D.O.M.

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Negué con la cabeza.

—Sí, te largaste de aquella fiesta con una chica muy bonita, que ya te habías tirado en uno de los baños.

Sentí un escalofrío en la espalda y lamenté que Miranda tuviese que escuchar eso.

—Esa noche te busqué para hablar contigo; sentía que, si me esforzaba, podía hacerte entrar en razón, hacer que recordaras cómo eran las cosas antes que nos dieras la espalda, antes de que cambiases el dinero por tus lealtades. Te vi allí siendo ese hombre que eres desde que se te metió en la cabeza rodearte de gente que no tiene ni idea de cómo es la vida. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, tú fingiendo o siendo uno de ellos. Esperé lejos, me mantuve al margen, desesperado viendo que perdía lo último que me quedaba de mi hermano. ¿Tienes idea de lo que eso significa para mí?

Con la cara contraída de angustia, Nuno se llevó una mano al pecho. Comencé a comprender lo que significaba en realidad.

—Te vi meterte en tu Porsche con aquella chica. Estabas tan ido... Te seguí, en parte porque tenía miedo de que te hicieses todavía más daño al conducir en ese estado y en parte porque quería hablar contigo; pensé que habíamos llegado al límite, que a partir de esa noche lo hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Fui con mi coche pegado al tuyo, te vi detenerte en mitad de la nada, en medio de la vegetación para que esa mujer te la chupase dentro de tu automóvil. Espere... esperé... esperé hasta que no pude más y fui a enfrentarte. Cuando me asomé dentro del vehículo, ella todavía te tenía en su boca. Me mandaste a la mierda, me gritaste que me largara. La chica se apartó de ti y te enfureciste con ambos por no poder acabar. Comenzamos a gritarnos, apenas si recuerdo qué nos dijimos. La chica se asustó; supongo que nos amenazamos, que soltamos ante ella cosas que nadie querría oír. Te bajaste del automóvil. Apenas si podías mantenerte en pie. Intentaste golpearme y fallaste... estabas tan perdido... Tú jamás fallabas un golpe. Me dio pena verte así y te lo dije, te dije que yo te cuidaría, que podíamos volver a ser hermanos, que tenías que confiar en mí una vez más, que yo te apoyaría en tu candidatura porque confiaba en nosotros. Te dije que éramos hermanos y que siempre lo seríamos... ¿y qué fue lo que hiciste tú? —Nuno se detuvo—. ¿No recuerdas lo que hiciste?

Tragué saliva. No tenía ni la menor idea.

Nuno dejó pasar un par de segundos.

—Te reíste de mí. —Pausa—. Reíste a carcajadas. Te desternillaste de risa en mi cara y me dijiste que jamás habíamos sido hermanos y que nunca lo seríamos, que tú te convertirías en el presidente de Brasil y que mi lugar no era contigo, sino en la favela.

—Estaba fuera de mí.

—Estabas diciendo lo que pensabas, lo que piensas.

Me apuré por desviar la conversación.

—¿Qué pasó con la chica?

—Ella salió del coche. Comenzaste a decirme que yo era ridículo por rogarte, por pedirte que volvieses conmigo a la favela... porque eso hice, te pedí que regresases conmigo a casa. Te reíste de mí y ella se rio de mí. Ambos os mofasteis de mis palabras, allí, en ese lugar en mitad de la nada, pegados a tu lujoso automóvil. —Nuno avanzó un par de pasos más en mi dirección, sacando del interior de su chaqueta un arma idéntica a la que estaba pegada al cuello de Miranda—. Te pedí que parases de reír, os lo pedí a ambos, rogué... y eso hizo que comenzaseis a reír todavía con más fuerza. Te advertí que lo destruirías todo si seguías así y no me hiciste caso. Creo que te divertía mi dolor. Volví a repetirte que dejases de mofarte de mí, te dije que si no parabas de reír mataría a la chica y tu respuesta fue decirme que no tenía los huevos, que yo era un cobarde que no era nada sin los perros falderos que me seguían.

—Entonces lo hiciste, tú la mataste.

