D.O.M.

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Inspiré hondo, procurando reunir valor. No encontré mucho dentro de mí.

Tragué en seco y, apartándome un poco de la puerta, presioné sobre la manija para abrirla. Sabía que la cadena que contendría la puerta al marco no me ayudaría mucho, porque podrían volarla con puerta y todo de una patada; sin embargo, me escudé en sus eslabones.

La abrí un poco, no fueron más que dos centímetros, cuanto entre gritos y a punta de pistola la puerta y la cadena volaron por los aires.

—¡Al suelo, al suelo! ¡Manos detrás de la nuca! ¡Al suelo, al suelo! ¡Al suelo ya! —bramaron las voces, llevándome por delante y golpeando contra mi pecho. El pánico me invadió en cuanto vi los cañones de sus armas apuntando en mi dirección. En un abrir y cerrar de ojos imaginé mi sangre salpicada en la pared por detrás de mi espalda después de que me disparasen.

No llegué a ver más que esos cañones y a unos hombres completamente cubiertos de negro, sus armas... No pude reaccionar ni a tirarme al suelo ni a poner las manos detrás de la nuca, porque alguien me empujó para apartarme de la entrada y así dar paso a la marea humana de pesadas botas de combate que invadió el apartamento en menos de un instante.

Me empujaron una vez, dos veces, para dirigirme hacia Paty.

—¡Manos a la cabeza! —me gritaron con un vozarrón que podía asustar hasta al más valiente—. ¡Al suelo!

Alguien me dio un golpe en la nuca con sus dedos enguantados para hacerme bajar la vista.

No estoy segura de si fue el mismo par de manos u otro el que, agarrándome por las muñecas, me retorció los brazos para ponerme ambas manos detrás de mi cabeza sin preocuparse por el grito de dolor que solté; es más, creo que mi reacción le agradó y por eso me las retorció todavía un poco más.

Con su arma, más de uno me empujó un poco más hacia delante.

No paraban de gritarnos, de empujarnos y apuntarnos.

El apartamento quedó súbitamente invadido por un montón de sujetos enormes que, más que los buenos, parecían los malos.

Vi que entre dos hombres empujaban a Paty hacia abajo para obligarla a arrodillarse y, a continuación, a tenderse sobre el suelo boca abajo. Estaban apuntándola con unas armas de cañón largo, y así, de ese modo, la obligaron esta vez a poner las manos sobre su nuca.

—¡Al suelo! —me gritó alguien al oído y por poco me deja sorda.

Me encogí sobre mí misma.

Sentí miedo y no tenía idea de a cuento de qué venía todo eso.

Oí que entraban más hombres.

Una pesada mano cayó sobre mi hombro derecho. No pude evitar girar la cabeza para ver la cara del sujeto al que pertenecía aquel agarre. No vi rostro alguno, solamente una capucha negra cubierta en parte de un casco negro y unas gafas protectoras también negras ligeramente espejadas en las que se reflejó mi cara de pánico.

Mi vista bajó por su cuerpo; estaba armado como si fuese a la guerra, no para entrar en el hogar de una peluquera y maquilladora y una profesora de yoga que, además, se dedicaba a la medicina natural... cuchillos, munición, quizá alguna granada o tal vez eran gases lacrimógenos.

Nada de eso tenía razón de ser.

La mano izquierda sobre mi hombro ejerció fuerza hacia abajo y le hice caso porque la mano derecha de ese cuerpo estaba sobre el gatillo de aquella poderosa arma que, no me quedaban dudas, podía matarme. Bien, en realidad quizá aquel tipo pudiese matarme con sus propias manos; esos soldados tenían fama de ser mortíferos. Una vez había visto un programa de televisión en el que mostraba parte del entrenamiento al que eran sometidos; era absolutamente bestial y los preparaban para ser implacables y para no tener piedad.

Tambaleante, me agaché sin quitar las manos de mi nuca.

Antes de tirarme al suelo, alcé la vista hasta el hombre escondido detrás de su uniforme, una vez más. Me hubiese gustado decirle que era un cobarde por esconderse, por apuntarme en ese instante con un arma cuando yo, obviamente, no llevaba ninguna, y eso quedaba a la vista porque no iba más que con mis shorts y una camiseta de tirantes; nada más que eso, si es que ni siquiera había llegado a ponerme un sostén.

La respuesta del hombre ante mi mirada de desafío fue apuntarme directamente al rostro con manos firmes, una sobre el cañón y la otra en el gatillo.

Antes de bajar al suelo, vi que entre dos cacheaban a Patricia.

—Se equivocan de personas —entoné posando las manos sobre el suelo para recostarme.

—¡Silencio! —me gritó una voz desde mi izquierda.

El hombre a mi derecha continuaba apuntándome.

—¡Al suelo! ¡La frente pegada al suelo! ¡Ahora! —ladró el de mi izquierda.

Hice lo que me ordenó y puse ambas manos sobre mi nuca para que no tuviese que volver a gritarme.

—Nosotras no hemos hecho nada. No tenemos armas, ni drogas ni nada. —Mi portugués tembló, porque, con el miedo que tenía encima, apenas si recordaba cómo hablar español.

—¡Cierra la boca! —me ordenó el hombre a mi izquierda.

Por el rabillo del ojo vi las botas del tipo situado a mi derecha aproximarse a mi cabeza. Lo imaginé apuntando directo a mi cráneo; podría matarme antes de que me diese cuenta siquiera de qué me sucedía.

Sentí movimiento frente a mí, donde estaba Patricia.

—¡Arriba, arriba!

Me di cuenta de que la orden no era para mí cuando la oí quejarse.

