D.O.M.

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—No, no puedes —llegó al pasillo y, por primera vez desde que saliera del baño, me miró a la cara—; cámbiate ya. No me gusta que las mujeres tarden en estar listas más de lo que tardo yo. Mel, que se dé prisa, por favor.

Daniel nos dio la espalda otra vez, para perderse en la penumbra del pasillo que conducía al baño.

—Por favor —fueron las palabras de Mel—. Mi mañana ya está lo suficientemente complicada como para que, además, me hagas esto también.

¿«Esto también»? Entre Mel diciéndome eso y Daniel habiéndome llamado «gentil maquilladora y peluquera», me sentí verdaderamente como una mierda, como los peores desechos jamás vistos por la humanidad.

Mi antigua yo los hubiese mandado al mismísimo infierno a ambos, pero la vida te cambia, la gente te cambia, y volver al pasado es imposible, por lo que mantuve la boca cerrada.

—Gracias —le dije a Patricia recogiendo de su bandeja una de las tres tazas de café que había traído para que compartiésemos en pos de armonía para contrarrestar la ansiedad que nos provocaba el saber que en la calle había varios vehículos blindados y un par de coches policiales esperando al gobernador.

Podíamos dispensar la necesidad de que alguien lo hubiese visto entrar ahí la noche anterior, para que se armase un escándalo digno de salir en los periódicos sensacionalistas y en las revistas en las que se pavonean los ricos y famosos; con el despliegue imposible de ignorar que se desarrollaba allí abajo, bastaba.

Con mi taza en mano, bebiendo un sorbo de cafeína que tanto necesitaba para volver a ser yo, partí en dirección a mi habitación.

Al cerrar la puerta detrás de mí, procuré inspirar hondo para aclarar mi mente; no logré demasiado.

Apoyé la espalda contra la puerta y bebí un sorbo más.

Por poco me tiro todo el café encima al sonar mi móvil, el cual había puesto a cargar después de que Daniel me abandonase para meterse en el baño.

Caminé hasta la mesilla de noche. En la pantalla del móvil figuraba el nombre de Doménico. Por un segundo, dudé en contestar. Temí que adivinase que había hecho exactamente aquello que me dijo que, por mi bien, no hiciera.

El tono de llamada sonó una vez más mientras colocaba la taza sobre la mesilla.

No pude continuar ignorándolo.

—Hola, Dome —saludé mientras tomaba asiento.

—Hola, preciosa. Buenos días. ¿Estás ocupada? ¿Te he despertado?

—No, llevo un rato en pie y no, no estoy ocupada.

—Bien; de cualquier modo seré breve, tengo que serlo. Adivina dónde estoy.

—¿En el Délice? —solté intentando bromear.

—Muy graciosa. No, te equivocas, y anoche tampoco fui, es que tengo entre manos algo importante.

—¿Te has echado una novia?

—Ja, ja, ja —soltó sarcástico—. Lo que tengo es un pasaje de avión en una mano y una maleta en la otra. A ver si ahora aciertas y adivinas a quién veré en unas horas. Voy a darte una pista: tiene el cabello turquesa.

—Dome... —jadeé. A pesar de que me alegraba la perspectiva de verlo, también me aterraba, porque, por desgracia, Doménico tenía la increíble capacidad de leer hasta mis silencios.

—¿Qué sucede? ¿Estás bien? Sé que siempre pretendes no necesitarlos, pero, si no quieres llamarlos tú, yo puedo ponerme en contacto con tus padres; podría conseguirles pasajes para lo antes posible. ¿Deseas regresar? Si es así, no te preocupes, prepara las maletas y, en cuanto llegue allí, te recojo y volvemos directos al aeropuerto para volver a casa. Por millonésima vez te ofrezco ponerte en contacto con mi amigo, ya sabes, aquel del que tantas veces te he hablado. Francisco es un gran tipo y te ayudará. ¿Quieres que hable con Patricia? Puedes ponerla al teléfono, yo le explicaré lo que sucede y ella te ayudará a pasar las horas hasta que llegue. Mierda, Miranda, debiste quedarte aquí, donde tienes a tus amigos, a tu gente. Odio que estés tan lejos. No debiste huir así cuando te propuse matrimonio —eso último era una broma y aprecié que, al menos él, continuase siendo el mismo de siempre.

—No estoy teniendo una crisis, Dome. —Y al pronunciar aquellas palabras recordé que aún no me había tomado mi medicación de la mañana. Abrí el cajón y saqué las pastillas para bajar una con el café.

—¿Segura?

—Sí.

—Bien... aunque no estoy muy convencido; me aseguraré de eso luego, cuando te mire a la cara. ¿Vienes a por mí al aeropuerto o tienes trabajo?

—Tengo trabajo, aunque espero poder regresar a tiempo para ir a recogerte. No te preocupes, si no es así, le pediré a Patricia que vaya a por ti al aeropuerto. ¿A qué hora llega tu vuelo?

—Sale en unas cuantas horas; es que estaba ansioso y he venido muy temprano al aeropuerto. Llegaré a las seis de la tarde.

Dome me pasó su número de vuelo y yo, por las dudas, le recordé la dirección de casa.

—Intentaré ir a buscarte, pero, si no llego, allí estará Patricia esperándote, lo prometo.

—Mi idea era darte una buena sorpresa; en este momento no estoy muy seguro de que te haga muy feliz mi visita, ¿o es que necesitas ayuda y no quieres...?

No le permití seguir.

