Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 2

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CAPÍTULO 2

Aquella noche no bajó a cenar. Una doncella le sirvió la comida en sus habitaciones, y después de haber tomado tan solo un vaso de leche, se recostó sobre el canapé y permaneció muy callada, con los ojos clavados en el techo.

Había cometido un disparate uniendo su vida a Edward Glinton. Su padre se hubiera ablandado al fin, de ella haberse negado tenazmente. Ahora ya no tenía remedio.

Recordaba cuando, ya casados, se instaló en el bello palacio de lord Glinton.

—Este es tu dormitorio —había dicho Edward, fríamente—. Espero que te encuentres bien en él.

Y después se retiró al suyo contiguo. Una pequeña puerta unía aquellos dos aposentos. Aquella puerta permanecía cerrada, pero jamás Dolly se preocupó de correr el cerrojo. Sabía con absoluta precisión que nunca Edward Glinton se atrevería a traspasarla.

Le odiaba por ser un hombre frío, déspota y altanero. Ella, que siempre había soñado con unir su vida a un hombre sencillo, aunque no tuviera nobleza de sangre ni millones, pero que poseyera la nobleza de alma y un corazón suficientemente grande para quererla.

Y en cambio...

Se abrió la puerta de golpe y la figura de Edward, vestido rigurosamente de etiqueta, se perfiló en el umbral.

—¿Estás dispuesta? —preguntó con áspera voz.

Dolly se puso en pie rápidamente. Primero quedó suspensa, luego avanzó hacia él lentamente, y dijo con mesurada voz:

—Espero que en lo sucesivo se abstenga de penetrar en mis habitaciones sin llamar.

—Soy tu marido.

—Hemos quedado de acuerdo en que éramos extraños el uno para el otro.

—¡Tonterías! —gritó el aristócrata, dando una patada en el suelo—. No he venido para discutir eso. Ahora solo me interesa que te vistas para ir a la ópera.

—¿Para qué halague tu vanidad? No lo esperes. Nunca me presentaré en público en tu compañía. Si tienes a menos ser el marido de una judía, yo tengo a menos ser la mujer, la esposa, de un hombre que gastó toda la fortuna de su padre en juegos y en mujeres de reputación dudosa. Nunca seré ni siquiera una amiga para ti. Y sin embargo, mi padre, creyendo tal vez hacerme un favor, me unió a ti bajo el juramento de que jamás podrías proporcionarme la anulación de este descabellado matrimonio. De todas formas, no seré la primera mujer ni la última, por supuesto, que pasa por la vida sin haber amado.

Hizo intención de dar la vuelta, pero una mano de hierro la cogió por los hombros.

—Hablas muy fuerte —murmuró Edward, con entonación indefinible—. Tus palabras te caerán de nuevo en la boca.

La volvió del todo, la sujetó por la cintura, la apretó bruscamente contra su ancho cuerpo y la miró al fondo de aquellos ojos de turquesa. Nunca hasta entonces había reparado en ella. Recordó vagamente la pregunta de Bod: «¿Es bella?». Lo era, sí, mal que le pesase, lo era. Era, además, una mujer seductora, de acusada personalidad, de grandes ojos misteriosos y de boca... La boca de Dolly fue una tentación para el aristócrata cuyos ojos brillaron de una forma muy rara.

Tal vez la joven adivinó el propósito de su marido, pues se irguió asustada, luciendo en sus bellas pupilas un terror indescriptible a la vista de aquellos labios del hombre que cada vez, sin palabras, se aproximaban más a los suyos.

Y cosa extraña, desde aquel momento, Edward supo cómo y de qué forma podría, en lo sucesivo, dominar a la hija del judío, que aun cuando poseía una belleza endemoniada, a él no le atraía en absoluto.

—¡No lo hagas! —gritó la joven, con sordo acento.

Edward ahogó con sus labios aquel grito. La besó apretadamente, brusco, salvaje, frío y vencedor, con un dominio absoluto de sus nervios. Dolly sintió que algo le subía por la garganta. Primero se quedó rígida, después se desprendió del abrazo y aspiró fuerte, clavando en él el fuego de sus pupilas llameantes.

—Eso, Dolly, lo haré todos los días, a todas horas, siempre que no hagas lo que yo mando Ten en cuenta que eres mi mujer y no habrá nadie que ose penetrar en esta puerta, aunque grites desesperadamente. Los hombres de mi raza han dominado siempre a sus mujeres y tú eres la mía. ¿Lo entiendes? Eres mi mujer, aunque ahora te empeñes en ser solo mi esposa.

