Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 1

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CAPÍTULO 1

En el crepúsculo se arremolinaba la nieve abrileña. Las hojas de los árboles mecidas por la suave brisa se desparramaban por el parque poniendo una nota discordante sobre la impoluta blancura de la nieve.

Con la frente apoyada en el cristal del ventanal, Dolly Pornikof, esposa del joven lord Glinton, contemplaba con vaga mirada el inmenso parque, por donde en aquel momento avanzaba un Cadillac color malva.

Lady Glinton se apartó de la ventana, y apoyando la espalda contra las maderas del amplio ventanal, permaneció muy quieta, como expectante.

Inmediatamente se abrió la puerta y la arrogante figura de lord Glinton apareció en el umbral.

—¿Aún no estás dispuesta? — preguntó con altanero acento.

—No voy, Edward.

El hombre, que se sacaba los guantes con ademán resuelto, volvió rápidamente la cabeza y sus ojos pardos, de expresión fría y áspera, se clavaron interrogantes en el rostro juvenil de aquella linda y perfecta muchacha, cuyos encantos no había sabido ver jamás.

—Evidentemente, querida mía —exclamó Edward, enfáticamente—, te has propuesto dejarme en ridículo una vez más. Pero no estoy dispuesto a consentirlo, ¿comprendes?

Se aproximó lentamente a ella, que permanecía muy quieta, un poco pálida, pero absolutamente indiferente.

Edward Glinton era un hombre interesantísimo. No muy alto, de estatura mediana, pero bien proporcionado, esbelto, de ancho tórax y fina cintura. La cabeza muy arrogante coronada por cabellos negros un poco ondulados, despejada la frente ancha, de pronunciadas entradas. Los ojos pardos de expresión fría y altanera, la nariz recta y la boca grande de gruesos labios y dientes sanos, blancos e iguales.

—Dolly, esto pasa de la raya —exclamó con los dientes apretados—. Tantas veces como te he propuesto ir a la ópera, tantas me has despreciado. No me interesa por ti, querida —añadió al tiempo de agitar la fina mano en uno de cuyos dedos brillaba un gran solitario. —Yo, yo particularmente —recalcó sin gota de delicadeza— sé que eres una mujer tímida, que al no hallarse acostumbrada a frecuentar los grandes salones y menos un teatro en una noche de gala, se siente descentrada en medio de un mundo al que antes no le pertenecía. Pero eres mi esposa y me siento ridículo, vejada ante los amigos que me preguntan por ti. ¿Qué puedo decirles? Que mi esposa no puede acompañarme porque no sabe ponerse un traje elegante ni lucir un collar de perlas y menos alternar con gente noble, a la cual pertenece su marido.

El rostro de Dolly había palidecido aún más, pero no movió un solo músculo de su bonita cara. Tan solo en el pecho agitado se podría apreciar la indignación que experimentaba y que por prudencia, nunca por timidez como suponía Edward, domeñaba tras un gran esfuerzo de voluntad, de aquella voluntad que había conservado su padre y con la que amasó loe millones con los cuales ahora disfrutaba el orgulloso y estúpido aristócrata.

—Es preciso que me acompañes, Dolly —añadió Edward, al tiempo de sacudir elegantemente la ceniza que colgaba de su cigarrillo egipcio—. Es absolutamente preciso.

Dolly negó sin palabras. Se sentía terriblemente humillada y si quisiera dar gusto a su corazón se echaría a llorar desconsoladamente. Por un momento sintió que odiaba a su padre, al padre de Edward, a Edward mismo y hasta se odiaba a sí misma por no haber tenido la fuerza de voluntad suficiente para rechazar aquel matrimonio, que en vez de engrandecerla como suponía su padre, la humillaba como jamás había sido humillada.

—He dicho que tienes que venir —gritó él, ya roto el dique que contenía su despecho—. He dicho que tienes que venir y vendrás.

—No insistas, Edward, no iré en forma alguna.

Avanzó hacia ella. La miró al fondo de los ojos con los suyos brillantes y sujetó con rudeza la fina muñeca femenina.

—Me gustaría penetrar en tu corazón —exclamó ahogadamente la voz bronca del hombre— . Me gustaría saber lo que piensas y lo que sientes. Eres hermética, una judía al fin y al cabo.

