D.O.M.

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De haber estado yo al volante, no habría conducido hasta allí, sino otra vez hacia ese lugar al que solamente con ganas podía llamársele casa, pero que había sido mi hogar durante quince años, ese rincón arriba del morro, en el cual se respiraba y vivía necesidad.

No me habría hecho ningún favor llegar allí vestido con ese uniforme, sobre todo porque mi cara en ese instante debía delatar las cosas que yo había hecho allí, vistiendo ese traje, escondido debajo de la capucha negra.

Mi dedo jamás había temblado sobre el gatillo, mis piernas nunca habían dudado en dar un paso; sin embargo, en ese momento ni siquiera habría podido conducir hasta la base del morro.

—Sí, Mel. Ayer mi chófer se encargó de llevarme de aquí para allá del modo más diligente posible. El problema reside en que anoche no llegué a casa solo y mi compañía aún no se ha ido.

Al otro lado de la línea se formó un profundo agujero de silencio.

—Necesito que la saques de aquí, Mel. No puedo empezar mi semana así. Bien, en realidad ya la he empezado para la mierda. No quiero que empeore; tengo mucho que hacer, tenemos mucho que hacer —añadí.

—Sí, señor; procuraré llegar lo antes posible.

—Bien; gracias, Mel.

—Recuerde que me pidió que citase a su nueva peluquera temprano para que tuviera tiempo de prepararlo para la inauguración del hotel en Copacabana. Debemos estar allí a las once.

—Sí, claro. —Casi lo había olvidado—. Bien, bien; date prisa, ¿quieres? —Así, ante la mención de Miranda, mi amanecer se tornó todavía más raro e incómodo. No quería que ella llegase y que Mel todavía no estuviese allí... No tenía claro por qué, pero lo que sí tenía claro era que no me sentía con la fuerza o la valentía necesarias como para estar frente a Miranda sin más personas rodeándome, o sin mi uniforme y sin mi arma, y mucho menos con la pelirroja todavía durmiendo en mi cama.

Mis manos empezaron a temblar.

—Haré lo que pueda para llegar lo antes posible —me contestó ella con cierto deje de fastidio que terminó por cabrearme.

Definitivamente ése iba a ser un lunes asqueroso y mi humor estaba más que negro.

—Hazlo, Mel —le contesté de malas maneras y, sin despedirme, colgué.

Cogí una taza del armario, la puse bajo el pico de la cafetera y la accioné. Necesitaba cafeína, y mucha.

El teléfono voló sobre la encimera cuando lo solté con furia y por poco hago giratoria la puerta del mueble al cerrarla después de sacar la taza.

Mientras la cocina se llenaba del aroma del café, me agarré la cabeza; desbordaba de enojo y en este instante sólo quería mandar al infierno toda mi existencia para empezar de cero en un lugar muy lejos de allí, donde nadie supiese de mí, donde no tuviese pasado por el cual dar explicaciones. Quería dejar allí todos mis errores, mis problemas y mi puta locura para ser, en otro mundo, esa persona, ese hombre que nunca había podido ser y que nunca sería.

Mi madre era una ferviente creyente de ese personaje que supuestamente nos cuidaba a todos desde lo más alto del Corcovado con los brazos abiertos; sin embargo, a mí me era imposible confiar en alguien que permitía que el mundo fuese la basura que era, en ese que me había traído allí a una vida tan extraña, con un cerebro que ni siquiera funcionaba como debía. De creer en Él, le habría pedido que me echase una mano en ese instante, pero, si me costaba confiar en lo tangible, en cosas tan diminutas como las pastillas que me recetaba mi psiquiatra, ¿cómo iba a hacerlo en ese al que mi madre le pedía por mí frente a una vela encendida?

—Qué ganas que tienes de joderme —le dije en voz alta—. Si eres un hijo de puta, yo puedo serlo el doble, te lo aseguro. ¿Cuándo cojones me darás un descanso? Deberías ir a joderle la vida a otro, que conmigo ya te has pasado de cupo. —Recogí mi taza de la cafetera—. Mi madre está peor de la cabeza que yo por creer en ti. —Giré sobre mis talones para ir a sentarme a la mesa a beber mi café y entonces di de frente con el pequeño cuadro de san Jorge que mi madre se había empecinado en poner en mi casa. Intenté negarme a que lo colgase allí cuando me mudé, pero únicamente conseguí evitar que pusiese un clavo en mitad de la pared más grande de la sala de estar para colgarlo. Al final había venido a parar a la cocina, junto al videoportero—. También en ti. Los dos sois unos jodidos mentirosos, unos mucho peores que yo. —Apunté a san Jorge con un dedo—. Un día todos arderemos en el infierno por hacerles creer a los demás que todo irá bien cuando sabemos que no es así —le gruñí sintiéndome ridículo, pero no por hablarle a un cuadro, sino por, en realidad, necesitar que ese cuadro y ese personaje de brazos abiertos pudiesen escucharme.

Con angustia hasta el cuello y sin haber podido darle ni un solo sorbo a mi taza de café, pegué un salto cuando sonó el timbre de la puerta y el videoportero se encendió.

Todavía estaba un tanto dormido, por lo que no me fie del todo de lo que me mostraban mis ojos. ¿Sería ese rostro real?

Pasé junto a la mesa, sobre ésta dejé la taza y luego me agaché un poco para enfocar la vista en la pantalla.

Miranda...

Su cabello turquesa era imposible de pasar por alto y, así hubiese llevado su melena del color más corriente, estoy casi seguro de que podría haberla distinguido entre una multitud, lo que no me causaba ni pizca de felicidad, pues no quería ni necesitaba reconocerla entre toda la población de Río de Janeiro, ni siquiera entre los asistentes a una de esas fiestas a las que iba casi a diario.

