D.O.M.

D.O.M.


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—Sí, lo es. Ni te molestes en lanzarle miraditas. Imagino que a él lo único que puede interesarle de ti es tu ropa interior, para pedírtela prestada, o incluso tus maquillajes. Bueno, en realidad ni eso, ya debe de tener sus cosas.

A través del espejo, Vera me sonrió con timidez.

—¡Estás loca, mujer!

—Anda, quédate quieta o no estarás lista para salir a la pasarela, e imagino que querrás verte bien. Este desfile es demasiado importante.

Vera, sonrojándose un poco debajo de la capa de maquillaje que le habían aplicado un momento atrás, enderezó la cabeza para permitirme continuar con mi trabajo.

Volví a tomar su cabello entre mis dedos.

—¿Qué has comido hoy? —solté simulando que era una pregunta de pasada, sin darle importancia, cuando sí la tenía; juraría que lucía más delgada que una semana atrás, cuando nos vimos para el desfile de un diseñador de trajes de baño.

—No recordaba que tú fueses mi madre.

—No lo soy. Allí hay plátanos. —Con el cepillo que tenía en la mano izquierda, le indiqué la bolsa que estaba a un lado de mis utensilios de trabajo. Desde hacía un tiempo se había instalado en mí la costumbre de llevar comida a los desfiles por chicas como Vera, quienes, dando sus primeros pasos en las pasarelas, tenían el hábito de matarse de hambre sin piedad. Ella se quejaba de que estaba quedándose calva y yo sabía que eso, en gran parte, tenía que ver con lo mal que se alimentaba—. También hay galletas de avena. Las he hecho yo —acoté esto último cuando, por el reflejo en el espejo, la vi alzar sus ojos hasta mí—. No me mires así; es cierto, intento aprender a cocinar. Éste es mi segundo intento de hacerlas; las primeras fueron a parar a la basura. En verdad tienen buen sabor... adelante, prueba una. Si no me contestas a la pregunta de qué has comido hoy es porque no has comido nada, y yo necesito tener cabello que peinar para poder conservar mi trabajo y no tener que regresar a Buenos Aires, y si no comes te quedarás calva y entonces...

—Bien, bien... —resopló Vera fingiendo fastidio para moverse hacia la bolsa.

No me quejé porque su cabello se fuese del alcance de mis manos otra vez.

Vera apartó los plátanos y no cogió una galleta, sino dos.

Me vi a mí misma sonreír abiertamente.

—¿Juras que no caeré muerta sobre la pasarela por culpa de una intoxicación? —Abanicó sobre su muslo las dos galletas que tenía en la mano izquierda.

—He comido alguna en el desayuno y aún sigo viva.

Sonrió y partió un trozo, que se llevó a la boca, poniendo especial cuidado en no arruinar su maquillaje.

Volví a mi trabajo.

—Saben bien —dictaminó con la boca llena.

—Te lo dije.

—Mi madre cocina estupendamente —comentó un instante después.

Vera me había contado su historia unos meses atrás, en abril, cuando nos conocimos en la primera tanda de desfiles del São Paulo Fashion Week; ella por entonces era una novata en las pasarelas y yo, una recién llegada a Brasil. Vera cayó en ese mundillo directamente desde el interior del país, procedente de una ciudad pequeña, y yo, de Buenos Aires, una ciudad mucho mayor, pero las dos estábamos igual de perdidas.

Una leve punzada de angustia atravesó mi pecho. Demasiados recuerdos. Por aquel entonces yo también estaba demasiado delgada y la comida no me despertaba demasiado interés; por aquellos días nada me lo despertaba.

—¿La extrañas? A tu madre, digo.

—Sí —contestó con una sonrisa triste que cambió al instante para llenarse de energía—. Esta semana vendrá a visitarme. Aún no conoce Río. Vendrá y pasaremos un poco de tiempo juntas antes de que me marche a Europa para la temporada de desfiles.

—¡Eso es excelente! Me alegro mucho por ti. —Sabía lo mucho que echaba en falta a su familia desde que se había mudado allí, a un piso que compartía con otras tres modelos, un piso que pagaba su agencia.

—Serán solamente unos días, pero me muero por verla.

Nos quedamos en silencio una vez más, ella comiendo, yo peinándola y pensando en el apartamento que compartía con una carioca un tanto loca, rememorando mis días allí, y mis días antes de llegar allí. Mi cerebro se desvió hacia la noche anterior. Sí, lo había pasado bien, me había divertido, lo había disfrutado; sin embargo, nada cambiaba la noche pasada o el buen sexo que hubiese podido tener.

Mi vista se nubló sobre los dedos de mi mano derecha, sobre el león que tenía tatuado en la primera falange del dedo anular.

Me entraron ganas de llamar a Doménico para conversar un rato con él, para que me contase cómo le iba la vida y cómo estaban nuestros amigos en común, para que me dijese cómo iba todo en su gimnasio y si tenía pensado pasar unos días por allí. Necesitaba encontrar frente a mí un rostro conocido, uno que no perteneciese a esa ciudad, uno mío de antes.

Lo llamaría en cuanto tuviese tiempo.

Me esforcé por enfocar la vista, por mantenerme serena y, sobre todo, por no dejarme arrastrar hacia abajo por la marea negra que siempre permanecía allí latente, pese a que últimamente me sentía mucho más centrada y tranquila, lo cual se lo debía a esa carioca un tanto especial que compartía su hogar conmigo. Con ella me había topado de casualidad en San Pablo al día siguiente de llegar allí con la comitiva de una revista de moda de Buenos Aires con la que había viajado a aquella ciudad para realizar una sesión de fotos. Conocí a Patricia en un mercado en el que ella compraba hierbas y cosas naturales para reabastecer sus reservas, mientras nosotros realizábamos fotos en ese mismo lugar, con las modelos, para la publicación.

