D.O.M.

D.O.M.


Portada

Página 14 de 24

—Yo no...

—Shh... silencio. No me despiertes. —Su cuerpo se pegó al mío, su mano tomó mi hombro para alzarlo, para despegarme del colchón, su torso se plegó a mi espalda —por eso no acostumbras a compartir tu cama, porque nadie se quedaría durmiendo aquí contigo si te mueves tanto.

Daniel me obligó a ponerme de lado, su pesado brazo movió el mío hasta que mi palma quedó sobre el colchón justo pegada a mi pecho, con el brazo flexionado, con el suyo abrazándome.

—Duérmete ya. Duerme, que parece que va a llover.

Lo mencionó y solamente entonces percibí el olor de la lluvia. En algún lado debían de caer las primeras gotas y la brisa que entraba por la ventana traía ese aroma rico de la lluvia sobre lo natural de esas tierras.

—Shhh... duerme conmigo —me dijo acomodando su rostro por detrás de mi cabeza y encajando sus piernas por detrás de mis muslos.

Mi cuerpo por poco estalla al quedar rodeado por el suyo. El hijo de puta de mi corazón se puso a funcionar como nunca antes, amenazando con no volver a detenerse jamás.

En mi pulso acelerado encontré, aunque pareciese imposible, un lugar para encajar sus latidos y así completar mi ritmo.

El cuerpo de Daniel se relajó sobre el mío, cayendo sobre mí, entregándose a mí sin miedo.

Si él tuviese al menos la menor idea de lo que eso significaba para mí.

A regañadientes y rasgándome por dentro, dejando salir lo último que siempre procuraba que se viese de mí, sangré recuerdos y miedos hasta que permití a mi vulnerabilidad subir a la superficie para hacer contacto con su piel.

No fue sencillo, pero conseguí que mi cuerpo se fundiese y fui disfrutándolo hasta que me quedé dormida, y ése fue el más delicioso bocado de todos, quedarme dormida entre sus brazos, en la paz de sus sueños, en el descanso de mi resistencia a sentir algo, a atreverme a ser verdaderamente libre.

15. Dime que mis pecados no cuentan

Descubrir que es posible pasar cuarenta y tres minutos —contados con reloj— tendido en la cama viendo a otro ser humano dormir sin aburrirte, sin saciarte, deseando eternizar el momento, es perturbador, o al menos lo es para mí, comenzando porque en mi vida hubiese apostado por poder permanecer en la cama mirando a una mujer dormir a mi lado sin hacer nada, sin tener como primer impulso colocarme sobre ella con mi erección entre sus piernas para que ella hiciera jirones mi espalda con sus uñas, de puro placer. Tampoco habría apostado jamás siquiera ser capaz de quedarme tendido ese mismo lapso de tiempo en una cama vacía.

Más de uno de los que me conoce tampoco habría dado ni un centavo por que, gustándome tanto una mujer, conociéndola desde el sábado por la noche, llegase al jueves sin ni siquiera haberla tocado.

Ganas de tocarla no me faltaban. Acariciarla, rozarla para hacer que se diese cuenta de lo mucho que deseaba estar con ella, de lo mucho que necesitaba que ella comprendiese las cosas que pasaban dentro de mi cabeza.

No necesitaba tenerla en mi cama una noche para luego sacarla de allí; es más, suponía que si eso sucedía acabaría encogido en un rincón oscuro, con la cabeza atiborrada de pensamientos ominosos, roto y perdido para siempre.

Por la misma inexplicable razón que el sábado por la noche provocó que, al verla, mi mundo se pusiese patas arriba, desde que había abierto los ojos cuarenta y tres minutos atrás, tenía la certeza absoluta de que ella era la única persona que tenía las armas para transformar mi infierno en un paraíso. Ella y nadie más en el mundo, ella y ningún psicólogo, psiquiatra o médico.

No necesitaba haber hecho años y años de terapia para comprender lo irracional de mi pensamiento, pero ¿cómo cambiar los argumentos de eso indescriptible que revivía en mí cada vez que la tenía enfrente, cada vez que pensaba en ella?

Pasé gran parte de los cuarenta y tres minutos diciéndole a eso que no quería ni parpadear para no perderla de vista que todo eso era ridículo, infantil e innecesario, y, sobre todo, poco conveniente para mi situación, para la campaña, para ella. Lo que menos necesitaba Miranda era a mí, y eso era lo que más me perturbaba. No me necesitaba ni siquiera para el sexo, porque para eso tenía a ese hijo de puta de su amigo italiano y, si bien en esa área yo tenía un currículo excelente, casi tenía la certeza de que con ella eso no bastaría; es más, ni siquiera sería un buen comienzo. No sería nada y se disolvería con el correr de las horas, para quedar olvidado a los pocos días.

Ningún psicólogo me había explicado jamás qué hacer cuando te topas en esta vida con alguien que te desarma. Sí te dicen y analizan cuando hablas de la necesidad de aprobación de tus padres e incluso del grupo más cercano; todas esas cosas las había discutido hasta el cansancio, pero jamás habíamos hablado de lo que sucede cuando por delante se te cruza en tu camino esa persona que parece una versión muy mejorada de ti, esa persona que desearías ser y que no eres ni siquiera en tus sueños más delirantes.

Ella era todo lo que yo hubiese querido ser si no fuese tan estúpido, tan cobarde, si no hubiese tomado las decisiones erradas, si no me hubiese equivocado tantas veces.

Miranda era ese universo paralelo en el que las personas aman en vez de herir, en el que vives en vez de ignorar, en el que no importa el cuánto, sino el cómo.

—Dime que mis pecados no cuentan —le susurré—, que serías capaz de perdonarlos todos o, al menos, de ignorarlos.

