Dolly

Dolly


Segunda parte » Capítulo 2

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CAPÍTULO 2

Le vio en seguida. El cuerpo bonito, espléndido de Dolly sufrió una sacudida.

Se hallaba sentada en la terraza fumando un cigarrillo cuando vio que un lujoso automóvil se detenía ante la gran verja de hierro del palacio de los Glinton. Luego observó que la verja se abría y el auto rodaba por el parque hasta detenerse frente a la gran escalinata de mármol.

Un hombre descendió. Era él. Lo hubiera reconocido entre mil; gallardo, alto sin exageración, flexible y esbelto. Cogió febrilmente los prismáticos y quiso verle de cerca. Se asustó. ¿Era Edward aquel hombre? Tenía el pelo completamente gris, pero su gallardía y su innata majestad no habían menguado.

Vio cómo se detenía en la terraza, corría la vista por los palacios cercanos y después hacía un ademán como preguntando de quién era aquel nuevo edificio que seis años antes no lucía su esplendor en la gran avenida.

El criado debió explicarle quien era la dueña, porque la faz de Edward se atirantó. Cerró los ojos con fuerza y dando rápidamente la vuelta se introdujo en el lujoso vestíbulo.

Dolly dejó los prismáticos a un lado, y suspirando ahogadamente se dejó caer sobre la butaca con las manos tapándose el bonito rostro.

La odiaba como la odiaba la sociedad, aquella sociedad llena de prejuicios que no le perdonaba ser hija del judío y haberse casado con un hombre cual Edward Glinton.

Estuvo toda la mañana en la terraza silenciosa, quieta y desmadejada.

Era joven. Tenía ansiedad de vivir y amaba a un hombre con todas las potencias de su ser. Había hecho todo lo posible por olvidarle, pero no lo habla conseguido; cuando creía haber dado un paso hacia la indiferencia volvía al campo, veía aquella otra faz tan semejante a la de Edward y los recuerdos se agolpaban, lastimando su alma y su corazón.

Espero que me permitirás ver a mi hijo.

Solo aquella frase, en la cual leyó ella un desprecio indescriptible. Arrugó el papel entre sus dedos, miró a los lejos a través del ventanal abierto y apretando la boca se juró a si misma hacerle sufrir tanto como había sufrido ella.

Con mano febril trazó unas líneas en el mismo papel arrugado y se lo dio al criado.

—Entrégueselo al que espera —dijo fríamente.

Después se quedó relativamente tranquila. Ocultó la cabeza entre las manos y lloró. Lloró desesperadamente, como hacía mucho tiempo que no había hecho.

Algunas horas después subió a su coche y se alejó rápidamente en dirección al campo.

Tardó media hora escasa en llegar.

Aquella propiedad infinitamente grande, cómoda y hasta lujosa era o había sido de su padre. Los colonos, gente que la había visto nacer, la amaban entrañablemente y amaban a su hijo como si fuera de ellos.

Dejó el auto en el interior de la inmensa cerca y corrió, llamando a gritos a su pequeño Teddy.

Un robusto muchacho de unos seis años, moreno, vivaracho, con los ojos pardos igual que los de su padre, la arrogancia de los Glinton y su dulzura, apareció en la terraza, corriendo enloquecido hacia su joven y linda madrecita.

—¡Mamaíta! —gritó entusiasmado—. ¿Es que hoy es domingo, mamaíta?

Lo cogió entre sus brazos y lo besó una y mil veces. Parecía avariciosa de aquel muchacho hermoso que era hijo de ella y de aquel otro Teddy orgulloso e incomprensible que la repudiaba.

—¡Vida mía! —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. No es domingo, corazón mío, pero necesitaba verte, ¿sabes? Necesitaba verte y tenerte así, muy cerca de mi corazón.

—¿Por qué lloras? ¿Quién te hizo daño? Yo le pegaré.

—No lloro, nene. Es que estoy muy emocionada.

¿Qué es estar emocionado, mamaíta?

Dolly suspiró con fuerza, Le levantó en vilo y lo llevó basta la terraza donde se hallaba Lucía.

—Hola, señora. ¡Qué milagro!

—Eso mismo me pregunta Teddy. Parece como si les molestara mi venida.

Y reía juguetona para disimular la emoción.

Estuvo toda la tarde con su hijo. Lo apretaba contra su pecho como si temiera que se lo robaran. Lo besaba y acariciaba y lloraba con el rostro del niño junto al suyo.

Antes de partir habló con Lucía.