—Fuiste tú quien pidió ver para creer. Fuiste tú quien debió tomarme en serio, quien debió darme un poco más de valor. La golpeé, no muy fuerte, pero ella estaba tan borracha que el golpe la derribó y cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra el asfalto. Quedó inconsciente. Me acusaste de matarla, te me echaste encima. Forcejamos. No te pegué duró, simplemente estabas muy bebido. Te desmayaste. Metí a la chica en tu coche. Estaba decidido a hacer que lo lamentases. Rebusqué hasta dar con lo que necesitaba. Encontré uno de tus cuchillos en tu guantera y más drogas en el bolso de la chica. La coloqué en el asiento del acompañante e hice lo que te dije que haría. La maté y fue por tu culpa. Por no escucharme. Te metí dentro el resto de las drogas, llamé a mis hombres. Ensucié el asiento con la sangre de ella y luego mis hombres se ocuparon del cuerpo. Uno de ellos te llevó a tu casa en mi vehículo, yo conduje el tuyo hasta allí y lo choqué contra la pared a propósito, para que comprendieses lo efímero del valor de lo material. Te metimos en tu cama y nos largamos de allí. Por supuesto tengo el cuchillo en mi poder y sé dónde está el cadáver. Pensé que podría hacerte entrar en razón amenazándote con denunciarte con la muerte de la chica; nada — resopló en una risa forzada—, te importó una mierda; tú solamente puedes ver ese cargo a la presidencia que aspiras. Por eso durante todos estos días me he retorcido de dolor dándole vueltas una y otra vez a esto que hay entre nosotros, a lo que hubo. —Se quedó mirándome fijamente. Negó con la cabeza—. Ya no hay manera de resolver esto. Tú no cambiarás jamás, no lo comprenderás jamás; estás perdido y yo no puedo permitir que continúes con vida, por eso te llevaré a la favela.

Oí a Miranda forcejear a mis espaldas, forcejear y quejarse del dolor entre insultos que le dedico al hombre que la tenía asida por el cabello.

—Te llevaré a la favela y allí acabaré con tu vida y expondré tu cuerpo ante todos para que vean lo que le sucede a la gente que engaña, a los que dan la espalda a los suyos.

—Estás loco, Nuno.

—Sí, hermano, probablemente esté tan loco como tú.

27. Delirio

—Nuno, fuera está lleno de agentes, ¿cómo planeas sacarme de aquí para llevarme a la favela?, ¿nos colgaremos doce pisos hacia abajo con una elegante escalera como esa con la que has hecho tu gran aparición?

Noté que a Daniel, al soltar aquellas palabras, le cambiaba el tono de voz por completo. Volvía a sonar como el gobernador, como ese objetivo distante emplazado en la cumbre de la montaña más alta. Comprendí que quería tener el control de la situación, pese a que estábamos en inferioridad de condiciones, por no decir completamente sometidos.

—Saldremos por la puerta delantera. Tengo tomado el hotel. Mis guardias ya han reducido a los pobres infelices que dejaste en el estacionamiento y a los guardias del hotel que estaban en la planta baja. Si no quieres un baño de sangre en tu honor, vendrás conmigo, porque te juro, Daniel, y no bromeo, que asesinaré a todos y cada uno de los huéspedes de este maldito antro de mentira y lujuria si no vienes conmigo. —Nuno cambió de mano el arma y alzó su brazo izquierdo extendido, con el pulso muy firme, en dirección al padre de Daniel. Apuntaba directo a su cabeza.

El hombre que me tenía sujeta por el pelo se puso nervioso; lo intuí en su respiración, en su mano temblando ligeramente sobre el arma, lo que hizo que ésta se moviese sobre mí.

—Está bien, tranquilo, a él lo dejas fuera de esto, y Miranda también se queda aquí.

Nuno negó con la cabeza.

—Vamos, Nuno, esto es entre tú y yo. —La voz de Daniel se debilitaba un poco otra vez—. Te juro que te lo pondré fácil, servido en bandeja, pero deja a Miranda aquí.

—¡No! ¡Beto, Mané! —Los nombrados se movieron, separándose del grupo—. Cacheadlo, no me cabe duda de que está armado.

Daniel mantuvo la vista fija en Nuno mientras los dos hombres, más que palparlo de armas, lo molían a golpes. Daniel contuvo los quejidos de dolor entre dientes apretados. Noté las venas en su cuello ensanchársele cuando le quitaron el arma que llevaba bajo la chaqueta del traje, la cual yo no sabía que cargaba. También le quitaron de allí lo que parecían ser un par de cargadores. De su pantorrilla derecha, otra arma. Supuse que las armas no eran por su padre, sino más bien como un seguro por si algo así sucedía.

Los hombres se movieron a nuestro alrededor. Nuno ordenó que maniataran a Goran. Eso hicieron con una cinta adhesiva de plástico, y a continuación lo arrojaron al suelo, boca abajo. Lo mismo hicieron con mis muñecas, por detrás de mi cintura.

El hombre soltó mi cabello y despegó el arma de mi cuello, pero no la alejó demasiado de mí.

Por último se ocuparon de sujetar las muñecas de Daniel a su espalda.

