Dolly

Dolly


Segunda parte » Capítulo 3

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CAPÍTULO 3

Cuando Dolly llegó a su palacio dejó el auto ante el garaje, ordenó a un criado que lo guardara y subió de dos en dos las anchas escalinatas de mármol.

Iba preciosa. Si antes había sido una muchacha que llamara la atención, ahora era una mujer espléndida, de perfecta belleza, de firme mirada y de carácter decidido y enérgico.

Vestía simplemente una faldita de lana azul oscuro, un jersey blanco de cuello subido y una bufanda de seda de muchos colores, rodeando el bonito cuello. Calzaba zapatos bajos y llevaba una chaqueta de lana en la mano. El cabello negro suelto como siempre, con su clásico peinado un poco al descuido, las mejillas arreboladas y los labios entreabiertos. Estaba preciosa, cautivadora a juicio del hombre, que de pie en el umbral de la salita de la planta baja la observaba atentamente, con avaricia.

—Hola, Dolly.

La mujer detuvo rápidamente su carrera, levantó con viveza la hermosa cabeza y sus ojos se abrieron desmesuradamente. No esperaba ver a Edward en el interior de su palacio, mirándola con aquella pasmosa serenidad, como si en vez de seis años hiciera una hora que se habían separado.

—Hola —repuso con ahogada voz—. ¿Qué deseas?

Penetró en el saloncito y le señaló un sillón bastante lejos de ella. Edward avanzó lentamente y se dejó caer a su lado.

—Vengo a buscar a mi hijo.

—Te he dicho que...

—Nos conocemos, Dolly. Mi hijo vive. ¿Dónde está?

—Ha muerto.

—Bien, supongamos que ha muerto, que murió cuando nació o que murió después... ¿Por qué nadie tiene idea de que ha existido?

—No tenía por qué decirlo. Tú has dicho que te hablas divorciado.

—¿Que lo dije yo? Sabes muy bien que nunca tuve idea de cometer semejante disparate. Soy un hombre cristiano. Tú lo eres también...

—Pues yo no lo he dicho.

—Bien, no es eso lo que vengo a discutir contigo. Ni tampoco me interesa la buena fama que has adquirido. Después de todo, aunque yo no piense jamás darte la libertad, para el mundo tú eres una mujer extraña a mí. Así es que puedes continuar tu vida...

Ella se irguió violenta.

—¿Qué clase de vida es la mía? ¿Qué hago para que puedas censurarme?

—Líbreme Dios de censurarte.

—No en voz alta, porque te hubiera matado si te atrevieras a humillarme. Para tu otro yo, soy una mujer sin moral, ¿verdad?

—Te he dicho que no vengo a discutir eso. No me interesa tu vida sino tu hijo, que es también mío. Dolly estaba pálida de rabia. Le miró de frente y apretó fuertemente los labios.

Edward había envejecido. Tenía el pelo gris y de las comisuras de su bien trazada boca partían dos profundas arrugas. Los ojos no eran tan brillantes como cuando se casó con él. Y al fijarse en sus manos vio, asustada, que los dedos de Edward no eran largos y finos como antes. Pequeñas llagas adulteraban la fina epidermis y algunos callos, casi desdibujados ponían una nota discordante en las yemas de los dedos. ¿Dónde había trabajado aquel hombre? ¿De qué forma había rehecho el capital? ¿Qué clase de orgullo le había inducido?

—Sí, he trabajado —dijo él, como adivinando sus pensamientos—. No fue en un trabajo determinado. Trabajé en lo que pude durante tiempo indefinido. Después logré mi objeto y volví.

—Demasiado orgulloso, Edward —dijo ella con ironía que tal vez ocultaba una profunda emoción.

—Tal vez. Dime, Dolly: ¿dónde tienes oculto a mi hijo?

—Ha muerto.

Se levantó violento y la apretó por los hombros.

—No ha muerto, Dolly. No te lo quitaré, pero al menos déjame saber dónde está. Necesito verlo, ¿sabes? —murmuró con voz baja—. Lo necesito imperiosamente.

