D.O.M.

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Volví a pensar en un baño de espuma, en Patricia llenándome de agujas de acupuntura mientras a nuestro alrededor sonaba la grabación del sonido de las olas rompiendo contra la orilla que tanto me relajaba. Mi compañera de piso sabía que yo adoraba aquel sonido y, si me hacía masajes o acupuntura, incluso si me prestaba su oreja para una suerte de sesión de terapia mientras me preparaba gotas de flores de Bach, la ponía.

Creo que no tardé ni veinte minutos en tenerlo todo listo y, justo entonces, llegó la encargada de peluquería y maquillaje del desfile para dispensar a la mayoría de los profesionales que allí estábamos, puesto que las modelos tenían que hacer todas las pasadas con el mismo aspecto y solamente debían quedarse un par de especialistas para retocarlas en caso de que fuese preciso.

A mí no me tocó quedarme, de modo que me despedí escuetamente de los pocos rostros conocidos que allí había, de aquellos con los que tenía confianza suficiente como para hablar, y me fui.

En cuanto puse un pie fuera del edificio, vi que atardecía del modo más hermoso, e incluso en el cielo refulgían las primeras estrellas.

De fondo sonaba música tranquila, mas con suficiente ritmo como para marcarles el paso a las modelos sobre la explanada del museo.

Soplaba una brisa agradable, un tanto fresca, que hizo que me estremeciese de gusto.

Bajé por la calle para alejarme de la zona del evento y en busca del coche de Patricia, con el que había llegado allí y con el que pensé que regresaría a Río probablemente cuando ya fuese de noche. Y así fue. Llegué a casa demasiado tarde y cansada como para que me quedasen ganas de cambiarme y caminar hasta la playa para dar un paseo.

Mi amiga no estaba en el apartamento, por lo que solté mi bolso en el suelo y, sentándome en la cama, me quité los zapatos para, a continuación, deshacerme del resto de mis prendas.

Cogí ropa limpia, puse lo que me había quitado en el cesto de la ropa sucia y, mientras marcaba su número, fui al baño para llenar la bañera.

—Hola, guapa. ¿Ya estás en casa?

—Hola. Sí, aquí estoy.

—Perfecto. ¿Tienes hambre? Pensaba llevar la cena. Justo acabo de atender a mi último paciente y estoy a punto de subir al metro. ¿Te parece que pase a buscar comida hecha en el restaurante vegetariano de la esquina de casa? No me apetece cocinar y dudo de que te apetezca a ti.

—Ni las más mínimas ganas de cocinar. Estoy preparándome un baño de espuma, que no doy más de mí. —Me senté sobre el borde de la bañera tras colocar el tapón. El agua bien caliente comenzó a llenarla.

—Bien, entonces no te preocupes, me encargo de la cena. ¿Te encuentras bien?

—Estoy agotada y me vendrían bien tus agujas.

—Sí, lo he intuido, se te nota en la voz. De acuerdo, intenta relajarte. Tardaré un poco en llegar, pero verás que, cuando tengas comida en el estómago y podamos conversar un poco, te sentirás mejor. ¿Te has tomado hoy la medicación? ¿Te queda todavía de tu preparado de flores de Bach?

—Sí, las he tomado como siempre —le dije sonriéndole al aparato. Patricia me cuidaba y se preocupaba por mí como nadie en este mundo. Bueno, en realidad Doménico era buen amigo y también se preocupaba por mí, sólo que, con la distancia, esa relación era muy distinta a la que mantenía en ese momento con Patricia. De cualquier modo, él me llamaba casi a diario para, al menos, preguntarme qué tal me encontraba—. Y, sí, todavía tengo del último preparado que me diste.

—Ok, tomate quince gotas más y, cuando esté ahí, veré si debo cambiarlo por otro, ¿de acuerdo? —Patricia se quedó en silencio, efectuando una larga pausa—. ¿Necesitas que envíe a alguien? O puedo intentar coger un taxi, pero no creo que llegue más rápido que en el metro —me ofreció, con la voz llena de preocupación.

—No, Pat, estoy bien; imagino que debe de ser por el cansancio ... —Se me fue la voz. No quería tener una crisis.

—Mira, voy a entrar en el metro ahora mismo. Te veré en un rato; si lo necesitas, vuelve a llamarme, ¿de acuerdo? Estoy aquí para ti. Si no quieres quedarte en silencio...

—Tranquila. Creo que resistiré hasta que llegues. —Me obligué a reír para ella.

—Bien, bien, pero si no...

—No haré ninguna tontería, lo prometo; es más, quizá, después de darme mi baño de espuma, salga yo a por la cena, así podrás venir directa a casa, que si tienes que coger el metro es porque yo te pedí prestado el coche y me siento culpable.

—Para nada, que tenías que ir a Niterói y yo no iba tan lejos. Si quieres ir a por la cena, adelante, te hará bien salir a tomar un poco el aire después de relajarte. Si no, me avisas e iré yo.

—¿Te apetece algo en particular del menú? —le consulté, sacando de mi interior un tono más alegre, que me costó rebuscar entre tanta oscuridad.

—Todo. —Rio—. Estoy muerta de hambre. Llevo desde el mediodía sin probar bocado. Ahh... por cierto, ¿qué tal te ha ido con las galletas?, ¿se las han comido todas o qué?

En cuanto mencionó las galletas, recordé al gobernador y sonreí. Él las había devorado con gusto y a mí me había provocado un inmenso placer verlo comerlas.

—No quedó ni una.

—¡Te lo dije! —festejó—. Si es que te quedaron estupendas. Ok, creo que viene el tren, debo correr. Te veo luego —jadeó por la prisa.