—Quiero verte, Dome. Me alegra que vengas, es sólo que el inicio de mi mañana ha sido un tanto... —Recordé la mano de Daniel entre mis piernas y no supe si estremecerme de gusto o sentir vergüenza otra vez. Eso no me sucedía jamás en el Mirror—. Al fin conocerás Río —solté procurando sonar festiva—. Esta misma noche iremos a por caipiriñas.

Dome rio suave.

—Eso suena muy bien, unos tragos y nosotros dos. Le conté a Daniel que viajaba a Río y me dijo que, cuando queramos, nos esperan en el Mirror con las puertas abiertas; bueno, tú eres clienta asidua, pero yo todavía no lo conozco. Esta vez serás tú quien haga las presentaciones.

—Llevo unos días sin ir. —Me detuve; ir quizá fuese una buena idea para volver a ser yo—. Claro, no te preocupes, organizaré algo para nosotros.

—Me alegra, preciosa. El tano te extraña.

—Y la de pelo turquesa echa de menos al tano. Será bueno verte, Dome. De verdad que me alegra que vengas; lamento no sonar excesivamente entusiasmada ahora.

—Tranquila, no te preocupes. Te veo en unas horas, ¿de acuerdo? Cuídate mucho. Nos vemos luego.

—Hasta luego, Dome.

—Hasta luego, preciosa. Aguanta, que voy en camino.

—Gracias. Te veo más tarde.

—Te quiero. Hasta más tarde.

Terminamos de despedirnos y colgué para ir a vestirme.

En cuanto salí de la habitación íntegramente vestida de negro, fui directa al baño para intentar recomponer un poco mi aspecto y lavarme los dientes y la cara. Mel estaba otra vez en el mismo sitio de antes, en el sillón, y Daniel, en pie junto a uno de los budas de Patricia, con ella a su lado, explicándole no sé qué. Agradecí que no me viese.

Unos minutos más tarde no me quedó más remedio que emerger a la superficie.

—Estoy lista —anuncié colgándome el bolso del hombro.

Daniel, que en ese momento estaba sentado en el sillón revisando algo en su móvil, se volvió en mi dirección mientras se guardaba el aparato en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta del traje.

Se palmeó los muslos y se puso de pie.

—Andando —propuso con esa postura suya que atraía todas las miradas.

Mel y Patricia se levantaron de sus respectivos asientos.

—Por fin, que ya vamos muy tarde.

Daniel le lanzó una mirada a su asistente, pero no le dijo nada; en cambio, se dirigió a Patricia para tenderle una mano—. Muchas gracias por tu hospitalidad.

—De nada, Daniel.

—Espero volver a verte pronto —su dedo índice giró en torno al buda—, para que me cuentes más sobre todas estas cosas.

—Cuando quieras.

Pobre Patricia, si ella se proponía intentar salvar su alma al igual que la mía, no conseguiría otra cosa que más frustración.

Mel fue directa a la puerta y la abrió. Apenas por la rendija inicial, detecté la presencia de la comitiva de seguridad del gobernador apostada al otro lado.

Nuestros vecinos se quejarían de eso, puesto que no era la primera vez.

Una parte de mí quiso matar al gobernador por todo eso y quizá también fuese buena idea pegarme un tiro en el pie para recordarme mi gran estupidez por meterme en algo que no necesitaba que Dome me recordase que no era bueno para mí.

—Miranda, después de ti —me dijo Daniel después de que Mel abandonase el apartamento.

—Adelántese, en un momento lo sigo.

Daniel no replicó ni bajó la guardia por un segundo, pese a que Mel no estaba con nosotros. Dio media vuelta y salió.

Me acerqué a Patricia.

—Me ha llamado Doménico. Viene en camino. Su vuelo llega a las seis. Espero poder ir a buscarlo al aeropuerto, pero, si se me hace tarde, ¿podrías ir tú sola? No quiero que tenga que coger un taxi hasta aquí. No sabía que vendría hoy. El caso es que pretendía darme una sorpresa.

Patricia se ruborizó un poco; meneó la cabeza y me sonrió, dándome confianza.

—No te preocupes. Ojalá puedas llegar para que vayamos juntas; la verdad es que creo que ir a buscarlo te sentará mejor que pasar tiempo con ese sujeto. No sé qué ha pasado... pero no estoy ciega, Miranda. Se te nota en la cara que algo no va bien. Ese tipo es...

—Soy una tonta, lo sé. Es culpa mía. No te preocupes, procuraré llegar a tiempo para que vayamos juntas al aeropuerto. Lamento todo esto. —Me despedí de ella con un beso en la mejilla—. Te veo luego. Perdón por todo.

—No digas tonterías. No hay nada que perdonar. Tan sólo prométeme que te cuidarás y que regresarás aquí sana y salva.

Eso, con Daniel a mi lado, no podía asegurarlo; ni siquiera sabía si quería continuar sana y salva o si tenía opción.

—Gracias, te quiero. Hasta más tarde. Ve pensando en la opción de visitar el Mirror, Doménico ya me ha pedido que vayamos.

—No, ya te dije que eso no es lo mío.

—Sí, pero es Doménico.

—Tanto me da.

—Cuando lo conozcas en persona, cambiarás de parecer.

—Intentaré fingir que no me estoy dando cuenta de que intentas cambiar de tema chutando el balón hacia mi lado del campo, Miranda —me dijo con una sonrisa en los labios—. Regresa pronto y no le des opción a ese tipo de aproximarse demasiado a ti, su aura no es...

—La mía tampoco es muy brillante, que digamos.

—No digas eso, ni punto de comparación entre vosotros.

—No estoy segura. Bien, mejor me voy o nuestros vecinos terminarán de entrar en pánico con tanta policía ahí fuera. Te quiero. Gracias.