Patricia se me acercó para preguntarme cómo había hecho para teñirme el pelo de turquesa, porque ella deseaba ponerse las puntas de rosa. Una cosa llevó a la otra, nos pusimos a conversar de todo y de nada, me contó que estaba en la ciudad haciendo un curso de medicina alternativa y, no recuerdo cómo, le solté lo de mi enfermedad. Ella me explicó que muchas de las medicinas que practicaba ayudaban a los que padecían lo mismo que yo.

Patricia tuvo que partir para regresar a su curso en el otro extremo de la ciudad y yo tuve que seguir con mi trabajo; intercambiamos teléfonos y esa misma noche volvimos a vernos. Hablamos y hablamos durante horas. Me contó que era carioca, que buscaba a alguien con quien compartir gastos porque deseaba mudarse a un piso más grande en el cual pudiese instalar, también, un consultorio más cómodo. Le expliqué que en realidad no tenía demasiado por lo que volver a Buenos Aires.

El destino acabó de confabularse, ya que la sede brasileña de la revista para la cual trabajaba ocasionalmente en Argentina, maquillando y peinando para sus producciones de moda, me ofreció encargarme de dichos aspectos para una sesión de fotos que iba a realizarse en Petrópolis, en el estado de Río.

Patricia regresó a Río a la mañana siguiente, pero, antes de irse, me dejó la dirección de su casa para que la visitase.

Dos días más tarde llegué a Río; en vez de instalarme en un hotel, fui a parar a su piso y de allí ya no me fui... porque aquella carioca me cayó bien al instante, porque no me interesaba regresar a Buenos Aires, porque confiaba en que ella podría ayudarme más que toda la medicación que tomaba, más que todas las sesiones de terapia. Patricia irradiaba paz, y si bien su paz, de vez en cuando, me sacaba de quicio, también era lo que necesitaba cuando todo lo demás me superaba.

Conseguí más trabajos en la ciudad para la misma revista y para otras, para desfiles e incluso para presentaciones de teatro y televisión, y luego ya no me quedaron ganas de irme, porque con Patricia encontramos un lugar perfecto en el que instalarnos en Copacabana, porque me enamoré de Río, de los cariocas, del modo en que huele el aire, de los bares frente a la playa, de la música, del buen humor de los de allí, de la comida, las frutas, la vegetación, de absolutamente todo, y adopté ese sitio como mío como jamás hubiese querido ningún otro lugar en el mundo.

Patricia comenzó a tratarme con todas las técnicas habidas y por haber, y un par de meses después de esa primera Semana de la moda de San Pablo, yo ya había ganado algo de peso, me sentía más fuerte tanto física como anímicamente, y estaba dispuesta a cambiar mi vida.

¡Y cómo había cambiado!

Vivir con una persona vegana que considera su vida como parte de un todo termina contagiándote un poco de esa otra vida que nunca hubiese creído posible adoptar. Había dejado de fumar, casi no bebía, practicaba yoga, permitía que Patricia me dejase como un puercoespín de agujas de acupuntura y cada vez dependía menos de la medicación.

También salía a correr e iba al gimnasio, pero eso no era influencia de mi compañera de piso, sino de la ciudad; para aquella carioca, los gimnasios eran un antro de vanidad y quizá su apreciación no estuviese del todo desacertada; de cualquier modo, mi vida en ese momento no se parecía demasiado a la que llevaba antes de conocer a Doménico, y sin duda no era ni remotamente similar a la de antes de toparme con Patricia.

Agradecía contar con aquellos dos seres en mi vida.

Volviendo a la ola oscura que amenazaba con abalanzarse sobre mí...

En cuanto regresara a casa le pediría a Patricia que me ayudase a armonizarme o algo por el estilo, porque no deseaba tener una crisis, no después de casi cuatro meses de no padecer una; ni siquiera me apetecía permitirme sufrirla, porque en realidad no había motivos para tenerla y, si bien mi cerebro y todo mi organismo no necesitaban de grandes desencadenantes —porque eso, más que nada, era culpa de mi enfermedad, no de agentes externos—, odiaba someterme a mi trastorno. No pretendía ser simplemente mi trastorno, y era eso mismo lo que sentía cuando me daba un episodio maníaco o uno depresivo; ambos extremos me hacían sentir igualmente fuera de control.

—Miranda...

La voz de Vera me trajo de regreso al backstage del desfile de un importante diseñador francés que iba a presentar su última colección en Niterói, en el estado de Río, en ese icónico emplazamiento que era el Museo de Arte Contemporáneo, con unas espectaculares vistas.

—¿Sí? —entoné saliendo de aquel lugar en el que me encontraba sumida.

—¿Todo bien?

Reparé en que solamente le quedaba una galleta.

—Sí, todo en orden —le contesté y continué peinándola.

—Realmente están muy buenas —añadió alzando la galleta.

—Me alegra que te gusten. Seguiré probando recetas.

Otra vez silencio, pero uno un tanto más relajado. Me concentré en el trabajo y ella, en comer, mientras intercambiábamos alguna que otra mirada.

—Este lugar es estupendo, ¿no te parece? ¿Habías estado a Niterói antes?

—Sí, pero no había venido al museo. Este sitio es irreal, y la panorámica... Se ve el Pan de Azúcar desde aquí.

—Sí, ya me he dado cuenta. Fuera lo han dejado todo muy bonito para el desfile y, según dicen, estará lleno de personalidades; acudirán un montón de actrices, cantantes y otros famosos de fuera.

