Dolly

Dolly


Segunda parte » Capítulo 6

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CAPÍTULO 6

Transcurrieron algunos días sin que Dolly pudiera ver a Edward.

Recluida en su palacio permanecía desalentada, triste y amargada, comprendiendo que sus fuerzas llegaban al fin. Un día cualquiera iría a buscar a su hijo y se alejaría con él para siempre. No regresaría a Londres jamás. Había recibido decepción tras decepción y desprecio tras desprecio. Odiaba a la ciudad, al barrio y las personas, y hasta estaba por asegurar que odiaba a su marido.

—Señora...

Miró. Era la doncella portando una bandeja sobre la cual vio Dolly algunos sobres alargados.

Los cogió entre sus dedos y despidió a la muchacha.

En cada uno de aquellos sobres blancos campeaba una corona. ¿De quién podrían ser? ¿Qué deseaban de ella aquellos encopetados señores que un día la habían despreciado?

Leyó:

Lady Glinton.

¿Lady Glinton? ¿Por qué? ¿Por qué ponían el sobre a nombre de lady Glinton?

Los abrió con mano febril y cuál no sería su sorpresa al comprobar que los sobres contenían invitaciones para distintas fiestas.

Los condes de tal invitan a lady Glinton a la fiesta que se celebrará en sus salones mañana a las doce de la noche.

Lord X tiene el honor de invitar a lady Glinton.

Los arrugó entre sus manos con tanta fuerza que por un momento los nudillos quedaron blancos.

¿Por qué? ¿Por qué la invitaban ahora si la habían despreciado antes? ¿Qué mundo era aquel? ¿Qué dignidad era la de aquellos señores? ¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Por qué la invitaban?

Destrozó la cartulina entre sus manos y paseó por la estancia de un lado a otro. Eran las seis de la tarde y estaba nevando. Miró con ojos turbios al exterior y se imaginó pequeñita, corriendo ilusionada por la nieve al encuentro del grupo de elegantes muchachotes.

«Vete, miserable judía. ¿Qué haces aquí?»

Y había sido Edward, su Edward, el hombre al que ahora amaba más que a su propia vida.

Apretó los dientes y crispó con tal fuerza las manos que las uñas se clavaron en las finas palmas.

—Es molesto recordar cosas desagradables —dijo una voz tras ella.

Se volvió bruscamente y soltó una carcajada brutal.

—¿Sabes por qué mi padre te arruinó? —preguntó sin consideración alguna, brillantes de rabia los ojos color turquesa—. Porque aquella mañana, cuando yo regresé llorando a la tienda, se juró a sí mismo que yo sería algún día lady Glinton.

Edward se quitó el cigarro de la boca y sin responder se inclinó hacia el suelo, de donde recogió los trozos de cartulina. Arqueó las cejas y volvió los ojos hacia la temblorosa muchacha.

—Son invitaciones de tus amigos —gritó más que dijo la joven—. Son de tus mezquinos amigos. Sí, ¿qué se proponen? ¿Piensan tal vez que voy a pisar alguna vez esos odiosos salones? Jamás. Me iré lejos de aquí. Me llevaré a mi hijo y jamás, jamás querré saber nada de ti ni de su maldita sociedad. ¿Por qué hacen esto? ¿Por qué? Lograré que mi hijo los odie, que desprecie tu sociedad y te desprecie a ti con ellos.

—¡Basta, Dolly! —gritó Edward, impresionado por aquel odio enconado que despedían los ojos color turquesa—. Eres demasiado altiva y demasiado apasionada. Hay que saber perdonar. Las almas...

—No me hables de almas —cortó ella, con un ademán soberbio—. Tú sabes que la mía es tan pura y blanca como la de una muchachita. Pero la han pisoteado. Me han escarnecido, y si hubiera sido una pobre desamparada de la fortuna, hoy sería una de tantas, arrastrada por el arroyo. No sé si podré perdonarte... —añadió con los dientes apretados—. Me has lastimado también. Has pisoteado mi dignidad de mujer y me has humillado como si en vez de ser tu esposa fuera alguno de tus pobres subordinados. No, Edward, el daño que he recibido no podré olvidarlo nunca.

—¿Y quieres que no te llamen judía? Tienes alma de judía, Dolly. Así como tu padre estuvo luchando toda una vida para conseguir su objeto, así luchas tú para destruir tu propia felicidad.