Cerré la puerta del apartamento con Patricia todavía sonriéndome y saludándome con una mano.

En el corredor, frente a las puertas de las casas de mis vecinos, me encontré al gobernador esperando, con la puerta del ascensor, que compartía con Mel y uno de sus guardaespaldas, abierta.

Sin mirarlo, le dije que bajaría en el otro ascensor con el resto de sus hombres de seguridad y, metiéndome en la cabina, no le di tiempo a protestar.

Llegamos abajo casi al mismo tiempo y agradecí que Mel no parase de parlotear sobre no sé qué asuntos de la gobernación del estado, lo que me permitió salir a la calle y montarme en la camioneta negra, que no me quedó más remedio que compartir con él y Mel, sin que tuviese oportunidad ni siquiera de mirarme.

Así, con él discutiendo con Mel organizando más eventos para su campaña y charlando sobre cuándo tendría tal o cual reunión, nos perdimos en el tráfico de Río de Janeiro rumbo a Tijuca.

Cuando se les acabaron los temas de discusión, Daniel se hundió en la pantalla de su móvil, enviando y leyendo mensajes sin ni siquiera espiar en mi dirección por el rabillo del ojo.

Con cada inhalación, mi respiración se tornaba más pesada y más fuera de lugar me sentía dentro de aquella camioneta.

Debería haberme quedado en casa, preparándolo todo para darle la bienvenida a Dome; debería haberme quedado en casa incluso para quedar con Caetano para ir a almorzar por ahí, para más tarde pasar un buen rato en mi cama eliminando el perfume de Daniel de mis sábanas.

Casi sin querer, mi mano se deslizó hasta la manija de la puerta; el tráfico estaba parado, pese a que el semáforo estaba en verde.

«Baja, salta, corre, huye», me ordené a gritos dentro de mi cabeza.

Mi mano rodeó la manija. Apreté con fuerza la pieza forrada en cuero de tacto sedoso.

El tráfico cobró un poco de velocidad.

Quizá no sirviese de nada arrojarme de la camioneta. «Las heridas en la carne, tarde o temprano, sanan —me recordé—. Incluso los huesos, tarde o temprano, sueldan.»

Otras heridas, si se curan, dejan unas cicatrices horribles que duelen toda la vida, incluso cuando te emperras en olvidar a quien te las hizo o a quien le permitiste hacértelas a conciencia.

Giré un poco la cabeza y lo miré. Daniel, como si hubiese sentido mi mirada sobre su perfil, movió un poco la vista con su móvil todavía en alto.

No sonreía y, si bien su mirada azul continuaba tan bonita como siempre, no me decía lo que yo necesitaba escuchar. Sostuvo sus ojos sobre los míos durante un par de segundos y apartó la mirada para despotricar sobre el atasco de tráfico.

—¿No puedes coger otro camino? —le gruñó al chófer.

—Gobernador, éste es el camino más corto y vamos muy retrasados —contestó Mel.

Daniel sacudió la cabeza, fastidiado.

Su móvil sonó. Fue un mensaje que él leyó poniendo mala cara y al que contestó acribillando la pantalla con sus dedos.

—¿Todo en orden, gobernador?

Por lo visto no había sido yo la única en notar que el gobernador no parecía gozar de muy buen humor.

—Sí, Mel —le contestó guardándose el móvil en el bolsillo, manteniendo siempre la vista al frente.

La mirada de Mel se cruzó con la mía, pero las dos cortamos aquel contacto muy pronto. Entre nosotras parecía prevalecer el acuerdo tácito de ignorar a dónde había tenido que ir a buscar al gobernador una hora atrás.

El móvil de Daniel volvió a sonar.

Con gestos toscos, lo sacó del interior de su chaqueta, le echó una mirada casi en secreto y volvió a guardarlo sin contestar nada a quien le hubiese enviado el mensaje.

En el silencio más tenso, recorrimos el resto del trayecto hacia el Parque Nacional de Tijuca, donde nos recibieron las unidades móviles de canales de noticias, reporteros y fotógrafos entre un público muy nutrido de simpatizantes del gobernador, que más bien parecían fans a la espera de su actor de Hollywood preferido.

A las puertas del parque también estaba un grupo de ecologistas protestando, a los que Daniel ignoró con maestría, lo que no me sorprendió, pues a mí me ignoraba desde que salió del baño y a ellos no los había masturbado; a mí, sí.

Al gobernador lo recibieron los directivos del parque y un grupo de sus empleados después de la consabida sesión de fotografías, selfies y autógrafos para niños y adultos.

Yo procuré mantenerme lo más alejada posible de él y avancé prácticamente empujada por sus guardaespaldas —que lo rodeaban a una distancia prudencial— como si fuese ganado. A diferencia de mí, Mel no le perdía la pista.

El gobernador supo mostrarse en su pose de campaña, hablando con todos; sin embargo, al menos desde mi posición, no parecía del todo cómodo o convencido de su personaje. Con un grupo de deportistas que iban a probar los nuevos senderos, hizo un par de bromas de las que todos rieron más para las cámaras que por que fuesen graciosas.

El sol comenzó a pegar con más fuerza tras finalizar una nueva sesión de fotos dentro del parque mismo, a los pies de los nuevos circuitos, dentro de la floresta, por lo que agradecí que dos guardias forestales, un guía y el director del parque lo invitaran a recorrer los nuevos senderos, que se hundían en las frescas y quizá demasiado húmedas entrañas del bosque.