Me quedé observándola con el pánico creciendo dentro de mí.

¿Se largaría si no le abría la puerta?

¡Joder! Si la había apuntado con un arma cargada para obligarla a venir.

El timbre volvió a sonar y esa vez salté más alto.

En la pantalla vi que algunos guardias de seguridad que escoltaban mi casa se le aproximaban. No oí lo que le dijeron, solamente la vi a ella girando en dirección a los hombres de negro para enfrentarlos.

No podía permitir que la echasen de allí. No estaba seguro de que Mel les hubiese informado de su llegada, y no pensaba correr el riesgo de que la echaran. Probablemente lo hubiese hecho, pero...

Me lancé en dirección al auricular del videoportero, llevándome por delante una de las sillas que rodeaba la mesa. Vi las estrellas por culpa de la patada que sin querer le propiné a ésta; descalzo y soltando todo un rosario de insultos, pillé el auricular.

—¡Hola! Hola. ¡Hola! —solté entre quejidos de dolor mientras masajeaba mis dedos doloridos con una pierna trepada sobre la otra y dando saltos desacompasados como si fuese un flamenco borracho.

Miranda y los guardias de seguridad que la rodeaban se volvieron en dirección a la cámara.

—Si quiere que me vaya, tan sólo tiene que pedírmelo, pero no lance sobre mí tres perros rabiosos porque usted no tiene los huevos suficientes como para decirme que no me quiere aquí, que lo de ayer sólo lo hizo para divertirse y ya. ¡Cobarde! ¡Yo me largo! Métase su trabajo, su cargo, su dinero y su candidatura donde mejor le quepa, señor gobernador. ¡Y que ni se le ocurra volver a entrometerse en mi vida o haré que se arrepienta de haber nacido!

Yo ya me arrepentía de eso último.

La vi amagando con dar la vuelta para marcharse definitivamente.

—¡No, no, no, no! —grité desesperado—. No te vayas, no quiero que te vayas. ¡Miranda! ¡Alto!

Ella y los guardias de seguridad dejaron de discutir y se volvieron otra vez en dirección a la cámara.

—No quiero que te vayas, el trabajo es tuyo. Entra, pasa. Te estaba esperando. En un momento salgo a recibirte.

—¿Qué?

Vi que fruncía el entrecejo, confundida.

No le di tiempo a mucho. Pulsé el código de seguridad y a continuación el botón que abría la puerta. Oí el ruido sonar a través del auricular, el motor que abría la puerta comenzó a funcionar para permitirle acceder a la propiedad.

Dejando atrás mi taza de café, salí de la cocina a su encuentro.

El sonido de mis pies descalzos, en pasos presurosos sobre el suelo de piedra, hicieron eco a mi alrededor en ese espacio tan amplio, de paredes de cristal, que en ese instante necesitaba desesperadamente dejar atrás.

¡Maldita la necesidad de tener tanta seguridad rodeándome!

Otra vez pulsé el código para desactivar la alarma y tiré de la puerta para salir al jardín delantero.

Tan pronto como bajé los pocos escalones que me separaban del parterre, me percaté de que ése sería un día caluroso. El cielo, increíblemente límpido, le había cedido por completo su terreno al sol.

Qué bueno hubiese sido poder irme a la playa a hacer surf.

Así, con la bata de seda ondeando entre mis piernas desnudas, corrí entre plataneros y palmeras; uno de los árboles de jaca me regaló su sombra durante unos pasos, hasta que a mi lado quedaron las bromelias y los helechos que hacían que el terreno de mi casa se viese como debía lucir todo eso antes de la invasión portuguesa.

Allí delante, a unos quince metros, detrás del moderno portón negro, debía de estar ella... Experimenté un sentimiento de desasosiego del cual, por alguna inexplicable razón, no quería perderme. Si es que, en ese instante, a mis piernas las movía el miedo de que, a pesar de lo que le había dicho vía el intercomunicador, ella hubiese decidido largarse, dejándome solo, completamente a la deriva sin ni siquiera preocuparse por el desconcierto que su presencia me causaba.

No quería el vacío que podía quedar si se iba, porque temía tentarme de llenarlo con cosas todavía peores que el miedo de enfrentar lo que sentía al tenerla frente a mí.

Le imprimí más fuerza a mis muslos y pantorrillas y, entre saltando y corriendo, pasé de largo de la explanada dedicada al estacionamiento de vehículos de visitantes para dirigirme hacia la puerta que, en ese justo momento, comenzó a abrirse.

Me pregunté si me encontraría con ella o con los de seguridad. ¿Por qué no había entrado si yo le había abierto la puerta hacía un par de minutos?

Lo primero que pasó por la puerta fue un hombre de traje.

Frené en seco mis pasos.

—Señor... buenos días —me saludó el tipo, volviéndose para enfrentarme. La puerta todavía estaba a medio abrir.

—¿Dónde está ella?

—¿Seguro que quiere recibirla, señor? Mel nos avisó de la llegada de la señorita Griner, dijo que era su nueva peluquera y maquilladora... Si quiere que la saquemos de aquí...

—¡No, claro que no quiero que la saquen de aquí! ¡¿Qué dices?, ¿dónde está Miranda?! ¡Miranda!

—¡Escucha, tú! —soltó apareciendo por el hueco de la puerta, apuntándome con un dedo en alto—. Puede que seas el gobernador de Río de Janeiro, pero no eres el puto dueño del universo, así que no permitiré que me traten de esta manera. He venido aquí a la fuerza porque tú prácticamente me amenazaste ayer. No pienso permitir que continúes amedrentándome.