—Sí, algo de eso he oído. Éste es un desfile verdaderamente importante. Es una gran oportunidad para ti.

—Y para ti —me contestó ella—. ¿Irás a la fiesta luego?

—No, Vera, los peluqueros y maquilladores no estamos invitados.

—¿No?

Le sonreí y negué con la cabeza.

—Además, no estoy para fiestas. Quiero largarme a casa a descansar; necesito quitarme los zapatos y darme una ducha, y dormir veinticuatro horas seguidas. Esta temporada amenaza con acabar conmigo.

Rio.

—Sí, sé a qué te refieres. Vosotros también trabajáis muy duro. Como tú, daría cualquier cosa por poder dormir muchas horas seguidas. De todas maneras, me entusiasma lo de esta noche; habrá muchos actores y nunca he tenido la oportunidad de ir a una fiesta en el Copacabana Palace. Solamente he pasado frente a sus puertas una vez, eso es todo. Me muero por ver cómo es por dentro. Allí siempre se alojan todos los actores que vienen del extranjero.

—Sí, lo sé. Pues bueno, disfruta de la noche, cielo.

—Si quieres, puedo hablar con alguien para intentar que puedas entrar en la fiesta.

—No es preciso; de verdad que mi plan para esta noche es un baño de espuma. —Y quizá unos traguitos de whisky que escondía de los ojos de Patricia.

—¿Segura? Lo pasaríamos bien.

—Sí, segura. Gracias, pero es que necesito descansar.

Vera me sonrió una vez más y continuó comiendo su galleta a bocados pequeñitos.

Pasaron un par de minutos.

—¿Sabes que va a venir el gobernador? El de aquí, digo, el que se presenta para presidente en las elecciones de este año.

—No, no lo sabía... pero era previsible que, estando en plena campaña, aprovecharía para pasearse por aquí también.

—Bueno, al menos tiene una hermosa cara que enseñar, no como el resto de los candidatos. Ese hombre debería haber sido modelo. ¿Has visto las fotografías que rondan de él por ahí? El otro día me pasaron unas suyas corriendo por la playa en Tijuca seguido por su escolta... ya te digo, tiene mejor cuerpo que todos los que deben protegerlo.

Sí, había visto fotos de Daniel Oliveira Melo, el joven gobernador de Río de Janeiro cuya meteórica carrera en la política lo había llevado, a la corta edad de treinta y cinco años, a convertirse en el favorito para reemplazar a la actual presidenta al mando del Gobierno de la República Federativa de Brasil, pese a que muchos, principalmente sus oponentes y el partido político de su mayor contrincante en la carrera de dichas elecciones, recalcaban una y otra vez que era demasiado joven para hacerse con el cargo, para tomar el mando de un país con tantos problemas.

A Daniel Oliveira Melo no le había costado mucho ganar las elecciones para la gobernación de Río de Janeiro y tampoco hacerse un lugar de mucho peso dentro de la política del país e incluso a oídos de los políticos en el exterior.

Jamás me había interesado demasiado la política; sin embargo, por lo que supe de boca de los brasileños, Oliveira Melo era uno de los principales portavoces de Brasil en el extranjero; lo conocían en todas partes, se fotografiaba con todas las personalidades influyentes del mundo, sin importar en qué ámbito destacasen.

Sí, había visto fotografías suyas y, sí, bien podría haber sido modelo, pero me dije que dicha profesión no hubiese sido suficiente para él, incluso imaginé que debía sentir que incluso la presidencia le quedaría pequeña.

Fuera como fuese, el sujeto no acababa de caerme del todo bien, y no por las cosas que se decían de él —entre ellas, acusaciones de estar ligado al narcotráfico entre otros tantos negocios sucios, murmullos que comentaban que era un tanto propenso a la violencia y que puertas adentro no era tan defensor del feminismo como pretendía ser, y que en su vida había demasiados rincones oscuros, horas negras que el grupo que lo rodeaba, formado por abogados, asesores de imagen y demás, sabían borrar para que su nombre permaneciese limpio y en lo más alto—; Daniel Oliveira Melo no me caía bien porque su mirada tenía algo extraño, una pizca prepotente que su cuerpo controlaba debajo de los músculos, pero que su cerebro no llegaba a contener dentro de su cráneo.

Además, Oliveira Melo tenía toda la apariencia de ser quizá demasiado narcisista.

En resumen, que me importaba una mierda conocerlo, porque yo, a pesar de estar tramitando mi residencia en el país, todavía no tenía permiso para votar, de modo que tanto me daba quién ganase esas elecciones. Además, los políticos eran todos políticos a mis ojos, todos iguales, todos igual de susceptibles a los sobornos, los negocios sucios, los robos descarados y demás virtudes de la raza política.

—¿Miranda? —Vera entonaba otra vez mi nombre para traerme de regreso a la realidad.

—Sí, sí las he visto.

—¿Te has fijado en el cuerpo que tiene?

—Sí. Tú no entiendes de medias tintas: pasas de él —apunté con la cabeza hacia la izquierda para señalar en dirección al debilucho modelo— al gobernador. —Reí—. Son extremos un tanto opuestos, ¿no crees? Para serte sincera, prefiero que te enrolles con el modelo que con el gobernador. Éste es un poco mayor para ti y parece un tipo un tanto...

Las dos oímos el murmullo o, mejor dicho, el revuelo provocado por la gente, que vino acompañado del estallido de flashes, de modelos riendo y chillando con las hormonas alteradas.

Imaginé que algún actor o quizá un cantante acababa de hacer acto de presencia en el backstage para mostrarse un poco, para sacarse fotos con las modelos y el diseñador.

—¿Un tanto...? —soltó Vera mirando hacia el espejo.