Alcé un poco la cabeza y vi que, agarrándola por los codos, la obligaban a ponerse en pie.

—¡Alto, ¿qué hacen?! ¡Nosotras no hemos hecho nada! ¡Suéltenla, por favor! Esto no es más que una gran equivocación.

Sentí que, a mi derecha, alguien gatillaba un arma.

Bajé la frente al suelo una vez más y apreté los párpados para que no se me escapasen las lágrimas.

Un rato antes, cuando amanecí y creí que todo podía ponerse muy mal, no intuí que podía ser así de mal.

Oí cómo, a empujones y dando pisotones sobre el suelo de nuestra sala de estar, se llevaban a Patricia de nuestro apartamento. Percibí movimiento a mi alrededor, pero el hombre a mi derecha no se movía de su sitio, sentía su imponente y aterradora presencia.

Pisadas. Movimientos bruscos.

Nadie más pronunció una palabra.

Sentí al hombre a mi izquierda alejarse.

¿Estaban abandonando el apartamento? ¿Qué sucedía? ¿Por qué el tipo a mi derecha no se movía?

Sí, estaban yéndose todos y yo me quedaba sola allí con él.

—Escuche... —Mi voz tembló—. Mi nombre es Miranda Griner, soy argentina; mi pasaporte y mis papeles están en la habitación. Tengo un permiso de residencia y de trabajo. Todos mis papeles están en regla. Las únicas drogas que puede encontrar aquí son mis medicinas. Tengo las recetas. Puede hablar con mi médico si desea comprobarlo. Nosotras no hemos hecho nada. — Tragué en seco, pues oí la puerta cerrarse y no me quedó la más mínima duda de que el hombre que apuntaba a mi cabeza y yo nos habíamos quedado solos. ¿Es que acaso quería que no quedasen testigos de la forma en que me volaría los sesos? ¿Y adónde se habían llevado a Patricia?

El tipo no contestó. Giré un poco la cabeza para ver sus pies. Mi vista solamente alcanzaba hasta la mitad de sus pantorrillas, las cuales llevaban unas protecciones negras de aspecto fiero.

—Por favor, no me mate, esto es un error. Nuestros vecinos se lo dirán, no hemos hecho nada malo. Por favor...

El tipo, sin contestar, retrocedió un paso y luego otro. Como se había alejado un poco, amplió mi campo de visión y logré ver hasta sus rodillas.

—¡Arriba! ¡De pie! —me gritó con la voz impostada para dar todavía más miedo del que daba su mero aspecto—. ¡De pie, despacio! —bramó de la misma manera.

—Sí, sí, ya...

Lentamente y manteniendo las manos en alto, donde pudiese verlas, con las palmas hacia él, fui levantándome hasta colocarme de rodillas y de allí, muy despacio, con miedo a facilitarle el acceso a mi pecho por quedar expuesta, me dispuse a enderezarme por completo.

—¡Arriba! —gritó.

—Sí, sí.

Alcé la vista y vi que me apuntaba a la cabeza.

—No llevo armas. No hay armas en esta casa. Estoy desarmada —repetí una y otra vez. No entendía por qué habían cacheado a Patricia y a mí no, o por qué todo el mundo había desaparecido de allí y nosotros nos habíamos quedado solos en el silencio del apartamento.

Otra vez me vi reflejada en sus gafas espejadas.

Nos quedamos en silencio, con él apuntándome como si nada. Si iba a matarme, ¿por qué no lo hacía de una vez?

—¿Qué quiere?, ¿qué busca? Escuche, le digo que es un error.

Continuó en silencio.

—Soy simplemente peluquera y maquilladora. Puedo darle los números de los contactos en las revistas de moda para las que trabajo. Oiga, no sé si será suficiente referencia, pero ayer mismo... —no creí que fuese a soltar lo que estaba a punto de soltar, pero el pánico comenzaba a vencerme—... ayer mismo le corté el pelo al gobernador... —tragué saliva—... al gobernador del estado.

El hombre bajó un poco el arma.

—Daniel Oliveira Melo. El gobernador de Río. Oiga, lo conocí ayer por la noche en un desfile en Niterói y le hice un corte de pelo —repetí, atropellándome con mis palabras—. Quizá no sea mucha referencia, pero él y su secretaria o lo que sea... hable con él, con ellos, le confirmarán quién soy.

El tipo terminó de bajar el arma; en ese momento la boca del cañón apuntaba al suelo y, por suerte, ni siquiera a mis pies.

—Al gobernador le gustó cómo le corté el pelo. Por favor, esto no es más que una equivocación.

El soldado de negro se colgó el arma del hombro derecho.

¿Estaría convenciéndolo de que no me pegase un tiro con el que salpicase la pared situada detrás de mí con mis sesos y sangre?

—Se lo juro. Sé que es mucho pedir, pero él quería contratarme.

El agente del BOPE se quedó muy quieto frente a mí.

Pasaron un par de interminables segundos y entonces lo vi alzar sus manos enguantadas hacia su rostro, más precisamente hacia las gafas espejadas, las cuales apartó de sus ojos para bajarlas.

En un primer instante creí que alucinaba, que intentaba convencerme de cualquier cosa porque hacía un momento había mencionado su nombre pero... ¿cuántos hombres con unos ojos de semejante color y con esa mirada podía haber en el mundo?

Simplemente no pude creerlo, debía de estar enloqueciendo más de lo que ya estaba. No podía ser real, el gobernador no podía estar en mi apartamento enfundado en un uniforme del BOPE, no podía haberme apuntado a la cabeza con su arma y no...