—Luci —murmuró muy seria, un poco temblorosa—. No permitas que el niño ande solo por el parque. No permitas que nadie lo vea y procura siempre no recibir a nadie, ¿comprendes? A nadie excepto a Samuel.

—Bien, señora.

—Adiós, Luci. Cuídamelo mucho.

Volvió al lado de su hijito.

—¿Cuándo me llevarás contigo, mamaíta? Yo no quiero estar aquí siempre. Quiero ir contigo.

—Un día de estos, mi vida. Ahora sé buenecito y no hagas daño a las gallinitas. Tienes que ser un niño muy fino y muy educadito.

—¿Como mi papá?

Los ojos de Dolly pestañearon rápidamente.

—Sí, corazón mío, como tu papá.

—¿Cuándo vendrá mi papá? Tengo ganas de conocerlo.

—Vendrá conmigo un día de estos.

—Bueno, mamaíta —dijo formalito—. Si me lo vas a traer, me quedo contento. Yo quiero ver a mi papá y jugaré con él muchas veces. Además, tengo que enseñarle una pistola que me regaló Luci.

Tuvo que marcharse rápidamente para no soltar el sollozo. ¡Qué dilema! Había cometido la estupidez de hablarle de su padre ahora sufría las consecuencias. ¿Qué podía hacer para convencerle de que su padre jamás jugaría con él?

* * *

En aquel momento tenía lugar la siguiente conversación en el interior de la biblioteca del palacio de los Glinton.

—Es extraño, Bod. Dolly dice que su hijo ha muerto.

—Nunca supe que Dolly tuviera un hijo. Además aun en el caso de que lo tuviera...

—Vas a decirme que nada puede importarme.

—Tanto como eso...

Edward movió la cabeza, encendió un cigarrillo y expelió sin prisas el oloroso humo.

—Bod, agradezco mucho que hayas sido el primero de mis amigos en visitarme. Lo que te voy a preguntar a ti no se lo hubiera preguntado a ningún otro. ¿Quién ha dicho que Dolly y yo nos habíamos divorciado?

—Lo ignoro. ¿Es que no es cierto?

Edward chupó con fuerza el cigarrillo. Miró a través de la ventana abierta y sus ojos vagaron distraídamente durante una fracción de segundos. Luego volvió a mirar a Bod y sus pupilas quedaron ocultas bajo los párpados entornados.

—¿Por qué nuestra sociedad rechazó abiertamente a Dolly? —preguntó de súbito, sin dar respuesta a la pregunta de Bod.

—No lo sé, Teddy. Yo sigo frecuentando la morada de Dolly.

—Cosa que censuran, ¿verdad?

—Tal vez.

Edward arrugó el papel que había recibido de su mujer y se aproximó lentamente a Bod. Le miró a los ojos con fijeza y espetó de pronto, con rara entonación:

—Tú amas a mí... a Dolly.

Bod, un poco pálido se puso en pie. Era un muchacho noble y quería a Edward como a un hermano, pero también amaba a la mujer que un día había pertenecido a su amigo Teddy. No obstante, consideró más conveniente negar y así lo hizo.

Movió la cabeza en sentido negativo y apretó los labios. La boca de Edward dibujó una perceptible sonrisa.

—No niegues, Bod. No puedo censurarte. Después de todo, en el corazón no se manda. Es un viejo y vulgar refrán, pero no existe en él expresión desorbitada.

—Yo, Teddy... Tú... Bueno, tienes que comprender que después de haberte divorciado...

La boca de Edward volvió a sonreír con desdén. Había en aquella mueca algo que Bod no pudo comprender. Sin embargo, volvió a preguntar con febril ansiedad:

—¿Es que no es cierto, Teddy?

Sin responder, el hijo de lord Glinton habló cual para sí mismo:

—Es raro que mi hijo haya muerto. Tengo que ver a Dolly.

Miró a su amigo y añadió, propinándole unos golpecitos en la espalda:

—Sé valiente, Bod. Si amas a mi mujer y ella te corresponde, yo no seré un obstáculo en vuestra felicidad —casi cerró los ojos y concluyó con acento extraño—: Lo que no puedo perdonar a nuestra sociedad es que hayan despreciado a mi mujer. Entonces un era mi mujer. Era la madre de mi hijo, pues aunque este haya muerto...

Sacudió la cabeza y tiró lejos de sí el cigarrillo.

—Vamos, Bod. Otro día hablaremos con más cal ma. Ahora tengo que ir a casa de Dolly.

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