—¡¿Qué?! ¡No! ¿Qué habéis hecho? —le solté al guardia de seguridad que había entrado primero y a los otros dos que siguieron a Miranda al entrar.

—La señorita Griner está un poco alterada.

—¡¿Un poco alterada?! —chilló ella—. No estoy un poco alterada, estoy furiosa contigo porque encima tienes el descaro de poner frente a mí a estos tres idiotas que seguro que tienen por costumbre, al igual que tú, abusar de su autoridad.

Miranda no había terminado de pronunciar la última de sus palabras cuando vi que el sujeto que había entrado primero se llevaba una mano debajo de la chaqueta negra. Buscaba su arma.

—¡Alto! ¡¿Qué crees que haces?! —le grité.

—No nos ha permitido cachearla, señor.

—Yo no llevo armas, gilipollas, y no pienso permitir que ninguno ponga sus desagradables manos sobre mí.

Se me escapó una carcajada.

—Miranda no va armada. —Reí de nuevo.

—Usted no lo sabe, señor. No podemos saltarnos todos los protocolos de seguridad.

—Pues a la mierda con tus protocolos de seguridad, yo me largo de aquí.

Saltando sobre ella, la atrapé por la muñeca. La reacción de Miranda fue inmediata: si bien iba en retirada, se dio media vuelta y me enfrentó. Su palma tenía impreso mi nombre y con ésta pretendía girarme la cara de un bofetón. Por una fracción de segundo la situación me pareció graciosa, pero por el rabillo del ojo vi que, el tipo que antes había amenazado con sacar su arma, otra vez iba a por ella. Eso era algo entre Miranda y Daniel, no entre Miranda y el gobernador. No podía permitir que le hiciesen daño por creer que ella tenía algo contra mi yo con título; ella simplemente tenía algo contra mí como persona, porque yo no le caía bien.

No podía permitir que la situación se descontrolase todavía más. Tiré de Miranda hacia mí, para protegerla con mi cuerpo, encerrándola entre mi pecho y mi brazo izquierdo, mientras que con el derecho le lancé al guardia de seguridad un golpe certero a la garganta que, con un poco de suerte, lo paralizaría y evitaría que alguno de los dos se llevase un tiro de regalo.

Mi golpe dio en el blanco, tal como debía ser; para eso me había entrenado durante tanto tiempo, para eso continuaba entrenando cuando me lo permitía la resaca por la mañana y, si no, al atardecer, cuando necesitaba descargar la frustración de un largo día... días que, igual que ése, habían comenzado totalmente de culo.

Pese a que percibí el sonido ahogado de la respiración del hombre que acababa de noquear, de cualquier modo esperé a oír un disparo.

—¡Quietos todos! —bramé—. Si alguno de ustedes le hace daño, haré que lo destierren, lo juro.

Sentí a Miranda encogerse debajo de mí. Por un momento mi visión quedó teñida por su cabellera turquesa, pero, en cuanto alcé la vista, vi que los otros dos agentes de seguridad nos apuntaban a ambos.

—¡¿Qué mierda significa esto?! ¡Bajen sus armas de inmediato! ¡Abajo! ¡Ahora! Es una orden.

Oí la tos seca del vigilante que había caído por culpa de mi golpe, giré la cabeza hacia atrás y lo vi agarrándose la garganta con una mano, sujetando con la otra su posición sobre sus rodillas.

—Bajen esas armas ahora mismo. —No me hicieron caso—. ¡Ahora! —bramé, y al final cedieron.

—Señor, podría estar armada.

—Yo no voy armada —chilló ella—. De ser así, ya te habría disparado, desgraciado —le escupió como respuesta.

—Tú no le dispararás a nadie, Miranda. —Sin soltarla, todavía rodeándola con mi abrazo, la obligué a enderezarse; su bolso y su maletín de trabajo habían caído al suelo—. Yo mismo la cachearé, no se preocupen.

—No me pondrás ni un dedo encima —gruñó ella.

—Creo que es un poco tarde para eso, ya tengo algo más que un dedo encima de ti. —A modo de broma, empujé mi cadera contra la parte baja de su espalda. Eso la enfureció. Reí y ella bufó—. Calma, calma —le pedí entre risas—. Ok, tranquilos todos. Ya pueden retirarse, Miranda y yo tenemos mucho que hacer.

—Pero señor...

—Largo de aquí los tres.

Miranda intentó zafarse de mí, pero no se lo permití.

Uno de los hombres fue a ayudar a su compañero, el cual todavía se masajeaba el cuello y tenía el rostro rojo de dolor y también, supuse, de furia, a salir de mi propiedad. Imaginé que al sujeto no le había hecho la menor gracia que lo golpease, y no solamente por el golpe en sí, el cual no debía de haberlo hecho sentir nada bien, sino porque, además, había sido más rápido que él, avergonzándolo frente a todos. Si con esa pobreza de reacción pretendía defenderme... En fin, agradecí tener el entrenamiento suficiente como para no depender demasiado de mis guardias de seguridad.

Los tres emprendieron la retirada saliendo por la puerta. Cuando desaparecieron de nuestra vista y antes de que la puerta se cerrase por completo, Miranda volvió a hacer el intento de soltarse de mí, por lo que la apreté todavía más contra mi cuerpo.