Mi cerebro derrapó en las curvas de su pícara mirada.

Después de soltar las gafas hasta la base de su cuello, comenzó a aflojar las tiras que mantenían firme el casco contra el perfil de su cabeza y su mentón.

Despacio, se quitó el casco y las gafas por encima de la cabeza y entonces...

Mis rodillas se aflojaron.

El hombre de negro tiró de la capucha que cubría su cabeza para enseñarme el rostro sonriente de Daniel Oliveira Melo, el gobernador de Río de Janeiro.

—¿Qué...?

Mi cerebro no acababa de decidir si, la imagen de su rostro alegre, la mirada chispeante de sus ojos y toda su humanidad frente a mí, era real o una alucinación.

—¡Sorpresa! —lanzó de lo más contento, y yo, del susto, di un salto hacia atrás. No entendía nada; eso no podía ser otra cosa que una chaladura de mi cerebro. Ese hombre se había quedado atascado en mi mente y, en ese momento, ese órgano dentro de mi cabeza, que jamás había funcionado bien, había terminado por romperse, produciendo esa gran falla que ahora tenía ante mí.

Me abracé a mí misma para no echarme a temblar.

—Qué bien que volvamos a vernos, ¿no?

Parpadeé un par de veces más, incrédula.

—¿Qué bien que volvamos a vernos? ¿Qué mierda...? —A la fuerza, metí aire dentro de mis pulmones—. ¿Qué significa esto?

—¿No te alegra volver a verme? A mí me alegra verte una vez más —entonó acomodando la tira del arma, que le colgaba del hombro, un poco más arriba, sobre sus músculos cubiertos de aquel intimidante uniforme.

—¿Tú estás loco o qué? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué mierda haces aquí?

—He venido a verte.

Quise decirle que se fuera a la mismísima mierda. Tenía ganas de estrangularlo, de gritarle de todo, de echarlo a patadas de allí, y luego recordé que iba armado como para matar quizá a un centenar de personas y por eso me tragué todos los gritos e insultos que tenía en la punta de la lengua.

Retrocedí otro paso.

—Has apuntado con esa arma a mi cabeza... —jadeé entre el miedo y el odio, señalando con un dedo tembloroso en dirección al rifle o lo que fuera eso que colgaba de su hombro—. Imagino que no está cargada.

El gobernador entornó los ojos, parecía en la gloria, tan divertido... y me dedicó una sonrisa ladeada entre pícara y seductora.

Por entre sus labios se le escapó una risa corta.

—Claro que está cargada. ¿De qué podría servirme un arma sin balas?

—¡Pero me has apuntado con eso a la cabeza! ¡Has abierto el gatillo! —berreé furiosa. Si venía a matarme, que lo hiciese de una vez. Antes de que me volase los sesos, estaba dispuesta a arrancarle esa jodida sonrisa de la cara—. ¡Eres un maldito desgraciado! ¡¿Cómo puedes decírmelo así sin más?! Debería echarte a patadas de aquí. ¡Estás loco! ¡Desquiciado! ¡Hijo de puta! —Sé que no preví las consecuencias. Después de todo lo vivido los minutos previos, nada en mí funcionaba correctamente. No lo pensé, definitivamente no. Sin darle tiempo a contestarme nada, me tiré sobre él, olvidándome de su arma cargada y de que ya me había apuntado, y de que no entendía ni cómo ni por qué se había metido a la fuerza en mi casa, por lo que era obvio que ese tipo no tenía demasiados filtros a la hora de hacer lo que le diera la real gana.

Así, en esa inconsciencia total, con la adrenalina, el miedo y la locura corriendo por mis venas, me abalancé sobre él con toda la intención de asesinarlo con mis propias manos. Al carajo si era él quien en realidad sí estaba entrenado para hacerlo; llegaría a su yugular a dentelladas, porque quería comérmelo vivo y no en un sentido sexy, sino para matarlo, así, sin más.

No llegué a nada.

Vi su rostro cambiar de expresión en un parpadeo, como si se encerrase por completo dentro de un tanque, o quizá en un refugio antibombas. Daniel Oliveira Melo desapareció de mi vista.

De refilón, vi que su mano derecha soltaba el cuerpo del arma.

Su otra mano atrapó en el aire mi muñeca derecha antes de que mi puño llegase a impactar contra su cara.

No tengo una idea muy clara de lo que sucedió, porque todos sus movimientos fueron demasiado veloces y dolorosos para mí, para mi cuerpo. Solamente sé que, inmovilizándome un brazo por detrás de mi espalda e inutilizando el otro, me hizo dar media vuelta como si fuese una bailarina, como si no pesase nada. Quedé de espaldas a su cuerpo y, a continuación, vi el suelo aproximándose a mi rostro cuando, entre empujándome y sosteniéndome, me derribó.

«Ahora sí terminaré muerta», me dije mientras caía con él por detrás.

El gobernador no me soltó e imagino que debió de ser por eso por lo que no acabé con todos los dientes rotos al aterrizar contra las baldosas.

Él cayó sobre mí, todavía con sus manos en mi muñeca.

Grité y él gruñó.

El hombro izquierdo, del brazo que él tenía retorcido contra mi espalda, me dio un terrible tirón que hizo que la vista se me pusiese en blanco.

Todo el peso de su cuerpo me inmovilizó contra el suelo. Sus piernas atrapaban las mías, su cabeza contra mi nuca... su respiración jadeante sobre mi oreja derecha...