De lejos pesqué que le hablaban sobre la fauna y la flora del emplazamiento, que le contaban cosas sobre los proyectos de conservación de especies, tanto animales como vegetales, y de la importancia de mantener ese ecosistema. No se privaron de deslizar que los fondos con los que contaban no eran suficientes como para mantener el nivel de seguridad forestal que deseaban o incluso para los turistas deportistas que llegasen hasta allí para ejercitarse o simplemente disfrutar del paseo.

De un terreno más bien plano, la ruta comenzó a empinarse y me quedó muy claro que no iba bien vestida para la ocasión; Mel todavía menos que yo, puesto que llevaba tacones altos, pero, a diferencia de los míos, cuadrados y con más grosor, los suyos eran agujas que se clavaban en el terreno.

Daniel se había adelantado con el grupo que lo rodeaba.

Después de pasarme una mano por la nuca y el cuello empapados en sudor, me di media vuelta para ver que estábamos literalmente en medio de la nada y que, de no haber un camino delimitado por una guía de postes amarillos, jamás hubiese encontrado la salida. Los guardaespaldas de Daniel se habían demorado un poco; los divisé en la distancia, avanzando a la vez que observaban los costados del terreno.

Al volver la vista al frente, vi que la comitiva había desaparecido por detrás de un recodo en el camino entre árboles frondosos.

Me sentí incómodamente sola, por lo que reanudé el paso una vez más, insultándome a mí misma por haber ido hasta allí cuando debí de acabar con todo cuando Daniel salió del baño.

El recodo en el camino doblaba hacia la izquierda, pero, por la derecha, desde una ladera que cortaba aquella por la cual circulábamos, había un camino no delimitado por postes, pero sí por la tierra pisoteada en la que no crecía vegetación, sino que sólo había piedra aplanada de tanto ser recorrida.

Capté un crujido y di un respigo. A pesar de la ciudad, Río mantenía mucha de su vida salvaje y temí que algún bicho potencialmente peligroso asomase la cabeza por entre el matorral para quejarse de mi intromisión en el terreno que por naturaleza era suyo.

Otro crujido más, uno demasiado pesado como para ser provocado por un animal o tal vez fuese una bestia demasiado grande.

Lo que salió de entre los árboles y plantas de aspecto selvático no fue una bestia peluda, sino un hombre alto, de cabello y ojos castaños, de muy buenas facciones, remarcadas por un bronceado no excesivo.

Los ojos del tipo llegaron directamente a los míos como si esperasen verme.

Yo no esperaba encontrarme con nadie más allí, aún menos con alguien de aspecto tan elegante.

Su traje claro y sus zapatos, que parecían nuevos, no eran la ropa ideal para salir a hacer senderismo.

Me pregunté si se había separado y perdido de la comitiva que acompañaba a Daniel; no, definitivamente no creía haber visto su rostro o su ropa antes.

Algo en la sonrisa que me dedicó no me sentó del todo bien.

Retrocedí y miré hacia atrás. Ni rastro de los guardias.

Al instante se me formó un nudo en el estómago.

—Hola —saludó con mucha familiaridad, como si nos conociésemos de toda la vida.

Mi primer intento de devolverle el saludo no surtió efecto.

—Hola —contesté apenas encontrando un poco de mi voz.

El hombre acabó de salir del bosque y se paró en mitad del camino, obstruyendo mi paso hacia Daniel.

Daniel... Algo en ese hombre, quizá su forma de vestir o incluso el modo en que iba peinado, me recordó a Daniel.

—Si se ha perdido, la comitiva se ha ido hacia allí. —Apunté con un dedo por encima de su hombro derecho—. La entrada del parque es por allí atrás. —Señalé en sentido opuesto.

—¿Te has perdido tú? Estás muy lejos de casa, ¿no es así? —Formuló aquellas preguntas con una enorme sonrisa en el rostro, que no necesariamente podía tildarse de feliz.

—No, no me he perdido; los guardias del gobernador están por allí atrás.

—Deduzco que tienes el placer de conocer al candidato.

—Sí, ¿y usted?

Apretó los labios en un intento de contener su sonrisa.

—Sí, conozco a Daniel.

—Bien, si me disculpa... —Hice el amago de continuar con mi camino; no se movió de su sitio.

—¿Conoces al gobernador desde hace mucho tiempo? —inquirió, otra vez con esa sonrisa imperturbable en los labios.

¡¿Dónde mierda se habían metido el resto de los guardaespaldas de Daniel?!

No tenía ni idea de por qué, pero esa situación me gustaba cada vez menos.

Escudriñé su cuerpo en busca de una señal de que llevase un arma y no la encontré; de cualquier modo, el tipo continuaba pareciéndome peligroso. Su mirada era demasiado... ni siquiera conseguía definir qué tenían esos ojos suyos, o incluso el ángulo de sus hombros; todo en él tenía aspecto amenazador.

—Disculpe, pero me esperan, debo seguir camino.

—Bien, entonces te acompaño. Quizá éste no sea un lugar del todo seguro para una mujer sola.

—Creo que estaré bien, gracias. Además, es un parque y el lugar está repleto de policía debido a la presencia del gobernador.

La sonrisa del sujeto se ensanchó todavía más.

—Sí, claro. De todas maneras, te acompañaré; nunca se está seguro de en quién se puede confiar y en quién no.

Tragué saliva. Definitivamente ese encuentro perdía cada vez más el gusto a un hecho fortuito; es que, además, la comitiva de seguridad había desaparecido, ya ni siquiera los oía a lo lejos, y ese hombre había salido de la nada para plantarse ante mí cuando dudaba de que el parque estuviese abierto esa mañana al público en general. Eso sin contar con lo que acababa de soltarme.

—De ser así, debería poner reparos a que me acompañe, pues también debería desconfiar de usted. Permiso, debo seguir mi camino.