—Por poco haces que nos maten a los dos —le susurré al oído. Fue entonces cuando me percaté de lo bien que olía su cabello y de lo suave que era la piel de su muñeca derecha encerrada en mi puño. Mi mano derecha captó, sobre su abdomen, cómo de intensa era su respiración. Grandes cantidades de adrenalina debían de correr en ese instante por sus venas, así como por las mías. Tuve ganas de llenar de besos la parte posterior de su oreja, su cuello, quedarme allí por un buen rato en ella sin que pudiese verme, sin tener que someterme a su mirada.

Me hizo gracia que mi pecho se acomodase tan bien contra su espalda, mucho mejor que contra el colchón de mi cama o incluso mis almohadas.

¿Cómo se vería su cuerpo en mi lecho, su particular melena sobre los cojines?

—Suélteme —ladró cual perro rabioso.

—Sólo si prometes no hacer ninguna tontería.

—Ya he cometido una tontería al venir aquí. No debí... no debí permitir que usted me amedrentase de esa manera. Usted está muy desquiciado, señor gobernador, y es cierto que podría ir armada y ser una amenaza para su emblemática persona; ganas de matarlo no me faltan. Podría, incluso, querer intentarlo con mis propias manos.

—Inténtalo. —Reí manso sobre su oído—. No sé si te sobra valentía o te falta cordura. ¿Has visto a ese hombre? Un poquito más de fuerza en el golpe y habría hecho que su garganta se colapsase. No necesito un rifle para defenderme, Miranda. Pero, vamos, acabemos con esto, que estás aquí para peinarme y para prepararme para el evento que tengo en un par de horas, no para que nos matemos el uno al otro. —Sin previo aviso, la solté y me aparté.

Miranda se dio la vuelta; llevaba en los ojos una mirada enajenada que alegró mi corazón. Luego su vista, como incómoda, bajó por mi cuerpo.

—Sí que le gusta dar espectáculos —me dijo apuntando hacia abajo, y fue entonces cuando me percaté de que mi entrepierna y mis abdominales estaban demasiado frescos. Mi bata se había abierto con el forcejeo.

—Al menos es un buen espectáculo. No creo que deba molestarte verlo.

—No me interesa comprar entradas para ver ese show, gobernador. Por mí puede reservárselo a otros espectadores.

—¿De verdad?

El entrecejo de Miranda se frunció. Contrariada, sacudió la cabeza.

—¿Por qué narices estoy aquí? No me necesita.

Alcé un dedo después de terminar de anudar el cinturón de la bata, poniendo una pausa entre nosotros.

—Claro que sí. Y hoy te necesito más que nunca.

—Su cabello está perfecto así como está.

—¿Te lo parece? —entoné contento ante su elogio, si bien sabía a pies juntillas que mi pelo se veía de maravilla incluso cuando me acababa de levantar tras una noche ajetreada.

—Lo que me parece es que necesita una casa todavía más grande en la que quepa su ego. Usted me da asco.

—Y, en cambio, a mí me hace muy feliz verte.

—Está loco.

Dejé pasar sus palabras.

—Ven. Andando, necesito que hagas algo por mí. —Giré sobre mis talones y enfilé en dirección a la casa. Me detuve a los dos pasos cuando me di cuenta de que no me seguía. Al girar hacia ella, la vi plantada en su sitio, de brazos cruzados—. Venga.

—Lo único que pienso hacer por usted es peinarlo y nada más, y, eso, obligada, porque yo ni siquiera quería venir.

—Sí, eso ya lo has dicho, pero yo te necesito.

—¿Para qué?

—¿No podrías tan sólo venir?

Miranda no se movió. Resoplé y fui a por su bolso, el cual me colgué del hombro, y recogí su maletín.

—Sígueme. —Sin esperarla, eché a andar; confiaba en que no le entrasen ganas de volver a enfrentarse a mi personal de seguridad y en efecto así fue; debí alejarme una docena de pasos cuando por fin la oí moverse hacia mí.

—Esto no puede ser peor —resopló.

—No lo celebres antes de tiempo. Siempre puede ir a peor.

—Sí, supongo que con usted así ha de ser.

Giré un poco la cabeza y, sobre mi hombro, le sonreí.

—No entiendo qué le divierte tanto.

—Mira, para que veas que no soy tan mala persona, te permitiré ponerme en ridículo.

—¿Qué?

—Eso, que te permitiré ponerme en ridículo y hacerme quedar mal. Necesito que me hagas quedar lo más mal que puedas.

—No tengo ni la más remota idea de qué habla.

—Arriba, en mi cuarto... —con un dedo apunté en dirección a la casa mientras nos aproximábamos al edificio, en ese instante casi avanzando a la par—... hay una mujer.

Miranda me miró extrañada.

—Necesito que le digas que soy un desgraciado que ni siquiera es capaz de echarla de aquí por sí mismo.

Sus intensos ojos castaños se abrieron de par en par.

—¿Bromea?

Negué con la cabeza.

—¿Harías eso por mí?

—Está rematadamente loco. ¿Cómo ha llegado a ser gobernador del estado?

—Porque la gente me adora, pero yo necesito que la pelirroja me odie.

—¿La pelirroja? ¿Tiene un nombre?

—Probablemente —le contesté trepando el primer escalón.

—Pero no lo recuerda —amagó siguiéndome.

—Exacto.

—Ha pasado la noche con alguien cuyo nombre no recuerda y ahora pretende que yo la saque de aquí porque usted no tiene los huevos suficientes como para hacerlo. ¿Es eso? —inquirió deteniéndose al pie de la escalera.

—Necesito que hagas que no le queden ganas de volver —respondí desde lo alto de la escalera, de espaldas a la puerta.

—No puedo creerlo. Es todavía más despreciable de lo que imaginaba.

—Te lo advertí, siempre puede ser peor.