Sus ojos se cruzaron con los míos, pero no buscaba mi rostro, sino uno masculino que se nos aproximaba rodeado de cámaras, de los encargados de la organización del evento y del diseñador, además de las tres modelos extranjeras que eran caras más que conocidas en el mundillo de la moda.

Nunca había visto al gobernador así, en directo, en carne y hueso, y no pude negarle a Vera que el hombre... pues que el hombre, además de tener ese no sé qué en la mirada, poseía una presencia demoledora, como si, más que presentarse a presidente, pudiese hacerlo para amo y señor del universo. Daniel Oliveira Melo, entre el gentío, jamás sería uno más, ni aunque intentase esconderse.

No sé por qué, quizá porque todavía quedaba en mí algo de lo que había circulado la noche anterior por mis venas, pensé que un hombre así, en el sitio al que había ido anoche, tendría éxito con todo el público presente. Ni hombres ni mujeres podrían resistirse a su magnetismo. Yo no era la excepción a la regla, sobre todo porque, allí, las identidades se perdían y solamente quedaban los cuerpos, las esencias, lo que todos cargábamos dentro, un tanto oculto a los ojos de los que nos cruzábamos por la calle e incluso de aquellos que nos conocían bien.

Mi mirada se quedó adherida a él como si su cuerpo fuese un potente imán y mis ojos, ligerísimas limaduras de hierro.

Bronceado, sombra de una barba muy cuidada, abundante cabellera castaña oscura, unos ojos de un azul muy particular, un modo de vestir absolutamente impecable y con un estilo inigualable. Lo vi alzar una mano para saludar... ¡qué mano! Se me antojó tenerlas encima, haciendo las cosas que otras manos habían hecho sobre mí en la víspera. Sonrió; esa boca tampoco era para despreciar, ni mucho menos; esa boca y esos labios debían de ser capaces de muchos más milagros de los que prometía para el futuro de Brasil.

Por un instante me olvidé de respirar. Mi boca se llenó de saliva.

¿Sería divertido pasar una noche con él?

«¡Sí! —grité dentro de mi cerebro—. Quizá demasiado divertido, demasiado adictivo.»

Mis ojos se perdieron en su mirada, en la forma en que se movía entre los presentes. El gobernador tenía muy claro —demasiado asumido— el efecto que causaba en el resto de los mortales.

No, quizá no fuese la mejor idea pasar una noche con él.

El gobernador, seguido por el diseñador que iba a presentar su última colección y las modelos, continuaba avanzando en nuestra dirección. El reflejo de su rostro se tornaba cada vez más grande en el espejo situado frente a nosotras.

Me pareció ver que se fijaba en mí, o tal vez fuese simplemente en mi llamativo cabello turquesa. Nada, lo más probable era que no se fijase en mí, que sus ojos viesen otra cosa, no mi imagen en el espejo.

Aparté la vista del reflejo de aquel hombre para dedicarme a trenzar los últimos centímetros de la melena de Vera. Sujeté el extremo con una diminuta gomita de silicona que escondí debajo de una porción de cabello que enrosqué alrededor.

Puse especial ahínco en mantener la vista alejada del espejo cuando me incliné hacia delante para pescar de mi mesa de trabajo el aerosol dorado con el que debía rociar el extremo de la trenza.

Otra vez evitando mirar hacia donde no debía, retrocedí con el espray en la mano.

Oí al grupo más cerca.

El inglés con un fuerte acento francés del diseñador me llegó a los oídos y entonces la voz del gobernador se impuso en mis tímpanos y, una fracción de segundo después, en mi cerebro. Suave, tersa, apenas audible, pero con la contundencia de cientos de miles de decibelios. Era una voz que no necesitaba gritar para ser oída. Imaginé que ese hombre no debía de tener por costumbre gritar; es más, su hablar era apenas un susurro, como si hablase en confidencia, soltando susurros que te hacían cosquillas en los oídos, que provocaban que toda la piel se te erizase, que tu columna comenzara a temblar de camino al placer. Definitivamente ese hombre causaría sensación en mi grupo.

Intenté quitarme de encima la parte increíblemente sexy de su voz para pensar que un grito suyo tenía que causar pánico.

No dio resultado, su tono de voz era todavía más perturbador que cualquier ensordecedor sonido.

Mis ojos se escaparon de mi gobierno. La curiosidad pudo más que mis intenciones de mantenerme al margen de lo que sucedía a mi alrededor, sobre todo de él.

Al alzar la vista, lo primero que vi fue a Vera ruborizada y, luego, su rostro, su persona invadiendo todo el espejo, como si la superficie no fuese suficiente para abarcar su cuerpo y todo lo que irradiaba en torno a él. El gobernador ocupaba más espacio que su cuerpo físico y lo tenía encima como una nube de gas tóxico, uno con cierto efecto narcótico que podía hacerte ver la vida de un modo mucho más placentero.

Toda la piel de mi espalda se erizó. Me entraron cosquillas. Me estremecí y sacudí los hombros involuntariamente en un intento de quitarme de encima la sensación que experimentaba por tenerlo detrás de mí a una distancia de un par de cuerpos.

Nuestras miradas se cruzaron en el espejo.

Su rostro dibujó ante mí una mueca críptica, pícara, asesina, una que, de haberla visto la noche anterior, hubiese arrastrado conmigo hasta uno de los cuartos para pasar una mejor velada de la que pasé, una que me provocaría ganas, sin duda, de programar muchas más noches en su compañía, en compañía de ese cuerpo de hombros anchos, facciones varoniles, brazos que apenas si cabían dentro de las mangas de su chaqueta y, por lo poco que dejaba ver su camisa entreabierta, puesto que no llevaba corbata, un pecho que...