El hombre soltó una carcajada y retrocedió un poco hasta llegar a uno de los postes amarillos que delimitaban el sendero.

—Sí, claro, tienes toda la razón, Miranda. Lo que sucede es que yo no soy un extraño y si te ofrezco mi ayuda es porque en realidad puedes contar conmigo.

Creo que mi rostro se deformó en una mueca extraña cuando lo oí pronunciar mi nombre.

—A que esto es muy distinto a Buenos Aires, ¿no te parece?

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Es que Daniel y yo somos amigos, más bien hermanos. Nos conocemos de toda la vida, nos criamos juntos.

—¿Él le ha hablado de mí?

El tipo me dedicó una sonrisa ladeada.

—Algo así —susurró para después tenderme su mano derecha—. Como todavía no nos han presentado... Soy Nuno, Miranda; es un placer estar frente a frente contigo al fin.

Mi mirada cayó de sus ojos hasta su mano y subió hasta sus ojos otra vez sin que yo pudiese terminar de decidir si quería aceptar el apretón o no. Conociese o no a Daniel, fuese su amigo de toda la vida o no, el sujeto me daba muy mala espina. No necesitaba tener a Patricia a mi lado para que me dijese que su aura...

Comprendí que, de cualquier manera, era mejor comportarme con corrección para evitar cualquier roce innecesario y que se percatase de que no me gustaba ni un poco, si es que no lo había notado ya.

Le devolví el apretón a su mano firme y seca, que envolvió la mía, engulléndola.

—El placer es mío —mentí.

—¿Avanzamos?, no queremos perder de vista al candidato. Después de ti.

Con todo el vello de mi nuca poniéndose en pie, pasé por su lado y continué andando sin esperarlo.

—Todavía no tengo claro desde hace cuánto tiempo os conocéis Daniel y tú —le oí decir unos pasos por detrás de mí.

—Unos pocos días.

—Eres su estilista.

No lo preguntaba, lo afirmaba.

—Sí, así es.

—Vosotros dos parecéis muy próximos.

Evité darme la vuelta para ver qué cara tenía tras pronunciar aquellas palabras.

No respondí nada.

—Imagino que no es fácil para Daniel añadir nuevas personas a su círculo más íntimo, es un hombre público y debe cuidar su imagen.

«Quizá eso a Daniel no le importe demasiado», contesté mentalmente, recordando a la pelirroja.

—No eres como las otras mujeres. Lo digo porque por norma general le duran una noche nada más. Solamente sé de una que ha perdurado en el tiempo. El resto va y viene como si nada.

El hecho de que mis piernas detuviesen su andar fue involuntario.

Yo imaginaba una parte de lo que el tal Nuno había dicho, es más, había sido testigo de ello, pero que él lo supiese, que él adivinase que Daniel y yo...

Mi cabeza se hizo un revoltijo pensando en eso y en esa mujer que acababa de mencionar, esa que había perdurado en el tiempo.

Nuno me alcanzó.

—Daniel y yo hemos mantenido una pequeña conversación de camino aquí; por móvil, digo. —Se detuvo frente a mí. Se relamió los labios—. De modo que ha pasado la noche en tu casa. Eso es nuevo en él. Y yo que creía conocerlo... Quizá ahora tú lo conozcas mejor que yo. ¿Crees que el hecho de haber pasado la noche en tu casa significa algo?

—No significa nada, no es nada. —Procuré sostenerle la mirada mientras pensaba en si Daniel le había contado algo sobre esa mañana en el baño o no.

—Tranquila. Soy de confianza. —Alzó su mano derecha y sacudió su dedo índice por delante de mi rostro, sonriendo y con una mirada pícara—. Pues yo creo que tú sí significas algo. Te lo digo, lo conozco de toda la vida.

No conseguí sentirme feliz, ni siquiera aliviada de oír aquellas palabras salir de su boca. Así fuese el mejor amigo de Daniel, ese hombre me caía fatal; es más, me inquietaba su mera presencia.

—Además, tenemos negocios juntos y apuesto todas mis fichas a que se convertirá en presidente. Sé que lo logrará y será un orgullo para todos los que crecimos en la favela. —Guardó silencio un momento—. Deduzco que Daniel no te ha hablado de mí.

Negué con la cabeza.

Nuno echó a andar y lo seguí.

—Mejor vamos a buscarlo para reclamarle su falta. Me siento ofendido —bromeó—. Tal vez sea que no quiere compartirte, que tiene miedo de perderte. Eso es justificable, eres una mujer muy guapa, y valiente también. Empezar una vida nueva en otro país cuando no tenías a nadie aquí... yo no estoy seguro de si habría sido capaz de afrontar algo así; no podría dejar Brasil jamás.

—No sabes de lo que eres capaz hasta que lo intentas.

Nuno aplaudió escandalosamente y yo di un respingo que intenté disimular acelerando el paso.

—Eso mismo. Así debería proceder todo el mundo. Demasiadas personas se frenan a las puertas del miedo incluso sin saber con exactitud a qué le temen. Por lo general es más miedo al miedo en sí mismo, a sentirlo, que aquello que creen que lo genera. Soy partidario de derribar límites —me miró de lado sin detenerse—, ¿tú no?

Pensé en el Mirror, en el Délice, en Doménico y en los demás; no contesté nada.

—Los seres humanos somos capaces de cualquier cosa. Basta con proponérnoslo. Incluso, en ocasiones, terminamos haciendo cosas que nunca imaginamos que haríamos, cosas que pensábamos que quedaban fuera de nuestros límites; cosas que, de estar fuera de la situación que te exige reaccionar de tal o cual modo, juzgaríamos con el peor peso de nuestro pudor, de nuestro juicio y de la balanza con la que pesamos el bien y el mal.