—Sí, claro.

—Si necesitas llamarme otra vez...

—Ya estoy mejor. —Y lo estaba; hablar con ella siempre tenía un efecto reparador.

—Relájate.

—Eso haré. Te esperaré con la cena.

—Bien, nos vemos pronto. Adiós.

—Adiós.

Ambas cortamos la comunicación.

Fui hasta la habitación a poner mi móvil a cargar.

Regresé al baño, me quité la ropa interior, encendí un par de velas y apagué la luz. Abrí la ventana para permitir que entrase la brisa del mar y me metí en el agua caliente para cerrar los ojos e intentar relajarme.

En un principio casi lo logré. La calidez en la que estaba sumergida me hizo transpirar los malos recuerdos, evaporó parte de las malas sensaciones; sin embargo, no pudo hacer nada contra las visiones de los minutos vividos junto al gobernador.

Recordaba sobre todo su mirada y sabía muy bien por qué... es que, a pesar de que sus ojos eran de un azul estupendo, de un azul un tanto verdoso que casi se podía decir que se parecía al color de mi cabello, y que los míos eran de un marrón oscuro, su mirada y la mía reflejaban lo mismo. Creí ver en sus ojos parte de esa ruptura en lo más profundo, de esa rotura que era parte de mi personalidad, de esa inestabilidad que podía subirme hasta lo más alto o bajarme hasta las mismísimas entrañas de la tierra, al infierno. Seguro que deliraba al creer que él y yo compartíamos la misma enfermedad, ese maldito padecimiento que en días como ése me hacía sentir desesperadamente necesitada, hasta el punto de pretender que alguien como él podía entenderme, acompañarme o incluso necesitarme tanto como yo tenía la impresión de que podía llegar a necesitarlo.

Si él pudiese decirme que me amaba...

Así, con los ojos cerrados, inspirando los perfumes vegetales del aire de Río que entraban por la ventana, los cuales se mezclaban con el aroma de las velas de tilo y lavanda, sonreí por mi tonta ocurrencia. Así de bajo me hacía caer mi puta bipolaridad: pretender que un absoluto desconocido pudiese comprenderme hasta lo más hondo de mi ser, aceptándolo todo para amarme.

Aparté su recuerdo de mi cabeza lo máximo que pude y comencé a lavarme el cabello. Quería salir en busca de la cena antes de que Patricia llegase a casa.

3. Petulancia

—Señor —entonó Mel para llamar mi atención. Sonaba compungida y así debía de sentirse. Estaba enfadado con ella, frustrado por toda la situación y con dolor de cabeza y cansancio. Si yo me sentía mal en ese instante, que ella lo padeciese por no haber hecho bien su trabajo.

Despegué mis labios de mi puño cerrado, con el cual apuntalaba mi cabeza gracias a mi codo apoyado entre la placa de la puerta y el cristal de la ventanilla. Lentamente, giré la cabeza en su dirección. Creo que mi mirada tardó un poco más que mi rostro en llegar a ella, porque a propósito me detuve primero en la nuca de mi chófer, y luego en el tráfico de Río de Janeiro.

—Lo lamento mucho, señor, es que prácticamente ella se escapó de mí. No se preocupe, de un momento a otro me enviarán sus datos.

—No quiero sus datos, Mel, quería no tener que ir a esa fiesta solo.

Fue su turno de apartar la mirada.

—¿Qué? —le pregunté sonando más descarado de lo normal.

—Nada, señor, todo está en orden.

—No, por supuesto que no lo está —resoplé. Eso ya empezaba a sonar como una riña de enamorados—. ¿Qué te molesta?

—Nada me molesta, señor. Le pido disculpas una vez más. Quizá quiera que llame a alguna de sus...

Me subieron los calores, y unos no precisamente placenteros.

—No quiero que llames a nadie, Mel —medio ladré en su dirección—. No necesito que me consigas una cita para esta noche.

En realidad, si lo hubiera hecho, no hubiese sido la primera vez, ya había procedido así en demasiadas ocasiones, pero esa velada no estaba con ánimo para eso. Sí, en verdad tenía muchas ganas de contar con compañía femenina, de pasearme por la fiesta con alguna mujer bonita que después pudiese llevarme a casa para despedir de madrugada cuando me sintiese satisfecho, pero, a diferencia de esas tantas otras veces, el plan no terminaba de cuadrarme; era como si hubiese algo errado en él. Lo errado era que ya no me parecía tan divertido como siempre... yo quería ir con aquella peluquera de cabello turquesa, no con cualquier fémina de esas que, a pesar de no ser como cualquier mujer con la que puedas toparte por la calle, me parecían tan mundanas como el agua de coco o un sándwich mixto comprado en un bar de playa. «¿Será que han dejado de gustarme las piernas largas, los vientres planos y las melenas abundantes?»

Definitivamente debía descansar. Ése de aquel día no era yo, al menos no el yo que me encantaba ser; ese que se deprimía por cualquier cosa, que preferiría estar en casa y mandarlo todo a la mierda, era mi peor versión.

Parpadeé un par de veces e intenté recordar si me había saltado alguna dosis de mi medicación, luego intenté hacer memoria de lo último que había discutido en terapia. Probablemente fue lo mismo de siempre; no aburriría a mi cerebro con el mismo drama repetido una y otra vez, no tenía sentido hacerlo.

Mel me vio entre parpadeo y parpadeo y volvió a alejar sus ojos de mí.