—Sí, ahora que lo pienso, usted no debe de tener límite. Sinceramente no es algo de lo que deba sentirse orgulloso.

La conversación hasta ese momento, al menos por mi parte, había sido llevada al extremo gracioso, procurando no tomarme en serio sus palabras; como siempre, me había limitado a esquivar el verdadero significado y peso de las situaciones y de las respuestas de quienes me rodeaban; sin embargo, en ese instante no pude hacerlo... allí estaba ella, viéndome con todo eso que yo no podía describir, con esa sensación extraña de estar rebotando en un espejo que no estaba dispuesto a deformar la realidad, sino a mostrármela tal cual era, del modo más crudo.

No necesitaba armas, ni siquiera usar la fuerza, para hacerme puré, para destruirme. Ante un ataque así, mi reacción normal habría sido aniquilar... pero ¿cómo podría?

—Simplemente sé sincera con ella, eso es todo lo que necesito de ti.

Miranda negó con la cabeza.

—No puedo creer esto.

—Por favor.

—Hágalo usted.

—No puedo; además, causará más efecto si proviene de otra mujer, sobre todo de una como tú.

—¿Una como yo?

—Con ese aspecto seguro y fiero que tienes.

—Supongo que en eso tiene razón, las palabras que salen de la boca de un gran cobarde como usted jamás pueden ser tomadas en serio. Si le dice que es un idiota que no tiene bastantes huevos como para sacarla de aquí porque ya no quiere saber de ella, probablemente la pelirroja en cuestión solamente pensará que tiene miedo de comprometerse o algo así. Supongo que la gente, en el fondo, se cree toda la mierda que sale de su boca. ¿Se da cuenta de lo despreciable que es? —Miranda taladró mi cerebro con su mirada durante unos cuantos segundos—. ¿Cómo consigue conciliar el sueño por las noches?

Ella no tenía ni idea de lo mucho que me costaba dormir y de lo desagradable que era soñar cuando, al final, mi cerebro se rendía ante el cansancio.

¿Qué diría de mí si le contaba la realidad de mi desastrosa vida privada, peor que eso, lo oscuro e incontrolable que habitaba en mi interior?

Ciertamente terminaría por espantarla, por convencerla de que en mí no quedaba nada bueno, ni la menor pizca de la inocencia con la que todos nacemos y que, dependiendo de lo que hagamos, de las decisiones que tomemos, muere joven o logra resistir los embates del destino, las miserias que puedan ir pegándose a nuestra alma, la cobardía que se da con facilidad ante el dolor de la lucha.

Nadie quiere tener que añadir, frente a la persona que más vulnerable te hace sentir en el mundo, que no eres buena persona. Tuve muchas ganas de poder mentirle, de decirle que yo no era tan malo como aparentaba, pese a que incluso era todavía peor.

—¿Hablarás con ella entonces? —le pregunté necesitándola todavía más de lo que la necesitaba un segundo atrás, y no solamente para que me librase del escollo que había sobre mi cama.

—No puedo creer que de verdad me esté pidiendo esto.

—Estaré en deuda contigo durante el resto de mis días. —Junté las manos, rogándole. Contuve una sonrisa en mis labios para que no se me escapase por la boca la muestra de un sentimiento muy distinto.

—No quiero que usted me deba nada, no necesito que me deba nada. Sólo quiero que me deje en paz.

—La paz es aburrida.

—Mi vida era muy divertida antes de que usted apareciese.

—¿Ah, sí? Me encantará oír cómo me cuentas eso más tarde. —Alcé un dedo—. Por lo pronto, necesito que la saques de aquí. —Apunté con la cabeza hacia atrás, hacia el interior de la casa—. Mi cuarto está ascendiendo por esas escaleras, en el primer piso.

—¿Todo en su vida es así tan a la ligera? ¿No hay algo que no se tome a modo de broma?

Si ella supiese...

—Por favor, Miranda, tengo que estar listo para el evento de las once y ya voy con retraso.

—Bien, lo haré. Luego no se queje si no le gusta lo que oye.

Miranda no me dio tiempo a contestar nada, pues pasó frente a mí como una exhalación, enfilando hacia las escaleras.

La vi escaparse de mi lado, y sus palabras, lo que hicieron, fue meterse todavía más dentro de mi carne, como si fuesen gotas de ácido corroyendo mi piel.

No tiré sus cosas al suelo, se me cayeron; es que mi cuerpo apenas si podía sostenerse en pie y las fuerzas se me escurrían entre los dedos cada vez más, al trepar ella un escalón tras otro.

Otra vez con la bata ondeando entre mis piernas, corrí tras ella.

Miranda subió el último peldaño después de espiar sobre su hombro, para verme llegar.

—¿Cuál es su habitación?

—Esa de allí. —Señalé con un dedo la puerta entornada de mi cuarto.

Miranda me sostuvo la mirada.

Volví a pedirle por favor.

Ella no contestó nada; recuperó el movimiento, empujó la puerta.

La pelirroja continuaba tendida cuán larga era sobre mis bonitas sábanas, roncando con todas las de la ley.

Los dos nos quedamos allí en silencio, a unos pasos de los pies de la cama.

La imaginé escaneando mi habitación: el amplio ventanal, la enorme cama, el parque de abundante verde que se divisaba a través del cristal, las sábanas revueltas, las cuerdas azules que asomaban por aquí y por allí. Además de las dos luces y los frascos de medicamentos que habían quedado sobre mi mesilla de noche, no había mucho más que ver allí. Ni falta que hacía que viese nada más. Al girar el rostro en su dirección, me di cuenta de que eso a ella ya no le parecía tan divertido, que no le encontraba sentido en desquitarse conmigo hablándole mal de mí a la pelirroja.