Fui a estirar la mano para tocar su mejilla; me detuve al oírla inspirar hondo. Se estaba despertando. Procuré actuar casual, conteniendo la insensata sonrisa que quería salir a dar piruetas con mi rostro al verla abrir los ojos y ser yo lo primero que ella viese por la mañana.

—Buenos días.

Miranda frunció el entrecejo y apretó los párpados para taparse la cara con ambas manos al tiempo que se estiraba a lo largo, debajo de las sábanas.

La habitación olía a lluvia, a ella y ahora también un poco a mí.

Una pizca de esperanza chisporroteó en mí al imaginar que mi olor se quedaría allí. Mentalmente le pedí que no cambiase la ropa de cama y que, al menos, si yo no podía regresar, que mi perfume durmiese con ella esa noche.

—Buenos días —me contestó con las manos aún sobre su rostro. Tenía voz de dormida y, así y todo, su voz sonaba estupenda como siempre, incluso su cabello turquesa despeinado era una visión increíblemente agradable, así desparramado sobre la almohada—. ¿Cuánto tiempo lleva despierto? ¿Por qué no me ha despertado? ¿Ha sonado ya el despertador? —Refregándose la cara, al fin emergió a la superficie otra vez, permitiéndome disfrutar de la intimidad de su rostro a esa hora, en esas condiciones.

—Uf, cuántas preguntas. No sé cuánto tiempo llevo despierto —mentí—. No te he despertado porque dormías plácidamente y, al ser alguien que no acostumbra a compartir cama, me pareció correcto retarte a continuar comportándote tan bien como por la noche; debes saber que no me has golpeado ni una vez y que ha sido muy agradable dormir aquí. Todo un logro para ti; puedes agradecerme cuando quieras el haberte ayudado a cambiar tu patrón de comportamiento por éste que es mucho más saludable, al menos lo es en mi presencia. De nada —acoté después de una sonrisa con la que esperaba enamorarla. No resultó del todo bien, ella me miró mal—. El despertador no ha sonado porque lo apagué.

—¿Lo apagó? —Y así terminó de espabilar.

—Sí, no hay prisa y dormías tan plácidamente que me dio pena despertarte.

—Pero si es pleno día. Mel debe de estar buscándolo. Toda la policía de Río de Janeiro debe de estar buscándolo.

—Le he enviado un texto a Mel para avisarla de dónde estaba. No pasa nada.

—Le ha dicho que estaba aquí.

—Sí, claro. —Me di la vuelta hasta recostar la espalda contra el colchón. Mi cabeza se acomodó con gusto contra la almohada que tenía su perfume mezclado con el mío. Si hasta nuestros perfumes combinaban a la perfección.

Miranda se quedó en silencio, muy quieta. Giré el rosto para observarla. La encontré pálida.

—No debió decirle... ella... —Sin añadir nada más, saltó de la cama. Al aterrizar en el suelo, se tambaleó un poco.

Me senté sobre la cama.

—No tienes de qué preocuparte, no pasa nada. Mel estará aquí en un rato, vendrá a traerme una muda de ropa. Hoy tengo la inauguración de un nuevo circuito de paseos dentro del Parque Nacional de Tijuca. Vístete con ropa ligera, hará calor hoy, se nota. ¿Puedo darme una ducha?

—¿Qué?

—Todavía estás muy dormida. Relájate, ¿quieres? —Aparté las sábanas de encima de mí—. ¿Puedo usar el baño primero? Hasta que espabiles, digo. —Miranda continuó sin reaccionar y a mí ya no se me ocurría cómo hacer pasar eso por algo gracioso cuando en realidad me moría de miedo de que me echase a patadas o quizá, lo peor, que me ignorase por completo, que no quisiese tener nada que ver conmigo—. ¿Te apetece que salgamos a desayunar por ahí?, al menos de camino al parque; no quiero darte más trabajo del que ya te di.

—No es que usted me diese... yo...

—¿Sí?

Miranda retrocedió, alejándose de mí un paso.

—¿Estás enojada porque no te he dado un beso de buenos días? —Agradecí que mi estupidez surgiese a la superficie otra vez, rompiendo lo tenso del momento.

Miranda abrió los ojos de par en par, sorprendida o asustada, no lo sé.

Perdí el control de lo que sucedía dentro de mi pecho, del lado izquierdo.

—Te lo doy luego, ¿sí?, que mi boca ahora es un asco. —Hice una mueca—. Bebí demasiado anoche.

Miranda apartó sus ojos de mí.

—Iré a buscarle toallas limpias.

Me entraron ganas de cortarle el camino, de ponerme frente a ella, asirla por la cintura y comenzar a besarla hasta quedarme sin boca; no lo hice y, cuando pasó por mi lado para salir de la habitación, todos mis pecados volvieron a pesarme. La distancia entre ambos, que yo no era capaz de sortear, no tenía que ver con lo que otros habían hecho, sino con lo que yo había hecho o dejado de hacer, con lo mucho que estaba acostumbrado a ser Dom, con lo mucho que necesitaba ser ese personaje que iba de camino al sillón presidencial en Brasilia.

Se me escapó de las manos, al igual que se me escapaba todo lo demás desde hacía días, sólo que ella no era algo que pudiese darme el lujo de dejar ir. No quería dejarla marchar y, aun así, se me fue para regresar unos minutos más tarde y encontrarme a mí de pie en el mismo sitio, como un idiota.

Miranda me tendió las toallas y me dijo que podía usar el baño, que ella mientras tanto prepararía café.