—¿Qué pasa conmigo hoy, niña? —le solté ansioso. Sus modos para conmigo comenzaban a fastidiarme, y mucho. Sé que mi voz no sonó bien; mi tono no era precisamente feliz o respetuoso, tal era así que el chófer giró ligeramente la cabeza hacia donde nos encontrábamos nosotros. El tráfico nos había detenido detrás de una cola infinita provocada por una luz roja.

—No soy una niña, y no me sucede nada. —Terminó de pronunciar aquello e hizo una pausa. En un principio creí que allí se detendría, que quizá solamente continuase para pedirme disculpas; no hizo ni lo uno ni lo otro—. No tiene sentido que pretendiera que yo retuviese a aquella mujer allí. Además, estaba con usted, tenía que presentarle a todas aquellas personas. Por otro lado, fue usted quien me pidió que le procurase esos encuentros. Y no sé qué pretendía, desde luego no podía simplemente secuestrar a esa peluquera para que no se le escapara; eso es ridículo y sin duda no forma parte de mi trabajo, si bien he hecho cosas por usted que con mucho sobrepasan cualquier cosa que se pueda esperar de una asistente; a pesar de que entiendo que sus necesidades son especiales y accedí a trabajar de este modo para usted desde el principio, creo que yo no...

Le sonreí. Sí, esa criatura había hecho por mí mucho más de lo que pudiese esperarse, de lo que debiese esperarse de una asistente personal, así fuese la de un político como yo.

Así, con mi sonrisa, interrumpí su catarata de palabras con la que por poco se ahoga.

—¿Has terminado?

—Señor, dudo de que pueda continuar sirviéndole de la manera que usted espera —añadió en tono lastimero, con los ojos empañándosele con cada sílaba pronunciada.

—No me jodas, Mel. Si no eres tú, ¿quién lo hará?

—Puedo buscarle una asistente mejor que yo en una semana y, cuando la tenga, le presentaré mi renuncia.

—No digas estupideces, Mel. No me hace falta ninguna otra asistente, lo único que necesito es que me digas qué te ha molestado tanto.

Y, así, Mel enrojeció.

—Eres la mejor asistente que podría tener, Mel. No quiero a nadie más a mi lado. Tú y yo somos como Batman y Robin.

—Por favor, candidato —entonó con voz temblorosa sin volverse a mirarme.

—Eres mi chica de oro, Mel. Te necesito a mi lado, eres indispensable.

—Sí, puede ser; sin embargo, no estoy capacitada para raptar a las mujeres que usted quiere para ir a una fiesta.

Me hizo gracia el tono cáustico con el que se dirigió a mí. Mel podía parecer blandita por fuera, pero era una loba por dentro. Únicamente le faltaba aullar. Más de una vez se me había cruzado por la cabeza que me gustaría intentar provocarle aullidos, pero me arrepentía al instante, porque comprendía que eso me dejaría sin asistente y, entonces, ¿de dónde sacaría a alguien como ella cuando acabase mandándome a la mierda del todo por usarla, además, para tener sexo? No, follármela estaba definitivamente fuera del menú entre nosotros; me valía más como asistente que como amante. Además, había tantas otras mujeres por ahí... aunque ninguna como ella, eso seguro.

—Mel, cierra ya la boca, ¿sí? —le dije fingiendo fastidio—. Ahora tendrás que venir a la fiesta conmigo y te quedarás a mi lado, porque no me apetece estar solo. Y cuando me aburra, me excusarás con todos aduciendo que tengo otros compromisos.

—No tengo nada que hacer en una fiesta así a su lado, candidato, y, además, no voy vestida para la ocasión, eso sin mencionar que... ¿qué compromiso laboral podría usted tener un sábado por la noche?

—No me rompas los huevos, Mel, por favor; simplemente sígueme la corriente y ya. Joder, qué caprichosa estás hoy —resoplé—. Y para mañana a primera hora quiero la dirección de esa peluquera, ¿entendido? Ah, y quiero que te des prisa con el encargo que te pedí esta mañana.

—Querrá decir este mediodía, por no decir media tarde.

La miré ceñudo.

—Mel, no tires tanto de la cuerda o se romperá y te dará en mitad de tu bonito y angelical rostro. Hazte el favor de cerrar el pico y obedecer a lo que se te dice.

—Lo lamento, candidato —susurró cabizbaja.

—Mel, no fastidies más con lo de candidato. Si quieres mandarme a la mierda, lo haces y ya, que somos mayorcitos.

—Usted acaba de llamarme niña.

—Las niñas no hacen las cosas que tú haces.

—Y por fin lo comprende —resopló sarcástica, apartando su cara hacia la ventanilla otra vez.

Me entraron ganas de, allí mismo, arrancarle los pantalones de traje sastre que llevaba puestos y comprobar cuánto de niña le quedaba. Así, además, al menos dejaría de joderme durante un buen rato. Por otro lado, comenzaba a darme la impresión de que a Mel le hacía falta un buen revolcón y a mí me ayudaría a dejar atrás lo de la noche anterior, fuera lo que fuese que hubiese sucedido.

Nos quedamos en silencio casi sin querer, yo pensando en lo mucho que me gustaría en ese instante un agua de coco y un sándwich mixto en la playa, sintiendo el olor a mar en la nariz y su humedad en una simple camiseta; se me antojó caminar por Copacabana y escuchar un poco de samba de roda.

Se me escapó un suspiro y otra vez tuve ganas de largarme a casa, pero no a mi casa en Tijuca, sino a casa de mi madre, a casa de mi madre veinte años atrás, a como era todo por aquel entonces, a esa vida que, a pesar de ser tan complicada, era mucho menos complicada que mi vida actual por aquel entonces.

