Dolly

Dolly


Segunda parte » Capítulo 4

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CAPÍTULO 4

Cuando Dolly pasó bajo la terraza de la finca de Bod hubo un embarazoso silencio. Se miraron unos a otros. Bod, callado, siguió con sus ojos la esbelta silueta hasta que esta hubo desaparecido en un recodo. Edward, con las manos en los bolsillos del pantalón y en la boca un cigarrillo, permaneció muy callado, como absorto.

De súbito dijo Ann con desenfado:

—Nos hemos educado en el mismo colegio. Pero nunca pensé que una judía viviera en nuestro barrio.

Edward, que hasta entonces había permanecido al margen de la conversación, al oír a Ann parpadeó nervioso y dio la vuelta lentamente. Nadie pudo observar el inusitado brillo de su mirada, pues tenía los ojos ocultos bajo sus párpados. No obstante, el timbre de su voz sonó en todos los oídos con acento metálico. Era evidente que Ann le había molestado.

—Creo que esa mujer tiene un nombre, Aun. ¿Por qué la llamáis «la judía»? ¿Es acaso culpable de ser hija de un judío?

Ann comprendió que había dado un paso en falso. Por supuesto comprendió que debiera ser más comedida ya que aun cuando ahora a Edward no le ligara a Dolly lazo alguno, ella había sido su esposa.

Todos se mostraron expectantes, en particular Bod, pues aunque Ann era su hermana, Dolly era una mujer perfecta, de intachable moralidad y le dolía que nadie la mancillara.

Ann trató de tomarlo a broma:

—Por favor, Teddy. No es para que lo tomes por ese lado. Cuando nos educamos en el colegio todas le llamábamos la judía. Ahora...

—Ahora os habéis cebado sobre ella, ¿verdad?

Hubo un momento de vacilación por parte de Ann.

—No es tu esposa, Teddy —dijo con ahogada voz.

Edward soltó una desagradable carcajada y contra lo que esperaban sus amigos, cambió bruscamente de conversación. No obstante, durante el resto de la tarde no volvió a mirar a Ann y esta comprendió que a pesar de todo, el gallardo lord Glinton aún amaba a su ex mujer.

Se lo dijo a sus amigos tan pronto Edward desapareció.

—No digas tonterías —refutó una de sus amigas—. Edward es un hombre muy particular. Te dijo eso como pudo mofarse él también. Ya sabes que es algo desconcertante. Además, nunca se sabe lo que piensa ni lo que va a decir.

—Por eso mismo. Terno que ni siquiera esté divorciado.

—En eso pienso como tú —intervino otra muchacha—. Edward es un hombre profundamente religioso.

Bod les hizo callar. Estaba furioso. Al fin y al cabo Ann era su hermana y el instinto le decía que Ann había perdido todo el ascendiente que pudiera tener sobre Edward. ¿Pero por qué? ¿Acaso era verdad que no estaban divorciados?

* * *

Se hallaba tendida en un diván del saloncito. Sobre la alfombra jugaba un pequeño gato negro. Ella, enfundada en pantalones azules y el busto aprisionado en una blusita blanca, seguía distraídamente los movimientos del animal. Al fin se sentó también en la alfombra y lo cogió en sus brazos.

En aquel preciso momento se abrió la puerta y la figura de Edward apareció en el umbral.

Dolly se puso de un salto en pie.

—¿Qué buscas aquí? —gritó más que dijo.

Edward, sin responder, avanzó, cerró la puerta y con naturalidad se dejó caer sobre la alfombra.

—Tal vez me guste participar de esta intimidad —dijo con acento indefinible, al tiempo de mirarla con los ojos fijamente.

—Te he dicho que no te recibiría jamás en mi casa.

—Y yo repuse que volverla, Dolly —añadió con voz tonante—. Somos aún marido y mujer. Aunque ese estúpido mundo crea lo contrario, yo tengo absoluto derecho a visitarte.

—Sabes que no lo tienes mientras obres con esa perversa sutileza. ¿Por qué no desmientes lo que dicen tus amigos? ¿Por qué no les dices que jamás te has divorciado? ¿Por qué no me defiendes cuando lastiman mi sensibilidad?

Edward cogió el gato, lo sentó en sus rodillas y rio bajito, con aquella risa burlona que tanto le había hecho sufrir.

Después elevó la cabeza y en sus ojos observó Dolly algo muy raro que no supo definir. ¿Dulzura? ¿Despecho? ¿Ironía?

