Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 7

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CAPÍTULO 7

Edward cerró la puerta de golpe y apoyó la espalda en la madera.

—No te muevas de aquí, Dolly —dijo con voz extraña—. Va a tronar y con seguridad que te asustarás.

No, ella no se asustaría. Cierto que las tormentas le inspiraban pánico, pero confiaba en su poderosa voluntad para dominarse.

Edward atrancó bien la puerta, tapó con un saco viejo las rendijas y después fue a sentarse a su lado, sobre la paja.

Permaneció silencioso con la pipa encendida entre los labios. Dolly le miró a hurtadillas. Nunca había pensado que Edward fuera de aquella manera: áspero, reconcentrado, variable e incomprensible. Se lo había imaginado un muchacho, como muchos, holgazán consentido y orgulloso. Tal vez Edward fuera un hombre orgulloso, pues por orgulloso había llegado a aquel extremo, pero no era holgazán ni consentido. La vida cómoda que le habían proporcionado lo hizo de aquella manera, pero aquel otro yo que solo ella conocía era digno de ser amado y ella le quería.

Un trueno ensordecedor rompió el silencio reinante en el bosque. La muchacha se estremeció, y cuando sintió que la mano de Edward se arrastraba silenciosa, pero dulcemente, hacia la suya, pensó que el trueno habla sido un himno de gloria.

—No tengas miedo, Dolly. Esto se pasa pronto.

—Edward —murmuró apretando la mano masculina—. ¿Por qué no nos vamos? Lo necesitamos 1os dos.

—Ya no sabría vivir en la gran capital.

—No lo creas, Edward. Te lo parece ahora.

Un trueno mucho mayor la sacudió con violencia. Instintivamente se apretó contra él. Y cosa extraña, Edward no la oprimió contra su cuerpo como hubiera hecho en otra ocasión.

¿Por qué? ¿Es que tanto se había ofendido? ¿Qué clase de amor propio tenía aquel hombre? Suspiró con fuerza y se acurrucó sobre la paja. Edward no se aproximó.

Transcurrida una hora la tormenta fue alejándose poco a poco y Edward, tras de ponerse en pie, se sentó al lado de la cocina. El fogón chisporroteaba lanzando bolitas de luz que ponían raros reflejos en la faz bronceada de su marido.

Lo vio allí, quieto y silencioso toda la noche. Ella se durmió, al fin, y cuando despertó a la mañana siguiente vio a su esposo muy quieto, de pie ante la puerta mirando con extraña fijeza hacia lo lejos. Tenía la frente fruncida y en la boca la pipa apagada.

Lo compadeció sin saber por qué. Comprendió al mismo tiempo que jamás lograría llegar al corazón de Edward. Aquel hombre, aun con aparentar sencillez, que tal vez no existía, no era como los demás. Otro en su lugar obraría de forma diferente.

Se iría, sí. Se iría y jamás recordaría para nada a aquel hombre que nunca llegaría a amarla solo porque era una judía. Iría a vivir con su padre, olvidaría para siempre aquel triste pasaje de su vida y viviría solo para su hijo.

—Puedes llevarme a la carretera —dijo con extraña entonación—. Me iré ahora mismo.

Edward dio la vuelta sin prisas. La miró a los ojos. Dolly observó que apretaba la boca. ¿Creía tal vez que ella no iba a acceder? Vio que el rostro masculino se hallaba más pálido que de costumbre y a su pesar, se sintió conmovida. Era evidente que Edward no esperaba aquella reacción por parte de su mujer. No obstante, esta se mantuvo seria y fría y esperó pacientemente que él dijera algo. Por supuesto, si Edward se hubiera aproximado a ella, cogiéndola en sus brazos y le hubiese hablado persuasivo al oído como había hecho en otras ocasiones, la decisión de Dolly habría sido una derrota total, pero el joven noble se abstuvo a hacer comentario alguno que pudiera desarmarla. Golpeó la pipa sobre la suela del zapato, enderezó el busto y los ojos pardos mostraron una expresión dolorosamente indiferente.

—Bien, querida. Si quieres marcharte ahora mismo, vamos.

Dolly, en silencio, con unos deseos tremendos de llorar, fue hacia la casita, recogió sus ropas que había lavado en el lago algunos días antes, se las puso a cambio de las de Edward que dejó sobre la mesa, y salió de nuevo.

Había en sus ojos una sombra de infinita angustia que Edward no vio o no quiso ver.