—Lo lamento, gobernador, no puedo hacer esto. Mejor me retiro —me anunció en voz muy baja.

Veloz, giró sobre sus talones.

—No, por favor. —Atrapé su mano.

—Dígale usted que se vaya. Esto es demasiado para mí.

—Me has dicho que lo harías.

—No puedo comportarme como usted.

—Te lo ruego, no puedo, no es broma. Sácala de aquí, por favor. —No fue mi intención sonar tan patético y desesperado como soné.

Ella me sostuvo la mirada.

—¿Es una prostituta?

Negué con la cabeza.

—¿Quién es?

—La conocí anoche en un bar.

—¿Cuál es su nombre?

Sentí calor subiéndome por el rostro.

—No lo recuerdo —admití.

—Las sogas... —comenzó a decir ella, y no le permití terminar. Por lo visto era observadora. ¿Habría notado también los medicamentos sobre la mesilla de noche?

—Por favor, Miranda.

Sin parpadear, tiro de su brazo para soltarse de mí.

—¿Quién demonios es usted?

Ahora sí, mi sonrisa fue sincera, el problema es que se trató de una sonrisa agridulce.

—Tampoco puedo responder a eso.

—No volveré a hacer nada semejante por usted, ni siquiera quiero saber lo que hace en su cama si no tiene los huevos para responsabilizarse de sus actos.

—No le juré amor eterno —repliqué en mi defensa.

—Yo no hablo de eso. Estoy hablando de sexo, señor gobernador, y si no puede hacerse responsable de dejar las cosas claras con las mujeres con las que se acuesta, no es mi responsabilidad. Me parece que viene siendo hora de que madure. Creo que ha llegado demasiado lejos, caminando muy poco.

—Ok; eso no es así, pero ahora mismo no tengo tiempo de explicarte mi vida.

—De estar en su lugar, nunca le pediría a nadie que hiciese algo semejante por mí.

—Eso lo comprobaremos el día en que tú y yo tengamos sexo.

—Eso no sucederá. ¿Por eso me ha contratado como su peluquera? Porque, de ser así, se lo anticipo desde ahora: el problema no es que usted sea gobernador o candidato a presidente, ni siquiera las cuerdas entre las sábanas... el único problema aquí es quién es usted debajo de todo eso.

No conseguí masticar sus palabras, porque para mis dientes eran demasiado duras; las tragué así sin más, empujándolas hacia abajo por mi garganta, lastimándolo todo dentro de mí hasta que al final cayeron en mi estómago como si fuesen rocas o quizá, mejor dicho, cristal molido.

—Sólo sácala de aquí.

—¿Daniel?

Esa voz que ni siquiera recordaba me llamó, mientras ella se sentaba sobre el colchón, intentando cubrirse con ambos brazos.

Al mover la vista hacia ella, encontré a Miranda mirándome otra vez. Le supliqué con los ojos.

Por entre sus delicados labios, emergió un suspiro suave que el lado izquierdo de mi cuerpo captó. Su suspiro rozó la mano con la que yo la sujetaba. La solté porque en ese instante se me antojó que el contacto entre nosotros fuese otro. No sentí ningún impulso bestial de arrojarla sobre la cama para arrancarle las ropas ni nada de eso, fue solamente la imperiosa necesidad de sentir sus dedos sobre mi mejilla, acariciándome. Deseé consumirme lo suficiente como para caber en su palma, lo suficiente como para que su suspiro me echase a volar, ligero como una pluma.

—Buenos días —comenzó a decirle Miranda—. Disculpa, pero tienes que irte ahora. El gobernador tiene compromisos que cumplir y va retrasado.

La chica miró a Miranda y, a continuación, a mí. Debía de ser incluso más joven que Miranda, a quien yo le había estimado veintipocos años la primera vez que la vi; luego comprobé, después de una breve investigación por parte de Mel, que tenía veintitrés. A su edad yo ya había logrado ingresar en el BOPE y terminaba de formarme como abogado ya con miras a comenzar a dar mis primeros pasos firmes en la política. ¿Y ella creía que yo había dado pocos pasos para llegar hasta allí?

Miranda no tenía ni idea de todo lo que me había tocado vivir, de todo lo que debí luchar y padecer, de los escollos que me esforcé por superar, de todos aquellos con los que aún debía lidiar. «Quien no camina, no tiene las pesadillas que yo tengo; quien no vive, no se siente tan cansado como yo en este instante.»

Me entraron unas desesperantes ganas de empujarla hasta el baño, encerrarla allí conmigo, tirar la llave por la ventana y, una vez seguro de que no pudiese escaparse de mí, contarle toda la verdad, desde el primer minuto hasta que había llamado a mi puerta. Incluso me hubiese gustado recordar lo que sucedió el viernes por la noche para poder contárselo también. Que ella viese la sangre debajo de mis uñas, que viese la sangre corriendo por mis venas, la sangre en la que se diluían mis medicamentos, la sangre que me dio origen desde un país muy lejano a éste, la que se perdió encima de los morros, la que sangraría en ese momento por ella con tal de que, en su intento por entenderme, me ayudase a entenderme a mí mismo.

La pelirroja volvió a entonar mi nombre y yo nada pude decir.

—Creo que tu vestido quedó en la planta baja —le dijo Miranda ante la insistencia de ella de contactar visualmente conmigo. Yo ni siquiera podía mirarla a los ojos, porque no me interesaba que nadie más que Miranda me viese.

¡Mierda! Con eso ya tenía como para llenar unas cuantas semanas de mis sesiones de terapia.