—Lo que diga el mundo a ti te tiene sin cuidado —dijo al fin con indiferencia, sin dejar de acariciar al animal—. Bien sabe Dios que no traía otro propósito que llevarte a mi lado... Ignoraba los rumores que corrían a nuestra costa y en cuanto a ti... Tú sabes muy bien que no has obrado como pertenecía a una lady Glinton.

Hubo un destello de rabia en los ojos masculinos. Sin dejar de responder prosiguió fríamente:

—Nada te he reprochado; no obstante, ahora voy a decirte que me has decepcionado.

Dolly se puso de un salto en pie. Apoyó la espalda en la pared y sujetó con ambas manos el pecho. Por supuesto, los reproches de Edward le dolían en lo más hondo. ¿Cómo se atrevía a hablar si él había sido el promotor de todo? Si cuando se vio sola y escarnecida no tuvo quien la defendiera. Si cuando aquella sociedad odiosa a la que él había vuelto sin preocuparse del mal que le había hecho a ella la repudió, tuvo que hacer frente a su amargura y a su vergüenza sin que ni un alma caritativa le ofreciera su ayuda. Y él se hallaba lejos, indiferente a lo que pudiera sucederle, sabiendo además que iba a tener un hijo, un hijo de los dos, un futuro lord Glinton...

Le quería con toda su alma, es cierto, pero no podía recordar con serenidad las horas amargas sufridas por su culpa, por su abandono y por su maldito orgullo, que la humilló hasta el extremo. Y ahora llegaba con las manos limpias, con los ojos irónicos, con la lengua dispuesta a humillar como si él no fuera culpable de todo lo sucedido.

—Te he decepcionado —murmuró con los dientes apretados, lanzando lumbre por aquellos ojos de turquesa, grandes rasgados, maravillosos...—. ¿Y no me has decepcionado tú a mí? ¿Por qué crees, insensato, que obré de la forma que lo hice? Ignoras tal vez que me he visto sola, escarnecida, maltratada y calumniada por tu sociedad, esa sociedad a la que has vuelto orgulloso de tu nombre; de tu hombría y de tu maldita nobleza —irguió el busto. Edward se había puesto en pie y se hallaba cada vez más cerca de ella. La miraba profundamente a los ojos, mientras la boca continuaba muy apretada—. Odio la nobleza —gritó ella en el paroxismo de su dolor—. Odio todo lo que se llame sociedad. Te odio a ti, los odio a ellos...

—¿También odias a Bod?

—No me humilles de nuevo, Edward —exclamó fuera de sí—. Sería capaz de... ¡Dios mío! ¿Es que ignoras que Bod fue para mí el mejor amigo del mundo?

Dio un paso hacia atrás, pero encontró la pared. Edward la sujetó por la cintura y la apretó fuertemente dejándola inmóvil. Dolly quedó rígida, con los ojos clavados en los de él con tanta intensidad que por un momento el hombre se sintió desconcertado.

—No me irás a decir que te sientes celoso —murmuró ella, ya exenta de furor.

—¿Y si lo estuviera? Di, ¿si sintiera celos de esta casa donde recibes a Bod, de tus criados, del lujo que te rodea, del hijo que me ocultas, de todo y de todos? ¿Qué dirías si supieras que tengo celos hasta de los vestidos que te pones?

—No te creería —exclamó ahogadamente—. Para sentir celos hay que querer y tú... ni siquiera en el repliegue más recóndito de tu corazón tienes una partícula de mi figura. Tú, tan noble, tan aristócrata, tan elegante, tan orgulloso y altivo, no puedes amar a una maldita judía.

—¡Cállate! —gritó con velada voz, apretándola vigorosamente contra su cuerpo—. ¡Cállate, Dolly! Si continúas hablando, si vuelvo a escuchar de tu boca un insulto...

La besó en la boca. Fue algo inesperado que cogió de sorpresa a la muchacha. Quiso separarse, pero la fuerza superior de él la mantuvo quieta, muy rígida, oprimida poderosamente contra aquel pecho ancho que palpitaba desesperadamente.