Quise elogiar su cabello, que en ese momento llevaba recogido en una cola, y decirle que en mi vida había visto rostro más dulce con esas diminutas pecas debajo de sus ojos, del mismo color que sus ojos; que sus pestañas lucían bonitas y más sinceras sin maquillaje, al igual que el resto de su cara, porque evidentemente, durante su breve ausencia, se había hecho algo en la cara o, mejor dicho, se había deshecho de aquello que quizá creyó necesario hacer para estar con ese sujeto melenudo de la noche anterior. Yo no la necesitaba con todo aquello, me bastaba con su piel, con sus pestañas sin maquillaje, con su boca oliendo a menta y sus dientes brillantes escapando de entre sus labios rosados. Ella, con su camiseta y shorts, descalza, y yo, en bóxer y camiseta; el mundo no podía ser mejor que eso.

No dije nada, me quedé paralizado porque me parecía que soltarle que la quería era demasiado para ella, demasiado para mí.

En silencio, cogí las toallas que me tendía y me alejé de su lado en dirección al baño y, en cuanto tomé distancia de su cuerpo, supuse que eso debía de ser lo mejor, la distancia entre los dos, pues todavía tenía a Nuno detrás de mí, a Márcia fastidiándome para que lo hiciese todo bien, a mi madre deseando conocerla.

Antes de atravesar el umbral del baño, recordé la sangre, a la pelirroja en mi cama, al chico armado en mi casa, las drogas, el alcohol, las medicinas que llevaba tiempo tomando día sí, día no. Recordé el arma cargada apuntando a su cabeza cuando en realidad necesitaba apuntar en dirección a la mía y apretar el gatillo para frenar la locura. Ese momento que ella no podía olvidar fue un desesperado intento por mi parte de hacerle saber lo tan fuera de mí que me encontraba, lo mucho que necesitaba que me quitase el arma de la mano para salvarme y repetirme una y otra vez que el pasado ya no importaba. Ojalá ella pudiese mentirme.

Dudaba de que pudiese. El pasado tampoco mentía, ni todo lo que había estado articulando durante tanto tiempo para llegar allí.

Tendría que ser otra persona para como mínimo darme el lujo de pretender poder tocar su boca con la mía, y para qué hablar de amarnos... Esa sentencia no se la deseaba a nadie, así que aún menos la quería para ella.

Empujé la puerta con el pie descalzo, sintiendo la furia ascender por mi pecho hasta mi cuello, hasta llenarme la cabeza de los pensamientos más normales de Dom, en los que Miranda no tenía cabida.

Cerré la puerta de una patada, dejando fuera toda la sensiblería, y le eché un vistazo a la bañera.

—No eres de lo mejor, pero puedes servir. Una pena no tener a mano un buen habano y un vaso de whisky —le dije en voz alta a la pieza enlozada.

Bajé la tapa del inodoro y coloqué sobre ésta las toallas limpias.

La estancia era un típico baño de mujer, de dos mujeres para colmo; por culpa de eso, me costó encontrar lo que buscaba, pero gracias a eso también lo conseguí. Di con un frasco que contenía lo más cercano a lo que yo necesitaba en ese momento, unas bolitas efervescentes perfumadas a lavanda para darme un baño de espuma.

El tapón de la bañera estaba colgado del lado del grifo del agua fría; del lado de la caliente, unas bragas de encaje fucsia.

De haber tenido la certeza de que eran de Miranda...

Por las dudas, para no cagarla, me limité a ignorarlas.

Puse el tapón, abrí el agua caliente y comencé a desvestirme.

Abrí del todo la pequeña ventana y por la abertura se coló olor a café y a algo dulce, como a vainilla, además de conversaciones lejanas y música.

Arrojé una bola dentro del agua. La compacta bomba pareció entrar en ebullición, poniéndose a recorrer la bañera por toda su circunferencia, soltando espuma. El efecto me gustó, por lo que solté al agua una segunda bola y, con ésta todavía moviéndose por el agua como si fuese una bomba tóxica, me sumergí.

* * *

—¿Señor gobernador?

La voz de Miranda me hizo abrir los ojos. Llamó a la puerta con un golpe de sus nudillos.

—¿Va todo bien por ahí? ¿Necesita algo? ¿Señor gobernador? —Hizo una pausa—. Si ha muerto ahogado en mi baño, tendré serios problemas. ¿Está usted bien?

Trepé un poco por la superficie de la bañera.

—Sí, estoy bien.

—He preparado café. ¿Le falta mucho para salir? Lleva veinte minutos ahí dentro...

—Todavía no me he lavado el pelo.

—Bueno, mejor dese prisa; querrá estar listo para cuando llegue Mel. Además, Patricia y yo necesitamos usar el baño.

—Podéis pasar; no hay problema, no soy pudoroso.

—La ducha, señor gobernador. Tan sólo dese prisa, por favor.

—¿Me ayudas?

—¿A qué?

—Pregunto si me lavas la cabeza. Adoro cómo lavan el cabello los peluqueros, es como si estuviesen dándote un masaje.

—Gobernador...

—Anda, pasa, o de otro modo tardaré una eternidad.

—Está coaccionándome, ¿lo sabe?

—Anda, entra, que mi pelo está hecho un asco después del gorro que me puse ayer.

—¿Y quiere que ponga mis manos en eso? —soltó, y se notó que bromeaba incluso sin ver su rostro debido a la puerta que nos separaba.

—Sí, para empezar puedes poner tus manos en eso —le contesté sonriendo y procurando mantener el tono serio.

—Como imagino que de otro modo no saldrá nunca de ahí... —canturreó, y la puerta se abrió un poco.

Miranda asomó la cabeza dentro del baño.

Alcé una mano y la saludé, acompañando el gesto de una sonrisa.

Ella estudió la escena mordiéndose el labio inferior, mas con aquello no logró ocultar su sonrisa.

—¿Ha empleado las bombas de lavanda?

Asentí con la cabeza y en realidad ni falta que hacía, apestaba a lavanda en toda la estancia.

—Esas bombas son de Patricia.

—Luego ordeno que le traigan más. Puedo hacer que le envíen toda una canasta de productos de ese sitio, si te parece bien.