Por debajo de mis tensos abdominales se formó un nudo dentro de mi estómago, nudo que fue creciendo cual bola de nieve montaña abajo al subir por mi garganta.

El pánico se apoderó de la parte baja de mi tripa y, si no lo detenía pronto, tomaría el control de mí en un par de minutos.

El sudor frío se hizo notar en mi espalda y en las palmas de mis manos, que se pusieron pegajosas.

«Abre la puerta y corre, escapa, tú puedes», susurró ese sudor gélido en mi oído, mientras mis pies me recordaron que no podría llegar muy lejos... y no me quedó más remedio que darles la razón.

Me pregunté si algún día tendría una vida normal, una vida simple, común y corriente, una vida de esas que tienen todos y que, de cualquier modo, pese a todo lo que siempre creí, mantiene a seres humanos felices, tanto que incluso llegan a sentirse plenos.

«Yo no era feliz ni me sentía pleno antes, sentía que me faltaba demasiado —me faltaba demasiado—, y ahora...»

Con otro suspiro, moví la cabeza en dirección a Mel. Ella tenía una vida, dentro de todo, normal cuando no estaba conmigo, cuando no tenía que ocuparse de limpiar mi mierda. La chica que me cortó el cabello seguramente también debía de tenerla, pese a todo lo que a simple vista y por lo que no se veía podía diferenciarla de Mel.

Las envidié a ambas y me entraron ganas de saber cómo volver el tiempo atrás, cómo hacer desaparecer la noche anterior y tantas otras noches, y tantos, tantos errores y desaciertos cometidos.

De querer agua de coco pasé a que me apetecieran unos buenos vasos de whisky y fumar un habano, y luego darme una ducha.

Lo vaticinado; no duré demasiado en la fiesta, pues —pese a estar repleta de estrellas del cine, el teatro y la televisión de todo el mundo, además de atletas, cantantes y modelos— se me hizo aburrida a nivel mortal a pesar de que unas cuantas damas se me aproximaron con firmes intenciones y sugerencias, que no lograron convencerme. Mel fue mi interlocutora, mejor dicho, me reemplazó al contestar preguntas que iban dirigidas a mí y al ocuparse de mantener la atención de aquellos que yo le había pedido conocer con el único motivo de ser fotografiado con dichas personas para poder utilizar esas imágenes como campaña publicitaria.

Fue un completo hastío hasta que ya no lo resistí más y, poniendo de por medio ridículas excusas, me largué de allí antes de medianoche.

Hice que el chófer, antes de dejar a Mel en su casa, me llevase a mí a la mía.

Allí en mi habitación, en penumbras, con las persianas altas al igual que la noche anterior, me senté en la cama contemplando cómo la luna se reflejaba sobre todo lo que me rodeaba.

¡¡Petulancia!!

Eso fue lo único que divisé a mi alrededor. Un entorno vacuo. La perfecta escenografía.

Cogí una de mis pastillas. Volví a llenar por cuarta vez mi vaso de whisky con la botella que estaba a un lado de la cama en el suelo y, sin respirar y con el líquido quemándome la garganta, bajé la pastilla deseando que me noquease cuanto antes.

No lo hizo todo lo pronto que hubiese deseado y, como siempre, me provocó demasiadas pesadillas, que me regalaron una maravillosa noche inquieta de sudores, sobresaltos y angustias.

Soñé con sangre por todas partes, incluido en el puñal en mi mano, con los peores titulares en el periódico y en la televisión. Soñé que todo el mundo se enteraba de cada uno de mis secretos, de cada detalle desagradable de mi vida. Soñé con mis excompañeros de batallón entrando en mi casa para ponerme de rodillas en el suelo con las manos detrás de la nuca, atormentándome con sus rostros cubiertos de negro y con golpes de las culatas de sus armas largas.

Soñé con la realidad y con todos mis miedos, esos que me negaba a ver durante el día.

Cada vez que desperté en pánico, temblando, me dije que eso no era otra cosa que cansancio acumulado, estrés por la campaña, por todo lo que me había costado llegar a donde estaba en ese momento.

Unas malditas pesadillas no me harían recular, un mal día no me obligaría a echarme atrás con todo. No tenía ninguna razón de ser sentirme así. Era una reacción desmedida, nada más. Al cerrar los ojos otra vez, me repetí que el día siguiente sería mejor, que todo volvería a la normalidad.

«Sí, soy petulante y tengo con qué sostener mi altanería.»

* * *

La mañana me trajo la normalidad de siempre de la mano de la eficiencia de Mel y, por qué no admitirlo, también gracias a mi fuerza de voluntad, a mi tenacidad, la misma que me había llevado hasta allí, sacándome de aquella otra vida; esa fuerza que me imponía a mí mismo cada vez que veía aproximarse, como si estuviera atado de pies y manos, ese abismo de oscuridad.

«El mundo vuelve a ser hoy y no ayer.»

Con órdenes limpias y palabras claras pronunciadas sin necesidad de alzar la voz, me impuse para continuar con mis planes desde el punto en el que el día anterior había perdido el hilo.

Bebiendo mi segunda taza de café, me giré en dirección a Mel; imaginé que, después de la noche pasada, no debía de estar del todo feliz de tener que trabajar en domingo. A mí me hubiese gustado ahorrarle el tener que venir, porque prefería hacer desaparecer la noche del viernes, pero, como aquello no era posible, allí estábamos.

—Perfecto —le dije agradeciéndole lo rápido de su trabajo en nuestro primer asunto por resolver—. ¿Qué hay de lo demás que te encargué, lo de hace un par de noches? —inquirí regresando a aquel asunto. Quería dejarlo claro antes de que saliésemos en nuestra misión de domingo hacia Copacabana.