Dio un paso hacia adelante y añadió:

—Te concedo veinte minutos para vestirte.

Dolly, jadeante, lo retó con los ojos.

—No iré jamás —gritó sin poder contener la ira—. Puedes matarme incluso, pero no iré a la ópera. No me harás la humillación de presentarme en tu lujoso palco como si fuera un artículo de lujo.

Edward, sin prisas, se sentó en un sofá. Encendió un cigarrillo, y tras observar el nerviosismo que agitaba el pecho de su esposa, exclamó:

—No tengo interés alguno en que creas eso u otra cosa. No obstante, como me siento generoso esta noche, te advertiré que nadie sabe el motivo por el cual nos hemos casado —Sacudió la ceniza y elevando un poco los párpados, concluyó—: Todos mis amigos creen que me he casado perdidamente enamorado de ti. Espero que sepas hacer bien tu papel de esposa enamorada.

Y como ella apretara los puños, impotente, se puso en pie y avanzó despacio hacia la joven que continuaba impasible, con el rostro cubierto de mortal palidez. La miró a los ojos. Inclinó el potente busto, alzó con su mano la fina barbilla de su mujer, y murmuró con áspero acento:

—No es para mí un placer permanecer toda la noche a tu lado, pero ten la seguridad que si no vienes a la ópera...

Sin terminar, cogió una de las manos de Dolly, que inerte pendía muy quieta a lo largo de su cuerpo y la apretó violentamente.

—Decide. Falta media hora para que ocupemos nuestro palco.

—Eres un canalla.

—Si no te callas volveré a besarte y...

Ella se apartó de un salto.

—No vuelvas a hacerlo jamás. ¡No lo vuelvas a hacer! No me toques nunca. Me inspiras...

—No te esfuerces. No me interesa saber la clase de sentimiento que te inspiro. Con seguridad que será algo similar a lo que me inspiras tú a mí. Ve a vestirte. Te esperaré aquí. Te concedo un cuarto de hora.

Dolly apretó los labios. Era evidente que ni sus besos ni la amenaza de pasar allí la noche la asustaba. Era hija de un judío que había luchado tenazmente durante doce años para conseguir un objeto determinado y lo había logrado. Así, pues, su hija no podría jamás desmentir su procedencia. Era evidente que los besos de Edward la asustaban. No precisamente porque le repugnaran, sino porque jamás había sido besada, y temía que contra su deseo pudiera llegar a enamorarse de aquel hombre, a quien lógicamente tenía que odiar toda la vida.

Retrocedió sobre sus pasos, sabedora de que por la fuerza no podría rebelarse. Así, pues, allí el arma más eficaz era la astucia y decidió usarla. No contaba con la recia voluntad de Edward Glinton. Aun no se conocían lo suficiente. Ni él a ella ni ella a él. Si hubiese sabido de lo que era capaz, Edward no hubiera obrado de aquel modo, pero lo ignoraba.

Se introdujo en el saloncito contiguo. Cerró la puerta con llave y se sentó en el borde de una butaca.

* * *

Transcurrió el cuarto de hora. Edward tiró lejos de sí el segundo cigarrillo y se puso en pie.

—¿Terminas, Dolly?

A través de la puerta, la voz de Dolly llegó a los oídos de Edward un poco alteada.

—Puedes marcharte. Te he dicho que no iba.

—Pero...

No terminó la frase. Se agitó el fuerte pecho y con furia infinita, propia de un salvaje de la selva africana, lanzó el hombro derecho contra la puerta y esta saltó hecha añicos.

Pálido, reluciendo de rabia las ojos pardos, el cabello alborotado y las manos crispadas, la figura de Edward asustó un tanto a la joven, quien de pie en mitad de la estancia esperaba temblorosa.

Edward saltó hacia ella. La zarandeó como si fuera una pluma y gritó, con los dientes apretados:

—De mí no se ha burlado nadie, ¿comprendes, miserable judía? Nadie, y tú no serás la primera. Ahora vas a ponerte un traje de noche en mi presencia. Vas a vestirte y vas a acompañarme y cuando regresemos... Cuando regresemos —añadió con las pupilas echando lumbre— te diré lo que hace un hombre como yo con una mujer como tú. Pronto, que no tenga que volver a repetir mis palabras.