Miranda puso los ojos en blanco sacudiendo la cabeza. Acabó de abrir la puerta y entró.

—Me alegra que se haya puesto cómodo —me dijo en tono socarrón, y yo me acomodé en la bañera un poco más; en realidad el tamaño de la misma no daba para mucho.

—Está bien. Podría acostumbrarme a este sitio. Me gusta tu hogar.

—Perfecto, múdese aquí. Patricia y yo nos iremos a vivir a su casa.

Reí.

Miranda cerró la puerta y caminó hasta mí.

—¿No se está arrugando, después de llevar tanto rato en remojo?

—¿Quieres comprobar si se me ha arrugado el culo o algo más? —Con eso le arranqué una sonrisa más.

—No, sólo quiero lavarle el pelo y que salga de aquí.

—Estás desesperada por tocarme —bromeé, si bien era yo el que estaba desesperado por sentir su tacto.

Miranda resopló y sin mirar el agua de la bañera o más allá de la superficie de la misma, imagino que para evitar ver si me había arrugado o no, se estiró y eligió una botella de champú. Se retiró hacia atrás para colocarla en el suelo.

Cogió de encima de la tapa del inodoro las toallas limpias y mi ropa sucia para colocarlo todo en el suelo, sobre la alfombra de baño.

Se sentó allí y pilló la botella del suelo.

—Mójese un poco el cabello —me pidió con un hilo de voz. Sonó tranquila, como si esa situación entre nosotros fuese normal, cotidiana, de todos los días.

Flexionando las rodillas, me deslicé hacia abajo por la pared de la bañera hasta que mi rostro quedó rodeado de agua. La vi observándome con un gesto difícil de definir.

—Venga aquí. —Su voz dio la impresión de estar a punto de extinguirse. Tocó con sus dedos el lateral de la bañera.

Hice lo que me pidió una vez más, sentándome contra el lateral de la bañera, de espaldas a ella.

La oí destapar la botella, depositar una porción de champú en una de sus manos y luego friccionarlo entre las dos.

Cuando sus manos llegaron a mí, di un respingo, abrumado por la rotunda sensación de que de su tacto jamás partiría dolor, solamente seguridad y cariño, y ella se quedó quieta, con los dedos a un par de centímetros de mi cabeza.

—¿Lo dejo?

Me costó regresar a mí para contestarle.

—No, continúa, por favor.

Despacio, sus manos volvieron a mí, primero me tocaron las yemas de sus dedos, luego sus palmas. Al principio sus manos se movieron sobre mí como si estuviesen tanteando la resistencia de mi carne, como si midiesen mi fuerza o mi capacidad de soportar dolor.

Luego sus manos cogieron confianza, mi cuerpo se confió a ella. Mi carne se hizo nada entre sus dedos y mi cabello buscó enredarse en su piel, para meterse por sus poros y transportarle a su cerebro mis pensamientos, para contarle las cosas que no me atrevía a decirle; no sólo para expresarle lo que me pasaba con ella, sino, además, para contarle mis secretos más oscuros, mis miedos, mis planes, los deseos que ni siquiera yo deseaba admitir.

—Tiene un cabello estupendo. ¿Lo ha heredado de su madre?

Tuve ganas de negar con la cabeza, pero ésta estaba en sus manos, de modo que no me quedó más remedio que pronunciar aquella palabra en voz alta.

—No, mi mamá tiene el cabello completamente rizado. Lo heredé de mi padre.

—Buena genética.

—No estoy seguro.

—Mmm... entiendo. Por lo visto hablar de su padre no lo hace feliz, no es un tema sencillo.

—No, no lo es.

—De cualquier modo, imagino que él estará orgulloso de usted.

—No tiene motivos para estarlo, ni siquiera sabe quién soy.

Miranda se quedó en silencio unos segundos.

—¿No lo conoces?

Que me tutease me hizo feliz.

—Sí, yo lo conozco a él, pero él no tiene ni idea de quién soy. Embarazó a mi madre y eso fue todo. Creo que a mi madre ni siquiera le dio tiempo de darse cuenta de que estaba embarazada. Se largó; fin de la historia. ¿Y tu padre?

—Está en Buenos Aires, intentando hacerme regresar.

—Te ha tocado mejor padre que a mí.

—Apuesto a que tu madre se desvive por ti.

—Sí, ella vale por dos; ya la conocerás.

—Con respecto a eso...

—Mi madre te espera, de modo que no tienes forma de librarte de eso. ¿Y tu madre?

Ante mi pregunta, soltó un largo suspiro.

—Ella no es mi tema preferido, hablar de eso no me hace feliz, así como no lo es tu padre para ti.

—Estamos los dos para el diván.

—Sí, no lo dudes.

—¿Te has percatado de que has dejado de tratarme de usted?

—Supongo que por estar en mi baño, dentro de mi bañera, desnudo, con mis manos lavando tu cabello, puedo hacer una excepción. Volveré a la normalidad cuando salgamos de aquí.

—Entonces, ¿éste es nuestro espacio secreto, en el que todo está permitido? —Me giré escapándome de sus manos. Sus dedos cubiertos de espuma quedaron en el aire.

Miranda no contestó nada, sólo se quedó allí, tiesa, sin parpadear, mirándome.

No dije nada más, cualquier cosa que hubiese podido añadir la habría alertado y yo no quería que huyese de mí. Me alcé sobre mis rodillas medio resbalándome por la loza por culpa del agua jabonosa. Miranda me vio hacer, pero no bajó las manos y no dio señales de estar a punto de salir disparada por la puerta. Su cabeza debía de estar intentando decidir si se largaba o si me permitía hacer lo que supuse ya había adivinado que haría.

Agarré sus manos y las coloqué en la base de mi cuello al tiempo que me inclinaba hacia ella.