—Mátame de una vez —gemí desesperada—. ¡Hazlo! ¡¿Qué demonios quieres?! —Estaba a punto de ponerme a llorar y no quería hacerlo delante de él, no frente a una persona que me amenazaba armada para la guerra cuando yo no tenía con qué defenderme. Eso no era justo. Si él hubiese estado desarmado, si hubiese sido solamente mi carne contra la suya, no me habría dado vergüenza mi cobardía, pero ésa era su cobardía, no la mía, y eso me ponía furiosa.

Tiré de mis brazos procurando soltarme, lo cual no tuvo demasiado sentido, porque de por sí su cuerpo debía de ser muchísimo más pesado que el mío y para qué hablar del peso de todas sus armas, del casco, el chaleco antibalas y el resto de las protecciones que lo salvaguardaban de mí.

—Shhh... tranquila —me susurró al oído.

—¡Mátame o suéltame!

—¿Matarte? —Rio—. ¿Por qué habría de matarte, si esto es tan agradable?

Su cuerpo se relajó contra el mío.

—¡No obtendrás nada de mí estando yo viva! —le gruñí con todo mi odio. A continuación intenté escupirle a la cara, pero, por mi posición, no conseguí otra cosa que apenas salpicar con un poco de saliva su hombro y la culata del arma que pendía entre su cuerpo y el mío.

—Ehh, tranquila, que era broma.

No lo resistí más y estallé en llanto.

Lo sentí ponerse rígido encima de mí.

A sabiendas de que le entregaba mi nuca para que me fusilase allí mismo sin que le costase el menor trabajo, bajé el rostro para esconder mi llanto de él.

Sin que nadie me lo pidiese otra vez, pegué la frente al suelo.

—Por favor, solamente te pido que no le hagas daño a Patricia, te lo ruego —hipé sin poder controlar ni las lágrimas que se me escapaban a chorros ni los espasmos de mi cuerpo aterrorizado y cansado.

—Ehh, ehh, no, no llores... —soltó a toda prisa en tono dulce—. Shhh, que no pasa nada...

Comprendí que intentaba calmarme; sin embargo, yo ya estaba completamente fuera de control, porque no comprendía nada en absoluto.

El gobernador, en un par de movimientos bruscos, se descolgó la tira del arma del hombro y, soltándola en el suelo, la empujó lejos.

El arma se deslizó por las baldosas hasta chocar contra la pared.

—Tranquila, lo siento. —Aflojó la tensión que ejercía en mi brazo izquierdo y, poco a poco, haciéndolo girar para que recuperase su postura normal, lo colocó junto a mi cuerpo; aun así, no soltó mi muñeca—. No pensaba que te asustarías tanto.

Saqué mi rostro de su escondite.

—¿No pensabas que me asustaría tanto? Has entrado aquí con medio Batallón de Operaciones Policiales Especiales, derribando mi puerta; fuera hay una docena de vehículos, entre patrullas de la Policía Militar y camionetas del BOPE, ¿cómo se supone que debía saber que no tenía que asustarme? —Mi odio remontó su escalada hacia la superficie—. Nos habéis tirado al suelo, nos habéis apuntado con vuestras armas, accionaste el gatillo en mi cabeza... ¡Os habéis llevado a Patricia! ¡Maldito desgraciado hijo de puta, estás completamente loco! —chillé desquiciada y, sacando fuerzas de no sé dónde, planté mis manos contra el suelo y me impulsé hacia arriba con mis brazos, torso y piernas.

No sé si fue porque lo cogí desprevenido o qué, pero logré quitármelo de encima lo suficiente como para medio sentarme y tener el ángulo hacia él lo suficientemente ancho como para poder lanzarle un golpe.

El gobernador volvió a atrapar mi muñeca; sin embargo, esta vez no fue tan certero ni yo le di oportunidad para nada más cuando le propiné un rodillazo directo a su entrepierna.

Daniel Oliveira Melo se quejó de dolor y, al perder la estabilidad por culpa de mi golpe, retorció mi muñeca, la que tenía aferrada por atajar mi puñetazo. Los dos volvimos a caer, esta vez sobre su espalda y yo encima de él, todavía forcejando.

—Si le tocan un solo cabello a Patricia, los mataré a todos —bufé mientras tironeaba con mis brazos para soltarme y con intenciones de golpearlo en ese magnífico rostro suyo—. Empezando por ti —le grité.

—Ya deja de decir tonterías, aquí nadie matará a nadie. Tranquilízate, que es probable que los muchachos estén invitando a una cerveza a tu amiga. Ellos no le harán daño, a menos que ella se lo pida —soltó para luego guiñarme un ojo y volver a sonreír.

—¡¿Qué?!

—Que son buenos chicos, son mis amigos. No pasa nada. Patricia, tu amiga, está bien, lo juro. Se habrá asustado un poquito, pero no íbamos en serio.

—¡¿Que se habrá asustado un poquito?! —le gruñí rabiosa—. ¡Suéltame! ¡Estás loco de remate!

—Te juro que no ha sido con mala intención. Sólo quería verte; es que necesito convencerte de que seas mi peluquera.

—Debes de estar bromeando. Eres un desgraciado, ¿usas a integrantes del Batallón de Operaciones Policiales Especiales para venir aquí e insistir con eso? ¡Nos has aterrorizado! Has irrumpido en el edificio asustándonos a todos simplemente para venir a fastidiar con eso de que quieres que te corte el pelo. Tienes mierda en la cabeza en vez de cerebro, Daniel Oliveira Melo. Estás muy mal. —Forcejeé con ambos brazos para liberarme; él no me lo permitió, todo lo contrario, ante mi amago de levantarme de encima de la parte baja de su abdomen, tiró de mis muñecas hacia el suelo para impedir que me apartase de él.

