Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 6

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CAPÍTULO 6

Aquel método de vida continuó indefinidamente. Al menos, Dolly creyó, y no sin razón, que en la casita todo sería desoladamente igual en el transcurso de los días.

Hasta ahora era Edward el que preparaba la comida. Cuando ella se levantaba por la mañana, el muchacho ya no se hallaba por allí. Volvía dos horas después, encendía el fuego en silencio, asaba lo que traía y comían los dos sin dirigirse la palabra. Edward parecía obstinado en no mirarla. ¿Sufría? Dolly hubiera jurado que sí, a juzgar por la expresión siempre enturbiada de los ojos pardos. Ella sufría también. No se había preguntado aún el motivo, pero era evidente que sufría con intensidad. Era doloroso hallar una respuesta y prefería ignorar. No obstante, fue aclimatándose a aquella vida salvaje, y un día, dos semanas después de convivir al lado de Edward, de estudiarlo en silencio y comprenderle, si no con exactitud, al menos lo suficiente para dejar de odiarlo, se dio cuenta de que no sentíase molesta en la casita.

Se asustó. Aunque Edward creyera lo contrario, ella siempre había vivido rodeada de lujo y comodidad, y al vivir ahora de aquella manera, tenía que hallar una variación sensible. Sin embargo, no volvió a rebelarse. ¿Era feliz? Por estar a su lado, sí. Por el mutismo y la frialdad de él, no.

Aquella tarde dio un paseo por el bosque. Iba sola, sola con sus pensamientos que la torturaban. Se aproximó al lago y se miró en las tranquilas aguas. Se asustó. Despeinada, un poco sucia, el vestido ajado y roto...

Volvió a la casita. Edward no estaba allí. Cogió un peine, se peinó cuidadosamente, se lavó la cara y se puso una camisa y un pantalón de Edward. Después se tiró sobre el césped y permaneció muy quieta cara al sol.

Cuando sintió los pasos de Edward, no se movió. Oyó que se detenía a su lado. ¿La miraba? ¿Observaba su indumentaria?

Levantó la cabeza y trató de dibujar una leve sonrisa. Ahora siempre se sentía cohibida al lado de él. ¿Por qué?

—Me he puesto tu ropa, Edward —dijo, bajito—. La mía está inservible.

—Estarás más cómoda así —fue el único comentario.

Se adentró en la casita y procedió a disponer la comida.

Ella corrió también hacia el interior y se sentó en el tronco del árbol.

—Edward, mi padre y el tuyo estarán intranquilos —murmuró, con voz insegura.

—Saben dónde te encuentras.

Se estremeció.

—¿Los has advertido?

—El mismo día.

—Pero, ¿por dónde?

Edward levantó el rostro cubierto de barba y la contempló en silencio. En aquellos ojos vio la joven algo muy extraño que la cohibió. ¿Por qué no se afeitaba Edward? Parecía mucho más viejo con aquella barba pobladísima, pero aun así, fue la primera vez que se decidió a observar en el rostro de su marido, encontrando interesantes las facciones de aquel rostro intensamente viril.

—No hagas preguntas, Dolly —aconsejó, con sordo acento—. Nuestros padres lo saben y eso es lo interesante.

Bajó la cabeza. No tuvo ánimos para continuar hablando con él. Y se ahogaba, sentía un nudo en la garganta que le atenazaba. No tenía con quién hablar, no podía cambiar una impresión con él, y si le miraba jamás hallaba otra cosa que los ojos impasibles, inexpresivos y fríos, que le helaban el alma.

Cuando él volvió a marcharse, decidió hacer algo. Aquella inmovilidad la torturaba. Limpió la casita, arregló la paja del improvisado lecho y sacó de debajo del fogón más paja para hacer otro lecho para Edward, que dormía todos los días sentado en el tronco del árbol o bien sobre el césped, en el exterior. Estuvo toda la tarde trabajando. Luego hizo un guisado de liebre y cuando llegó Edward le miró tímidamente, esperando la impresión que pudiera causarle lo que ella había hecho. Otra desilusión. Su marido no movió un solo músculo de su cara. Tan solo, al aproximarse a la cocina e inclinarse para observar lo que ella había cocinado, levantó vivamente la cabeza y exclamó, enojado:

—No se puede derrochar el aceite de ese modo. Hay que tasar, Dolly —Dulcificó un tanto el acento de su voz y añadió—: No tenemos dinero ni provisiones. Y aún nos queda una temporadita de campo.

Dolly bajó los ojos. Los reproches le dolían en lo más vivo. En otro momento tal vez le hubiera sido in, diferente, pero ahora...