Giré sobre mis pies y, cuadrando los hombros, me erguí apoyando el trasero contra la encimera.

Serio, la miré por encima de mi humeante taza y bebí un sorbo.

Mel carraspeó después de bajar su vaso de jugo; por ser domingo y tener apenas unas pocas horas de trabajo por delante conmigo —tenía planeado dispensarla lo antes posible—, había llegado a mi casa vestida de un modo muy informal; es más, creo que nunca antes la había visto vistiendo vaqueros. Los acompañaba con una camisa y unos zapatos bajos y sobrios; llevaba mucho menos maquillaje de lo habitual y, evidentemente, no había invertido mucho tiempo en su cabello esa mañana.

¿Sería un acto de rebeldía para conmigo por hacerla trabajar en domingo o en realidad, como le había adelantado que serían apenas unas horas de trabajo, se había decidido por un atuendo relajado?

Para no perder la estabilidad, procuré convencerme de que se debía al último motivo.

Inquieta, se removió sobre una de las sillas que rodeaban la mesa de mi cocina.

—Bien, señor, ese otro asunto... —remoloneó con sus palabras— es un poco más complicado de lo que creí en un inicio, porque evidentemente fue visto con más de una mujer y hasta ahora no he conseguido que nadie pueda darme siquiera una descripción detallada de la chica con la que partió de la fiesta, y aún menos conseguir su nombre. De todas formas, creo que para hoy por la tarde tendré a mi disposición la lista completa de invitados. Se la enseñaré para que me diga si reconoce algún nombre. Sé que es un principio un tanto vago, pero de momento es lo único que tengo. Había demasiados invitados en esa celebración, demasiada gente, y por lo visto todos bebieron tanto como usted. —Tan pronto como terminó de pronunciar aquello, Mel se quedó helada—. Lo lamento, no he querido decir eso. —Se aclaró la garganta—. Lo que sí me han adelantado es que a la fiesta entró mucha gente que no estaba en la lista de invitados y que, por tanto, es un poco difícil saber de quién se trataba.

En silencio, bebí el resto de mi taza de café y la coloqué sobre la encimera.

—Bien, veremos si puedo sacar algo en claro de la lista. —Eso sería imposible, porque no recordaba ni un puto rostro, menos que menos un nombre. Nunca fui de preguntar nombres, porque la verdad es que jamás los recuerdo, así de desastroso soy—. Intenta conseguir algo más, por favor.

—Sí, claro, en eso estoy, señor. Por el coche no se preocupe, que en el taller me dijeron que se pondrán a trabajar a toda máquina, y ya averigüé un par de sitios para llevarlo a limpiar por dentro, de modo que eso lo tengo bajo control.

—Magnífico. ¿Alguna novedad que tengas para comentarme?

—No, señor. Solamente quería pedirle que, si recuerda algo de la otra noche que me pueda ser de ayuda... Disculpe que lo diga, pero siento como si estuviese buscando un fantasma. ¿Por casualidad no tendrá una fotografía de la mujer en cuestión en su móvil?

Su pregunta hizo que me la quedase mirando perplejo. Mel no solía meterse con mi intimidad, a menos que yo le diese lugar a ello, y ella jamás traspasaba ni un dedo más allá de aquella línea.

¿Fotografías en mi móvil? En realidad eso no sería ninguna novedad, pero no, no tenía ninguna.

—Para intentar identificarla, digo; quizá alguno de los otros invitados reconozca su cara...

La voz de Mel se fue deshaciendo en sus pensamientos, en aquellas preguntas que imaginé que llenaban su cabeza tras aquella mirada de desconfianza que me lanzó. Supuse que debía de preguntarse el porqué de mi insistencia en encontrar a la mujer con la que partí de la fiesta el viernes por la noche, la misma que estuvo en mi automóvil conmigo y de la cual no tenía el más mínimo recuerdo.

Ese bache de nada y la sangre en mi coche me pesaban como un puto yunque sobre la cabeza, y eso no me gustaba.

Sabía que no había hecho nada. Si hubiese sido así, lo intuiría, seguro que lo sabría. Además, yo no lastimaba... bueno, no a nivel de sacar esa cantidad de sangre, ni de casualidad esa cantidad de sangre. Lo más confuso era que no había ni rastro de sangre en mis cuchillos, porque no había salido con ninguno de ellos la noche del viernes, porque no solía utilizarlos con mujeres desconocidas que pudiesen asustarse ante un puñal, provocándome, así, un dolor de cabeza innecesario.

También era posible que esa sangre no fuese de la mujer con la cual me fui de la fiesta, pero, si no era de ella, ¿de quién, entonces? Una segunda opción lo complicaba todavía más.

—No, Mel, no tengo fotografías en mi móvil, pero confío en tu capacidad. Si no lo consigues tú, ¿quién lo hará? Eres mi salvadora y en esto de esta mañana te has lucido.

—Solamente hago mi trabajo, señor.

—Repites eso... Mel, pero debo decirte que tú lo haces todo de un modo excelente.

Mel bajó la vista con un gesto de entre fastidio y enfado.

—¿Todo bien, mi maravillosa asistente? —bromeé unos segundos después.

—Disculpe lo que diré a continuación, pero es que no entiendo por qué... por qué tanta insistencia. Si quiere otro peluquero, puedo citar candidatos para mañana. No necesitamos seguir adelante con lo planeado.

—Será más divertido así —solté evitando su cuestionamiento.

—Señor, será exagerado. Y, además, existe la posibilidad de que no salga muy bien.