Lo vi mirar con angustia las armas que habían quedado sobre la mesa.

Todavía no podía creer que eso estuviese sucediendo en realidad, más que nada parecía un delirio, uno extremadamente desagradable, combinación de mi locura con la de Daniel.

Dos de los hombres de Nuno fueron hasta la puerta, otros dos tomaron a Daniel por los codos y hacia la salida lo empujaron, a mí por detrás de él. Nuno, a unos pocos pasos de distancia de nosotros; el resto de los hombres, con sus armas en alto, siguiéndonos mientras uno solo se quedaba un poco más rezagado, avanzando de espaldas para no perder de vista a Goran mientras le apuntaba en dirección a la cabeza con su arma.

A la cuenta de tres de Nuno, abrieron la puerta de un tirón y apuntaron con sus armas hacia fuera, con Nuno gritando que, si no querían perder al gobernador y quizá futuro presidente de Brasil, arrojasen sus armas al suelo.

Los guardias, al ver que una de las armas de los hombres que sostenían a Daniel apuntaba a su cabeza y la otra por debajo de sus costillas del lado del corazón, contuvieron su reacción.

—¡Armas al suelo!

Los hombres se miraron.

—¡Ahora o me los cargo a todos! —Nuno pegó su arma a la nuca de Daniel, empujando su cabeza hacia abajo y hacia delante, y uno de los hombres a mi sien izquierda.

Hubo un segundo de indecisión, de suspenso, en el que supuse que los guardias debían de estar estudiando la escena. Así, con la puerta abierta, también debían de ver a Goran tendido en el suelo con uno de los hombres de Nuno apuntándolo.

Sin que nadie le dijese nada, uno de los guardias de Daniel mantuvo su arma en alto. Creí que iba a iniciar un tiroteo, pero en vez de eso apuntó al jefe de seguridad de Daniel y, ordenándoles a todos que arrojasen sus armas al suelo, avanzó hasta los ascensores para pulsar los botones de llamadas. Allí estaba nuestro soplón.

El jefe de seguridad de Daniel por poco lo acribilla con los ojos antes de arrojar su arma al suelo.

—Pateadlas hacia aquí —les ordenó el maldito que venía poniendo a Nuno al corriente de cada movimiento de Daniel.

Los hombres patearon sus armas en dirección a la pared sobre la que estaban las puertas de los tres ascensores.

El primero llegó. El hombre lo trabó con la mano y metió con el pie todas las armas dentro del ascensor. El segundo llegó. Nuno dio la orden de partida y nos sacaron al corredor.

Llegó el tercer ascensor.

Las armas desaparecieron del pasillo para quedar en los rincones posteriores de las cabinas.

A Daniel lo metieron con Nuno dentro de la cabina central; a mí, en el ascensor más próximo a la puerta de la habitación. Con mi puerta cerrándose después de oír cerrarse la del ascensor que contenía a Daniel, vi al hombre de Nuno, que se había quedado rezagado, correr hacia el tercer ascensor.

Las puertas se cerraron, no oí ni gritos ni nada, solamente mi miedo hecho respiración.

La cabina tardó lo que me pareció una eternidad en llegar abajo y, cuando las puertas se abrieron en el vestíbulo del hotel, apenas si pude creer el escenario con el que me topé. Eso era una verdadera toma de rehenes: gente boca abajo en el suelo, algunos llorando, otros gimiendo, hombres armados, una veintena tal vez, apuntando a todo lo que pudiesen considerar medianamente amenazador.

Daniel, empujado por los hombres de Nuno y seguido por éste, pasó por delante de mí.

Atravesaban el vestíbulo del hotel.

Inmediatamente busqué, a través de las amplias vidrieras que daban a la Avenida Atlántica y más allá a la playa, patrullas de policía o incluso vehículos de alguna fuerza especial; no había nadie allí, más que coches privados y tres enormes camionetas que imaginé que eran las que habían traído hasta allí a los hombres de Nuno.

Un par de manos me empujaron fuera del ascensor. Di un traspié. Daniel se volvió para mirarme.

—Camina —le ordenó Nuno—. No te detengas, que si lo que te preocupa es que muera, te amargas en vano: morirá y por tu culpa, y no pienso darte el lujo de morir primero.