La comitiva se detuvo detrás de nosotras.

Vera puso cara de pánico y con razón, pues detrás de nosotras estaba el diseñador de una de las más importantes marcas francesas en compañía del candidato a la presidencia de Brasil, quien, a decir verdad, para causar impresión no necesitaba más título que el de «hombre»; sí, eso era él, un derroche de masculinidad, de atractivo físico y sexual que resultaba imposible pasar por alto, imaginé que incluso para los individuos de su propio sexo que no fuesen homosexuales. No podía negársele que era dueño de una impronta única, quizá por eso hubiese llegado tan lejos tan pronto, por eso y por lo que debía de haber dentro de su cabeza, eso que sus ojos no querían contar.

El grupo se detuvo justo detrás de nosotras. La mirada del gobernador estaba fija en la mía, sin parpadear, sin dar tregua, observándome de ese modo con el que miras a quienes conoces de siempre, a los que conoces mejor de lo que ellos mismos se conocen. En aquella mirada había algo de la mirada de Dome... esa seguridad interior, esa cualidad de ver en los demás cosas que ellos mismos no son capaces de ver; la única salvedad entre mi amigo y el gobernador era que Dome podía ver eso en ti para ayudarte, y el gobernador parecía fijarse en eso para utilizarlo como arma en tu contra.

Tragué en seco.

—Hola.

Su voz me hizo cosquillas por todas partes, incluidos los rincones más ocultos, cuando me saludó con la mayor sencillez posible. Bien, en realidad debía de estar saludándonos a ambas, pero me gustó imaginar que se dirigía solamente a mí.

Despacio y con miedo a que desapareciese en cuanto apartase los ojos del espejo en que nos reflejábamos, me di la vuelta para tener la oportunidad de mirarlo a la cara, aunque sólo fuera por una vez en la vida.

—¿Todo bien? —me preguntó como si nada, sonriéndome, como si fuésemos amigos de la infancia.

Apreté mis puños, de dedos pegajosos de dorado por culpa del espray, de los nervios que me entraron. Con eso iba a necesitar un centenar más de agujas de acupuntura para calmar mi estado... y es que su perfume me envolvió; olía a una fragancia intensa no demasiado dulce, mezclada con el aroma del que debía de ser su champú y el de las prendas que vestía, las cuales, sin duda, debían de ser nuevas, porque olían a eso, a recién estrenadas.

No tuve cerebro suficiente como para prestarle atención al diseñador francés de renombre de pie junto a mí, porque el hombre que tenía delante era demasiado... demasiado para una vida, para un universo y, sobre todo, para mi pobre cerebro enfermo.

No pude contestar ni a su «hola» ni a su «¿todo bien?». Cuando se lo contase a Doménico, se reiría de mí con ganas. ¿Yo intimidada por un hombre? Bien, en realidad no era intimidada, sino más bien... ¿impresionada?, ¿sorprendida? ¿Sorprendida así, como sabía que muchos hombres se quedaban frente a mí cuando yo no dudaba o no tenía reparos en expresar las cosas tal cual eran?

Carraspeé e intenté encontrar mi voz, pero no lo conseguí.

—Daniel Oliveira Melo, a tu servicio —entonó extendiendo una de sus manos en mi dirección. Su voz sonó seria, contundente, y entonces sí más lejana; la voz del gobernador saludando a alguien por puro compromiso.

Sin embargo... «tu» servicio, no «su» servicio. ¿Se dirigía con la misma confianza a todo el mundo? Probablemente lo hiciese solamente por quedar bien.

—Miranda Griner —le dije tendiéndole la mano derecha. Me apetecía, por lo menos, estamparle un beso en cada mejilla para, así, tener la oportunidad de tocar su piel, mas aquello estaba fuera de lugar, igual que besarlo, lo cual tampoco me hubiese disgustado, al menos una vez, para probar qué tal besaba, para ver si me entrarían ganas de repetir con él aquel gesto una y otra vez. Besándolo o no, ya sabía que lo quería para mí.

—Miranda Griner, manos de oro —canturreó en ese mismo tono suave suyo, dejando su mano colgada en el aire a unos pocos centímetros de la mía.

—¿Perdón?

—Tienes la mano dorada. Piel de oro —susurró apenas moviendo sus labios, lo que no pudo resultar más sexy.

Piel de oro. Cómo me hubiese gustado que me dijese eso en la intimidad, con toda mi piel al desnudo.

La cabeza por poco se me va todavía más a la mierda.

Bajé la vista hasta mis dedos.

—Sí, perdón —me disculpé colocando mi brazo al lado de mi cuerpo.

Todos rieron falsamente por sus palabras.

—Bonito león. ¿Ruge?

Atrapé mi mano derecha con la izquierda e intenté limpiarme los dedos. No logré más que embarrar el dorado por todos lados, porque mis dos manos acabaron sucias.

—Audaz color de cabello.

—Sí —fue lo único que logré balbucir.

—Me gusta. Se distingue desde la distancia como pocas cosas que haya visto en mi vida — declaró, y se quedó mirándome, pero no mi cabello, sino con los ojos fijos en los míos de modo poco disimulado.

—A mí me gusta su cabello también. —Por fin me recuperaba a mí misma de donde fuese que me había ocultado cuando llegó—. ¿Quién se lo corta? —solté a continuación, echándome un poco atrás; después de todo, no dejaba de ser el candidato a presidente...

El gobernador me dedicó una sonrisa ladeada.

—Mi peluquero —me contestó—, pero, de hecho, está algo largo por los lados. ¿Te molestaría recortármelo un poco?

Cruzamos una mirada de la cual me quedé prendida.

Él se quedó expectante.

—¿Ahora? —pregunté.