Sus ojos se pegaron a los míos mientras despegaba los labios para decir algo que jamás logró emerger de su garganta.

—Esto es tú y yo aquí. —Mi mano derecha tomó su nuca, con mis dedos robándole su cabello turquesa y parte de su piel. Que me permitiese tocarla supuso una sorpresa—. Quiero besarte desde la primera vez que te vi.

Los ojos de Miranda bajaron hasta mi boca. Jadeaba.

No lo pensé más, acerqué mi boca a la suya para inspirar hondo. Ya no tendría que continuar imaginando el tacto de sus labios, el sabor de su boca o lo que sucedería cuando mi lengua acariciase la suya, porque en ese instante mis labios se movían sobre los suyos, apenas rozándolos, y eso era perfecto, tanto que no pude besarla porque la sonrisa de felicidad que despertó su cuerpo en mí fue imposible de contener. La miré a los ojos y la vi sonreírme con aquella mirada castaña que podía parecerse a otras a simple vista, pero que para mí no lo era ni lo sería jamás. Me vi en su mirada siéndolo todo, siéndolo todo frente a ella sin tener nada que ocultar, sin poder ocultarle nada. Miranda destrozó mis miedos con una sonrisa e hizo que nuevos naciesen en mí, unos más terribles, pero por los que valía la pena el riesgo.

Su cuello y nuca se relajaron debajo de mi mano, su respiración no se contuvo entre mis labios. Sus manos en la base de mi cuello pasaron de ser un peso sobre mi carne a fundirse en mí.

—Tengo la sensación de haber esperado un siglo por esto.

Sonrió con sus ojos y con sus labios.

Tomé su labio inferior caliente y dulce entre los míos y ella me tomó a mí no solamente con sus manos, sino también con su boca.

Sin prisa, besé sus labios una y otra vez, acaricié sus labios con los míos, su mejilla con mi rostro. La vi dejar caer sus párpados e hice lo mismo porque no necesitaba verla para saber que estaba allí, ni siquiera tocarla, porque estaba en mí más allá de las distancias físicas.

Llené de besos sus mejillas y ella besó mi cuello con sus dedos para, unos segundos más tarde, demostrarme lo mucho que le gustaba mi cabello, para hacerme saber que, al igual que yo, ella también podía vagar entre mis mechones.

Me perdí en sus pestañas, en su mentón y al final en su boca cuando separó los labios, haciéndome saber que deseaba el beso tanto como yo.

Ya no conseguí pensar más que en ella, en su boca, en lo descontrolado de mis pensamientos y sensaciones. En su boca devorándome con mis mismas ansias. En su lengua recorriéndome, en sus labios apretándose contra los míos.

Su pecho pegándose al mío, mi piel mojada sobre ella.

Sus manos dejaron mi cabello para que sus brazos se enredasen en mi cuello apoderándose de mí, mientras yo pegaba todavía más mi torso a su cuerpo sintiéndola, deseándola más que nunca. Hubiese necesitado dos pares más de brazos para rodearla, para apretarla contra mí, dos pares de manos para abarcar cada centímetro cuadrado de su piel. Necesitaba sentirla, tocarla, aprenderme su cuerpo, darle nueva forma a mi lado.

Una de mis manos recorrió su espina dorsal, ascendiendo por debajo de su camiseta; la otra bajó hasta su trasero para apretarla en parte contra mí, en parte contra el borde exterior de la bañera.

Ella, en un jadeo dentro de mi boca, accedió a permitirme ir más lejos. No tenía idea de cuál sería el destino final entre nosotros y no quise ni pensar en ello, solamente me centré en la primer parada, que era quitarle la ropa y meterla en el agua conmigo para pegar su cuerpo al mío, para entrar en su cuerpo una y otra vez hasta que mi nombre se convirtiese en sus jadeos de placer. Quería tenerla con mi boca, con mis dedos, entrar en ella envite tras envite hasta que no quedase espacio entre nosotros, hasta que todas las locuras que me rodeaban se curasen por su gracia, por ese modo de mirarme que me hacía sentir como si desapareciese de pronto para transformarme en una parte de todo y en nada, al mismo tiempo.

Miranda me enmarcó el rostro para dar pequeños besos sobre mis labios e inspirar con su nariz pegada a la mía. El gesto me derritió; quizá estuviese intentando ver lo que necesitaba y no la realidad, no lo sé, solamente acepté aquel gesto suyo como un tipo de cariño que nunca antes creí haber recibido. Tuve la sensación de volver a ser un niño y de envejecer hasta los cien años en la distancia de un beso al otro.

Mis manos se movieron alrededor de sus caderas por la cintura de sus shorts para desabrocharlos.

Así como mis manos querían meterse dentro de sus pantaloncillos, por debajo de sus bragas, su lengua entró en mi boca.

Llegué al botón, lo solté y, si bien quería desprenderla al instante de cada una de las prendas que la separaban de mí, lo empujé hacia abajo, manteniendo con una mano las bragas en su sitio; necesitaba disfrutar hasta el menor detalle de eso; no quería que fuese simplemente sacarme de encima la calentura más allá de que, sí, estaba que apenas si podía contenerme, duro, hecho una roca y con la impresión de que estallaría o moriría de la ansiedad allí mismo por no tenerla en un parpadeo. El caso es que necesitaba más que eso... eso era lo que siempre tenía, lo que era efectivo para apagar los pequeños focos de fuego; con ella no me bastaría, porque lo que me pasaba con Miranda era un incendio forestal en el verano más seco imaginable. Ella en mí no se extinguiría, continuaría ardiendo incluso después de que yo quedase reducido a cenizas, incluso después de que el mundo entero perdiese cualquier rastro de recuerdo de todo lo hecho por mí, bueno o malo.