—No se me ocurrió otro modo.

—¿De verdad? —le grité—. ¿Qué tal llamar a mi puerta como una persona normal y corriente? Es obvio que no te ha costado mucho conseguir mi dirección; imagino que también has debido de averiguar mi número de teléfono.

—Yo no soy una persona normal y corriente —me contestó riendo manso. Su pecho tembló bajo el mío, lo que en otra situación me hubiese hecho perder la cabeza del modo más delicioso.

—Sí, de eso ya me he dado cuenta. ¿Y en serio serás el presidente de este país?

—Bueno, eso es lo que dice la gente, lo que auguran las encuestas.

—Pues mejor me compro un billete de avión para regresar a mí país.

—¡No, no puedes irte! —soltó, y a mis oídos su voz sonó desesperada.

—¿Qué harás, que me metan en la cárcel, que me torturen para obligarme a quedarme? ¡Suéltame!

—Lo siento, pero no podía llamarte por teléfono porque hubieses colgado al instante; además, necesitaba mirarte a la cara y si hubiese llamado a tu puerta sin la máscara no me habrías abierto.

—Tienes razón, habría colgado el teléfono y jamás te habría abierto la puerta de mi casa.

—Técnicamente no es tu casa, sino de Patricia Santos, la chica que se fue con mis muchachos.

—¿Técnicamente...?, ¿tus muchachos? No sé de qué me sorprendo. ¿Cuánto te costó averiguar toda mi vida, dos horas?

—No, los servicios secretos no son tan veloces o efectivos y, por otro lado, no me interesaba averiguar toda tu vida, sólo quería saber dónde vivías; esta propiedad está a nombre de tu amiga, eso es todo.

—¡Eres un maldito desquiciado! —le escupí a la cara, y él sonrió todavía con más amplitud.

—Por cierto... como no lo he averiguado todo sobre tu vida, ¿qué drogas son esas que me has dicho que tenías, las recetadas? ¿Qué enfermedad padeces? —Se removió por debajo de mí, juguetón.

—¿En serio crees que contestaré a alguna de tus preguntas? Si quieres respuestas, las tendrás de mi abogado; no pienso decir ni una palabra ante ti.

—Qué desagradable, no me gustaría meter a un abogado entre nosotros; yo soy abogado y, créeme, no somos buena gente.

—Idiota. —Tiré de mis brazos y otra vez no conseguí nada—. ¡Lárgate de mi casa!

—No puedo, estás sobre mí.

—Suéltame y podrás.

—Si te suelto, te alejarás de mí, lo sé.

—¿Y eso a qué se deberá? —repliqué sarcástica.

—Por favor, Miranda, cálmate.

—Suélteme y lárguese, gobernador.

—Soy Daniel.

—En este momento sólo me apetece llamarte hijo de puta.

—Llámame como gustes, pero suena mejor Daniel. Dom, si prefieres. En verdad lamento todo esto, no pensé que te asustarías tanto. Debes entender que tenía que venir a hablar contigo. Tengo tantas preguntas...

—Soy peluquera, no sé qué clase de preguntas tienes; yo no puedo responderlas.

—Te lo ruego, acepta trabajar para mí.

—Apenas si te corté el pelo ayer, no me necesitas pisándote los talones.

—No, pisándome los talones no, a mi lado.

Sus últimas palabras se quedaron dando vueltas por mi cráneo, en parte enredadas, en parte ancladas en lo más profundo de mi cerebro.

—Además, tengo muchos eventos por semana, entrevistas y esas cosas; necesito que me maquilles para fotos, que me peines. —Hizo una pausa de un par de segundos y continuó—. ¿A qué médico ves? —perseveró.

—Si sigues insistiendo, te dejaré un ojo morado que no podrás tapar con ningún maquillaje.

—¿Y cómo harás para dejarme un ojo morado —rio—, si yo te tengo sujeta por las muñecas? —Con suma facilidad, alzó mis manos hasta la altura de mi rostro pese a que yo puse todo mi empeño por bajarlas, por apartarlas. Sentí sus brazos tensarse y temblar debido a la fuerza que ejercía.

Algunos dicen que la confianza es belleza; pues eso mismo, Daniel Oliveira Melo no necesitaba tener los hermosos ojos que tenía, o su abundante y sedoso cabello, ni siquiera esos rasgos precisos y fuertes que resultaba imposible pasar por alto, para ser guapo. La belleza en él trascendía la dureza de su musculatura o la altura de su cuerpo; aquello que lo hacía atractivo, extraño, maravilloso, incluso del modo más desquiciado, era lo que provenía de su interior, lo que le daba a todo su ser aquella presencia rotunda que imponía, lo que Patricia llamaría su aura. No pretendía ponerme poética en ese instante, es que simplemente era estúpido negar que su presencia me afectaba.

Nos quedamos en silencio mirándonos y así, sin más, me soltó.

De un salto, me aparté de él todo lo que pude para pegarme a la pared opuesta de pie, luchando porque mis temblorosas rodillas no se rindiesen ante toda la carga de sensaciones y sentimientos que soportaba.

Sin mirarme, el gobernador se incorporó hasta quedar sentado en el suelo. Alzó las rodillas y, en un gesto casi de cansancio, se rodeó las piernas con los brazos; solamente entonces alzó la vista y se quedó mirándome en silencio.

—Tenéis un buen sitio aquí —comentó con su voz baja y mansa, la misma que me había encantado la noche anterior—. Es una calle tranquila que me recuerda al Río de cuando era pequeño. En realidad, la mayor parte de los edificios ya debían de estar por aquella época, no es de esas calles repletas de construcciones modernas. —Sonrió resoplando suave—. Por lo que he visto, la mayoría de tus vecinos también debían de ser ya viejos cuando yo era pequeño.