—No quiero felicidad alguna que pueda relacionarse con tu sociedad. No quiero nada, nada. Prefiero mi soledad a la dicha contigo y con ellos. A ti tal vez te hubiera perdonado porque al fin y al cabo eres el padre de mi hijo. Pero, ¿a ellos? ¡Jamás! ¡Jamás!

Edward adelantó unos pasos y la miró al fondo de los ojos.

—Dolly, eres demasiado rencorosa. Fui yo quien hizo correr la noticia de que jamás estuve divorciado ni pienso hacerlo nunca.

—¿Y por eso me han invitado? ¿Y pretendes que les perdone?

Soltó una desagradable carcajada y dio una fuerte patada en el suelo.

—Márchate, Edward —dijo un poco más calmada.

—No me interesa saber por qué lo has hecho. Solo puedo decirte que en mi corazón existe un odio feroz hacia todos esos, y si te empeñas, creo que también te odio a ti.

Pasó ante él. Abrió la puerta y con gesto altivo le mostró la puerta.

—Esta es la salida, Edward.

El noble perdió la paciencia. Se acercó a la puerta, sí, pero fue a cerrarla de golpe, coger a aquella rebelde mujer entre sus brazos y apretarla desesperadamente contra su cuerpo.

—¿Qué me importa la sociedad? —gritó él—. Ahora, en este momento, en este instante solo existes tú. Y te quiero, ¿sabes? Te quiero con toda mi alma, como un salvaje. Trabajé por ti, luché como un condenado, como un...

La besó impetuosamente. Dolly se quedó rígida y fría. En aquel momento no sentía hacia él cariño alguno. El recuerdo del desprecio sufrido, la humillación que le habían dispensado una y otra vez...

—¡Suéltame! —gritó, furiosa—. No te quiero. No te perdonaré jamás.

En medio de la pasión que experimentaba por ella, Edward sintió un furor espantoso. La cogió en volandas, la transportó por toda la casa y después...

—Si lo otro te lo hubiera perdonado, esto nunca, nunca.

Lo dijo cuando ya Edward se alejaba frío y hermético por el parque, en dirección a la plaza.

Un torrente de lágrimas mojó el rostro bonito de la recia judía. Después cogió las llaves del auto y como una loca se dirigió al garaje.

Iría a buscar a su hijo. Se lo llevaría lejos de allí, muy lejos. Nunca más volverían a verla.

Desde la terraza, los ojos pardos del hombre reían humorísticamente. Un nene de seis años tiraba de sus pantalones.

—¿Qué miras, papá?

—Miro el auto de lady Glinton, hijito. No tardará ni dos horas en volver.

Y sus labios dibujaron una sonrisa perceptible, llena de dulzura.

* * *

Edward tuvo paciencia de permanecer en la terraza más de dos horas, al cabo de las cuales vio que el pequeño vehículo de Dolly asomaba por la carretera, cruzaba la plaza y se detenía bruscamente ante el palacio de lord Glinton.

Mandó a Lucía que ocultara al niño y se tendió tranquilamente sobre una hamaca, en la terraza, fumando afanosamente y jugando con la cadena de su reloj.

Transcurridos unos minutos, irrumpió en la terraza la excitada figura de su mujer.

—Pero, Dolly —exclamó como si le causara una tremenda extrañeza—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así? ¡Dios santo, será cosa de prepararte una copa de coñac!

—Me han robado al niño, Edward —gritó ella, temblorosa—. Me lo han robado. No hay nadie en la finca. Ni Lucía, ni su marido ni él... ¡Dios mío!

Edward se puso en pie. La cogió por los brazos y la sentó en un cómodo sillón.

—Cálmate, querida. Ya verás como damos con él en seguida.

—¿Quién pudo llevárselo, Edward? ¡Dios mío! ¿Dónde estará mi hijo? ¿Qué puedo hacer?

Y se mesaba los cabellos desesperadamente, llorando como una chiquilla. Estaba pálida, le temblaba la boca y no cesaba de sollozar:

Edward se sintió profundamente emocionado. Pero quiso hacerla sufrir un poco más, y dijo flemático:

—Todo eso ocurre por no haberme dicho dónde lo ocultabas.

—Cállate. ¿Es que lo merecías?

—Soy su padre.