La deseé y necesité tanto que me entraron ganas de gritar en su oído lo mucho que podía conmigo, gritar en su boca que se aferrase a mí tanto como me había aferrado yo a ella sin saber, sin necesitar ninguna explicación o excusa.

Mis dedos se prendieron como garras de ella, una mano en su trasero, la otra sobre su hombro, con mi brazo atravesando su espalda. Ya no pude besarla; la abracé, la abracé y hundí el rostro en su cuello al borde del pánico de perderla y de siquiera ser capaz de tenerla, de convencerla de quedarse cinco minutos más conmigo para que me hiciese sentir que mis treinta y cinco años de vida valían para eso, que mi destino era estar allí con ella, mi hora de la verdad, el espejo en el que debería enfrentar todos mis pecados, mi hora de enfrentarme a mí mismo, a mi vida y a lo que quería para mi futuro.

Mi cabeza se llenó de pensamientos, de recuerdos; mi pecho estaba tan hinchado de sensaciones que tenía la impresión de que mi piel comenzaría a rasgarse.

Podía morir allí, pero me hubiese encantado tener un par de noches con Miranda, noches para disfrutar con ella, para verla dormir, para amanecer sin poder creer que la vida fuese incluso más injusta de lo que ya sabía que era, por permitirme tenerla a mi lado.

Besé su cuello y apreté los párpados para quitarme de encima la piel de gallina y los estremecimientos.

Alcé otra vez el rostro hasta el suyo, mi boca sobre la suya sin tocarla.

Miranda me miró.

—No soy el único que está loco aquí —le solté mirándola a los ojos, queriendo decirle, en realidad, mucho más.

Ella no pidió explicaciones ni salió corriendo, se limitó a sonreírme para, después, inclinarse hacia mi cara y volver a besarme.

El fuego de Miranda dejó obsoleta mi piel antillamas y comenzó a quemar mi carne con sus manos, con su boca; abrasó mis pecados escondidos más allá de la sangre, la carne y los huesos, quemó mis pensamientos y mi locura para mandarme al aire en forma de ínfimas partículas elevadas por su calor.

—Estoy loco por ti —le dije entre beso y beso, mientras subía su camiseta por encima de sus brazos extendidos, perdiéndola de vista por detrás de ésta por un momento.

Arrojé la prenda al suelo.

Mis manos bajaron por sus brazos, todavía extendidos por encima de su cabeza. Deslicé las yemas de mis dedos sobre su piel suave hasta sus axilas, me desvié a sus pechos y ella gimió doblando los brazos para esconder sus bellas manos detrás de su nuca expandiendo su torso hacia mí, entregándose.

Cubrí sus pechos con mis manos, la sentí respirar por debajo de mí.

Mis dedos resbalaron por su piel hasta su abdomen después de pasar por encima de sus pezones.

Bajé mi boca hasta su pecho derecho. Lo cubrí de besos, de mi sabor sin querer, al procurar captar el suyo hasta descubrir su última nota.

Mi mano derecha, no tan firme como siempre, más deseosa que nunca, alcanzó el borde de sus bragas.

Suspiros y gemidos que emergían de su boca acariciaron mi frente y mi cuero cabelludo, mientras mi lengua rodeaba su pezón.

Su piel tenía el mejor aroma, el mejor sabor, la mejor textura. Era absolutamente perfecta para mí.

Miranda se arqueó un poco más para mí; su pelvis avanzó contra mi mano. Tenía intención de darle todo lo que me pidiese y más, incluso si se me iba la vida en ello. Que se me fuese la vida en ella, que lo perdiese todo en ella, si eso que era ella en ese instante era lo que yo le provocaba.

Mi mano se escondió debajo de sus bragas para alcanzar el espacio entre sus piernas, para sentir la suavidad de su pubis, de la piel húmeda y caliente esperando por mí.

Mis dedos apenas si asomaron por la entrada de su vagina, se asomaron y salieron. Su cuerpo me regaló una profunda inhalación en la que me dejé ir.

Enderecé la espalda y volví a enfrentarla. Ella otra vez se quedó mirándome en silencio. Una parte de mí deseaba que no dijese nada, que fuese solamente sexo, al menos eso; la otra, una que crecía a cada segundo, hubiese esperado que ella dijese al menos que sí, que eso era una locura.

Tomé su boca una vez más, mientras mi dedo índice comenzaba a moverse sobre su clítoris. Sus labios me supieron todavía mejor.

—¿Miranda? —Llamaron a la puerta del baño con dos golpes.

No detuve ni mis besos ni mis caricias; preferí ignorar que existía vida al otro lado de la puerta del baño. Continué tocando su lengua con la mía, apretando mis labios contra los suyos; su humedad en mis dedos, que no podían estarse quietos sobre ella y ella que no se quedaba quieta sobre mi mano, moviéndose buscando todavía más de lo que ya le daba.

—Miranda, llaman a la puerta, es la asistente del gobernador.

Sentí un latigazo doloroso en mi antebrazo derecho ante la palabra «gobernador», y, sin querer, detuve el movimiento de mi mano sobre ella. Fue como si acabasen de guillotinármela.

El beso se interrumpió. Los dos lo interrumpimos casi al mismo tiempo, pero fue ella quien apartó su rostro primero.

—Miranda, debo decirle que suba. La chica no suena muy feliz. Espié por la ventana, creo que ha venido acompañada de la policía.

Al apartar su rostro, Miranda centró sus ojos en mí. Me pareció ver que el deseo por mí había desaparecido para ser reemplazado por algo similar al temor y, lo que más me pesó, al arrepentimiento.

Miranda apartó su pelvis hacia atrás, quitando mi mano de dentro de sus bragas. Con una mano se tapó el espacio entre sus piernas, con la otra sus labios. Vi que sus ojos se ponían cristalinos, como si fuese a empezar a llorar. ¿Era ése el futuro que tendría con ella?