—Espero que no le hayas provocado un ataque cardiaco a ninguno con tu irrupción en el edificio de este modo. ¿Entiendes que es probable que ahora tendremos que mudarnos de aquí por culpa de lo que has hecho?

—No exageres.

—Creerán que somos traficantes o algo peor. El BOPE no es cualquier cosa.

—Sí, ya lo sé.

—Gracias por arruinar mi vida un poco más —le ladré ante la calma con la que me contestó.

—No era mi intención...

—Lárgate —lo corté.

—Perdóname.

—Vete.

—Por favor, trabaja para mí —suplicó.

—No me necesitas. No pienso ser uno de sus caprichos, señor gobernador. Váyase.

—¿Nunca te has puesto a pensar en que el mundo da más preguntas que respuestas, que brinda más incertidumbres que certezas?

—¿Y acaba de descubrirlo ahora? —le solté del peor modo posible.

Si eso era posible, Daniel Oliveira Melo me contestó con una risa triste, una muy corta que apenas si interrumpió el tiempo, pero que duraría una eternidad en mí. Otra vez volví a sentir que en aquellos ojos podía ver un espejo que de verdad comprendía lo que se reflejaba en él.

—No, claro que no —respondió—. Soy joven, pero, aun así, lo suficientemente viejo como para saber que el mundo es cualquier cosa menos un lugar justo.

—Definitivamente no es un lugar justo si hay gente como usted que utiliza una fuerza pública en su propio beneficio.

—Ha sido un acto desesperado.

—Sí, claro, sin duda debe significar una tragedia a nivel mundial que usted no consiga quien le corte el pelo o lo maquille.

Sonrió de lado, bajando la vista de mis ojos a sus pies por un instante.

—Sólo necesito que estés allí. La paga es muy buena —insistió.

—Claro, y yo estaré feliz porque usted me pague a mí con fondos públicos para conseguir lo que quiere.

—Pensaba pagarte de mi bolsillo, con mi propio dinero.

—No necesito ni de su dinero ni del dinero público.

—Entonces podrías hacerlo por caridad. —Amagó una sonrisa tímida.

—No necesita mi caridad —contesté de malas maneras, intentando obviar su adorable gesto y sus palabras; es que me había parecido ver cierta necesidad angustiosa en su mirada.

—Definitivamente tampoco tu pena, sino simplemente que trabajes para mí. Sólo te necesito ahí para que me peines y maquilles, y por si surgen las preguntas.

—Usted, lo que necesita, es un psicólogo.

Daniel Oliveira Melo rio entonces con ganas.

—Prometo no volver a tomar tu casa por asalto.

—¿Qué? Si no trabajo para usted, ¿sí lo hará?

En vez de contestarme con palabras, el gobernador se puso en pie para empezar a quitarse el chaleco antibalas, del cual colgaban parte de sus armas y municiones; continuó por despojarse del cinturón y, luego, de las protecciones sobre sus piernas.

Lo arrojó todo al suelo sin el menor concierto y, una vez que quedó solamente su cuerpo enfundado en el negro del uniforme, me enfrentó.

—¿Debo rogarte?

—No tiene que rogarme.

—Eso quiere decir que trabajarás para mí.

—Está demente.

—Sólo necesito que estés ahí.

—Sólo quiere que yo esté allí, y sinceramente no entiendo por qué.

—Ya te lo he dicho: mi pelo, el maquillaje, las preguntas, lo desconocido... Por todo esto te necesito.

—Tiene que estar jugando —lo reté.

El candidato negó con la cabeza.

—Si tu miedo es que no puedas trabajar en desfiles y esas cosas, no hay problema; cuando te surja algún otro trabajo, me avisas y ya. Podrás ausentarte para cuando te salgan esas otras oportunidades laborales.

—Es una locura.

—Sí, lo es. —Dio dos pasos en mi dirección para tenderme su mano derecha—. Bienvenida a mi mundo.

La mueca alegre en su rostro, pese a todo, me arrancó una sonrisa.

Con la mano todavía tendida en mi dirección, el gobernador dio un par de pasos más para llegar a mí; en silencio y con sumo cuidado, cogió mi mano derecha y la estrechó en la suya para darme un apretón.

Nos miramos en silencio durante algunos segundos, con su mano todavía sujetando la mía, y lo sentí como pocas cosas que hubiese experimentado antes, y no solamente a nivel piel. Pasaron un par de muy cortos segundos y después, poco a poco, sus dedos liberaron mi carne.

—Perdón por lo de la puerta; enviaré a alguien a repararla.

—¿Es todo tan sencillo para usted?

Me guiñó un ojo.

—Me encantaría quedarme a tomar un café, pero creo que mejor me voy; tenemos la calle cortada y tengo que liberar a los muchachos de una vez. Además, tu amiga debe de querer subir ya.

—¿Hay algún límite para lo que pueda hacer con tal de salirse con la suya?

—No estoy seguro, seguiremos probando.

—Todavía no comprendo por qué estoy accediendo a esto, no debería.

—No siempre hacemos lo debido.

—Sí, ya me lo imagino, sobre todo en su caso. —Apreté los dientes y lo enfrenté—. Trabajaré para usted durante el tiempo que dure la campaña, luego deberá buscarse a otra persona.

—Sólo queda mes y medio de campaña.

