lo único que necesitas de él.

—Haré que me dé ese dinero.

—El dinero no cambiará lo que sientes. Y de lo que tienes miedo es de su reacción, de que le cueste aceptarte. No me engañas con esa pose fría. Es tu padre, Daniel, y lo que hiciera en el pasado no es necesariamente lo que va a hacer en el futuro.

—Pues, si no le intereso como hijo, deberá pagar.

—No hay dinero posible que compre lo que necesitas. Sí, puedes cerrarle la boca a Nuno, sacarlo de tu vida, pero ¿qué hay de tu paz, de poner orden en tu historia? ¿Qué hay de poner en orden tu mente, de darle paz a tu mente?

—Me haré responsable de todo lo que deba hacerme responsable, es sólo que no creo que ni mi padre ni tú, tampoco mi madre, queráis continuar sabiendo de un asesino. Haré que Nuno me diga la verdad sobre lo sucedido ese viernes y si yo... —otra vez se detuvo—, si lo hice, me entregaré a la policía, sin titubear. Lo siento, lamento que te hayas enamorado de alguien que no sabes realmente quién es; ni siquiera yo sé quién soy.

Mirándonos a los ojos, nos quedamos así algunos segundos. Yo ya no sabía qué decir o qué hacer; no podía creer que hubiese asesinado a alguien, ni siquiera habiendo estado tan perdido por el alcohol o lo que fuese. Daniel era un hombre asustado, un hombre con un pasado a medias, muchas necesidades y una enfermedad que le impedía ver el mundo del mismo modo en que lo ven todos los demás; en ese último aspecto nadie lo comprendía mejor que yo: dolores que duelen por millones todos juntos en un milisegundo; felicidades tan intensas como sintéticas que, cuando se largan, te dejan vacío. No poder confiar en ti mismo porque no sabes cuándo eres tú o cuándo es la enfermedad. Yo al menos había tenido a mi alrededor un entorno estable, Daniel solamente tuvo carencias, creciendo en un entorno por momentos violento, sintiéndose que no era bueno para nadie, que nadie merecía el castigo de tenerlo cerca.

Me dio vergüenza por las veces que sentí que la vida no había sido justa conmigo, porque había sido mucho menos justa con él.

Di un salto sobre el sillón cuando mi móvil, que estaba sobre la mesa de café justo por delante de nosotros, soltó el «boing» que indicaba que un mensaje había entrado, luego otro, un tercero, un cuarto y un quinto.

Un número no identificado.

—¿Quién es? —me preguntó Daniel al tiempo que yo abría los mensajes.

La aplicación se desplegó en la pantalla de mi móvil para mostrarme cuatro fotografías que, ante el primer parpadeo, no conseguí identificar.

Mi cerebro tradujo aquellas manchas rojas en un miedo gélido que me hizo encogerme sobre mí misma en el sillón.

Eran fotografías del interior del automóvil de Daniel, más precisamente del asiento del acompañante de su vehículo.

Por debajo, un texto.

Dile que jamás debió dejar la favela. Nos engañó. Le dio la espalda a lo que somos. Lo lamentará, haré que lo lamente.

Sin que ni siquiera hubiese tenido oportunidad de ver su mano venírseme encima, Daniel me arrebató el teléfono. Estudió la pantalla, como mucho, durante dos segundos.

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