—Si no ahora, ¿cuándo?

—Es que...

—¿La señorita no está lista ya?

Uno de los organizadores del evento intervino.

—¡Sí, claro que lo está! —soltó el hombre pillando del brazo a la pobre Vera para tirar de ella y sacarla de la silla sin el menor cuidado. Prácticamente la levantó en el aire, de tan liviana que era—. Miranda no tendrá problemas en ocuparse de su cabello, señor gobernador.

Alguien le traducía al inglés, al diseñador, lo que allí sucedía. Lo noté un tanto desconcertado; sin embargo, nadie se opuso a que el candidato a presidente tomase asiento en mi silla para que le cortase el pelo.

—Mel, ¿te ocupas, por favor? —pidió el candidato apartándose del grupo para comenzar a mover los hombros debajo de la chaqueta, iniciando las maniobras para quitársela.

No supe a quién se dirigía hasta que vi aparecer, entre la multitud que rodeaba al candidato, a una chica pequeñita, baja, con aspecto inocente, enfundada en un traje sastre muy elegante, que giró sobre sus talones para dirigirse a los fotógrafos.

—Señores, por favor, retírense. Continuaremos con las fotos más tarde.

Los cuatro hombres de negro que flanqueaban a la chica, todos con cara de pocos amigos, comenzaron a dispersar al grupo.

Mientras los fotógrafos eran retirados como si fuesen molestas moscas de encima de la comida más deliciosa, la muchacha se encargó de dirigirse al diseñador y a la gente de la organización para hacerles saber que el candidato deseaba intimidad.

Las modelos desaparecieron en un parpadeo.

Cuando giré un poco sobre mis talones para volverme en dirección a la silla, encontré al candidato ya en camisa, acomodando su chaqueta sobre el respaldo.

Sin el traje cubriendo su torso y su espalda, se hizo evidente que su cuerpo y sus músculos eran todavía más formados y voluminosos de lo que las magníficas prendas que vestía permitían imaginar.

—¿Todo en orden, manos de oro? —Hizo una breve pausa, por lo que no me dio tiempo a contestar nada. El caso es que todavía continuaba sorprendida por la velocidad y los pocos problemas que le había causado a él y a su comitiva dispensar a todo el grupo—. Imagino que te limpiarás los dedos antes de tocar mi pelo. Me he duchado antes de salir de casa.

—Eh... sí, por supuesto.

—Magnífico —exclamó tomando asiento en la silla, en la que casi no cabía.

Su espalda apenas llegó a tocar el respaldo y volvió a inclinarse hacia delante, mientras yo veía en el espejo a todo el mundo desaparecer de detrás de nosotros, incluida la chica a la que él le había dado la orden, así como a sus guardaespaldas.

—¿Qué es esto? —No supe a qué se refería hasta que se inclinó en dirección a la bolsa en la que estaban los plátanos y las galletas—. Mmm... con el hambre que tengo...

Sin pedir permiso, como imaginé que hacía demasiadas cosas en su vida, metió una mano dentro de la bolsa y sacó una galleta. No medió un segundo hasta que sus dientes le arrancaron un pedazo. Un par de migas amenazaron con escaparse de sus labios, pero él, en un gesto muy infantil, las empujó otra vez hacia su boca con la palma de su mano derecha, la misma con la que sostenía la galleta.

Después de ese gesto suyo, su boca recibió el resto de la galleta de un modo voraz.

—Está muy buena —jadeó poniendo cara de extasiado para inclinarse otra vez hacia la bolsa y coger dos galletas más.

—¿Hambriento? —solté entre incrédula y alucinada.

—Más bien famélico —contestó arrancándole un pedazo a otra galleta, pese a que todavía tenía en la boca—. ¿Dónde las has comprado? Están buenísimas.

—No las he comprado en ningún lado, las he horneado yo.

Alzó ambas cejas y sus ojos hasta mi reflejo en el espejo.

—Pues están riquísimas. ¿Cortas el cabello igual de bien?

—Si no lo hago, ¿qué?

Alzó las cejas un poco más.

—¿Tiene por costumbre comerse la comida de los demás sin ni siquiera pedir permiso?

Sonrió del modo más sexy imaginable.

—Podría dejarlo pelado o, como mínimo, con un desastre en la cabeza antes de que tuviese tiempo de gritar para que lo ayudasen, y todo eso por devorar de la manera más desesperada las galletas que ha cogido sin pedir permiso. Debería pensar dos veces antes de actuar —le dije en mi tono más irónico.

—Bien dicho. —Se metió el resto de galleta en la boca y alzó hacia atrás, en mi dirección, su mano derecha—. Bien jugado, dedos de oro. Anda, estrecha tu mano conmigo, mánchame de dorado, que será un placer.

Alcé mi mano hacia la suya e intercambiamos un apretón. Tuve cuidado de no manchar su camisa con puño de gemelos, porque la verdad era que no me apetecía arruinar esa imagen que ponía en pie, pese a que él mismo la arruinaba con su actitud.

Su mano me dio un apretón tan firme que otra vez, pese a mi enojo por el modo en el que había robado y devorado mis galletas, fui incapaz de evitar pensar en sus manos apretujando otras partes de mi cuerpo.

—Anda, córtame el pelo ahora. Me arriesgaré a que me dejes en ridículo; supongo que te lo debo por las galletas.

—Algo me dice que quizá usted no necesite de mi ayuda para ponerse en ridículo, señor gobernador —bromeé, permitiendo que mi boca se fuese de la lengua tanto como mi cerebro se escapaba imaginando cosas que no iban a llegar a ninguna parte.

Mis palabras le arrancaron una enorme sonrisa.