—¡Maldito desgraciado! —Pese a las armas que lo apuntaban, Daniel forcejeó y así, con los brazos inmovilizados, se le echó encima a Nuno con la cabeza por delante. Los hombres debían de tener orden de no matarlo antes de tiempo, seguro que Nuno quería encargarse de él personalmente y supuse que por eso ninguno disparó cuando Daniel avanzó para coger a Nuno de las solapas de su traje tirando de éstas hacia abajo para darle un cabezazo. Sonó como si dos alces chocasen cornamenta contra cornamenta. Las piernas de Daniel temblaron, pero fue Nuno quien cayó derribado, chocando contra el suelo como si fuese una bolsa rellena de plomo. Daniel se tambaleó hacia atrás. Hubo gritos, oí un portazo, sonó un disparo que por un instante me hizo contener el aliento. Daniel se encogió sobre sí mismo, pero no cayó, no se quejó de dolor. Un disparo más sonó. Me soltaron.

Los hombres que me habían mantenido sujeta giraron sobre sus talones. Al espiar por encima de mi hombro, vi aparecer por la puerta que debía conectar el vestíbulo con la escalera a un grupo de hombres que emergía como una tromba.

Los tres ascensores habían desaparecido. Uno todavía iba camino arriba, pero otro ya comenzaba a descender.

Lo que sucedió a continuación fue un estallido tras otro. Fui a por Daniel, que había quedado solo y confundido parado en mitad del suelo de mármol, con un hilo de sangre corriéndole desde el lado izquierdo de su frente. Los hombres de Nuno se habían olvidado de nosotros porque estaban siendo atacados y su jefe, de rodillas en el suelo y con la cabeza hacia delante, no lograba defenderse de los guardaespaldas de Daniel y de los de su padre.

No titubeé. Corrí hacia Daniel y pasé un brazo por debajo de su axila mientras lo colgaba de mis hombros para arrastrando fuera de allí. Me vio y se sorprendió, pero no llegó a decir nada; de todas formas, comprendió mis intenciones y, pese a que estaba atontado por el golpe, se movió en dirección a la puerta inclinándose sobre mí. Nos encogimos y apresuramos el paso mientras la gente gritaba y corría en todas direcciones, con los disparos sonando y dando por todas partes. A mi derecha, un hombre cayó al suelo de bruces sin ni siquiera gritar; el disparo debía de haberlo alcanzado en un punto mortal.

Aparté la vista y continué corriendo.

La puerta quedaba a tan sólo unos pasos de nosotros.

Un disparo de un calibre que debía de ser muy grueso dio contra el cristal junto a una de las puertas, provocando un cráter que lo astilló, aunque se mantuvo en pie. Noté que el cristal era muy grueso. La bala no lo había traspasado; debía de estar blindado, lo cual suponía un alivio para cuando lográsemos salir.

Tiré de Daniel, quien, todavía aturdido, parecía no poder andar en línea recta.

Con el peso de mi cuerpo, al que le sumé el suyo, empujé la barra de la puerta y nos impulsé a ambos hacia fuera, hacia la ancha acera de la cual se alejaban los transeúntes ante la advertencia de los tiros que no paraban de sonar en el interior.

No tenía ni idea de hacia dónde ir.

Salí gritando auxilio, pidiendo que llamasen a la policía.

Iba a correr por la calle hacia el sur, pero Daniel tiró de mí para que cruzásemos la calle en dirección a la plazoleta que dividía la avenida en dos. Por poco nos pisa un taxi, que logró detenerse a un metro de nosotros, igual que una moto. Nos tocaron bocinas, hubo gritos, el tráfico se acumuló detrás de ellos.

Agradecí la pantalla que nos brindaban los árboles plantados en la plazoleta.

Cruzamos el otro tramo de avenida esquivando más vehículos y, una vez sobre el calçadão, nos lanzamos a correr hacia el sur, llamando la atención de la gente que ocupaba los bares al borde de la playa.

Sonó un disparo.

Nos doblamos sobre nosotros mismos, pero no paramos de correr. La gente a nuestro alrededor saltó de sus sillas en los bares de la playa.

Otro disparo más. El cristal de la luneta delantera de un automóvil detenido con los intermitentes puestos a mi derecha estalló.

—¡Maldito cobarde! —gritó Nuno.

Daniel tiró de mí hacia la izquierda cuando quedó atrás uno de los bares. Sonaron dos disparos más, demasiado seguidos el uno del otro, por lo que no podían ser de la misma arma. Sonó un tercero. Percibí las pisadas de Nuno por detrás de nosotros.

El bar tenía montada una especie de terraza, por la que nos lanzamos a correr.

—Lamentarás esto —berreó Nuno, y entonces sonó un disparo más.

Justo cuando teníamos que saltar a la arena, Daniel cayó sobre su lado izquierdo, soltando un grito. Tiró de mí y, ante lo inesperado del suceso, se me escapó de las manos. Me tropecé. Los dos caímos sobre la arena, él pesado sobre su lado izquierdo agarrándose la pantorrilla, yo a cuatro patas.