Se arrepentía, tan claro era en sus ojos, en el encogimiento que comenzó por sus hombros, en el que terminó sumiéndose su cuerpo...

No pude sentirme peor y el deseo ya no me importó; es más, me dio la impresión de que no me volvería a importar, no como unos instantes atrás.

Me sentí todavía peor, peor que cuando Nuno me enfrentó en casa, peor de lo que quise admitir que me sentí cuando vi el asiento de mi automóvil empapado en sangre.

Con eso terminaba de arruinarlo todo, con eso desaparecía la que esperé que fuese mi esperanza de tener una vida mejor, una vida más normal, una vida en verdad feliz, una vida que no me hiciese desear desaparecer en plena madrugada, después de una larga y alborotada noche, para no cometer otra vez, durante el día, los mismos errores de siempre, para no tener que ser yo otra vez a la luz del sol, a la vista de todos, porque no tenía ni idea de si ese yo era yo... si había sido yo unos segundos atrás.

Morí. Morí sin irme de allí, sin perder el dolor, sin deshacerme de mi locura. Morí para ser más «el gobernador», para ser más «el candidato», el hombre que hacía negocios con Nuno, el que bebía de forma descontrolada y esnifaba cocaína entre tanto se tiraba a cuanta mujer se cruzase por su camino, incluida la presidenta.

—Miranda, será mejor que salgas o se nos echarán encima otra vez.

Ante la voz de su amiga, Miranda dio un respingo.

Algo dentro de mí me dijo con voz ominosa que no volvería a verla en mi vida.

Miranda se arrancó a sí misma de mí, poniéndose de pie de un salto para, con un movimiento veloz y preciso, recoger sus ropas del suelo.

—Voy —chilló, y su voz sonó desafinada, desesperada.

Luego se enfundó la camiseta por la cabeza y, tropezando con sus propios pasos, cerró sus shorts.

—Miranda —jadeé rogándole que no se fuera, que no me dejase allí, que no se fugase de nuestro mundo, que aceptase mi locura, que me aceptase a mí.

«No me abandones», le supliqué con una mirada, pero ella, espiando casi tímidamente en mi dirección por encima de su hombro, debió de determinar, y con muy buen tino, que yo no valía la pena.

No me contestó. Se dio media vuelta y tiró de la puerta para abrirla.

—Sí, mejor que suba. El gobernador ya casi ha acabado de bañarse.

El gobernador...

Miranda cerró la puerta dando un portazo.

Todo mi cuerpo y hasta las baldosas de las paredes temblaron; la onda expansiva provocó un tsunami dentro de la bañera y yo me ahogue, me ahogué mientras enjuagaba el champú con el que ella, con sus dedos, había hecho espuma sobre mí.

Pese a que creí que no tendría ni fuerza ni voluntad para terminar con mi baño, lo hice.

Envuelto en una toalla que olía un poco como su ropa de cama, como ella, recogí mi ropa sucia y salí del baño para enfrentar la realidad otra vez, para dar la cara a mi vida sin nada, otra vez.

Mi vida sin nada, pero sobre todo sin ella, lo que era todavía menos que nada.

Me bastó con dar dos pasos por el corredor para oír la voz de Mel, a la que le contestó Miranda para que después interviniese Patricia.

Al menos me quedaba «el gobernador».

A mis labios empujé una sonrisa, disponiéndome a salir a la sala de estar y enfrentarlas.

16. Tu nombre alrededor de mi cuello

—Damas... ¡heme aquí! —soltó Daniel apareciendo de modo teatral en nuestra sala de estar, con su pelo todavía húmedo cayéndole sobre los ojos, haciendo que pareciese mucho más joven; llevaba el torso al aire, los brazos extendidos a los costados igual que el Cristo Redentor, luciendo a tope sus pectorales y los músculos de sus hombros; cubierto simplemente con una toalla que llevaba anudada por debajo de la línea de su cadera, por lo que sus abdominales, desde los superiores hasta los inferiores allí donde se unían con las líneas diagonales de sus oblicuos, formaban una zona en la que una podía caer para ser arrastrada a la demencia.

Incluso sus pies descalzos sobre el suelo que yo había pisado tantas veces era motivo de perdición.

En su rostro mostraba una mirada digna del gobernador, del candidato a presidente que podía ser un cretino hasta el punto de pedirle a una mujer que apenas conocía que sacase de su cama a otra que, suponía, también debía de conocer apenas.

Tragué en seco al ser testigo, una vez más, de su sonrisa pornográfica, de lo que desplegaba a su alrededor al saberse el centro de atención.

Un abismo se abrió entre mi baño y la sala estar. Comprendí que el tiempo se había desdoblado para darle lugar a lo que sucedió en el baño, pero que en ese momento corría de modo normal, contando cada segundo con una filosa aguja y no con sus parpadeos, no con los latidos de su corazón o con sus dedos tapando los poros de mi piel asfixiándome hasta el delirio, obligándome a sentir cosas que no quería sentir.

Dentro de mi pecho se desató una tormenta eléctrica; los rayos estallaban sobre mi corazón iguales a esos rayos que con tanta frecuencia caían sobre el suelo de ese país, fulminando a pobres desprevenidos a los que atrapaba en sus aguas o en terrenos poco tocados por la civilización.

Los rayos no querían matarme, solamente torturarme, recordarme que, hasta ese día, pese a todos mis intentos de suprimir cualquier cosa que pudiese venir aparejada con el placer o con el sexo, continuaba siendo igual de vulnerable que antes a sentir, a enamorarme, y no sólo eso, sino que no importaba cuánto me esforzarse en resumir el mundo en lo que pasaba de mi piel hacia fuera, pues en un parpadeo, un ser humano, no necesariamente perfecto y quizá ni siquiera adecuado para mí, había conseguido colarse dentro de mi piel para destrozar mi tranquilidad.