La reacción inesperada de aquella muchacha fue mucho más terrible de lo que nadie se hubiera atrevido a suponer. Alzó la fina mano que le quedaba libre y con una sangre fría digna de encomio, abofeteó por dos veces la noble mejilla del aristócrata.

—¿Qué has hecho, maldita? —rugió Edward, pálido de ira, zarandeándola por los hombros como si fuera una muñeca—. ¿Sabes lo que has hecho?

—He devuelto el insulto.

—¿El insulto? ¿No eres acaso una judía, una maldita judía? ¿No he dicho la verdad? ¿No te he sacado de aquel antro de antiguallas para ennoblecerte?

A cada palabra pronunciada, la boca de Dolly, aquella boca deliciosa, roja y húmeda, se apretaba más, hasta dar la impresión de ser una sola línea.

Irguió el busto, aspiró hondo y murmuró con voz mesurada, que nadie, ni siquiera Edward con sus insultos continuos había conseguido alterar jamás.

—Soy una judía, es cierto. Me has sacado de una casa de antigüedades, es cierto. Me has ennoblecido, es verdad. Pero, ¿a cambio de qué? ¿Qué nobleza es la tuya? ¿Con qué dinero puedes seguir alternando? ¿Con qué vas hoy a presumir al palco que tienes reservado en el palacio de la ópera? Todo con el dinero de la maldita judía. ¿Lo sabes? Con mi dinero, con el dinero de mi padre que ha reunido día tras día en sesenta años que tiene de existencia.

¡Chas! La bofetada cayó sobre el rostro femenino, fuerte y dura como un trallazo.

¿Si se alteró la faz juvenil? En absoluto. Una mancha roja adulteró por un momento la fina epidermis, pero la linda boca permaneció apretada y rígida.

—Así hago yo con una maldita plebeya.

Y tras aquellas palabras, pronunciadas con sordo acento, la esbelta figura del noble se alejó rápidamente, desapareciendo de la estancia.

Dolly, la ecuánime Dolly, dio la vuelta lentamente y se apoyó en la ventana, a través de la cual contempló con ojos brillantes la blanca nieve. No había lágrimas en las pupilas apasionadas. Tan solo un brillo inusitado las hacía más grandes, más profundas y más hermosas.

* * *

Recordaba a Edward Glinton cuando era un mocito de quince años, fuerte, espigado y orgulloso.

Tenía ella seis... Nunca pudo olvidar aquel incidente. No había tenido gran importancia, puesto que nadie ignoraba su origen judío, pero ella no pudo olvidarlo jamás.

Nevaba profusamente. En el barrio aristocrático habla acumulados montones de nieve frente a las brillantes verjas. Ella escapó de la tienda de antigüedades y corrió por la plaza. Era una niña pequeñita y curiosa. De ahí al ver frente a los grandes palacios de aquellas personas ante las cuales se inclinaba profundamente su padre, a un grupo de niños elegantemente ataviados, corrió hacia ellos.

Aquel grupo de niños, algunos excesivamente mayores como Edward Glinton, por ejemplo, vestían elegantes ropas de invierno y se calzaban con fuertes botas. Ella iba enfundada en un vestido raído, con manga larga, pero un poco rota por los codos. Nunca olvidaría aquella ropa. Su padre, tras de haber regresado ella a la tienda de antigüedades y después de contarle lo sucedido con vocecilla inocente, la desvistió, guardó la ropita en un cajón del desván y dijo algo que ella no entendió entonces: «Edward Glinton amará estas ropas algún día».

Ahora comprendía el significado de aquellas frases, pero entonces...

Los niños hacían con la nieve una gran estatua. Dolly la admiró profundamente. ¡Qué bonita era, qué blanca y qué niños más elegantes y más guapos los que realizaban el maravilloso trabajo!

—¿Me dejaréis jugar con vosotros? —preguntó con vocecilla ingenua y sumisa.

Edward Glinton se levantó airado, cogió un puñado de nieve, y sin miramiento, con una soberbia infinita, se la tiró a la cara.

—Vete —gritó, altanero—. Eres una judía, una plebeya. Tu lugar no es este. Lárgate de aquí porque si no te enterramos en la nieve. Vete a la tienda de antiguallas, allí está tu lugar. Mirad, amigos míos, qué ropa viste esta criatura harapienta. ¿De dónde habrá sacado el judío de su padre estos trapos? Reíros, reíros...