Dolly aspiró con fuerza. Se apartó de su lado y fue a pegar la frente al cristal del ventanal.

—¿Qué propósitos traes, Edward?

—No soy un comediante y tú lo sabes. Venía dispuesto a llevarte a mi palacio con tu hijo. Pero puesto que tú te has buscado un mundo aparte, no quiero torcer tu destino. Sé que Bod te ama.

Ella volvió repentinamente la cabeza.

—No quiero pensar, Edward, que eso es una insinuación.

El hombre elevó las cejas con aquel gesto que tanto le había hecho sufrir.

—¿Por qué, Dolly? Si tú le amas a tu vez.

—Yo no soy libre.

—Por favor, no grites tanto. Cierto que no eres libre, pero a una mujer como tú no le arredra nada.

Se estremeció de impotencia. Sintió que ardía su cara y que ardía su corazón de rebeldía. Si siguiera sus impulsos saltaría sobre Edward y le abofetearía hasta dejarlo extenuado. ¿Cómo se atrevía a humillarla de aquella manera? ¿Es que daba cabida en su corazón a las habladurías?

¡Y ella, ilusa, que pensó le contrario!

Apretó los puños y apartándose del ventanal fue lentamente hacia Edward.

—De modo —exclamó con voz ahogada— que para ti también soy la «judía», la mujer sin moral, la mujer que recibe en su casa a Bod... —hizo una rápida transición y añadió como mordiendo las palabras—: Para tu mundo soy una mujer sin moral porque no me perdonan que haya sabido imponerme, no me perdonan que tenga millones de libras, que haya edificado este palacio en medio de todos los vuestros... No me perdonan que pudiera continuar viviendo sin tu ayuda y no me perdonan, esto no me lo perdonarán jamás, que haya sido tu mujer —aspiró con fuerza, sus ojos color turquesa brillaron de un modo intenso—. No me perdonan nada de eso, Edward, pero a mí me tiene sin cuidado. Para ellos yo siempre seré «la judía», la mujer de otra raza, la que les ha robado el hombre que deseaban sus hijas. No importa, todo eso me tiene sin cuidado, todo lo hubiese olvidado menos que tú tengas el mismo concepto formado de mí, de mi moralidad que siempre ha sido intachable. Pero no creas que trato de disculparme de un pecado que no cometí. Ahora solo quiero advertirte que tu hijo ha muerto y que bajo ningún concepto permitiré que vuelvas a mi casa.

Edward se balanceó tranquilamente sobre las largas piernas. Luego, dijo flemático:

—Yo no puedo volver a tu regia morada bajo ningún concepto y, no obstante, Bod puede hacerlo siempre que lo desee. Pues bien, muchacha, las visitas de Bod a tu palacio han concluido. Aunque para el mundo somos dos extraños ambos sabemos el lazo que nos une. Y yo no permitiré que ni siquiera espiritualmente mancilles mi nombre.

—Nunca supe que pudiera mancillarse un nombre espiritualmente —dijo con sorna.

Edward adelantó algunos pasos y la miró muy de cerca.

Dolly recordó otras horas de su vida, inefables alguna vez, amargas otras, pero siempre, habiéndolas vivido a su lado, guardaban algo de dulzura aunque la maltratara. Vio los ojos grandes y orgullosos muy cerca de su rostro, la boca de firme trazo, los cabellos que antes eran negros y brillantes...

—Tú me has entendido, Dolly —exclamó intensamente—. Sabes bien lo que quiero decir. Bod es mi amigo, es el único amigo en el que tengo absoluta confianza. Pero es un hombre que para la gente no consta que es para mí como un hermano. Has sido una loca, Dolly —añadió enderezándose y mirándola desde su altura—. Has querido hacer un mundo para ti sola y eso no es posible. Muchas mujeres lo intentaron antes que tú y consiguieron muchas desazones y tal vez la destrucción total de su cuerpo y alma. El mundo es un pañuelo que se puede estrujar y destruir entre los dedos. Lo has desafiado y saliste vencida cuando creías vencerle tú a él. No vengo a discutir si es cierto o no lo que se dice por ahí. No obstante, tú misma puedes comprender sin esfuerzo que es desagradable regresar al hogar después de seis años de ausencia y hallar estas cosas.