No necesitaba que pronunciase ni una sola palabra más para determinar que esa conversación no era una conversación normal, y que Nuno no se había encontrado conmigo por casualidad.

—La vida a veces es demasiado cruel, demasiado cruda, y se exige instinto y nada más. Haces lo que necesitas hacer para sobrevivir.

Tragué saliva. En un abrir y cerrar de ojos, lo imaginé con un arma apuntando a mi cabeza. Borré aquella imagen de mis retinas por ridícula; además, Daniel ya había apuntado con un arma a mi cabeza.

—¿También te dedicas a la política? —solté por decir algo, para cambiar de tema.

Nuno rio con ganas.

—No, nada de eso; la política se la dejamos a Daniel.

—¿Fuiste al BOPE con él?

—No, pero tengo muy buena puntería y sé mucho de armas. Lo admito, la carrera de Daniel es impresionante. Yo nunca llegaré a ser presidente, pero tampoco es mi intención. Me gustan mis negocios.

—¿A qué te dedicas?

—Hago un poco de todo. Soy especialista en conseguirle a las personas lo que quieren o necesitan, incluso puedo adivinar lo que desean antes de que ellos mismos lo necesiten.

Una respuesta más vaga no podía darme.

Estiré el cuello e intenté encontrar a Daniel en el camino más adelante. ¿Tan lejos se había ido la comitiva?

—Si hasta creo que he descubierto qué es lo que necesitas tú.

—No necesito nada.

—¿No? Todo el mundo necesita algo, siempre; incluso a veces es deshacerse de algo.

—Estoy bien, gracias.

—Me ofrezco incluso para quitarte a Daniel de encima, si es muy molesto.

—No es preciso, me gusta mi trabajo.

—¿Te gusta seguir al gobernador por la floresta cuando en realidad no tienes mucho que hacer aquí?

Me detuve, enfrentándolo.

—¿Disculpa?

—Daniel ha tenido muchas estilistas, y a ninguna la había hecho seguirlo por todas partes como si fuese un perro al que se lleva con una correa.

—Pues ése no es el caso —contesté con mi piel poniéndose fría.

—¿No?

—No, te equivocas.

—Podrías meditar tu respuesta un poco, soy yo el que lo conoce de toda la vida y no tú... a menos que en una noche te haya contado toda su existencia, lo cual no sería muy propio de Daniel, puesto que es mucho más dado a la acción que a la palabra.

—No necesito nada de ti.

—No cierres esa puerta, Miranda. Te lo digo por experiencia, más de uno juró una y mil veces que nunca necesitaría nada de mí y, ya ves, aquí estoy.

El nombre de Daniel cubrió mi cerebro. ¿Daniel necesitaba algo de él?

«Incluso a veces es deshacerse de algo...», había dicho Nuno. Tragué en seco al suponer que quizá Daniel necesitase quitarme a mí de en medio.

—Creo que tanto oxígeno puro no te sienta muy bien. O tal vez sea culpa de la humedad y el calor. Te has puesto pálida.

Me sentí lívida y blanda como la cera al sol.

Nuno no esperó a quedarse a mi lado por si yo me desmayaba, se adelantó por el camino, andando muy satisfecho, con la espalda recta y la cabeza en alto, sin que le afectase el calor.

No del todo repuesta, moví los pies caminando a una distancia prudencial de él.

—Estaba ansioso por conocerte, en verdad que sí. Has entrado en la vida de Daniel en un momento decisivo. Celebro que aparecieras, porque confío en que podrás serme de ayuda para interceder ante Daniel por mí... es que tenemos un par de cuestiones sin resolver que me gustaría mucho llevar a buen puerto. No quisiera que la amistad de toda una vida se arruinase por cuestiones mundanas.

—No sé qué puedo hacer yo...

—Pedirle a Daniel que entre en razón; es difícil, pero seguro que lo intentarás.

—No soy quién, apenas si lo conozco. Vosotros dos... además, no sé qué es lo que...

—No necesitas saber demasiado, sólo que necesito que cumpla con la palabra que me dio. No quiero perder su amistad, no quiero que todo lo que supimos crear juntos se disuelva por aquello que nos separa en este instante. Nuestras vidas fueron de sobra complicadas cuando éramos niños; ahora los dos tenemos una existencia mucho mejor, no hay necesidad de que entremos en conflicto, de que volvamos a los días en los que el mundo parecía un lugar salvaje. Los dos podemos ser mucho más civilizados ahora, sé que sí... pese a que cada uno de nosotros tiene su cuota de salvajismo en el interior, aprendimos a vivir dentro de estos trajes y frente a las cámaras, frente a una sociedad que, de puertas afuera, espera determinadas cosas. —Nuno me sonrió con una complicidad de la que no pude hacerme eco—. Puertas adentro siempre seremos los mismos; la cuestión es que elegimos vivir gran parte de nuestra vida aquí fuera y tenemos que cumplir con ciertas reglas.

—Yo no soy quién, mejor hablas con Daniel.

—Ya he hablado demasiado, por eso he pasado a la acción; por eso ahora estoy aquí, hablando contigo en este lugar tan increíble que supongo que, de pequeña, tú, al igual que yo, no esperabas visitar; yo, porque mi vida dentro de la favela parecía muy lejana de todo esto, y tú, porque probablemente ni siquiera sabías dónde quedaba Río de Janeiro.