—¡Arriba! —Fui a tirar de Daniel por sus hombros y vi la sangre en su pierna. Por el rabillo del ojo divisé la figura de Nuno apuntándonos y por detrás de éste...

Sonó una detonación más y cerré los ojos. Simplemente no quería ver.

La bala que salió de un arma no dio en mí. Abrí los ojos, busqué a Daniel y lo encontré acurrucado en la arena agarrándose la pierna, maldiciendo de dolor.

Giré sobre mis pies y a unos cinco metros de distancia vi una vez más el rostro que había sido un borrón por encima del hombro de Nuno. Goran todavía continuaba con el arma en alto, respirando agitado.

Bajé la vista hacia el cuerpo a poco más de dos metros por delante de mis pies sobre la terraza del bar. Nuno, boca abajo, con sangre brotando de la parte posterior de su cabeza.

—Daniel —jadeó Goran bajando el arma—. Daniel, ¿te encuentras bien? —Se lanzó hacia nosotros y, al mismo tiempo, yo hacia Daniel, quien comenzaba a incorporarse.

—La bala ha debido de destrozarme el hueso —gimió con los párpados apretados y el rostro perlado de sudor, revolcándose sobre la arena, que comenzaba a teñirse de rojo.

Oí las sirenas, los gritos que se nos aproximaban.

—La corbata —le pedí a Goran cogiendo la pierna de Daniel por la rodilla, apartando sus manos.

—Nuno... —gimió Daniel—. Nuno... vete. —Daniel intentó apartar mis manos con golpes torpes.

—Está bien, todo ha terminado —le explicó Goran mientras tiraba del nudo de su corbata para quitársela.

—Mamá, lo siento —lloró Daniel todavía con los ojos cerrados—. Dios, ¡cómo duele!

—Tranquilo, tranquilo. —Goran le puso una mano en la frente para que mantuviese recostada la cabeza sobre la arena. Daniel parecía completamente perdido, lo cual me preocupó todavía más que la sangre, que no paraba de manar de la herida sobre sus gemelos.

Cogí la corbata de la otra mano de Goran y, como pude, le hice un torniquete por debajo de la rodilla.

—¡¿Gobernador?! —Reconocí la voz de Nascimento—. ¡Aquí! ¡Aquí, de prisa! Necesitamos una ambulancia. ¡Pronto! ¡Paramédicos!

En un parpadeo quedamos rodeados por la policía y los guardaespaldas de Daniel.

Con fuertes pisadas sobre el entarimado de la terraza del bar, hicieron su entrada los paramédicos.

Daniel no paraba de gritar incongruencias.

Apartaron a Goran, me apartaron a mí.

Sin dar explicaciones, arrojaron todo su equipo sobre la arena y se pusieron a trabajar en Daniel.

Goran vino y me abrazó. La policía apartó a todos del cuerpo de Nuno.

—Tranquila, se pondrá bien —me aseguró Goran—. Todo saldrá bien, yo mismo me aseguraré de que así sea. Tranquila, Miranda. Daniel se pondrá bien.

* * *

Daniel tuvo una crisis nerviosa allí sobre la arena... golpeó a los paramédicos, intentó salir corriendo pese a que solamente podía utilizar una de sus piernas. Gritaba que tenía que escapar de Nuno, que debía ponernos a su madre y a mí a salvo.

Cuando consiguieron colocarlo sobre la camilla, tuvieron que atarlo a ésta para conseguir ponerle la vía.

En cuanto llegamos al hospital, se lo llevaron directamente a cirugía y Goran y yo esperamos en la sala.

André, la madre de Daniel, Mel e incluso los medios no tardaron mucho en hacer acto de presencia allí.

Tuvieron que rehacerle el hueso de la pierna. Fue un cirugía muy larga y probablemente necesitase alguna otra intervención para terminar de corregir los daños; sin embargo, los doctores nos aseguraron que su salud física no corría peligro.

De eso estuvimos seguros a la mañana siguiente, cuando despertó fuera de sí para saltar de la cama arrancándose la vía del suero, tirando de las sondas y de los cables que lo mantenían monitorizado. Ante el desespero de todos nosotros, tuvimos que presenciar cómo tres enfermeros intentaban controlarlo por la fuerza, porque Daniel, dentro de su cabeza, todavía continuaba creyendo que necesitaba defenderse de Nuno.

Lo sedaron.

Despertó y volvió a enloquecer.