—¿Por qué me alejaste de ti? —giró con unos deseos terribles de llorar porque hubiera preferido verle iracundo que con aquella odiosa indiferencia—. Di, ¿por qué me mandaste a Londres? ¿No estaba a tu lado? ¿No éramos el uno del otro?

—Nunca has sido mía, Dolly. Nunca me has querido —dijo con fuerza—. Estabas muerta de miedo y yo era solo tu acompañante.

—Pretendes decir, tal vez, que aunque hubiera sido otro... ¡Dios mío, a qué extremo he llegado! —gimió desesperadamente, dejándose caer en un sillón con el rostro entre las manos.

—¡Dolly!

—¡Vete, vete! —gritó angustiada—. Vete y no vuelvas. Después de haber comprobado por ti mismo...

Pasó una mano por la frente y poniéndose en pie le mostró la puerta.

—Márchate, Edward. No quiero verte jamás delante de mis ojos. Recibiré a Bod siempre que quiera. Es el único amigo noble que me queda.

Edward no se inmutó. Se diría que el furor de ella no le conmovía, pero no era cierto. En su corazón aun nadie había penetrado, pues de hacerlo, tanto Dolly como el resto de aquella sociedad que repudiaba a su mujer se hubiesen asombrado.

Pasó ante ella, pero antes de alejarse dijo con rara entonación:

—Sé que vive mi hijo, Dolly. Es mi heredero y aun cuando tú no quieras saber nada de mí, él es mi hijo y lo necesito. Algún día podré dar con su paradero. En cuanto a volver a tu casa... —la miró de una forma muy extraña y añadió casi sin voz—: Volveré, claro que volveré.

Después, irguiendo el potente busto se alejó a pasos largos y recios.

Dolly ocultó la cabeza entre las manos y lloró muy quedo. En medio de su desesperación había algo que brillaba con fulgores de fuego: la presencia de él allí, su gallardía y la decisión de no separarse jamás de ella... Era suyo, mal que le pesara a la sociedad. Aquel hombre que codiciaban tantas y tantas muchachas distinguidas era de la judía, de la maldita judía.

* * *

Fue a pasar con Teddy todo el resto de la semana.

Aunque ante su marido había aparentado rebeldía, no quería recibir a Bod. Tenía miedo. Ella jamás dejaría de amar a Edward y sabía hasta dónde llegaba su genio y su amor propio.

Para evitar compromisos se alejó. Vivió aquel fin de semana con su hijo y soñó que nada había cambiado. En que Edward llegaría cargado con la caza de un momento a otro y los estrecharía a los dos en un estrecho abrazo. ¡Cuánto lo amaba! Cuando se hallaba viviendo con él en aquel trozo de bosque le parecía que todo era amargo y cruel y, no obstante, ahora que no vivía y solo recordaba las horas inefables pasadas al amparo del campo, ¡cómo las añoraba!...

Le tomó gusto al campo y estuvo más de dos semanas con su hijo, yendo a pescar al cercano riachuelo, cazando con el marido de Luci y con Teddy, galopando con su hijo y gozando de la sana limpieza de aquellos lugares exentos de ponzoña.

La casa de campo era grande y espaciosa y abarcaba muchos terrenos. No había por allí alguna otra vivienda. Aquella casa fue de su padre. Jamás había vivido en ella ni nadie supo que le pertenecía. Luci y su marido fueron a instalarse en ella cuando nació Dolly. Isaac Pornikof, como buen judío, se abstenía de pregonar los lugares donde tenía sus propiedades. Su misma hija ignoraba las grandes cantidades de dinero que tenía su padre. Nunca llegó a imaginarse que tuviera tanto, pues siempre había vivido estrechamente. Tan solo se mostraba espléndido con ella y Dolly lo atribuyó su orgullo de padre.

Transcurridos aquellos quince días regresó sola y triste a su palacio. Lo primero que vio fue a Bod.