—Lo tendré en cuenta —dijo, sumisa.

El cuerpo ancho y fuerte del hombre se estremeció.

Avanzó resuelto hacia ella, se detuvo a su lado, le alzó la barbilla con un dedo y mirándola a los ojos susurró con emoción que trataba a duras penas de disimular:

—No quise ofenderte, Dolly. Te lo digo porque el aceite está escaso.

La muchacha sintió que algo mojaba su cara. Se hubiera pegado por estúpida. ¿Qué diría Edward al verla llorar? Obstinada, bajaba la cabeza para que él no pudiera verle los ojos. ¡Qué sensible se había vuelto! Antes presumía de dura, y ahora... ¿Por qué había cambiado tanto? ¿Por qué ahora jamás se ofendía por lo que pudiera decir o hacer Edward?

El hombre suspiró. Era evidente que se hallaba conmovido. Por supuesto que jamás lo hubiera admitido.

No obstante, experimentaba una sensación dulcísima al lado de aquella chiquilla a la que iba conociendo poco a poco.

La aproximó a su cuerpo y la apretó por la cintura. Tenía deseos de besarla, sí, de besarla intensamente, de sentirla suya como aquella noche y de experimentar en su rostro la humedad de las lágrimas femeninas.

—No seas tonta —murmuró suavemente, posando su boca en la garganta de Dolly, que se estremeció perceptiblemente.

La besó en la boca apretadamente. Dolly no se apartó. Instintivamente se apretó contra él y se dejó besar cuantas veces quiso Edward. Le parecía que era más suyo aquel hombre y que ella solo tenía un dueño.

—¡Muchacha! —susurró Edward, con acento bronco.

Después la soltó y se fue por el bosque.

Cuando regresó, algunas horas después, ella le esperaba de pie en el umbral. Cenaron juntos sin mirarse. Luego él llenó su pipa y se sentó en el tronco del árbol.

Dolly suspiró hondo y se dejó caer sobre la paja. Los ojos de Edward se obstinaron en permanecer bajos. Cuando los levantó, tiró la pipa lejos de sí y salió hacia el prado.

Contempló afanosamente las estrellas. Tenía la boca fuertemente apretada y los ojos muy brillantes. Aquel hombre sufría las penas del infierno. Unas penas que no hubiera confesado ni a costa de la propia vida.

Al regresar a la casita halló los ojos de Dolly muy abiertos. Con naturalidad que no existía se acercó a ella y cogió entre sus manos el rostro femenino.

—Estamos solos, Dolly —dijo con sordo acento—. Solos y somos marido y mujer.

Dolly suspiró.

El la besó en los ojos y después en la boca.

Los rumores del bosque llegaban hasta ellos muy atenuados.

A partir de aquella noche la vida de Edward y Dolly fue sencilla, natural, como la de otro matrimonio cualquiera. Dolly fue comprendiendo poco a poco que amaba a su marido apasionadamente. Edward... Nunca supo Dolly lo que sentía.

Tenía arrebatos de loco que no comprendía. Le veía frío, despótico, cariñoso y dulcísimo. ¿Por qué? ¿Por qué era tan variable? ¿Por qué se mostraba contradictorio e incomprensible?

* * *

Ambos callaban. Ella, con la cabeza baja jugando distraídamente con al brizna de paja. Él, mudo y absorto, con los ojos clavados en el fogón.

La luna penetraba por la puerta abierta. Hacía frío. Dolly se estremeció.

—¿Te cansas de esta quietud, verdad? —preguntó él de súbito, con alterada voz.

—No tienes una queja de mí.

—Pero lo soportas porque te obligo.

—Eres cruel, no tienes motivos para maltratarme.

—La mártir —gritó excitado—. La mártir que...

—Cállate, Edward. No permitiré que me insultes. No hice daño alguno. Yo, no tengo la culpa de que estés desesperado. Hice todo lo que quisiste, dije lo que me mandaste y fui sumisa y humilde.

—Igual que el judío. También él fue sumiso y humilde, pero me estaba robando el capital.

—No te lo robó —dijo ella, aun conteniendo, a duras penas el furor Fuiste tú que gastaste sin tasa. Si le pedías dinero y te lo daba...

—¿A cambio de qué, maldita? —gritó mirándola con ojos brillantes.

Dolly se puso en pie y sin responderle se dirigió a la puerta. Edward la alcanzó, sacudió la como si se tratara de una muñeca y de un empellón la tiró sobre la paja.

Luego se alejó a grandes zancadas, como si huyera de un incendio.

Se quedó sola, con los ojos húmedos.