La sensación era la misma que tener una soga con un nudo corredizo al cuello. Su nombre alrededor de mi cuello apretando lo suficiente como para controlarme, como para recordarme que podía acabar conmigo.

Mi primer impulso fue obligarme a odiarlo, ponerle mala cara para hacerle saber que de la boca para fuera no quería volver a saber de él, que detestaba que tuviese ese comportamiento tan errático que por momentos podía hacerme sentir que al menos podía ser querida, aunque sólo fuese un poco, y que en otros me hacía sentir como si no fuese nada más que mi enfermedad la que pusiese distancia entre mi persona y el resto del mundo. Caetano no me había hecho sentir invisible como Daniel en ese instante, pero, por otro lado, una mirada de las de Daniel bastaba para que me olvidase de todo lo malo. Caetano no calaba en mí con la misma profundidad.

Sin importar lo que Daniel me hiciese sentir cuando era Daniel, él no estaba allí entonces y sí el gobernador, el hombre que necesitaba la adoración del universo, el que creía que el poder y el dinero bastaban para arreglarlo todo en la vida.

De todas maneras, mi cerebro no acababa de distinguir al Daniel del baño del Daniel que había dormido conmigo o del gobernador, por lo que continué deseando su abrazo, su boca sobre la mía y su mirada en mis ojos, en mi cerebro y sobre mi piel.

Los ojos se me llenaron de lágrimas al comprender que no importaba lo mucho que pudiésemos intentarlo, si es que él tenía intención de intentar algo conmigo, lo nuestro no resultaría; ya tenía yo suficiente con mis dos caras como para, encima, sumarle las dos suyas; esa situación me llevaría a la locura... Bien, en realidad yo ya estaba bastante loca; a lo que me empujaría Daniel sería a terminar internada, a que mis padres tuviesen que venir a por mí para rescatarme de eso, a que Doménico se angustiase por mí, a perder mi vida una vez más. No quería perder mi vida de nuevo.

—Ahora sí soy yo otra vez, una ducha era lo que me hacía falta —acotó, y yo creí que comenzaría a sudar vergüenza por lo que sus palabras dejaban claro.

Mel, tan eficiente como siempre, se puso de pie al instante alzando del respaldo del sillón a su izquierda la funda oscura que contenía el traje para Daniel y el resto de su muda de ropa.

Patricia llegó de la cocina con las tazas de café que había insistido en preparar ante la ausencia total por mi parte de cualquier gesto social de mínima cortesía hacia la recién llegada.

Paty se detuvo a los dos pasos de salir de la cocina y, con su rostro inocente que era el reflejo de su alma pura y armoniosa, enfrentó al gobernador en su pose altiva que lo más probable es que fuese un intento de refuerzo de un alma que no tenía demasiado contenido.

En otro momento me hubiese hecho mucha gracia terminar pensando como Patricia, haciendo un análisis semejante de una persona; pero en ese instante no tenía nada de gracioso, porque su nombre alrededor de mi cuello se apretó todavía más a mi piel, empujando la carne hasta oprimir mi tráquea de manera abusiva.

Quise odiarlo al menos un poco de lo mucho que lo necesitaba y no resultó.

En mi cabeza, entre parpadeo y parpadeo suyo, me repetí que eso era culpa mía, que él en ningún momento había ocultado quién era.

«¡Ahora te jodes!», me grité a mí misma.

La funda de tela negra se desplegó tan larga como Mel mientras ella se inclinaba un poco para recoger el pequeño bolso que hasta hacía un par de segundos había estado descansando al lado de sus muslos mientras yo intentaba darle charla y no pensar en la mano de Daniel sobre mí, entre mis piernas, dentro de mí, con su corazón loco palpitando sobre mi pecho, con su boca fingiendo dulce cariño sobre la mía.

—Buenos días, señor gobernador. Le he traído todo lo necesario. —Mel giró sobre sus talones y le tendió sus cosas.

—Ah, qué bien, justo a tiempo —entonó él muy orondo, recuperando el andar para avanzar hasta ella.

Su mirada no se cruzó con la mía ni por accidente.

—De hecho, gobernador, debería vestirse rápido, vamos con mucho retraso. No esperaba tener que venir hasta aquí; tenemos cosas que discutir antes de la inauguración y quizá también sería prudente que revisemos esta situación, porque... si alguien lo vio llegar aquí y no salir...

Mi intención fue bajar la vista para perderme en el suelo, pero Patricia atrapó mis ojos con su mirada clara que, además, era muy expresiva.

—No hay nada que revisar, Mel. Todo está bien. Bebí un par de copas de más anoche y he pasado la noche aquí porque mi gentil maquilladora y peluquera me ofreció asilo en el hogar que comparte con su simpática amiga —canturreó Daniel para, como punto final, volver su rostro hacia Patricia, que lo observaba sin rastro de simpatía alguna.

—Gobernador, no lo tome a mal, pero...

Daniel la interrumpió al quitarle las cosas de las manos con un poco de malos modos.

—Iré a cambiarme. Estaré listo en cinco minutos; lo que tengamos que resolver, lo discutiremos en el coche de camino a Tijuca. ¿No será problema, no es así?

Mel se limitó a negar con la cabeza.

—Miranda, por favor, prepárate para salir, vamos con prisa.

En cuanto entonó ni nombre, alcé la vista, solamente para captar su cuerpo girar ciento ochenta grados rumbo al baño otra vez.

—No, yo no...

—No es momento para que discutas conmigo, Miranda. Tú vienes, para eso te pagué tu sueldo.

Me puse en pie.

—Si ése es el problema, puedo...

Ir a la siguiente página

Report Page