—Mel, no sucederá nada. Ya me has dicho que has averiguado cosas sobre ella y que no está afiliada a ningún partido político.

—Señor, tiene que cuidarse las espaldas; es momento de ser cauteloso con su vida privada.

—Conseguir un nuevo estilista no es mi vida privada, Mel.

—Esto que haremos va más allá de conseguir...

—La discusión termina aquí.

—Pero señor, no sabemos nada de ella, sólo que es de Argentina y que llegó al país para trabajar como maquilladora y peluquera en...

No le permití finalizar.

—¡Ahí lo tienes! Ella hace los dos trabajos. Es justo lo que necesitamos.

Mel me miró mal.

—Si la prensa se entera de esto...

—La prensa no se enterará de nada, porque te tengo a ti para cuidar de mi trasero. Además, no tienen mucho de qué hablar.

—Yo creo que lo tendrán si seguimos adelante con el plan.

—Mel, me da la impresión de que hoy te has levantado con el pie izquierdo. ¿Has dormido mal esta noche? Mira, deberías tener motivos para dormir menos.

—Usted ya me quita suficientes horas de sueño —soltó sin pensar, supongo, y al segundo lo intentó reparar—, el trabajo con usted me quita suficientes horas de sueño.

—Sí, claro —repliqué entre risas.

—Señor, por favor, le buscaré a otra maquilladora y peluquera. No podemos permitir que cualquiera...

Me crucé los labios con el dedo índice y, de inmediato, ella pegó los suyos, dejando la frase inconclusa. Me encantaba que me obedeciese de aquel modo tan rotundo.

La chica del pelo turquesa no me había dado la impresión de ser como cualquier otra persona. Yo no quería que lo fuese.

4. Por esto te necesito

—¡¿Café?! —me gritó Patricia desde la cocina, justo antes de que mi mano llegase al picaporte de la puerta del baño. Debió de oír cómo se abría la puerta de mi cuarto.

Me refregué mis ojos hinchados y probablemente lagañosos para intentar espabilarme un poco. Mi noche había sido demasiado intermitente y larga, y en realidad, pese a las horas que había pasado tumbada, era poco lo que había conseguido descansar.

Café... más que nada tenía ganas de volver a mi cama y no amanecer en un mes; en ese estado me dejaban los eventos de la semana de la moda con cada nueva temporada. Si bien la adrenalina era muchísima, amaba el trabajo y tener la oportunidad de colaborar con diseñadores de renombre, como venía sucediendo desde que llegué al país, esa mañana no quería saber nada de nada, solamente de dormir, y además no estaba de mi mejor humor.

Sí, necesitaba café para bajar mis pastillas, para evitar tener un domingo deprimente y una semana que comenzase del mismo modo. No quería eso.

—Sí, gracias —le contesté rodeando la manija con los dedos al tiempo que alzaba la voz—. En seguida voy.

—¿Todo bien? —curioseó en el exacto momento en el que puse un pie dentro del baño. A pesar de conocerme hacía tan sólo unos meses, Patricia veía a través de mí, a través de mí y de las paredes que nos separaban, eso sin mencionar que leía a la perfección mis silencios y el resto de mis actitudes. De mí no se le escapaba nada.

—Sí —mentí—, en seguida voy. —No era de ocultarle nada, con ella eso era básicamente imposible; sin embargo, no podía ponerme a hablar, a soltar lo que me llenaba, antes de beber unos cuantos sorbos de café.

—De acuerdo. Aquí te espero.

Le contesté con un movimiento de cabeza que ella no pudo ver y me encerré en el baño.

Evité mirarme en el espejo, sabía muy bien que ese día no soportaría mi reflejo más de diez segundos seguidos, y no me apetecía comprobarlo; el caso es que eso no haría más que angustiarme todavía más, y la idea no era terminar de hundirme, sino salir a flote antes de que la oscuridad inundase mis pulmones y me ahogase.

Con la vista fija en el suelo, pasé por delante del espejo con los ojos clavados en las baldosas grises.

Sin alzar la vista, me senté a orinar.

Por la pequeña ventana situada detrás de mi espalda entraban los perfumes de la ciudad y el sol que resplandecía en el exterior. Como ya era media mañana, los rayos daban contra la pared, entre la bañera y el lavamanos.

Me quedé embobada mirando el sol y entonces reparé en las voces de mis vecinos hablando en portugués. Escuché las distintas voces que formaban conversaciones, mas no presté atención a lo que decían; esa mañana era más simple fingir que no hablaba aquel idioma, eso me ayudaba a mantener distancia de todo lo que me rodeaba. Agradecí ese momento de distancia de todo, ese instante de paz en el silencioso baño, con el sol dando contra los azulejos. Sí, quizá ese ambiente no fuera el más propicio para meditaciones filosóficas, pero necesitaba una burbuja solamente para mí.

Me permití cinco minutos de miseria, de sentirme sola e incomprendida, para después alzarme del inodoro y hacer correr el agua para que todo aquello se fuese por el desagüe a la mismísima mierda, lo más lejos de mí que fuese posible.

En dos pasos me planté frente al lavamanos, abrí el grifo y comencé a lavarme las manos. Con miedo, mi mirada subió para encontrarse con mis ojos en el espejo.

Inspiré hondo y conté: uno... dos...

Me pasé las manos por el cabello turquesa despeinado, por mi rostro hinchado debido al mal dormir.

Tres...

Me vi mal, ridícula, con ese pelo que era una locura y que tanto llamaba la atención; ese día no quería llamar la atención.

Cuatro... cinco...

Y me pregunté si ésa del espejo en verdad era yo y cómo había llegado allí.

Amagué con apartar la mirada, pero no me lo permití.