—Por favor, llámame Daniel, o Dom, como me llaman los más íntimos.

—Nosotros no somos íntimos.

—Necesito un nuevo estilista. Quedas contratada, la paga es buena. Mel arreglará todos los detalles contigo.

—No necesito que me dé trabajo, señor gobernador; ya tengo uno, gracias. —Me moví hacia mi mesa de trabajo para pescar la toalla en la que llevaba un par de horas limpiándome, la cual ya estaba más dorada que blanca. De cualquier modo, logré eliminar un poco de la pintura.

Me dispuse a buscar las tijeras y un peine para cortarle el cabello; la capa negra de protección había quedado sobre el respaldo de la silla después de que Vera se la quitase cuando la arrebataron de mi lado.

—¿Prefieres seguir trabajando con modelos que trabajar conmigo?

—Usted ha dicho que ya tiene un estilista. —Recogí la capa del respaldo y la extendí sobre su torso como si fuese la capa de un torero. El cuello no cerraría debido a su musculatura.

—No me complace su trabajo.

—Tampoco sabe si le complacerá el mío.

—Si me gusta tu trabajo, trabajarás para mí.

Me quedé mirándolo.

—¿Piensa obligarme?

—No, más que nada tenía la idea de intentar convencerte. ¿Todavía no me has dicho si te gustan más las modelos o yo?

—Usted no me ha preguntado eso, me ha preguntado si prefería trabajar con modelos...

—¿O conmigo? —completó, interrumpiéndome.

—Tiene una cabellera muy abundante, pero dudo de que necesite de mí para cortarle el pelo todos los días.

—Para peinarme.

—¿No puede peinarse solo?

—Algunas cosas es mejor hacerlas de a dos.

Contuve la sonrisa y recogí de la mesa las tijeras y el peine.

—Ten en cuenta que, en el futuro, podrías trabajar para el presidente de Brasil.

Sin acotar nada a sus palabras, me moví de regreso hacia su lado.

—¿Me permite que le recorte más los costados de la nuca?, está muy largo. El corte no está bien equilibrado así —le dije pasando el peine de abajo hacia arriba, luego de arriba hacia abajo y, por último, desde detrás de las orejas hacia la nuca.

Daniel Oliveira Melo se estremeció sobre la silla y yo con él; hasta las orejas tenía perfectas y para qué hablar de la forma de su cráneo.

Sonrió con algo que me pareció que era gusto, o tal vez fuese placer.

—Me encanta que me toquen el pelo. Me relaja.

Sí, ya me había percatado de eso, a mí también me gustaba.

Los músculos del cuello del candidato se movieron debajo de la piel como dunas de arena en un desierto de calor infernal; su piel era del mismo dorado que la arena de Copacabana.

—Lo ves —continuó diciendo—, te necesito a mi lado. Tú sí que sabes lo que haces.

—Mejor cierre la boca y quédese quieto, candidato. Déjeme hacer mi trabajo.

—Claro, eres mi nueva estilista. Haz tu trabajo. Soy todo tuyo.

No articulé ni una sola palabra más. Tan sólo nos limitamos, él y yo, a cruzar miradas a través del espejo, con las cuales olvidé que era el gobernador, el candidato a presidente, con las cuales aparté la angustia y el miedo a una nueva crisis. Sus ojos podían hablar a gritos en el mayor silencio, o al menos esa impresión me dio... es que me seguía por todas partes sin perderse ninguno de mis movimientos. Eso mismo hice yo al tenerlo en mi silla, en aquella posición de completa rendición e indefensión, al tenerlo de ese modo, tan cerca, pudiendo ver en detalle los rincones más pequeños y en apariencia inocentes de su cuerpo, como era el espacio de detrás de sus orejas y debajo de sus lóbulos, su nuca y cuello, la línea del comienzo de su mandíbula, incluso sus sienes y su frente. Sus hombros y la parte alta de su espalda no podían ser más varoniles. Sólo le faltaba chasquear los dedos para tenerlo todo. Me dio la impresión de que así, durante esos minutos, fuimos simplemente un hombre y una mujer jugando a ese juego de espejos, de reflejos, de miradas y silencios que sobrepasan el significado de cualquier palabra. Supuse que aquel juego sólo era un delirio de mi cabeza, pero no me molestó jugarlo, porque tener para mí su mirada me dio la energía que me faltaba ese día y la fuerza que necesitaba para llegar al día siguiente.

«El caos también puede ser un excelente lugar», me dije a mí misma mirándome en el espejo, admitiendo que ese hombre podía ser la perdición de muchos; sin duda la mía, de tener la oportunidad de estar cerca de él, y no por las cosas que decían de él, sino por él mismo y nada más.

Sus dedos asomaron por debajo de la capa negra y me imaginé delirando de gusto con él.

—Señor —lo llamó una voz suave y dulce.

Giré la cabeza para ver, a la chica pequeñita de antes, detenerse a un par de pasos de nosotros.

El gobernador movió sus ojos sobre el espejo para llegar a la mirada de ella.

—¿Sí, Mel?

—Es hora de que ocupe su sitio frente a la pasarela —le contestó. Yo apenas si me había dado cuenta de que la mayoría de las modelos estaban ya vistiéndose. Nos habíamos quedado casi solos y sin cruzar una sola palabra, yo trabajando, él disfrutando de que le tocaran el cabello. El gobernador tenía la expresión de su rostro mucho más liviana, relajada, como si estuviese en la playa sin más compromisos que disfrutar de un eterno día de sol. Su mirada y la mía se cruzaron.

—Ya he terminado mi trabajo —anuncié peinándolo por millonésima vez; creo que llevaba al menos unos cinco minutos solamente peinando sus cabellos de un lado para el otro, buscando algo que retocar cuando en realidad no tenía ni un solo pelo fuera de lugar; estaba perfecto.