Dolly, sin llorar, pero con unos deseos terribles de hacerlo, comprendió desde aquel momento que su voluntad frente a la de aquel hombre se convertiría en una cera moldeable. Y a su pesar, experimentó una profunda admiración hacia él, hacia aquel joven aristócrata, que poseía en sus ojos el poder dominador de un rey cruel.

—Te ruego que salgas —dijo con un hilo de voz—. Estaré en seguida.

Él se mantuvo quieto.

—No me vestiré mientras no me dejes sola.

Por toda respuesta, Edward se dejó caer sobre una butaca, encendió un cigarrillo y fumó sin prisas.

—Es de muy buen tono aparecer en el teatro un poco tarde, querida —dijo tan solo, con cruda ironía.

Dolly sintió deseos de saltar hacia él y abofetearlo, pero no lo hizo. ¿Para qué? Siempre saldría derrotada.

Se fue al cuarto de baño. Volvió minutos después enfundada en un elegantísimo modelo de noche, blanco, ajustado peligrosamente, perfeccionando el hermoso busto y suelto en amplios vuelos desde la cintura. Escotado, sin mangas, dejando ver la blancura inmaculada de sus hombros perfectos y luciendo en el cuello un hilillo de perlas. El cabello negro, brillante y sedoso cayendo en cascada, acariciando un tanto la fina mejilla ahora un poco coloreada por la excitación. En la mano llevaba la capa recamada y un pequeño bolso blanco.

Estaba no solamente preciosa, sino fascinadora. El hombre se puso rápidamente en pie, y a través de los párpados un poco entornados, contempló la exótica belleza de aquella muchacha que era su... esposa. ¡Su esposa! Nunca había medido bien aquellas palabras. No obstante, en aquel momento, a su pesar, se sintió orgulloso de poseer por mujer a la judía. Admiró su arrogancia, su pelo, su cara, los ojos y la boca juvenil, fresca y lozana de aquella muchacha cuya voluntad trataba de imponérsele.

Y ella sabía llevar el traje con soltura. Y sabía adornarse delicadamente con un solo collar de perlas cuando en su cofre tenía cientos y cientos de joyas de valor incalculable. ¿Delicada? Lo demostraba, al menos. ¿Exquisita? Tenía que reconocerlo, aunque no quisiera. ¿Hermosa? Jamás había visto mujer igual.

Quiso ser irónico, tal vez para desvanecer la fuerte impresión que le producía la belleza cautivadora y distinguida de Dolly Pornikof, la... judía.

—¿Por qué te adornas con esa joya? ¿No tienes otras más costosas?

Dolly ni siquiera le miró. Avanzó hacia la puerta, y sin volver la cabeza, repuso:

—No voy a exhibirme.

Y trató de colocar sobre los hombros la capa recamada. Edward se adelantó galante para ayudarle. Cogió la capa, y antes de ponérsela miró con ojos profundos el cuello blanco de aquella muchacha, a la que jamás había visto vestida de aquella manera. Instintivamente, casi sin darse cuenta, se inclinó hacia ella y la besó en el hombro. Un perceptible estremecimiento recorrió el cuerpo de la joven.

—No lo hagas nunca más —pidió con voz ahogada—. Por favor, te ruego que no vuelvas a hacerlo.

Edward era un hombre violento. No admitía jamás órdenes de nadie, y menos de una mujer. Furioso sin saber a ciencia cierta por qué, la sujetó por la cintura y la apretó contra su cuerpo.

—Puedo hacerlo cuantas veces me dé la gana. ¿Me oyes? —gritó, excitado—. Y ahora voy a demostrártelo.

Y la besó en plena boca con absoluto poderío. Dolly, desalentada y desfallecida, creyó que el ímpetu de aquel hombre no decaería jamás. Se sintió besada por él en la boca, en el cuello y en los ojos. Cuando la soltó, Edward suspiró cómicamente:

—¿Por qué no me pegas, Dolly?

—¡Eres un canalla! —dijo ella, con ahogada voz—. ¡Si pudieras adivinar el intenso odio que guardo en mi pecho!

—No me preocuparé de adivinarlo. ¿Para qué? Juzgo por el que yo siento hacia ti.

Y cogiéndola por el brazo, la condujo por el largo pasillo hacia las escaleras que conducían al vestíbulo. Momentos después, el auto se alejaba camino de la ópera.

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