La besó en los ojos después, en la garganta y cuando con avaricia y salvajismo volvió a apoderarse de la boca temblorosa de la muchacha, esta sintió la misma sensación de rabia que otra mañana inolvidable en la puerta de la pobre casita del bosque. Retrocedió violenta. Se plantó en mitad de la estancia, sacudió vigorosamente el negro y sedoso cabello y crispando los labios lastimados, exclamó con velada voz:

—Me da vergüenza tu pasión, Edward. En estos momentos sería capaz de todo por arrancarte de mi corazón. Te dije en aquella ocasión que no era tu esclava y ahora te lo repito. Soy tu mujer, ¿comprendes? Solo tu mujer, y si la sociedad, tu estúpida sociedad me ha repudiado, no consentiré jamás que tú me humilles.

—¿Acaso no tengo derechos sobre ti? —gritó más que dijo, lívido de rabia.

—Cuando más necesitaba tu ayuda no la he tenido. Ahora no te quiero a mi lado.

—Pues estaré, Dolly. Aunque te pese seré tu sombra. ¡Y ay de ti si vuelves a dirigirle la palabra a Bod! ¡Y ay de ti si algún día descubro la existencia de mi hijo! ¡Y ay de ti si te vuelvo a ver sola por el bosque, jinete en ese caballo blanco! Eres mía, aunque pretendas creer lo contrario. Que el mundo piense que estamos divorciados o no, me tiene sin cuidado. Tú eres algo mío, me perteneces por encima de todo y puedo besarte o despreciarte cuantas veces quiera.

Dolly, pálida, reluciendo en sus ojos un orgullo indescriptible, sacudiendo con altivez la hermosa cabeza, avanzó hacia él y gritó ahogadamente. La ira le agolpaba la sangre en la garganta:

—Si has creído que soy una mujer como Ann u otra de tus amigas, te has equivocado. Seré una maldita judía como dicen ellas, seré la judía que no admiten en el seno de esa sociedad que desprecio, pero soy una mujer digna y no consentiré, por ningún concepto que tú ni otro diga de ml que puede besarse o despreciarme cuantas veces le acomode. Seré de otro origen, pero no olvides nunca que soy una mujer entera y no habrá hombre que pueda humillarme. Puedes separarte de mí, no me interesas. Cásate con Ann... Serás infinitamente feliz.

—¡Cállate!

—No tengo por qué callar. No me inspiras miedo. Eres como ellos, igual que ellos. ¡Ah! Y te advierto que continuaré visitando el bosque a caballo, que seguiré recibiendo a Bod y haré y diré lo que me dé la gana. Ahora puedes marcharte.

El furor de Edward estalló al fin. Avanzó bruscamente, la cogió por los hombros, la sacudió como si se tratara de una pluma y después...

Dolly vio la terrible amenaza en aquellos ojos pardos. Comprendió que nada podría contra la fuerza y entonces dio un salto felino, cogió rápidamente un jarrón de China, lo alzó con violencia y furiosa lo estrelló a los pies de Edward, quien dio un salto hacia atrás para evitar que el ímpetu de aquella porcelana destrozara sus pies.

—¡Maldita! —gritó pálido de rabia.

—Ahora vendrá un criado y te marcharás.

—Te has equivocado, Dolly. Ahora no habrá fuerza humana que me aleje de esta casa hasta que me dé la gana.

Se miraron frente a frente. Él, frío, áspero, tembloroso de rabia. Ella erguida, desafiante, dispuesta a todo menos a soportar su presencia, que aun cuando fuera preciosa, en aquel momento le inspiraba un odio indescriptible que no podría dominar.

* * *

En efecto, inmediatamente se abrió la puerta y la blanca cabeza de Samuel apareció en el umbral.

—¿Qué ha sucedido, señorita?

—Cuando iba a pulsar el timbre se ha caído este jarrón. Acompaña a este caballero, querido Samuel.

Samuel esperó unos minutos respetuosamente, quieto, en el quicio de la puerta.

La risa de Edward se oyó clara, burlona.

El cuerpo de la joven se estremeció. ¿Qué iba a decir aquel hombre? ¿Por qué no se marchaba?

—Mi querido Samuel —exclamó Edward tranquilamente—, Dolly te ha mentido. No, además de ser un caballero, soy el esposo de la señora y no pienso marcharme.

—¡Márchate! —gritó la muchacha fuera de sí—. Samuel, llama a los demás criados. Este hombre no es mi marido.

Samuel puso una expresión de idiota que desesperó a la joven.

—¿Me has oído, Samuel?