En unas cuantas zancadas de Nuno, nos abrimos paso hasta un claro que daba a una calzada de asfalto y, más allá de ésta, a un mirador que emulaba la forma de una pagoda que tenía unas vistas increíbles. A un lado de la pagoda estaban las camionetas negras de Daniel y su comitiva, así como un par de vehículos del parque.

El grupo que anduviera por el sendero se dispersaba dando por concluida la visita, o al menos un tramo de la misma; yo no tenía ni idea del itinerario de Daniel.

—¿Habías visitado este sitio antes? Anda, acompáñame; te señalaré, desde allí, cada punto turístico.

Busqué a Daniel con la mirada mientras seguía a Nuno. Bien podía haber dado media vuelta o ir directamente a las camionetas; no lo hice porque todo lo que me pasaba con Daniel hacía que me fuese imposible despegarme de él, de su historia o de su vida, así que necesitaba saber de qué hablaba Nuno.

Descubrí a Daniel despidiéndose del director del parque con un apretón de manos. Su cabeza se volvió en mi dirección, sonreía. Tan pronto como me vio, se le borró la sonrisa del rostro. Sus ojos saltaron de los míos a quien me acompañaba.

Nuno ni siquiera se giró a mirarlo; me dio la impresión de que ni siquiera le interesaba hablar con Daniel.

Mi corazón se puso a latir más rápido todavía.

—Bellísimo —entonó Nuno al llegar a la baranda que rodeada la pagoda y que nos separaba de la ladera de la colina y del abismo allí abajo. Nunca había sufrido de vértigo; sin embargo, en ese instante miré hacia abajo y todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas.

A pesar del calor, comencé a temblar. Sudor frío corrió por mi espalda. Sentí cerrarse sobre mí una crisis de ansiedad. Ésa, allí, era una razón más para apartarme de Daniel; esa clase de tensión no era nada buena para mi salud.

Intenté enfocar la vista en el Cristo Redentor a lo lejos para poner como referencia algo conocido que me ayudase a no perder el norte.

—Impresionante, ¿no te parece?

—Sí, lo es.

—Somos tan pequeños... ínfimos, en esta inmensidad, en esta ciudad que, aunque maravillosa, muchas veces también es trágica.

—¿Qué?

Nuno giró la cabeza en mi dirección con su sonrisa todavía en alto.

—Dile que recapacite y que, sobre todo, se dé prisa. Comienzo a perder la paciencia y con él he tenido más de la que dispongo para el resto de la humanidad. —Resopló una sonrisa y parpadeó lentamente—. Ha sido un placer conocerte, Miranda. Espero que volvamos a vernos pronto. —Giró sobre sus talones, dándole la espalda a la postal de la ciudad—. Te dejo en buenas manos. Dale recuerdos.

Giré y vi a Daniel avanzar hacia nosotros con pasos exagerados que hacían parecer que estuviese trepando una empinada pendiente. Tenía el rostro desencajado y la vista fija en Nuno.

—Lástima que sea muy tarde para apartarte de él, si no te recomendaría que lo hicieses, pero ésa ya no es una opción. —Palmeó la baranda—. Adiós, Miranda.

—¡Nuno! —medio gruñó, medio gritó Daniel, queriendo cortarle el camino.

—Gobernador —lo saludó éste alzando una mano—. Que tenga muy buena tarde.

Daniel se detuvo sin hacer nada, solamente lo siguió con la mirada mientras Nuno se alejaba.

Mi jefe no sonreía, la mirada no le brillaba y volvía a parecer tan vulnerable como me lo pareció mientras estuvimos encerrados en mi baño.

Los dos seguimos a Nuno con los ojos para verlo entrar en un enorme coche plateado, en el asiento trasero, cuya puerta le abrió un sujeto que salió del lado del copiloto.

Nuno subió, el hombre cerró la puerta. El automóvil arrancó, seguido por una camioneta negra.

Daniel se volvió hacia mí.

Mi preocupación creció.

17. Sálvate

Si hubiese podido escuchar los gritos que rugían dentro de mi cabeza advirtiéndola de que se marchase, de que se largase lo más lejos posible de mí, pidiéndole que olvidase que me conocía, que no reconociese mi nombre, ni siquiera mis iniciales...

Le pedí que se salvase porque yo ya no podía salvarla; jamás fui capaz de salvar a nadie de nada, mucho menos de mí mismo, que era de lo que ella más debía cuidarse.

Sin querer... probablemente a propósito, le había permitido quedarse, la había obligado a permanecer a mi lado del modo más egoísta simplemente porque la necesitaba, porque no quería soltar lo que sabía que no me merecía y ése era el resultado: Nuno a su lado, Nuno dedicándome una mirada desafiante, avisándome de que su juego no tenía otras reglas distintas a las que él quería poner.

El juego se había salido del tablero, él había salido de las sombras para traer nuestro pasado, nuestra vida y relación, a la luz del día, al borde de los flashes y los objetivos de las cámaras de televisión.

Su presencia allí era una clara amenaza.

No me costó imaginar que Nuno sabía dónde había pasado la noche y que era probable que hubiese hecho sus deducciones al respecto y, por más que sus deducciones sobre Miranda y yo estuviesen erradas, su mera presencia allí lo cambiaba todo.

Entré en pánico al verlo a su lado, pero no por temor a que alguien lo viese o a que él montase un escándalo, que gritase a los cuatro vientos que teníamos muchos negocios en común; mi temor era por Miranda, porque Nuno siempre llevaba un arma, porque sus hombres no necesitaban explicaciones para apretar el gatillo cuando él se lo pedía, incluso porque Nuno sabía la gran cantidad de daño que podía causarme solamente con abrir la boca; ni siquiera necesitaba un cadáver o pedir que buscasen rastros de droga en mi sangre.