A sabiendas de su enfermedad, un psiquiatra del hospital discutió su caso con André y, con la aprobación de Tereza, comenzaron a medicarlo una vez más, añadiendo un tratamiento para el síndrome postraumático que sufría.

Tres días más tarde Daniel despertaba sumido en una depresión que le quitaba hasta las ganas de tener los ojos abiertos. Fue desesperante verlo en aquel estado; todavía más, dos semanas después, saber que lo internarían en una clínica especializada y que, al menos durante una semana, no podría visitarlo.

El trance lo vivimos todos juntos con Tereza, André y Goran, contando yo con el apoyo de Patricia y Dome, quien alargó su estancia en el país para estar conmigo.

La espera al principio trajo muy malos recuerdos, pero, al final, buenos y muy especiales momentos compartidos con la familia de Daniel; ellos fueron los que me ayudaron a seguir adelante. Fui yo la que presenció momentos muy significativos del reencuentro entre Tereza y Goran, momentos en los que la madre de Daniel le contó a su padre cómo había sido la infancia de Daniel; oí anécdotas alegres y locas travesuras, y acompañé con la misma angustia que ellos el relato de tan tempranos infortunios en la vida de Daniel, como fue el descubrir su enfermedad.

Lejos de mi familia, me hice de una familia nueva que me brindó su apoyo y a la que le di el mío.

Fueron días de un embrollo mediático en el que jamás creí que quedaría metida. Se montó un escándalo por la relación entre Daniel y Nuno; si bien jamás se supo cuál era su verdadero origen, porque nunca se mencionó que Nuno había puesto dinero para la campaña de Daniel, sí corrió la noticia de que Daniel le compraba drogas a Nuno y que ambos habían crecido juntos en la favela.

Nunca jamás nadie supo de la muerte de aquella chica, pues no conseguimos averiguar quién era ella.

Lo que si se extendió por todo el país fue la noticia de la enfermedad de Daniel, por la cual él aún continuaba internado.

Márcia y el partido se reorganizaron e unieron fuerzas para intentar mantener la fachada. Sólo declaraban que aún no sabían si Daniel continuaría con su candidatura.

Lo primero que hizo Daniel a los pocos días de que pudiésemos comenzar a visitarlo fue renunciar a la candidatura.

A pasos pequeños y con la ayuda de todos, fue recomponiendo su salud mental hasta ponerse cada vez más fuerte, hasta abrirse a voluntad al tratamiento.

Daniel, para bien o para mal, no volvería a ser el de antes.

Abrieron la puerta para mí. Mi madre avanzaba a mi lado, y André iba detrás de nosotros, cargando mi equipaje.

El aire cálido golpeó mi rostro.

Mis ojos bajaron las escalinatas del edificio y atravesaron el par de metros que restaban hasta el bordillo de la acera; allí estaba ella, de pie junto a la puerta de un vehículo enorme y lujoso, tipo todoterreno. Al volante iba un chófer que se bajó al verme aparecer en la cima de la escalera.

Miranda me sonrió y corrió en mi dirección.

Cojeando, bajé hasta ella.

Miranda se colgó de mi cuello, lanzándose directamente hacia mi boca.

Nunca en mi vida creí que necesitaría tanto los besos, los abrazos, el perfume, el calor, el cabello, la voz y la mirada de una persona, pero allí estaba ella, recordándome que setenta y dos horas lejos de su presencia eran peor que cualquier crisis de depresión que hubiese tenido jamás.

Esos últimos cuarenta y cinco días allí metido habían sido un suplicio. Esos días y los que pasé en el hospital.

Tomé su rostro entre mis manos.

—Hola. Veo que has llegado en una montura plateada, eres mi dama salvadora. ¿No se supone que es el hombre quien llega mostrando su resplandeciente armadura a lomos de un caballo blanco?

—Tienes que dejar de leer cuentos de princesas. Ya no leas más libros melosos de mi madre, te sientan fatal —soltó, y yo me carcajeé—. ¿Te encuentras bien? —me susurró al oído.

—Ahora sí, mi salvadora. Ahora sí estoy realmente bien.

—Daniel, tus muletas, hijo. Debes tener cuidado con esa pierna.

Puse los ojos en blanco y ella se rio. La solté y me volví en dirección a mi madre para coger de sus manos las muletas.

Intercambió besos con Tereza y con André.

—¿Qué tal todo? —le preguntó éste a Miranda—. ¿Cómo va el hotel? ¿Ya has acabado de instalarte?

—Sí, anoche, antes de venir para acá, terminé de colgar la ropa de Daniel en los armarios; está todo listo.

—Qué inútil me siento —resoplé—. No puedo creer que hicieses todo eso sola.