—No te esfuerces, querida. Cuando hay un hombre en casa los fieles criados no obedecen a las mujeres —miró a Samuel—. Puedes marcharte, amigo mío. Si la señora vuelve a necesitarte, ya te llamará por el mismo procedimiento que hace un momento. Aún quedan tres jarrones en la salita.

Samuel se inclinó respetuosamente y se alejó, cerrando la puerta tras de sí.

Dolly apretó los puños y se lanzó sobre Edward. Golpeó con sus manos el pecho de él hasta que extenuada, sin poder contener la congoja y sabedora de que por la fuerza no podría vencerle, rompió en convulsivos sollozos. Se apartó de él y se tendió en el diván, estremecida por el llanto. La ira de Edward cesó. Avanzó hacia ella, se sentó en el borde del diván y acarició la cabeza de negros cabellos.

—La experiencia debiera enseñarte que a mí no se me domina con gritos, Dolly. Ni con lágrimas, por supuesto. Si me hubieras pedido que me fuera como hacen las mujeres, suavemente, me habría marchado. Pero, por la fuerza...

—¡Eres odioso!

—Bueno. Soy odioso, pero seca ese llanto. Me estás pareciendo una chiquilla consentida. A ver, mírame. Yo te lo secaré, así, ¿ves? Sonríe un poquito. Estás mucho más favorecida. Dime, Dolly, ¿dónde demonios tienes oculto a nuestro hijo?

Hablaba persuasivo, como si aquello fuera para él una terrible obsesión.

Dolly enderezó el cuerpo. Se sentó en el diván, sacudió la cabeza y sonrió.

—Ahora te ruego que te marches, Edward. Quiero descansar.

—Dime dónde está mi hijo y me iré.

—¿Para qué me lo robes?

El rostro del hombre se iluminó de tal modo que Dolly se asustó.

—¿Luego, no me he equivocado, Dolly? —apretó la carita de ella y se la aproximó a su rostro.

—Dolly, dime la verdad, ¿dónde está mi hijo? ¿Por qué me lo robas? Tengo derecho a él. Lo necesito, ¿sabes?

Ya no era el hombre iracundo de momentos antes. Parecía mentira que la expresión de aquel rostro cambiara de aquella forma en unos segundos.

Ella pensó que no podría jamás decirle dónde tenía a su hijo. Se lo quitaría, lo llevaría a su casa y jamás volvería a verle. Y era lo único sano, bueno y noble que quedaba en su existencia. Él se casaría tal vez con otra mujer cuando sé divorciaran de verdad, y Teddy, su querido y mimoso Teddy, iría a parar a manos de Ann u otra de sus odiosas amigas.

Levantó la cabeza, se separó de él y fue a recostarse al ventanal abierto. La luna lucía como nunca en una esquina del firmamento. El palacio de los Glinton brillaba maravillosamente en la noche. Allí iría Teddy, allí sufriría bajo el odioso imperio de otra mujer. Allí amaría él a Ann, a otra cualquiera... No, jamás encontraría a su hijo. Era de ella, de su amargura. Había desahogado en él todo su dolor. Y cuando se sentía triste y deprimida, en los mimosos brazos de Teddy olvidaba su tragedia.

—Dime, Dolly.

Lo tenía tras ella. Sentía sus fuertes manos en la cintura.

—No te lo diré nunca, Edward. No podré decírtelo nunca.

—Soy su padre.

—Pero lo has abandonado cuando más lo necesitaba. Cuando más te necesitaba —repitió con velada voz.

—No quiero insistir, Dolly —dijo fuerte, con rara emoción en el acento de la voz bronca—. Te seguiré a todas partes y lo averiguaré. Sé que sales todos los domingos y los jueves. Vas a pasar a su lado esas horas... Aunque te abstengas de ir no podrás soportar muchos días...

Dolly dio media vuelta. Los pasos de Edward se alejaban rápidos, recios, casi amenazadores.

No esperó dos segundos. Llamó a Samuel y le ordenó rápidamente que se marchara.

—Vete al lado de mi hijo. A ti te quiere y se olvidará durante algún tiempo de los jueves y los domingos. Yo no puedo ir a verlo en una temporada. Tú te encargarás de entretenerle. No salgas del campo nunca. No vengas, excepto si le sucede algo a Teddy. Pronto. Samuel, si no sales ahora, después ya no podrás hacerlo. Coge un taxi en el centro de la capital y no vuelvas hasta que yo vaya a buscarte.

Momentos después su desgarbada silueta se desdibujaba en la oscuridad de la noche.

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