Y todos rieron burlonamente, mientras tiraban nieve sobre su pobre vestidito. Solo hubo uno de aquellos muchachos que se opuso tenazmente.

—¿Qué hacéis? ¿Por qué la mojáis de ese modo? ¡Pobre chiquilla!

—¡Pero, Bod! ¿Vas a defenderla? Si es la hija del judío.

—¿Y qué? —gritó el llamado Bod, indignado—. Es una niña como mis hermanitas. Vete para casa, guapa. Estos niños son muy malos.

—Bod. Bod, eso no está permitido. Vas a desertar de nuestro grupo. Mojadla bien, amigos.

Y Edward la cubrió totalmente de nieve, mofándose de las lágrimas de ella, de los gritos desesperados que lanzaba en demanda de su padre y del temblor que sacudía su menudo cuerpo.

Al fin, el hijo de lord Istvan pudo librarla de la ira de los otros muchachos y la acompañó hasta la tienda.

El incidente dejó en el alma infantil una impresión extraña. Siempre había creído que todos los niños eran iguales, y a partir de aquel momento comprendió muchas cosas que no pudo dar forma en su cerebro infantil, pero que al transcurrir los años se fueran enseñando y formando perfectamente en su corazón y en su cerebro.

Penetró llorando en la tienda. Su padre corrió hacia ella y la apretó fuertemente entre sus brazos.

—¿Quién ha sido, hijita?

Dolly lo contó todo con vocecilla estrangulada por las lágrimas.

—Ya sé quién es ese muchacho —exclamó Isaac Pornikof, mientras sus ojos pequeños, un poco oblicuos brillaban perceptiblemente—. Se trata del hijo de lord Glinton.

La desnudó. La llevó a la cama y tras arroparla con mucho cariño y cuidado, se sentó al borde del lecho, con las manitas infantiles entre sus largos y huesudos dedos.

—Nunca más vuelvas a llorar en la vida —dijo quedito, con persuasivo acento—. Las almas fuertes no lloran jamás. Tú serás un alma fuerte como la mía. Algún día tendrás más dinero que todos esos, hijita, y el dinero es la llave del mundo. Dumas dijo que era un buen sirviente y un mal amo... —Su boca grande dibujó una sonrisa apenas perceptible y añadió—: Guardaré tus ropitas. El joven lord Glinton las amará algún día. Ahora, hijita, vas a ir a un colegio muy bonito, muy elegante, donde aprenderás a ser una distinguida dama.

Dolly no acabó de comprender aquellas palabras. Supo tan solo que a partir de entonces la separaron de su padre.

Vivió muchos años en un colegio maravilloso y en el cual había niñas muy bonitas, hijas de nobles. Le llamaban la judía. Pero Dolly supo imponerse a medida que los años transcurrían, y como sus trajes y sus joyas, de incalculable valor, sobrepasaban las de sus compañeras de pensionado, pronto, en vez de ser repudiada, fue admirada por las mismas aristócratas que un día pretendieron arrinconarla.

Isaac Pornikof iba a verla todos los años. La llevaba a París y cuando volvía, la elegancia de la adolescente había ido en aumento. Cuando cumplió dieciocho años era una muchacha bellísima, de ojos grandes, profundos, de mirada acariciadora. Cabellos muy negros, lisos completamente, peinados por lo regular con sencillez extrema, pero dentro de la mayor distinción. Un cuerpo esbelto, flexible, de breve cintura. Rostro ovalado y la forma de las cejas un poco oblicuas daban a su faz un encanto irresistible.

Por su bondad y por la firmeza de su carácter hizo grandes amistades entre las hijas de aquellos nobles que un día la habían despreciado.

Una tarde, dos días antes de salir definitivamente del colegio, hallándose un grupo de muchachas reunidas en el jardín, una de ellas dijo:

—Te envidio, Dolly. Mañana dejas para siempre el pensionado. Me gustaría ir contigo.

—Yo no me siento contenta, querida Ann. ¿Qué haré sin vuestra compañía?

—Frecuentarás los grandes salones, serás admirada y tendrás pretendientes.

—¡Bah!

—¿No te interesa, Dolly?

—Me interesa el amor cuando es sincero, pero no creo que exista.

—¡Qué profana! ¡Si te oyera mi hermano Bod!