Cuando mis médicos me recomendaron que debía tener toda la paz y la tranquilidad posible durante los próximos meses mientras terminaba de asentarme en mi tratamiento, mi padre corrió al norte de Brasil, más precisamente a Recife, y allí compró para mí un pequeño hotel boutique con muy pocas habitaciones pero puesto a todo lujo, para que pasase allí mi recuperación así, al sol y viendo el mar.

Mi padre se había emperrado en que aquello me haría bien y añadió que, además, si decidía no volver a mi carrera política, o si simplemente quería tomarme un tiempo hasta resolver qué quería hacer en el futuro, podría encargarme de vivir como dueño y director de aquel establecimiento, ya que daba dinero suficiente como para que Miranda y yo pudiésemos vivir con sobrada comodidad.

Miranda había pasado las últimas dos semanas mudando nuestras cosas a una casa privada en la que solía vivir el anterior dueño del hotel cuando pasaba por allí de casualidad, entre todos los viajes que hacía al año por sus hoteles desperdigados por el mundo. El dueño era un conocido de mi padre que le debía favores.

Aquello no terminaba de cuadrarme del todo, pero me convencía que Miranda creyese que era bueno para mí, y que mi padre tuviese planeado visitarnos allí en una semana, para pasar un tiempo conmigo; en ese momento estaba en su país, resolviendo unos negocios.

Todavía no podía creer que lo llamase papá, que él le hubiese disparado a Nuno en la cabeza para salvarme la vida, que me hubiese invitado, siempre que yo me sintiese capaz de viajar, a pasar las fiestas de Fin de Año a Serbia, en compañía de Miranda, para conocer a mis abuelos, mis tíos y el resto de la familia, incluida a mi medio hermana, de la cual ya había visto un centenar de fotos; incluso mi padre le había pedido a su esposa, mientras yo estaba internado allí, que pusiese a mi hermana al otro lado de la cámara para que pudiese conocerla vía FaceTime.

A pesar de todo lo que todavía me costaba procesar, de los miedos, la vergüenza y la inercia de no saber qué haría de mi vida, me sentía feliz, feliz por tener en mi día a día cosas por las que realmente valía la pena luchar e incluso sufrir. Por primera vez en mi vida, sentía que tenía una vida de verdad.

—No digas tonterías, Daniel, debes permitir que los demás cuiden de ti.

—Sí, claro, pero no por eso me siento menos inútil, André. Entre la pierna y...

—Ya he convenido con el fisioterapeuta que te haga un masaje mañana, por si sientes molestias tras el viaje en avión —me avisó Miranda.

—Lo ves —le dije a André—. Mira las cosas que debe hacer mi mujer por mí.

Miranda me propinó un golpe en broma.

—Cierra la boca —me gruñó fingiéndose enojada—, harías lo mismo por mí.

—Eso y mucho más. —Me estiré y besé su mejilla. Quise comerme su cuello allí mismo, porque su piel olía tan bien... Cerré los ojos e inspiré hondo.

—¿Estás seguro de esto, Daniel? No tienes que irte tan lejos.

—Tereza, tendrá toda la atención que necesita y la paz que precisa. —André agarró a mi madre por los hombros.

—Sí, pero es que...

—Podéis venir a visitarme cuando queráis —le aseguré a mi madre, a quien ya se le acumulaban lágrimas en los ojos. Nos despediríamos allí para que Miranda y yo fuésemos directos al aeropuerto a coger un vuelo privado, también pagado por mi padre, igual que todo lo demás, que nos llevaría hasta Recife.

—Y lo haremos. —André me sonrió, dándole un cálido apretón a los hombros de mi madre— . Seguro que os visitaremos antes de que os vayáis a Serbia.

—Eso —gimió mi madre.

—Mamá, por favor. Recife no está tan lejos y a Serbia nos iremos sólo por quince días. Prometo que, aunque fuera de fechas, haremos una fiesta de Navidad y Año Nuevo cuando regresemos.

—Será la primera vez que no lo celebremos juntos.

—Lo sé. —Lo sabía y también me parecía muy extraño, todavía más que fuese a pasar la Navidad con mi padre en una ciudad helada al otro lado del océano.

—Tereza, Daniel necesita esto. Nos reuniremos todos otra vez en cuanto los chicos regresen.

—Mira, te prometo que, cuando volvamos de Serbia, iré a comer a vuestra casa y podrás invitar al resto de la familia, incluidos los salvajes de los nietos de André.

Éste rio, mi madre no; ella se puso a llorar.

Quedándome con las muletas debajo de las axilas, la abracé.