—¿En qué lo has reconocido? Si ni valor tuviste para enfrentarte con esa odiosa sociedad.

—No sigas desbarrando. Ahora lo importante es encontrar al niño.

Puso su mano en el cabello femenino y lo acarició dulcemente.

Dolly cogió aquella mano y la apretó contra sus labios temblorosos.

—Todo lo perdonaré si encuentro a mi hijo, Edward —dijo, bajito—. Todo, todo. Pero tienes que ayudarme —añadió poniéndose en pie y mirándolo con ojos desorbitados—. Te lo dejaré. Me iré por el mundo sola, sin nadie que me quiera. No volveré jamás a tu lado, pero ayúdame a encontrarle.

—¿Por qué vas a marcharte? Nunca he pensado alejarte de mí. Hace unas horas te dije que te amaba.

—Te burlabas de mí, Edward —murmuró ella, con voz ahogada—. Además, me has hecho mucho daño. Me has humillado de nuevo.

Edward la cogió del brazo y en silencio la llevó al interior del palacio.

Solos en la biblioteca la miró profundamente a los ojos.

—Entre esposos no existe humillación de esa índole, Dolly —dijo con voz vibrante—. Tú me quieres y yo te quiero.

—Jamás me perdonarás que sea una judía.

—¡Bendita judía!

—¡Pero, Edward!

Edward la sentó sobre sus rodillas y la apretó contra su corazón.

—Escucha, Dolly. Tengo que decirte algo muy importante que no debes ignorar. Cuando aquella noche te escapaste de casa después de haber afeado mi conducta, yo me enamoré de ti. No me fui porque te odiara, lo hice porque comprendí que tenías razón. No te merecía. Yo no tenía bastante dinero, solo un nombre, y eso no basta para mantener a una mujer como tú. Tú tenías millones, pero yo los desprecié. Si no te amara, tal vez las cosas se hubieran desarrollado de muy diferente forma, pero te quería, ¿comprendes? —preguntó, besándole los ojos dulcemente, suavemente, estremeciendo a la muchacha, cuyos brazos, casi sin ella darse cuenta se anudaron al cuello de aquel hombre por cuyo amor lo olvidaba todo: su odio hacia la sociedad, el daño que le había hecho y también el abandono al que Edward la había sometido—. Tenía que trabajar para ganar tu amor. Y fui a meditar al bosque, donde más tarde la Providencia te llevó a mi lado. Allí, en el silencio de aquellos parajes, comencé a comprender que además de quererte te admiraba. Eras una mujer perfecta, eras mi ideal, y cuando supe que ibas a tener un hijo me llamé egoísta, porque aquella incomodidad no la merecías. Me hice el ofendido y te dejé marchar. Cuando se alejó el auto, me tiré sobre la hierba y lloré, ¿sabes? Era la primera vez en mi vida que lloraba y me sentí liberado de un peso terrible.

Calló. Los ojos color turquesa lo miraban amorosamente llenos de lágrimas.

—Nunca más me iré de tu lado, Teddy dijo bajito, besándole en los labios suavemente.

Recordó a su hijo y se puso en pie rápidamente.

—Edward, tengo que encontrar a mi hijo. A nuestro hijo.

Edward avanzó despacio.

—Lo encontraremos, Dolly. No te preocupes, pero ahora déjame quererte un poquito. Aun no he terminado.

—Me lo dirás después, Edward.

En aquel momento se abrió la puerta y la figura menuda de Teddy penetró como una tromba.

—¡¡Teddy!! —gritó ella, corriendo a su lado y apretándolo desesperadamente entre sus brazos, mientras reía y lloraba como una criatura.

El nene se abrazó a ella y besaba una y otra vez el rostro cubierto de lágrimas.

Edward, muy quieto, los contemplaba un poco emocionado. De súbito el niño levantó la cabeza y mirando a su padre, dijo alegremente:

—Así tenía el rostro mojado mamá cuando decía que estaba sudando.

—¡Pero, Teddy! —amonestó Dolly—. ¿Por qué le dices esto a papá?

—Porque me preguntó si tú me hablabas de él y yo le dije que lo hacías siempre llorando.

—¡Hijo mío! —susurró apasionadamente.

Luego lo soltó y fue hacia su marido.

—¿De modo que sobornando a mi hijo después de haberlo robado, eh?