No iba a huir de mí misma.

Seis... siete...

—Sabes que puedes estar bien —le dije en voz alta a mi reflejo en el espejo—. Estarás bien. Tranquila, sólo respira. Respira.

Dos parpadeos se escaparon de mis ojos para evitar mi mirada.

Ocho, nueve, diez...

—Todo saldrá bien, Miranda —me recordé—. Respira. Sí, ésa eres tú, sabes que se siente como tú; no es solamente el reflejo en el espejo, es quien eres y todo saldrá bien.

—¿Miranda?

La voz de Patricia me llegó en parte por la ventana del baño, porque, igual que el baño, la cocina también daba al hueco interno del edificio por el cual, por detrás de otro edificio en el lado opuesto de la manzana, se entreveía un trocito de la arena y el mar de Copacabana.

No me sorprendió que me llamase, debía de estar preguntándose por qué tardaba tanto.

—En seguida voy —le contesté dándome prisa para poner un poco de pasta de dientes sobre el cepillo. Quería lavarme los dientes y la cara y salir pronto de allí.

Percibí más voces de mis vecinos, que subían por el aire, junto a la luz del edificio. Me llamó la atención tanto ruido en un domingo. No es que necesariamente todo el mundo durmiese hasta tarde los domingos, sino que nuestros vecinos solían ser muy tranquilos y silenciosos. En su mayoría, los apartamentos en esa finca estaban ocupados por gente mayor y no era común que nadie alzara demasiado la voz o pusiese música fuerte.

Comencé a cepillarme los dientes.

Volví a observarme en el espejo y ya no sentí que me desdoblase de aquella figura que tenía frente a mí.

No me sentía de maravilla, pero al menos no me repelía mi propia mirada.

A toda velocidad y sin demasiado esmero, me cepillé los dientes.

—¿Miranda?

Esa vez la voz de Patricia me llegó desde el otro lado de la puerta.

—Estoy bien —contesté después de escupir espuma.

—Date prisa, creo que algo...

—Sí, en un segundo —solté interrumpiéndola. Con un poco de agua, me enjuagué los dientes; junté más agua y me eché una buena cantidad sobre el rostro, con el fin de intentar deshinchar un poco mis párpados.

Un poco más de agua y me sentí algo más humana.

Cerré el grifo.

Con un peine, me desenredé un poco el cabello y me lo recogí con una goma, para evitar parecer una bruja a la que la hubiesen pescado desprevenida, pues lo tenía encrespado debido a la humedad del ambiente.

—Miranda, deberías salir ahora —me dijo a través de la puerta. Sonó preocupada y no me gustó ser la fuente de su preocupación. Ella vivía en paz y tranquila antes de que me mudase allí, antes de que me adoptase como su paciente de veinticuatro horas al día, como esa amiga necesitada que ella había aceptado e intentaba comprender.

—Sí, ya mismo. Estoy bien, tranquila. Es sólo que desde anoche —comencé a explicarle mientras avanzaba hacia la puerta— no estoy de maravilla que digamos, pero estoy bien, lo estaré. Me he tomado la medicación y en cuanto... —Abrí la puerta y me la encontré allí de pie frente a mí, con una mueca muy seria en el rostro.

Detuve mis palabras y mis pasos.

Nos quedamos en silencio un segundo.

—Estoy bien, lo juro; bueno, en realidad sé que lo estaré, no te preocupes. Llevo varios meses esquivando crisis y ésta también la esquivaré.

—¿Crisis? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Quizá sea solamente cansancio.

—Anoche me dijiste que era sólo eso.

—Es que, como me contaste que habías estado trabajando mucho, que habías tenido un día muy largo, me supo mal soltártelo sin más.

Patricia sacudió la cabeza como si estuviese confundida.

—Ok, lo conversaremos luego.

—Sí, después del café. Necesito una buena taza de tu riquísimo café y comer algo.

—No, no me refería a eso. Es que creo que algo pasa.

—¿Con qué?

—En el edificio. Mejor vienes a ver... —Sin añadir nada más, giró sobre sus talones y se escapó por el corredor.

—¿Es un incendio? —le pregunté siguiéndola. Olfateé el aire en busca de olor a humo y nada, éste olía tan bien como siempre, a verde, a mar y a exuberante, el excelente aire de Río de cada día.

—No —jadeó apurando el paso en dirección a la ventana.

—Entonces, ¿qué? ¿Han entrado ladrones? Mierda, Paty, ¿qué pasa?

Mi amiga llegó a la ventana que daba a la parte delantera del edificio y se asomó hacia abajo.

En lo primero en que pensé fue en que alguien se había tirado al vacío, un suicida, y se me formó un nudo en el estómago. Prefería no verlo, no saber de eso que, debido a mi enfermedad, por momentos, veía como una realidad muy plausible cuando caía de la cima.

Apresuré el paso aunque no quería verlo.

—La PM.

Se refería a la Policía Militar brasileña, la misma que cuida las calles y las playas; en comparación con la de mi país, ésta era quizá un poquito violenta en exceso, e intimidante. Tenía la impresión de que allí, la policía, primero disparaba y luego preguntaba.

—¿La Policía Militar?

Angustiada, Paty me contestó que sí con la cabeza.

—Debe de haber al menos media docena de vehículos cercando la puerta del edificio; creo que han cortado la calle y hay una veintena de oficiales frente a la puerta.