¿Bod? ¿Tenía Ann un hermano que se llamaba Bod? Ella jamás había olvidado el nombre de aquel muchachote que la defendió de la ira altanera del soberbio Edward. ¿Sería el mismo, tal vez?

Ahora comprendía muchas cosas. Ann no podía conocerla. Las niñas elegantes del barrio jamás salían sin sus mamás o niñeras. Con los muchachos, era diferente. Además, Bod tenía que contar muchos más años que Ann. Tal vez por aquel entonces, Ann no había nacido aún.

Por otra parte, sabían que ella era de origen judío, pero ignoraban que vivía en el mismo barrio. Sin embargo, nada dijo respecto a ello. Algún día, el destino volvería a unirlas de nuevo y la reacción de Ann podría ser muy diferente. Allí todas eran iguales, incluso admitían como cosa natural que ella pudiera frecuentar los grandes salones aristocráticos... ¡Bah! Eso no podría realizarse nunca. Ella jamás podría ser la esposa de un noble, porque era judía.

Al día siguiente se despidió de sus compañeras para siempre. Nunca más volvería a verlas y si las veía no querrían reconocerla. El mundo era tan estúpido e incomprensible que no rompía su tradición ni con armas tan poderosas como los millones del judío. Prejuicios tontos, pero que le proporcionarían tal vez muchos sinsabores.

* * *

Dos días después de hallarse instalada en la tienda de antigüedades junto a su padre, ya un poco más viejo, pero siempre cariñoso ante sus caprichos, oyó la campanilla de la puerta y retiró la cortina para mirar hacia la tienda. Un joven caballero, elegantemente vestido de gris y cubierta la cabeza con un flexible de ancha ala penetraba en la tienda, yendo directamente al pequeño mostrador tras el que se hallaba su padre.

¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué los rasgos duros de su rostro varonil y hermoso le dijeron algo? Algo que no pudo explicarse en aquel momento, porque no concebía que después de doce años aun tuviera en su mente el recuerdo de aquel Edward soberbio y orgulloso.

—Pase, Edward — oyó que decía su padre, exento de servilismo.

Le extrañó. Su padre siempre era mesurado y humilde ante los clientes y se preguntó por qué trataba a aquel joven con indiferencia, casi con desprecio. No tenía por costumbre escuchar tras las puertas, peto aquel día una fuerza superior la mantuvo muy quieta cerca de la cortina, a través de la cual no podía ser vista, pero en cambio ella veía perfectamente.

—Usted se olvida fácilmente de quién soy, Isaac —exclamó el elegante con suficiencia, lleno de altanería.

—¡Oh, no! Al contrario. Sé perfectamente con quién hablo, amigo mío.

—No soy amigo de usted.

—De acuerdo. Pero me necesita, ¿no es eso? Claro, los amigos son para las ocasiones.

—Déjese de ironías. Deme usted doce mil libras y ya hablaremos en otra ocasión.

El cuerpo de la joven tembló convulsamente.

Con absoluta precisión inconcebible, recordó las palabras de su padre: «Guardaré esas ropitas harapientas, hijita. El orgulloso Edward Glinton las amará algún día».

Y aquel caballero era Edward y hablaban de libras. ¿Por qué? ¿Por qué su padre hacía aquello?

Con el alma en suspenso oyó la continuación, que la dejó atónita, pues nunca se hubiera atrevido a imaginar que las cosas estuvieran tan adelantadas.

—Lo siento mucho, amigo mío. No puedo darle ni una libra.

—¿Por qué?

—Porque su palacio, sus fincas y todas sus propiedades son mías. Voy a proceder al embargo. Aquí tiene los pagarés, que no mienten. No puedo proporcionarle más dinero porque iría contra mis propios intereses.

Dolly vio que el rostro del noble palidecía terriblemente. El corazón le golpeó en el pecho. ¿Por qué su padre hacía aquello? ¿Qué propósitos llevaba?

—¡Judío! —rugió Edward, fuera de sí—. Eres un maldito judío y me has engañado.

—¡Oh, no! Hablé ayer con su padre. Le expliqué el asunto y traté de arreglar todo esto. ¿No le habló su señor padre de nuestros proyectos?

—No me ha dicho nada.

—Pues vuelva a casa, Se lo dirá.

—¿Qué te has propuesto, usurero?