—Daniel, anoche tú y yo...

—Por lo que tengo entendido —Miranda me lanzó una mirada de refilón—, el gobernador no tiene interés en volver a verte. Lo siento, pero de verdad que tienes que marcharte.

—¿Qué significa todo esto? —inquirió la chica, levantándose de la cama arrastrando la sábana con ella—. ¿Es tu novia? En ningún momento mencionaste que tuvieses una relación con alguien.

—Eso sí que no —exclamó Miranda—. Soy sólo su peluquera, y a la fuerza. Para más datos, dudo de que el gobernador tenga una relación con alguien más que consigo mismo. Es ese tipo de hombre, ya sabes; ahora, por favor... no es asunto mío, pero él me ha pedido que te diga que debes irte y la verdad es que, cuanto antes te marches, antes podré comenzar con mi trabajo para largarme lo antes posible también, de modo que...

—No puedo creer que le hayas pedido a tu peluquera que me eche de aquí después de todo lo que hicimos anoche.

—Ha sido sólo una noche —logré replicar, sintiéndome espantoso—. Lo pasamos muy bien, ¿no?

La pelirroja, pasando por su lado, me escupió a la cara y, de un empujón, me apartó de su camino para poder salir de la habitación.

No la seguí para pedirle disculpas, pues no había un modo de excusarme con propiedad. Además, ¿cómo moverme de allí, si Miranda todavía continuaba de pie a mi lado, de frente a la cama, en silencio? Si ella no se movía, tampoco yo.

Con una mano, me limpié la mejilla.

—Supongo que me lo merezco.

—Supone bien —contestó sin mirarme—. ¿Y mis cosas?

—Han quedado abajo.

—Deberíamos bajar, entonces.

—No soy sólo lo que parezco —solté antes de que terminase de dar media vuelta para salir.

—No es mi problema lo que sea, señor gobernador.

—Es que estoy bajo mucha presión últimamente.

—Si no soporta la carrera por la presidencia, renuncie.

—No puedo renunciar.

—Entonces, no se queje.

—Es que sólo quería que supieras...

—No tiene que explicarme nada.

—Entonces, ¿por qué siento que así es?

—¿Será porque, desde que nos conocimos, no ha hecho más que demostrar lo muy desagradable que puede ser?

—Empezamos con el pie izquierdo.

—Creo que usted debe de tener dos pies izquierdos. —Hizo una pausa—. ¿Fue en el BOPE donde lo entrenaron para luchar así? Lo que le ha hecho a su guardia... lo admito, ha sido impresionante. Creía que usted no sería nada sin un arma en la mano.

Le sonreí; sus palabras primero me alegraron y luego me entristecieron. Decidí quedarme con esa mirada chispeante que todavía me dedicaba, la cual intentó disimular con esa última frase suya. La artimaña no le sirvió; supe que estaba verdaderamente impresionada.

—Sí, fue allí. Primero fui policía militar; el BOPE es otra cosa, el entrenamiento es mucho más duro. —Me encogí de hombros para camuflar el estremecimiento que recorrió mi espalda ante los recuerdos—. Allí te preparan para lo que debes enfrentar en el trabajo a diario, con o sin un arma en la mano.

Miranda aceptó mi última frase con un parpadeo y una media sonrisa.

—¿Cuánto tiempo estuvo con ellos?

—Un par de años —contesté, pudiendo respirar entonces más profundo. El hecho de que estuviésemos hablando así, tranquilos, sobre mí, sin que mediasen insultos o desprecio, me impactó. La vi realmente interesada en mi persona, y eso hizo que los latidos de mi corazón se disparasen, que la adrenalina corriese por mis venas.

—¿Y luego se dedicó a la política?

—Ya tenía planeado dedicarme a la política incluso antes de unirme a la fuerza militar. Necesitaba un trabajo mientras estudiaba.

Divisé un atisbo de sonrisa en sus labios.

—¿Qué es lo gracioso?

—Que pudiera hacer ese trabajo y que no sea capaz de decirle a una mujer que no quiere volver a saber de ella. He visto cómo esquivaba la mirada de la pelirroja.

—Sí, ése soy yo.

—Usted tiene muchos problemas.

—Sí, ése también soy yo. —Suspiré—. Entonces... ¿qué tal tu vida, es divertida?

Miranda se carcajeó ante mi burdo esfuerzo por cambiar de tema.

—Supongo que más que la suya, porque a mí no me pesa mirar a alguien a los ojos y decirle que solamente me interesa para pasar una noche entretenida y ya.

—Estás muy segura de ti misma, eso me gusta.

—Usted lo ha dicho antes, es solamente sexo, no jurar amor eterno, gobernador.

—Bueno, por lo que veo no somos tan distintos —canturreé deleitándome con la perspectiva de conseguir llevarla a mi cama, pese a que ése no fue mi objetivo cuando la contraté.

—Sí lo somos, gobernador. —Dicho esto, rio, escapándose de mí.

La seguí.

Desde lo alto de las escaleras vi que la pelirroja había desaparecido, al igual que su vestido y sus zapatos.

—De todos modos, hacemos buen equipo.

Ella soltó una risa corta, burlona, con la que me contestó que siguiese soñando.

—¿Necesitará que lo maquille también?

—No lo sé —respondí apurando el paso escaleras abajo para no perderla; la quería cerca, todo el tiempo que me fuese posible—. ¿Me veo muy ojeroso?

—Tiene cara de dormido y le hace falta una ducha. —Miranda llegó abajo para darse la vuelta y enfrentarme—. ¿Por qué no me dice dónde queda la cocina, que yo necesito un café y, mientras lo preparo, usted regresa a su cuarto y se ducha?