—Te amo, mamá; nada ni nadie cambiará lo que hemos vivido juntos, lo que te debo, lo que somos... pero necesito hacer esto, ¿lo entiendes?

Mi madre hipó contestando con un movimiento de cabeza arriba y abajo.

Mientras el chófer guardaba mis cosas en el Mercedes, me despedí de mi madre una y otra vez.

Mis ojos también se empañaron de lágrimas y estrujé la mano de Miranda al ver a mi madre rompiendo en llanto mientras nuestro vehículo se alejaba de la clínica en la que había estado internado.

El viaje en avión fue un puro lujo, pero mi pierna no pareció darse cuenta de aquello, porque se quejó de dolor, recordándome que Nuno estaba muerto, pero que jamás conseguiría quitarme de encima mi pasado... y me alegraba de ello, pues mi pasado era responsable de quién era yo en ese momento, en el presente.

Al llegar a Recife comprobé una vez más el buen gusto de mi padre. Había visto fotos del hotel, pero ninguna fotografía podía retratar lo que implicaba mi vida allí, con Miranda a mi lado.

* * *

—¿Por qué no nos detenemos un poco?, podemos sentarnos justo aquí.

Corté mis resoplidos en seco e intenté seguir caminando.

Miranda pescó mi mano.

—Anda, ¿no quieres sentarte aquí conmigo?, ¿ya te has aburrido de mí? —Puso una mueca entre sexy e inocente.

—¿Aburrirme, dices? ¿Cómo podría aburrirme de ti?

—Me ves en tu cama cada noche, te despiertas a mi lado cada mañana.

—Pues yo no recuerdo que, amanecer en la cama contigo hoy, haya sido aburrido.

Ante el recuerdo, Miranda soltó una carcajada.

—Vamos, siéntate aquí conmigo; no tiene nada de malo que necesites descansar un poco. — Me tendió sus manos para ayudarme a sentar sobre la arena. Había dejado las muletas, pero de modo alguno pretendía abandonar el apoyo que ella me brindaba.

Cogí sus manos y empecé a flexionar mi rodilla buena. Toqué el suelo con mi trasero y no porque hubiese perdido la estabilidad, sino porque la quería sobre mí, así que tiré de sus manos.

Caímos los dos, yo sobre la arena, ella sobre mí. Mi pierna se quejó, pero no le hice caso.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, solamente necesitaba esto.

—¿Y qué es esto? —me preguntó acariciando mi frente y mi cabello.

—Nuestra locura —le contesté, y comencé a besarla.

Referencias de las canciones

Mais que nada,

© 2006 The Verve Music Group, a Division of UMG Recordings, Inc. Under Exclusive License to Concord Music Group, Inc., interpretada por Sérgio Mendes & Brasil '66. (N. de la e.)

O meu amor,

© 1978 Universal Music Ltda., interpretada por Alcione y Maria Bethânia. (N. de la e.)

Biografía

Nací en 1977 en la ciudad de Buenos Aires y allí resido en la actualidad. Me licencié en Administración y Organización Hotelera.

Disfruto con las buenas historias, la música y la cocina. Y cuando la inspiración llama, también con la pintura y el dibujo.

Pero mi verdadera pasión es escribir. Cuando lo hago me pierdo, desconecto de todo. Básicamente escribo para mí, porque es mi motor, mi energía y también un modo de intentar entender o asimilar muchas de las cosas que me suceden. No por ello deja de ser increíblemente gratificante poder compartir mis novelas y saber que esas palabras provocan una reacción en quienes las leen. Que amen, rían, lloren y odien con los personajes que he creado me hace increíblemente feliz y acorta a cero la distancia con personas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia pero que, en realidad, no son tan distintas a quien puso aquellas palabras allí.

Soy autora de la saga «Todos mis demonios», de la bilogía Insensible y Sensible, y de las novelas Elígeme, Ultra Negro, Siroco y Deseo.

Encontrarás más información sobre mí y mi obra en:

http://verofleitassolich.blogspot.com.es/

https://www.facebook.com/vafleitassolich?fref=ts

D. O. M.

Verónica A. Fleitas Solich.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Diseño de la cubierta: Zafiro Ediciones / Área Editorial Grupo Planeta

© de la imagen de la cubierta: Rangizzz / Shutterstock

© Fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Verónica A. Fleitas Solich, 2018

© Editorial Planeta, S. A., 2018

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www.edicioneszafiro.com

www.planetadelibros.com

Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

Primera edición en libro electrónico (epub): mayo de 2018

ISBN: 978-84-08-18747-9 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.

www.newcomlab.com

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