—¿Seguro? —me preguntó él—. Puedo demorarme cinco minutos más...

Pareció estar rogándome quedarse. Solté una risa seca, porque de pronto todo mi cuerpo se había quedado seco. Mi humedad había subido al cielo en forma de vapor.

«Sí, claro, él desea quedarse aquí», resoplé socarrona dentro de mi cabeza.

—No; de hecho, no puede, señor. El caso es que lo están esperando para comenzar el desfile. Usted es el único invitado que falta en su asiento. Todo el mundo aguarda su presencia —le explicó la joven dando un paso al frente. Esos ojos cálidos y casi tímidos me miraron y, acto seguido, volvieron a dirigirse al gobernador—. De verdad tenemos que irnos ahora, señor.

—Pues eso es una verdadera pena.

El gobernador hizo el gesto de quitarse la capa; yo me adelanté para evitar que le cayesen encima los diminutos restos de cabello que le había cortado.

—Lo lamento, señor —se excusó la chica, como si fuese culpa suya que debiese ir a presenciar el desfile.

Por mi parte, colgué la capa sobre mi brazo y me quedé allí expectante, sin saber muy bien qué hacer o decir. Daniel Oliveira Melo ni siquiera había emitido opinión sobre su corte de pelo.

Lo vi ponerse en pie en silencio para colocarse otra vez su chaqueta.

La chica y yo nos quedamos allí de pie como estatuas, sin decir nada, mientras él daba un espectáculo de brazos, espalda y pecho al moverse.

—Muy bien, Mel; si no queda más remedio, entonces iré a ocupar mi sitio. —Acomodó los hombros dentro de su chaqueta y acto seguido sus dedos toquetearon las solapas para acomodarlas a los costados del cuello de su camisa. Después movió la vista hasta mí—. ¿Me veo bien? Creo que el corte ha quedado estupendo, ¿tú estás satisfecha con el trabajo?

—Bueno, yo creo que sí, pero sobre todo debe gustarle a usted.

—Yo opino que estoy mejor que nunca. ¿Qué dices tú, Mel? ¿Me veo mejor que antes?

—A decir verdad... —la muchacha suspiró—, sí, ahora se ve más pulcro, un poco más elegante.

—Lo sabía. —El gobernador hizo una mueca compuesta que funcionó muy bien, compuesta de sus labios y la ceja y el ojo derechos—. Mel, ella es Miranda; será mi nueva peluquera.

La chica alzó las cejas mirándome con sorpresa.

—No, gobernador, ya le he dicho que yo no...

Éste alzó ambas manos en mi dirección, dándome a entender que debía callarme.

—Mel, luego, cuando tengas cinco minutos, te escapas de regreso aquí y le tomas los datos para que comience a trabajar para nosotros el lunes mismo.

—Claro, candidato, como usted deseé —entonó diligente.

Daniel Oliveira Melo tendió su mano derecha en mi dirección y al instante la retiró como arrepentido.

Yo hice el amago de desenredar mis brazos de entre sí y la capa, para pasar las tijeras a la mano izquierda, por lo que quedé como una tonta.

Sentí una ligera nube de rubor cubriendo mis mejillas.

—¿Irás a la fiesta más tarde? Casi me había olvidado de ella. Podríamos vernos allí luego y discutir más lo de tu trabajo.

—No, señor gobernador, yo me largo a mi casa; no estoy invitada a dicho evento y nosotros no tenemos nada que discutir.

—Mel, consíguele un pase para la fiesta, ¿quieres?

—Sí, señor, me encargaré de eso.

—Gracias, Mel. Supongo que ya podemos irnos, entonces.

—Sí, eso mismo es lo que debemos hacer, señor.

—Te veo luego, Miranda.

—Pero es que usted no ha escuchado nada de lo que...

—Hasta más tarde —se despidió después de darse media vuelta para alzar un poco una mano de dedos alegres en mi dirección.

La chica, que debía de ser su asistente personal, se quedó un momento frente a mí, mirándome, todavía sin comprender de qué iba todo eso.

—Volveré en un pestañeo. Por favor, no te vayas, así podré coger tus datos —me dijo al fin.

—Eso no será necesario. No iré a ninguna fiesta y ya tengo un trabajo. Anda, vete tras él, que se te escapa. —Apunté con la cabeza en dirección hacia el gobernador.

La joven movió la cabeza.

—Es cierto. Regresaré en seguida —anunció ansiosa. Imaginé que debía de tener miedo de que, al igual que el gobernador, me escapase. No es que me apeteciese complicarle la vida, pero no pensaba quedarme allí a esperarla. Desde luego, no tenía la menor intención de ir a esa fiesta, ni tampoco de trabajar para él. La chica pisoteó el suelo debajo de sus zapatos de tacón y finalmente salió disparada tras el gobernador.

Entonces me puse a recoger mis pertenencias para marcharme a casa. En realidad me apetecía caminar un rato descalza por la playa, pero antes debía pasar por mi hogar para dejar el bolso con mis utensilios de trabajo y quizá para ponerme ropa más confortable.

Comencé a ordenar y recogí mis cosas a la par que el resto de mis compañeros, quienes, cansados después de días y días de desfiles, lo único que necesitábamos era un poco de paz y descanso.

No me apresuré, ni tampoco tardé más de lo necesario; simplemente hice lo de siempre, como si el gobernador no hubiese estado sentado en mi silla. Esos minutos compartidos con él se convertirían en una anécdota en mi vida, nada más; una que ni siquiera era divertida o demasiado memorable, simplemente un detalle de esa jornada laboral.

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