—Tiempo suficiente para que busque a alguien para que le corte el cabello, lo maquille y conteste a sus preguntas. Además, me gusta Río de Janeiro y usted, cuando sea presidente, se mudará a Brasilia.

La mirada del gobernador se oscureció.

—Es eso o nada, gobernador.

Alzó el dedo índice de su mano derecha, curvado hasta sus labios. Lo pasó de un lado al otro de su boca mientras me observaba en silencio.

—Bien.

Su voz fue apenas audible.

Sin añadir nada más, comenzó a recoger las cosas que se había quitado de encima, empezando por los protectores de las piernas, el chaleco antibalas, el casco, la capucha, las gafas y, por último, fue hasta la pared a por el arma, la cual se colgó del hombro por detrás de la espalda.

Por un momento me pareció ver a un hombre herido de bala, si bien no sangraba por ningún lado. Otra vez me tocó decirme a mí misma que dejase de alucinar, que eso no era real, que no necesitaba fantasía, que no soportaría cuando la fantasía se convirtiese en realidad.

Pensé en los medicamentos sobre mi mesilla de noche, en lo difícil que había sido asomarme al espejo unos minutos atrás. Un nudo se formó en mi estómago.

—Bien, haré que Mel, mi secretaria, se ponga en contacto contigo para arreglar las cuestiones del contrato y demás. Ella lleva mi agenda, de modo que tiene claros todos los eventos para los que deberás peinarme y todo eso. Y, sí, te pagaré con mi dinero y no con fondos públicos, así que trabajaras para mí, no para el gobernador. Soy Daniel.

Me mantuve en silencio, en ese instante todo resultaba demasiado confuso.

—Que tengas un buen domingo, Miranda.

En un gesto muy militar, de pie muy recto y chocando los tacones de sus botas negras, se llevó dos dedos a la frente a modo de saludo.

Yo ni siquiera conseguí decirle adiós.

Sin mirar atrás, el gobernador tiró de la maltrecha puerta y salió del apartamento.

Patricia no tardó ni cinco minutos en abrir esa misma puerta para entrar.

Su expresión de desconcierto debía de ser todavía peor que la que sentía que tenía yo en la cara.

Fue difícil explicarle tanta locura.

En menos de diez minutos, los vehículos habían desaparecido de la calle y el gobernador con ellos.

5. La verdad es como sangre debajo de las uñas

Tan potente y rotunda fue la sensación de déjà vu que, al quitarme los antebrazos de encima del rostro, me forcé a abrir los ojos para echarle un vistazo a mis manos, las cuales, por culpa de las pesadillas de humo negro y tóxico que atormentaron mi noche, esperaba encontrar empapadas en sangre. Aunque como en mi sueño hubiese sido cuidadoso de lavármelas al llegar a casa, estaba seguro de que, aun así, hallaría rastros de sangre bajo mis cuidadas uñas.

«La verdad es como sangre debajo de las uñas, tan difícil de quitar —me dije—. Todavía peor cuando no tienes la más puta idea de cuál es esa verdad y, por eso, no puedes hacer nada para cambiarla o intentar disimularla entre el montón de mentiras que te rodean.»

El sol invadía mi cuarto, por lo que tuve que parpadear unas cuantas veces para adaptar mis ojos a la luz.

Tiré de mis párpados hacia abajo y hacia arriba para abrir los ojos y me enseñé a mí mismo mis manos.

Moví los dedos en todas direcciones, esperando encontrar algo.

Nada; ni el más ínfimo rastro de sangre seca o cualquier otra suciedad.

Suspirando aliviado, dejé caer mis brazos a los lados de mi cuerpo. Fue entonces cuando recordé, quizá por la resistencia o la curvatura del colchón a mi lado izquierdo, que no estaba solo.

—Mierda —entoné en otro suspiro. ¿Por qué no la había sacado de allí antes de quedarme dormido?

«¡Idiota!», me grité mentalmente.

Bueno, sí, al menos había sido divertido. Me acordé de que la chica en cuestión había sido bastante abierta y receptiva a mis ideas, y que habíamos follado unas cuantas veces desde que llegamos, cuando todavía no caía el sol. Sí, lo había pasado muy bien, pero eso no cambiaba en nada el hecho de que no tenía ganas de tenerla allí, a mi lado, usurpando la otra mitad de mi cama.

No me apetecía que usase mi ducha, ni que se quedase a desayunar. Es más, quería que, en un parpadeo, desapareciese, que se olvidase de que yo existía, de cuál era mi casa, de todo lo que le había hecho.

En resumen, que se le olvidase mi existencia tan rápido como se me había olvidado a mí su nombre, incluso su rostro. En honor a la verdad, la noche anterior no puse demasiada atención a su cara y no tenía ni la más remota jodida idea de cómo se llamaba.

He de admitir que casi con miedo, giré la cara hacia la izquierda.

No vi un rostro; mi visión de la persona que me acompañaba en mi fantástica cama que tanto amaba, y que quería toda para mí por siempre, fue una melena pelirroja, la misma que había estado viendo durante casi toda la noche, una melena que con el correr de las horas se puso más y más revuelta y que, en ese instante, no tenía demasiado buen aspecto. Pobre melena; lo lamentaba por ella, pero me entraron unas ganas enormes de empujarla de mi cama con los pies.

—Porra, Daniel, ¿cuándo usarás un poco la cabeza? Imbécil —solté en voz baja para no despertar a mi acompañante.

«Piensa rápido, piensa rápido», me dije sin moverme un ápice para evitar lo mismo.

«¡Mel!», exclamé dentro de mi cabeza.