No pudo contenerse por más tiempo y salió de detrás la cortina. Avanzó majestuosamente por la tienda y miró interrogadoramente a su padre. Edward la contempló suspenso.

—Es mi hija —dijo Isaac con acento resuelto, lleno de orgullo.

Edward la envolvió en una mirada despreciativa y clavó los ojos en el padre.

Tras una pequeña vacilación, dijo, con los dientes apretados:

—Volveré, maldito judío.

Dolly hizo un movimiento como para abalanzarse sobre él, pero la mano de Isaac la contuvo.

—No hagas nada, querida. Está acorralado. He luchado durante muchos años por conseguir la derrota de ese altanero joven y lo he logrado.

Edward subía a su coche y se perdía como una exhalación por la plaza que doce años antes había estado cubierta de nieve, y en la cual los menudos pasitos de la hija del judío dejaron una huella que no olvidaría jamás el padre.

—¿Qué te has propuesto, padre? —preguntó la joven, con voz estrangulada—. ¿Por qué has hecho esto?

—Serás la esposa de ese muchacho, querida. Serás lady Glinton, pese a quien pese y duela a quien duela.

* * *

Fueron inútiles las protestas, las lágrimas, las súplicas. Isaac Pornikof, que siempre había sido blando ante los caprichos de su hija, aquella vez se mostró inflexible.

—He soñado siempre con el amor, padre. Quiero casarme enamorada. Jamás podré querer a ese noble. Nunca. Siempre le odiaré. ¡Dios mío! Padre, tú que jamás me has negado nada, ¿por qué ahora me haces tan desgraciada?

—Sé valiente, querida. Las mujeres de nuestra raza nunca se emocionan de ese modo. Quiero que tú seas ecuánime por encima de todo. No te excites jamás. Respecto a ese matrimonio, se verificará rápidamente. El padre de Edward se halla satisfecho y encantado, además. Te dotaré con tres millones de libras y volverá a ser suyo todo lo que está ahora hipotecado.

—Eso es una venta asquerosa, padre. Tú no tendrás valor para entregarme de ese modo, como si fuera un sillón que perteneció a la reina Margarita o una mesa donde se le sirvió el té a cualquier rey del siglo diecisiete. Yo soy una mujer, padre, y soy tu hija. Jamás consentiré en ese matrimonio. ¡Jamás!

Protesta inútil. Su padre salió aquella tarde y regresó con el viejo lord Glinton, quien después de besarla en la mejilla, le dijo suavemente:

—Amarás a mi hijo y él te amará.

No tuvo valor. No por su padre, sino por aquel anciano achacoso que parecía llevar en la faz rugosa la huella de un profundo sentimiento.

Jamás supo la lucha que el anciano lord tuvo que librar con su hijo para que este accediera a casarse con ella. Ignoraba que Edward se fue del hogar, que estuvo lejos más de dos meses y que al cabo volvió vencido y derrotado, dispuesto a casarse con la judía que podría proporcionarle el dinero suficiente para continuar su vida de hombre galante.

Quiso ver a Edward antes de verificarse el matrimonio y lo recibió en una linda salita que su padre había arreglado para ella.

—¿Y bien? —inquirió él, con las cejas levemente arqueadas con aquel ademán soberbio que lo hacía odioso—. ¿Qué se le ofrece a la futura lady Glinton?

—Quiero decirle que no le amo. Y que si me caso con usted es porque soy una hija obediente, y aunque no lo fuera, jamás hallaría valor suficiente para dejar el hogar. Podría marcharme, dejar a mi padre y dejarle a usted, pero no lo haré.

Los labios del aristócrata dibujaron una sonrisa apenas perceptible. Luego encogió los hombros y encendió un cigarrillo.

—Sinceridad por sinceridad. Yo no solo no la amo, sino que siento hacia usted una repulsión indescriptible. Pero necesito el dinero del judío y...

—Su sinceridad me halaga —exclamó ella, con ironía.

Aquella misma tarde le pusieron en el dedo el anillo de pedida. Era una joya de incalculable valor que no por ello animó a la muchacha en absoluto.

No obstante, ahora jamás hubiera protestado. Estaba dispuesta a casarse con él para demostrarle quién de los dos era más noble. Él podría tener muchos blasones, pero jamás el de la nobleza que ella llevaba en el alma.