Sus palabras fueron como ángeles cantando para mí. Listo, ya la tenía, era mía; no se iría a ninguna parte porque le ilusionaba trabajar conmigo, estar allí conmigo.

—Es esa puerta de ahí, la de la derecha. —Se la señalé con un dedo—. Sírvete lo que quieras, estaré contigo en cinco mutuos.

—Le doy diez y, por favor, baje ya vestido, si es que no es mucho pedir.

Volví a dedicarle un saludo como si fuese mi superior en el BOPE.

—En diez minutos estoy contigo.

—Perfecto. Piérdase de mi vista ahora.

Carcajeándome, remonté las escaleras. Entré en mi habitación dando saltos de felicidad.

6. Fiera de cristal

Puse un pie dentro de la cocina sin tener ni la menor idea de lo que estaba haciendo. ¿Por qué había venido? ¿Por qué había accedido a sacar a la pelirroja de allí? Bueno, la respuesta a eso último estaba claro: no la quería en la casa; quería al gobernador, a Daniel, todo para mí, y descubrirla allí en su cama, junto a las cuerdas azules... Mi sangre había hervido en un parpadeo, si es que me dio la impresión de que me evaporaba allí a los pies del colchón, viéndola dormir. Normalmente no me molestaba compartir pareja y tenía claro que el sexo era solamente sexo, pero...

Recordé girar la cabeza para ver su perfil, para captar de lado su mirada azul y sentir celos, una inmensa cantidad de celos que me hicieron pensar en arrastrarlo hasta el baño y encerrarlo allí para tenerlo exclusivamente para mí, y no sólo su cuerpo, lo quería todo de él, necesitaba encerrarme en él, así como él me había encerrado en su cuerpo para defenderme de sus guardias de seguridad.

Eso era una locura, una que terminaría por destruirme, lo sabía, lo supe en cuanto vi aquellos medicamentos sobre la mesilla de noche: antidepresivos, entre otras cosas. Fuera por la razón que fuese, tuviera él la enfermedad que tuviese, así existiera la posibilidad de que no padeciese ninguna, que quizá fuera sólo una etapa para él, o lo que fuese, cuando eres una persona inestable, no es lo más recomendable del mundo enredarte con alguien igual de inestable que tú. Se suponía que, cuando mi cabeza comenzaba a vacilar entre el abismo y la cima, debía procurar juntarme con alguien más sensato que yo, alguien que me conociese y supiese que no debía incrementar mi euforia o derribarme con negatividad a lo más hondo del pozo de lodo en el que podía caer. Ciertamente, Daniel Oliveira Melo no era esa persona estable que necesitaba justo en ese momento.

Mi persona de confianza, uno de mis pilares estables y fuertes en mi vida, se hallaba a cientos de kilómetros de allí; esa persona que me llamaba fiera de cristal, Doménico, a quien todavía no había tenido el valor de llamar por teléfono para contarle nada respecto al gobernador ni lo que me pasaba con él.

Ese jodido león en mi dedo había aparecido allí por culpa de un ataque de euforia. Tatuarme esa fiera justo sobre el hueso fue lo más doloroso que he hecho; creí que me haría más dura, pero no fue así; a veces tampoco lo conseguía el litio, y aún menos me pondría más fuerte alguien con problemas psicológicos o que abusase de las drogas recetadas —o no—, del alcohol o de cualquier otra sustancia.

«¿Por qué continúo aquí?», me pregunté al poner el otro pie dentro de la cocina y ver la taza de café que él debió de olvidar allí al ir a recibirme.

Toqué la porcelana, todavía estaba caliente.

«Vete, vete, vete», me dije mentalmente, para no hacerme ningún caso. No me lo haría; incluso a sabiendas de que era probable que acabase convertida en simples trozos de cristal, no me iría. ¿Por qué tampoco me molestaba tener la certeza de que era muy posible que esos trozos lo dañasen también a él?

No tenía derecho a meterlo en mi locura; es más, ni siquiera sabía si él querría meterse en mi locura. Lo más probable era que no, porque, a pesar de mi desesperación, él de mí no vería más que mi pelo turquesa, mi ropa y, quizá, mi cuerpo debajo de ésta, y eso no significaba nada, igual que la pelirroja.

Daniel Oliveira Melo no podría ver, y tampoco le interesaría ver, lo que había bajo todo eso, sin importar cuánto necesitase yo que comprendiese lo que pasaba por mi cabeza en ese instante.

No tenía ningún sentido aferrarme a él de ese modo; estaba mal, era culpa de mi enfermedad, no debido a que, entre nosotros, hubiese otro tipo de conexión... Era solamente mi patológica necesidad de que existiese, eso era todo.

«¿Qué haces, Miranda?», me pregunté mordiéndome el labio inferior. ¿Me parecería más real si lograse sacarme sangre? ¿El dolor me obligaría a despertar?

No lo hizo, porque todo allí olía a él, tenía el mismo aspecto que él y era parte de él... tan elegante, tan lujoso, tan cautivador y tóxico.

Hasta la elegante y costosa cafetera tenía su sello.

Mis ojos acabaron de recorrer el amplio espacio de la cocina para dar con el pequeño y para nada ostentoso cuadro de san Jorge que desentonaba lo indecible con el resto de la decoración. ¿Lo habría colgado Daniel?

Me sentí tentada de beber de la taza de café que había dejado sobre la mesa, alucinando con que, al hacerlo, sería capaz de beberme sus pensamientos para, así, descubrir qué pasaba por la mente de ese extraño hombre.

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