Haría que Mel la sacase de allí. No sería la primera vez que tuviese que encargarse de una tarea así y en realidad no era nada tan serio, no tanto como para que se negase a hacerlo una vez más. Antes que nada, antes de llamar a Mel y pedirle que viniese al rescate, debía desaparecer de allí sin que ella se percatase de ello.

Eso haría, me escurriría de mi maravillosa cama, despacio, muy despacio.

Giré sobre mi lado derecho.

El reloj, encima de mi mesilla de noche, marcaba que eran las ocho y cinco minutos de un luminoso lunes de octubre.

Seguí girando un poco más y, por fin, llegué al borde de la cama. Bajé el pie izquierdo al suelo, el derecho, moví el pecho hacia arriba. En una posición extraña, pues no estaba ni sentado ni de pie, logré levantarme de la cama sin mover demasiado el colchón.

Muy lentamente y girándome en dirección a la melena roja, estiré las rodillas y la espalda.

El largo y bonito cuerpo desnudo de mi compañera no se había inmutado ante mi movimiento.

Enredadas entre las sábanas, vi mis sogas azules de jugar.

«Qué bien», pensé, porque no recordaba dónde habían quedado y no me apetecía buscarlas por toda la casa.

Así, sin darle la espalda a la melena rojiza, de puntillas, di un paso atrás; en realidad fue solamente medio paso, porque moví primero el pie izquierdo y éste aterrizó sobre algo gomoso, frío y un tanto resbaladizo.

Con un poco de asco, alcé el pie y espié hacia abajo.

Descubrí un preservativo usado, que por suerte había tenido el tino de anudar.

Bajé el pie a un lado, moví el derecho hacia atrás y, al volver la vista al frente, divisé otro junto a la cama. También vi, apenas asomando por debajo del somier, una botella de whisky vacía.

Preferí ahorrarle a Mel el espectáculo completo y fui hasta al baño; en el armario había bolsas para residuos que la señora de la limpieza utilizaba para reemplazar las del cesto de basura de esa estancia. De puntillas de nuevo, y enfundado en mi bata de seda azul, regresé a la habitación y, utilizando una bolsa a modo de guante, junté los dos preservativos y la botella. Antes de cerrar la bolsa, revisé los alrededores en pos de más látex que hubiese podido quedar tirado por ahí.

No encontré nada más.

Cargando la bolsa de basura conmigo, salí del dormitorio todavía de puntillas.

Una vez que me alejé por el pasillo algunos pasos, volví a pisar con toda la planta de los pies.

¡Qué mal modo de empezar la semana!, y yo que creí que podría dejar el fin de semana atrás. Por lo visto eso no sucedería. Me equivoqué al pensar que, después de conseguir que Miranda accediese a trabajar para mí, todo se solucionaría. Obviamente no fue así, sino todo lo contrario: en cuanto salí de aquel apartamento, el vacío y la incomodidad dentro de mí se profundizaron todavía más. El vacío se convirtió en la saturación de mi ser con una infinidad de preocupaciones que volvieron a palpitar con fuerza cuando yo las creía ya muertas. La incomodidad pasó de un molesto cosquilleo sobre toda la espina dorsal a sentir como si tuviese la piel de todo el cuerpo cubierta de cortes ardientes, por lo que, cada vez que expandía mis pulmones para respirar, tenía la desesperante sensación de que iba a estallar en dolor de un momento a otro.

Bajar los tres pisos que separaban el apartamento de Miranda de la calle fue como descender al infierno, y desde ese momento estaba yo en las entrañas de la Tierra, respirando azufre, y con claustrofobia, sobre todo con miedo. Miedo, ¿a qué? A lo que había hecho y no recordaba, a lo que pudiese hacer en el futuro, incluso en las próximas horas, miedo de mí mismo y de lo descontrolada que estaba poniéndose mi vida.

Comencé a bajar las escaleras en dirección a la planta baja.

Llamaría a Mel para que viniese a poner orden, y le apretaría un poco las tuercas para que averiguase de una vez qué había sucedido la noche del viernes. No podía continuar así y no debía, no a tan poco de las elecciones y con tanto en juego, no después de todo el sacrificio, el esfuerzo y el trabajo que me había supuesto llegar hasta allí.

Al llegar a la planta inferior no encontré mayores desastres, solamente unas copas y una botella de champagne sobre una mesa, mi ropa por ahí tirada, un vestido, zapatos... nada significativo.

Fui hasta mis prendas en busca de mi móvil. Intenté encenderlo; estaba sin batería.

Partí rumbo a la cocina para ponerlo a cargar. Llamaría a Mel desde el teléfono de casa y le pediría que entrase un poco antes a trabajar.

Allí todo estaba en perfecto orden.

Arrojé la basura, enchufé el teléfono al cargador y, mientras encendía la cafetera, marqué el número de mi asistente.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, Mel. Te necesito aquí ahora. Y con ahora me refiero a en este instante. — Trasteé en la cafetera—. Tenemos una situación por resolver aquí.

—¿Otra situación, señor? ¿Otro de sus automóviles? Creí que ayer había salido con su chófer.

Así fue, la noche anterior había salido con mi chófer porque, además de lo pésimo que me sentí al dejar el apartamento de Miranda, fue todavía más extraño verme a mí mismo sentado en mi coche blindado, el cual conducía mi chófer, vestido con mi viejo uniforme de BOPE. No creí que me afectaría volver a ponérmelo y, si bien el arma se había ido en la camioneta con mi antiguo grupo, estar allí sentado, con el casco y el chaleco antibalas a un lado, me trajo demasiados recuerdos, en su mayoría no demasiado gratos, lo que me desestabilizó todavía más.

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