Dos semanas después se celebraba el matrimonio en la mayor intimidad. No hubo viaje de novios, banquete ni siquiera regalos. Nadie supo que Edward Glinton se había casado hasta que este lo dijo a sus amigos íntimos, entre los cuales se hallaba Bod.

—¿Quién es tu esposa?

—Dolly Pornikof —dijo rápidamente.

—¿La hija del judío?

Edward afirmó sin palabras.

Bod y sus compañeros se miraron entre sí, pero si hubo comentarios, Edward siempre lo ignoró.

Para nadie era un secreto la ruina inminente del gran lord Glinton, cuyo capital había dilapidado su hijo sin escrúpulo alguno, en juergas y francachelas de las cuales había extraído un amargor de boca que nunca se atrevía a admitir y menos a confesar. Por lo tanto, su boda con la hija del judío no cogía de sorpresa a sus amigos, aunque no hubieran imaginado jamás que un hombre tan orgulloso corno Edward Glinton contrajera matrimonio con una muchacha de raza distinta. No obstante, repetimos que no hubo comentario alguno.

Bod hizo un gesto vago con la mano, y dijo tan solo:

—Aún recuerdo cuando la cubriste de nieve. Dolly tendría por aquel entonces unos seis o siete años.

Edward torció la boca en un gesto indefinible, pero nada repuso.

En el transcurso de los días, sus amigos le instaron para que les presentara a su mujer.

—¿Es tan fea, Edward, que no te atreves a presentarla en sociedad?

—Es hermosa —repuso, con voz bronca—. Cuando transcurra la luna de miel, me decidiré a presentárosla.

Jamás hubiera confesado a nadie las relaciones poco amistosas que le unían a lady Glinton. Era demasiado orgulloso para humillarse de aquel modo. Porque para Edward suponía una humillación que sus amigos supieran el motivo por el cual se había casado con la hija del judío.

Aquella noche salió con Bod del círculo.

—¿Me llevas en tu coche, Teddy? He dejado el mío en el garaje.

—Claro que sí, Bod.

Hicieron en silencio el corto recorrido. Cuando el elegante Cadillac de Edward Glinton se detuvo ante la hermosa finca de Bod, este bajó y se apoyó en la portezuela.

—Supongo, Edward, que esta noche llevarás a tu esposa a la ópera. Es de gran gala y será buena ocasión para presentarla a los amigos.

Edward apretó los labios sobre el cigarrillo que fumaba. Le unía a Bod una estrecha amistad. Ya siendo niños estuvieron en el mismo colegio, siguieron idénticas carreras, pero respecto al secreto que existía en su matrimonio no admitía cómplices. Solo él podía saberlo. Él y su esposo, pues hasta su padre ignoraba la tirantez que existía en aquella unión.

—¿Te has casado muy enamorado, Teddy? —preguntó de nuevo Bod, sin reticencia—. Tengo entendido que Dolly Pornikof es muy bella.

—Lo es. Me he casado enamorado. Hasta la noche, Bod, que podrás comprobarlo por ti mismo.

Y pisando el acelerador se alejó raudo hasta su palacio, que no se hallaba muy lejos de allí.

Bod se quedó muy tieso en la acera, mirando con los párpados medio entornados el elegante coche de su amigo. ¿Enamorado? Lo dudaba. Edward siempre había sido un hombre soberbio, orgulloso y altanero. Tenía más prejuicios que ninguno de sus compañeros y él consideraba algo sospechoso todo lo relacionado con aquel matrimonio. ¿Edward casado por su gusto, por amor, como aseguraba, con una mujer inferior a él? ¡Imposible! ¡El dinero, el dinero del viejo judío había unido a aquellos dos seres que nunca podrían comprenderse porque mientras Edward era un hombre orgulloso, frío y déspota, a Dolly la imaginaba humilde, sencilla y delicada...

No había vuelto a ver a Dolly desde que esta contaba seis años, pero aun recordaba sus brillantes cabellos y sus ojos de turquesa un poco oblicuos. Pero era de origen judío, y eso jamás podría perdonarlo un hombre como Edward.

Encogió los hombros y se adentró en su palacio. Entretanto, Edward llegaba a su casa. Hemos asistido a la entrevista que tuvo con su mujer, con lo cual podemos deducir la clase de relación que les unía.

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