Ahora comprendía a Edward. Aquel hombre sufría. Pero el furor tenía un motivo.

Cuando aquella mañana él regresó del bosque, cargado con la caza, ella se hallaba en pie ante la puerta. La cogió en sus brazos y la besó desesperadamente, con una pasión insana que la sensibilidad de Dolly no pudo soportar.

—No lo hagas más, Edward —dijo desalentada—. Soy tu mujer.

Él la miró con ojos turbios y la soltó sin hacer comentario alguno. Durante el resto del día no volvió a mirarla.

La reacción llegaba ahora en crueles insultos que no merecía.

Durante toda la noche Edward no entró en la casita. ¿Dónde estaba? Ella salió enloquecida. Le llamó a gritos. El más espantoso silencio respondía a sus llamadas. Desfallecida, muerta de miedo y pena, volvió sobre sus pasos y cayó medio desvanecida en el suelo desnudo.

Al amanecer llegó Edward.

Lanzó una cruel carcajada. Después...

¿Por qué aquel hombre era tan incomprensible?

La cogió en sus brazos, la besó una y mil veces y habló con acento desesperado, diciendo cosas que Dolly no comprendió.

¿Por qué? ¿Por qué la desconcertaba de aquella manera?

Cuando se levantó a la mañana siguiente, dijo Edward, con rara entonación:

—Cuando quieras puedes marcharte, Dolly. Yo mismo te acompañaré a la carretera. Ya tienes el auto listo, oculto entre las matas.

—¿Marcharme? ¿Piensas acaso que lo haré sin ti? No, Edward. Cuando deje estos lugares tú me acompañarás.

—Vas a tener un hijo, Dolly. Y es una crueldad por mi parte tenerte en este destierro. No quiero responsabilidades de esta índole.

La joven se estremeció, sacudida perceptiblemente.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Sueñas en voz alta, querida. Además, tú misma me lo has dado a comprender.

—De todas formas —dijo ella con los dientes apretados— no irás a decirme que no te sientes responsable de lo sucedido. Yo no me voy mientras tú no me acompañes.

—Pues te irás, Dolly. Yo me iré también, pero no contigo. Aquí llega fácilmente el invierno y es peligroso.

—Cuando me casé contigo —exclamó la muchacha casi sin aliento— te creí un hombre sin entrañas. Después, criando me encontré contigo aquí, fui compadeciéndote y, al fin, creí comprenderte. Y... ahora...

—Vuelvo a ser un hombre sin entrañas.

—Eres un canalla —gritó ella con los ojos brillantes poniéndose en pie y manteniéndose a su lado estremecida y temblorosa—. Eres un malvado y yo... yo...

—Tú no puedes odiarme —atajó Edward con extraño acento.

Era evidente que trataba de desconcertar a Dolly, que era una mujer inteligente, tras de una pequeña vacilación lo comprendió así y se dejó caer de nuevo sobre el suelo. Cruzó las piernas a la usanza mora y suspiró resignada.

—Te has enamorado de mí, Edward —dijo lentamente, mirándole a los ojos con valentía.

—Hubiera sido ridículo que un hombre como yo se enamorara de una judía.

—Esa judía te hizo pasar las horas más inefables de tu vida. No lo ignoras, y ahora que vas a tener un heredero quieres despreciarme cuando ya nada tiene remedio.

Edward sacó la pipa de la boca, la contempló titubeante y después soltó una carcajada fuerte y vibrante, demasiado fuerte para ser sincera.

—Eres una visionaria.

Y poniéndose en pie salió de la casita.

Dolly le miró con ojos brillantes durante largo rato. Y cuando la figura varonil se perdió en la bruma de la noche dejó caer la cabeza a lo largo del cuerpo y lloró muy quedito, intensamente.

Era cierto. Iba a tener un hijo, de los dos, de aquella infinita soledad y del amor que experimentaba por aquel hombre duro y frío que hablaba de su hijo como si se tratara de un perro.

Sintió odio hacia él. Odio porque no merecía que ella pensara en la felicidad de ambos con aquel hijo nacido de su desesperación. Odio hacia aquel ser recio, duro y áspero que no se preocupaba de su sufrimiento en medio de aquella miseria.

No sintió llegar a Edward. Al despertarse la mañana siguiente vio a su marido que permanecía muy quieto, sentado en el umbral de la puerta con la escopeta entre las manos, pero con los ojos clavados en el firmamento cubierto de negras nubes.

—Va a llover —dijo sin mirarla—. Me parece que tendremos tormenta.

Pero no recordó para nada que ella tenía que marcharse y Dolly se abstuvo de mencionarlo.

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