Dolly sentía un tremendo dolor en el corazón. Si se diera gusto a sí misma hubiera corrido hacia él y apretada contra el ancho cuerpo del orgulloso noble le hubiera pedido que la perdonara. Le había suplicado que no la besara de aquella manera y no creía haber cometido un delito. Amaba a Edward dulcemente, suavemente, pero odiaba la pasión que en aquel momento había despertado en su marido. En un matrimonio sucedían muchas cosas y los altercados eran naturales, pero al parecer, el orgulloso Edward no los admitía en la judía. Se creía tal vez tan superior a la ella que por fuerza todo lo que él dijera o hiciera tenía que estar bien dicho y bien hecho. ¿Por qué? ¿Por qué el mundo era tan vanidoso, tan estúpido?

—Estoy dispuesta —dijo enfrentándose con él.

Edward, en silencio, sin que un músculo de su duro rostro se contrajera, emprendió la marcha por el bosque intrincado, seguido muy de cerca por ella.

Si Edward la dejaba marchar, jamás volvería a reconocerle como marido. Había vivido en aquel paraje horas inolvidables cuando él era bueno y comprensivo, pero había vivido otras amargas y dolorosas y aunque estaba dispuesta a olvidar estas últimas, jamás le perdonaría aquella inadecuada reacción que sabía no merecía. Además, iba a tener un hijo... ¡Un hijo de los dos! ¿Es que no se creía responsable de aquel hecho grandioso?

Caminaron más de tres horas, al cabo de las cuales salieron a la carretera. El, aun sin hablar, se metió entre los arbustos y haciendo gala de una fuerza poderosa, digna de un Hércules, arrastró el pequeño automóvil y tras comprobar que funcionaba, se lo mostró con un gesto vago.

—Ya está dispuesto —dijo con extraño acento—. Espero que podrás llegar a Londres sin incidente alguno.

Dolly apretó los labios. Subió al auto, lo puso en marcha y sacó la hermosa cabeza por la ventanilla. Estaba muy pálida y le temblaba la boca.

—Ten en cuenta, Edward —dijo con entonación indefinible— que cuando quieras volver a mi lado no te recibiré. El hijo será mío solamente y jamás le hablaré de ti. Yo te lo he dado todo, todo. No dejé para mí ni siquiera el corazón. Y tú, en cambio, no me has dado nada. Has creído que por ser hija del judío tenías derecho a humillarme, pero no has contado con que soy una mujer de temple y así como aprendí a quererte, aprenderé a olvidarte. Sabes muy bien cómo es la voluntad de mi padre, ¿verdad?, pues yo soy su hija. No voy a negar que te quiero. He sido una estúpida que me enamoré de ti, de tu sequedad, de tu aspereza, de tu violencia. Te quise tal como eres, con tus muchos defectos y con tus menguadas cualidades. Pero te olvidaré, ¿comprendes? Es doloroso aprender a olvidar cuando tanto trabajo cuesta aprender a querer. Pero yo tengo voluntad tan fuerte o más que la de mi padre y lograré mi objeto. Nunca, nunca más reconoceré que eres mi marido.

Aspiró fuerte como si le faltara aire. Edward, impasible, de pie ante la portezuela del auto la miraba con ojos impenetrables. Diríase que no la oía.

—Si te ofendiste por lo que dije el otro día en la puerta de la casita, lo siento infinitamente. Cualquier esposa honrada hubiera reaccionado como reaccioné yo. No era tu esclava ni tu juguete. Era tu mujer, la esposa a la que debieras respetar por encima de todo, la madre de tu hijo... No estoy arrepentida, pues si volviera a suceder reaccionaría del mismo modo. Estos meses al amparo del campo me han enseñado muchas cosas que antes ignoraba. Ha sido una experiencia que no olvidaré.

La miró interrogadora, tal vez esperando una respuesta por parte del hombre qué, impasible, continuaba en pie sobre el césped. Viendo que Edward no se hallaba dispuesto a responder puso el auto en dirección a Londres y sin volver la cabeza se alejó, primero lentamente, después raudo como una flecha.

Allí quedó el hombre muy tieso, muy callado, muy... triste.

Tenía dos nubes en los ojos pardos y la boca tan apretada que parecía una sola raya.

Ya se había ido. Su tortura habla concluido, aunque tras ella apareciera otra... La había perdido para siempre, sí. ¿Pero qué importaba si su orgullo de raza quedaba a salvo?

¿Si la quería? Nadie, ni siquiera él podría jamás ha serse aquella pregunta. Había formado parte de un pasaje inefable en su vida de hombre altivo y tras la experiencia y la derrota sufrida, nunca más volvería a recordar que existía una mujer... una deliciosa mujer llamada Dolly Pornikof.

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