Ella no bajó del auto y Bod avanzó y se recostó en la portezuela.

—¡Cuánto te eché de menos, Dona! ¿Dónde has estado?

—Fui a dar un corto viaje. ¿Hay alguna novedad, Bod?

—Sí y no.

—¿...?

—Tu ex marido ha vuelto a frecuentar la sociedad. Tus queridas amigas se lo rifan. Supongo que el día menos pensado caerá con Ann o con otra cualquiera.

El rostro de Dolly no movió un solo músculo. Diríase que todo aquello la tenía sin cuidado.

—No te importa, ¿verdad, Dolly?

La muchacha parpadeó nerviosa. ¡Si no le importaba! ¿Cómo no iba a importarle? ¡Cómo no, si amaba a su marido con toda su alma, si él no podía ser de nadie más que de ella! ¡Y se lo llevaban aquellas odiosas muchachas que la había repudiado! Sintió tal violento golpetazo en el corazón que por un momento creyó que Bod iba a descubrir su secreto.

Saltó del auto con ligereza y subió de dos en dos las escalinatas que le separaban de la terraza.

—Ven a tomar el aperitivo conmigo, Bod —gritó tras un violento esfuerzo.

Se sentó ante una mesita y Bod se acomodó a su lado. Hubo un corto silencio. Ella encendió un cigarrillo y fumó nerviosamente.

Luego levantó la cabeza y miró a Bod.

—¿También tu hermana anda a la caza de un hombre divorciado?

Había tal reticencia en la pregunta que Bod elevó vivamente la cabeza.

—Supongo que no te habré molestado, ¿verdad, Dolly?

—En absoluto, querido. Edward no tiene conmigo absolutamente ningún lazo que pueda unirnos. Él puede hacer su vida y yo la mía. Pero, vamos, me hace mucha gracia que una muchacha como tu hermana, linda, culta, rica y distinguida...

—Edward es un buen partido, Dolly. Tú tal vez nunca lo hayas juzgado así. Pero la mujer de hoy es muy materialista. Aunque Edward Glinton no tuviera dinero, su nombre bastaría para tentar a una mujer. Es el hombre más claro y grande de Inglaterra.

—Ya. De todas formas, Bod, es un hombre divorciado. Y ya sabemos que la aristocracia inglesa no admite eso.

—Bah. ¡El mundo ha cambiado mucho, Dolly!

La joven bebió el contenido de la copa y expelió el humo del cigarrillo con indiferencia. Estuvo hablando con Bod durante buena parte de la mañana. Cuando se quedó sola apretó los puños y rompió a llorar descorazonadamente.

A la tarde vistió sus ropas de amazona, mandó que le preparasen el caballo y salió a dar un paseo.

En la terraza de la casa de Bod se hallaba este, Edward, Ann y varias muchachas más. Pasó ante ellos sin levantar la cabeza. ¡Cómo los odiaba! ¡Y él estaba allí! Allí, al lado de aquella odiosa Ann que le había vuelto la cabeza cuando ella iba a saludarla, para recordar juntas sus apacibles días de colegio.

Vagó durante horas y horas por el bosque. Estaba hermosísima y ella no lo ignoraba. Con aquel traje de color avellana, el cabello recogido con un lazo tras la nuca y cubierta la cabeza con un gracioso casquete de lana roja, nadie se hubiera atrevido a negar su distinción. Ella sabía que Edward tuvo que recordar horas dulcísimas al verla pasar. Sí, Edward no podía haber olvidado aquellos días, no podía olvidarlos porque alía tampoco los había olvidado.

Y al recordar ahora nimios detalles veía a Edward con el rostro cubierto por la barba, las cejas fruncidas, besándola apasionadamente, susurrando locuras en su oído...

En aquel entonces, Edward, la amaba. No podría negarlo; mil detalles que entonces no veía se lo demostraban. Vagó por el bosque durante mucho tiempo. Nunca supo cuánto. Le gustaba aquella fresca brisa que acariciaba su rostro y la soledad augusta que reinaba allí.

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