Mi gran miedo con Nuno, desde hacía años, era mi madre. A ese temor a partir de entonces se le sumaba Miranda. No quería que ninguna de las dos supiese toda esa oscuridad que me empecinaba en esconder en lo más profundo de mi cabeza y de mi ser.

Incluso, al verla mirarme, me sentí todavía más débil y desarmado que si hubiese tenido a mi madre enfrente; sabía que, por tener un lazo de sangre, mi madre toleraría y toleraba de mí incluso lo que desconocía; Miranda no tenía obligación de soportar absolutamente nada de todo aquello que yo en realidad era. Ella era libre de simplemente darme la espalda, mandarme a la mierda y seguir con su vida, alejándose de mis problemas.

Quizá en ese instante ella estuviese planteándose alejarse de mí. Deseé una vez más poder permitirle partir, pero entendí que era demasiado tarde para eso, porque Nuno reconocía su presencia frente a mí, indicándome que ella a partir de entonces era mi punto débil, un blanco al que no titubearía en golpear con tal de hacerme daño.

Era tarde, muy tarde para pedirle que se salvara.

Tan tarde para los dos...

Apreté los puños mientras el resto de mi cuerpo se ponía lívido. Ni imaginar quería lo que él pudiese hacerle; con sólo verlo posar sus ojos sobre ella me dio la impresión de que comenzaba a morir una parte de mí.

Tuve ganas de darme cabezazos contra un árbol una y otra vez. ¿Cómo había podido ser tan idiota de ponerla al descubierto, de meterla a la fuerza en mi vida, cuando todavía tenía sangre en las manos, cuando no tenía idea de qué había sucedido con la mujer con la que había pasado parte de la noche del viernes?

A decir verdad, Nuno no necesitaba contarle demasiado de mí a Miranda para que ella sintiese asco de mi persona, bastaba con hablarle de esa noche de la cual no recordaba casi nada, o contarle lo de mis pastillas, lo de mi enfermedad, lo de mis planes para intentar darle forma al pasado de mi vida.

Tan fácil me hubiera resultado hacer que me odiase, y no lo hice; ya no podía permitir que se alejase de mí. Debía hacer todo lo que estuviese en mis manos para cuidarla, para protegerla de Nuno y de mí mismo.

Nuno se apartó un poco de la baranda y, al moverse él, todo mi cuerpo se puso en alerta por si daba señales de tener intenciones de lastimarla. Le arrancaría la cabeza con mis propias manos si tocaba uno solo de sus cabellos turquesa; le arrebataría el arma a uno de mis guardaespaldas y llenaría su cuerpo de balas sin que me importasen una mierda las consecuencias.

Miranda... cuidar de ella era lo único importante en ese instante. No podía pensar en nada más; la campaña presidencial no significaba nada en ese momento —admití con sorpresa, y así mi cuerpo dejó de sentirse tan lívido para pasar a estar dispuesto a lo que yo le ordenase. Me sentí libre como si me hubiera quitado de encima una pesada armadura, una que de tanto cargar encima de mis músculos hubiera insensibilizado mi piel.

Nuno no hizo ni el menor amago de tocarla. Le dijo un par de palabras, miró en mi dirección y avanzó hasta mí para saludarme como si nada.

Intuí que el daño que podía causarme quizá no era necesariamente de forma física; no precisaba lastimar a Miranda para herirme, bastaba con soltarle un par de verdades para que ella no quisiese volver a verme nunca más. Al menos así estaría dañándome solamente a mí. Del modo más egoísta, deseé que Nuno no me conociese tan bien, que ni se le hubiera cruzado por la cabeza que Miranda, al aparecer sin querer, hubiera arruinado todos mis planes marcando una diferencia en mi vida que nunca creí posible.

Intenté determinar en sus ojos si había atado mis acciones entre sí, y éstas con mis silencios, con mi inmovilidad de ese instante, para comprender lo que me sucedía con ella. No vi nada en él, Nuno era mucho mejor que yo mintiendo, disimulando; él era tan cuidadoso con cada una de sus reacciones, tan meticuloso con sus actos, más de lo que yo podría serlo jamás por culpa del mal que congelaba o ponía en ebullición mi sangre y mi cabeza, dependiendo del momento.

Lo seguí con la mirada mientras se alejaba en dirección a su automóvil y se sumergía en éste.

Partió como si nada hubiese sucedido, sin que nadie de mi guardia o de la policía que custodiaba el lugar interviniese.

Quise gritarles a todos que eran unos idiotas.

De haberlo hecho, lo único que habría conseguido hubiese sido que, quien le permitía a Nuno moverse a mi alrededor como si nada, se destornillase a mi costa.

Los odié a todos y a continuación me sentí como un verdadero estúpido. Todavía más al girar la cabeza y verla... y si ella... y si Nuno y ella... A Nuno no le hubiese costado mucho meterla a la fuerza en mi vida; es más, quizá ni siquiera le requirió demasiado esfuerzo ponerla en mi camino.

Espanté la idea de inmediato, porque él no tenía forma de saber que, pasando tanta mujer por mi camino, yo quedaría prendado de ella del modo en que lo estaba.

No, Miranda no podía tener nada que ver con él; además, él prácticamente me había amenazado con ella.

La miré una vez más... o era muy buena actriz o, al igual que yo, la situación la tenía descolocada. Su rostro era el desconcierto vivo condimentado con una pizca de un sentimiento que quizá fuese temor o desconfianza, y me la dedicaba por completo a mí.

Era hora de echar verdad sobre las dudas.

Avancé hacia ella entonando su nombre.

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