—Ve a jugar con Lucía, pequeñín —pidió el padre, besando dulcemente al pequeño—. Yo tengo que hablar mucho con mamá.

—¿Me llevaréis después en coche? ¿Iremos a ver los caballitos que me has dicho?

—Te llevaremos esta misma noche. Ahora vete, pequeñín mío.

El nene se fue. Edward avanzó despacio hacia su mujer y la cogió por los hombros.

—Dolly, esta será nuestra vida a partir de ahora —murmuró, con voz profunda—. Espero que sabrás amoldarte a ella. Te robé el niño, sí, lo hice el mismo día que tú abandonaste el campo después de haberte burlado de mí. A tu lado me he sentido niño otra vez y he anhelado como nunca el calor del hogar y el cariño de otra niña. Una niña como tú, que se llame Dolly y sea tan bonita, tenga los ojos de turquesa y la bondad y gallardía de su madre.

La apretó contra su corazón y la besó, la besó apasionadamente, desesperadamente, como resarciéndose del tiempo perdido. Ella, vencida al fin, y enamorada como nunca de su querido lord Glinton, se apretó contra él y se dejó querer y quiso con toda su alma, con todo su temperamento fuerte y absorbente y con su innata dulzura que cultivaba.

—Cuando tú te marchaste, yo me fui también —dijo él de súbito, sin soltarla—. Trabajé como un condenado, gané algún dinero y después vine a buscarte. Ya tenía algo que ofrecerte, poco, pero lo suficiente para que jamás volviera a pensar que vivía de tu dinero.

—No hables de eso, querido mío.

—Tengo que añadir, Dolly, que cuando volví y supe que decían de ti todas aquellas cosas tan desagradables no las creí. Pero como tú no habías desmentido lo que se decía de nuestro divorcio, decidí ganar tu amor como si no fuera ya tu esposo.

Hizo una pausa y prosiguió ahora mucho más bajito, al oído de ella:

—Vamos a pasar una temporada en el bosque, Dolly. Quiero tenerte en aquellos lugares donde tan felices fuimos ambos, sin que por ello nos lo hubiéramos dicho nunca.

—¿Y el niño?

—Nos lo llevaremos. Irán también Luci y su marido. Lo pasaremos bien. Después te presentaré en la Corte.

—¡En la Corte! ¡Y empezar de nuevo!

—Pero esta vez estarás al lado de tu marido, lord Glinton.

* * *

—¡Qué raro, Edward! —exclamó sinceramente extrañada—. Antes no había carretera por estos lugares.

—Pero ahora, sí.

El auto continuó corriendo. La carretera brillaba en la noche en medio de aquel bosque, al que partía como una línea recta. Dolly observó con el corazón tembloroso que el auto se detenía, al fin, ante una linda casa de campo, rodeada de un fresco y bello jardín. El lago rutilaba a lo lejos con reflejos metálicos, y Dolly, con los ojos desorbitados por el asombro, saltó al césped y contempló aquellos lugares tan queridos, que, aun con ser los mismos, eran tan diferentes de cómo los conocía.

—Edward —murmuró estremecida por la emoción.

—¿Cómo has hecho esto?

—Fueron tres años de intenso trabajo, querida.

—Pero si yo vine aquí una vez...

—Lo sé. Fue después cuando yo decidí estacionarme aquí. Trabajé intensamente para rendirte este tributo. Es el regalo que hago a mi querida judía.

Ella se colgó de su cuello y lo besó en plena boca, con intensidad, con adoración.

—Mi amado lord —musitó, bajito—. No te pesará, querido mío. ¡Nunca te pesará!

El nene corría tras de la vieja Luci en dirección al lago.

Edward cogió a su esposa en brazos y la llevó a través del jardín.

—Aquí seremos felices, Dolly.

En los ojos de aquella judía apareció el brillo de una lágrima. Edward la bebió avaricioso y miró hacia el firmamento.

—Dios te bendiga, padre —exclamó Dolly.

Penetraron en la casita, depositó a su mujer sobre un diván y dijo contemplándola apasionadamente:

—Ahora tienes que prometerme olvidar el pasado, Dolly.

—¿Cómo no voy a olvidarlo si tú estás a mi lado? Siéntate aquí, Teddy. Quiero decirte cómo te quiero.

Y se lo dijo tan intensamente, que el hombre quedó enajenado.

FIN

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