—¡Déjame ver! —De la prisa, tropecé con mis propios pies para golpearme una de las rodillas contra la enorme geoda de amatista que estaba situada debajo de la ventana, junto con tantas otras piedras energéticas que Patricia cuidaba como si fuesen sus mascotas, lavándolas y poniéndolas al sol y a la luz de la luna para que recargasen su energía—. Mierda —jadeé al ver los vehículos y camionetas de la Policía Militar invadiendo la calzada y la acera tres plantas más abajo.

Algunos de nuestros vecinos de los pisos inferiores también se asomaban, tímidos, para descubrir de qué iba toda esa movilización policial en un edificio residencial en el que lo más interesante que podía suceder, probablemente, ya había sucedido el día que mi pelo turquesa y yo llegamos allí.

Entre los automóviles policiales detecté tres camionetas negras con los cristales tintados que parecían como las que conduce el FBI en las típicas películas norteamericanas.

—Esos vehículos, ¿son del BOPE? —le pregunté al ver a lo lejos, detenidas, dos camionetas con calaveras pintadas en sus puertas, unas calaveras muy poco amables atravesadas por dos pistolas y un cuchillo. En el tiempo que llevaba en Brasil había aprendido un par de cosas y una de ésas era que el Batallón de Operaciones Policiales Especiales no era moco de pavo. Esos hombres vestidos de negro de allí abajo pegados a su camioneta, armados hasta los dientes, con los rostros y las cabezas cubiertas, eran una rama de la Policía Militar que se metía en las favelas para combatir el narcotráfico, entre otras cosas—. ¿Qué hacen aquí?

En respuesta, Patricia se encogió de hombros.

—Dudo de que ninguno de nuestros vecinos sea traficante de drogas, armas o algo por el estilo. Deben de tener la dirección equivocada.

—Pues creo que no lo saben, ya que eso no los ha detenido para acceder al edificio. Antes he oído un murmullo y, cuando me he asomado hacia la calle, he visto a algunos oficiales entrando en nuestro portal.

—¿De la Policía Militar o del BOPE?

—De los dos —me contestó con voz temblorosa.

—Mierda —gemí, y sobre mi hombro espié en dirección a la puerta de entrada de nuestro apartamento—. ¿La puerta está bien cerrada?

Paty miró hacia allí y luego volvió a espiar por la ventana. Evidentemente lo suyo no eran ese tipo de situaciones de tensión, si bien era una experta en controlar crisis humanas.

Sin ni siquiera parpadear una vez más, me lancé en dirección a la puerta para disponerme a pasar la llave en las dos cerraduras y poner las dos trancas. Si había ladrones, traficantes o lo que fuese dentro del edificio, no les permitiría entrar allí.

Solamente estaba pasada la llave de abajo, por lo que tiré de la llave para sacarla de la cerradura y, con manos trémulas, busqué entre todas las que contenía el llavero —una del garaje, dos de la puerta de abajo y dos de arriba— la de la cerradura superior.

Mis manos habían empezado a transpirar.

No me gustaban las armas de fuego, y la policía brasileña hacía muy bien su trabajo, pero prefería tenerla lejos de mí.

Con movimientos torpes, logré cerrar la otra cerradura.

Me metí las llaves en el bolsillo trasero de los shorts vaqueros que me había enfundado al salir de la cama y pasé primero la cadena superior y luego empujé la tranca inferior sobre su riel.

La puerta, así, quedó cerrada a cal y canto.

No llegué ni siquiera a suspirar aliviada cuando un puño muy potente aporreó la puerta desde el exterior.

Sobresaltada, di un respingo.

A Patricia se le escapó un chillido agudo.

—¡Madre santa! —musitó justo cuando me giré en su dirección. Avanzaba hacia mí, pero se detuvo en mitad de la sala de estar.

Volvieron a aporrear la puerta y esa vez me dio la impresión de que había sido más de un puño.

—Mierda, ¿será la policía?

Iba a contestarle que, si así era, no entendía qué hacían golpeando nuestra puerta, cuando...

—¡Abran la puerta! Es la policía.

—Joder —solté yo, y Paty reculó sobre sus pasos.

—¡Abran la puerta ahora!

No pude evitar saltar hacia atrás un poco más.

Lo único que me faltaba, que toda la policía de Río de Janeiro se metiese en nuestro apartamento.

—Tranquila... tranquila... Paty, esto debe de ser una equivocación, mejor dicho, es probable que solamente quieran entrar para asegurarse de que aquellos a quienes buscan no se han metido aquí. —Intenté sonar bajo control, aunque no lo estaba, y agradecí haber orinado unos minutos atrás, porque, si no, ya estaría meándome de puros nervios.

Patricia se quedó mirándome con miedo en los ojos.

Me pregunté si pensaría que eso tenía algo que ver conmigo.

—Sí, un momento —entoné alzando la voz para que los agentes al otro lado de la puerta pudiesen oírme.

Mis manos, que en ese instante sudaban todavía más, me complicaron el rescate de las llaves del bolsillo trasero de mis shorts.

—¡Ahora! —bramó una voz muy poco amable al otro lado de la madera.

Eso no sonaba nada bien.

Inserté la llave en la cerradura superior y di las tres vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Dejando las trabas en su sitio, y no con poco miedo, abrí la cerradura inferior.

Las manos me temblaban y me temía lo peor. De cualquier modo, si no abría la puerta, la tirarían abajo; no me cabía la menor duda de que serían capaces de eso, y no colaborar con quien continuaba aporreando la puerta, insistiendo en que me diese prisa, no me reportaría ningún beneficio.

—Sí, sí, sí, ya voy. Estoy abriéndola —le contesté al hombre que no dejaba de vociferar.

Patricia continuaba en pánico, de pie en medio de la sala de estar.

Descorrí el pasador inferior y dejé la cadena puesta.

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