Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 4

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CAPÍTULO 4

Permaneció una fracción de segundo con la mano en el pomo de la puerta de su habitación. Los pasos de él se oyeron muy cerca. Ya lo tenía tras su espalda.

Abrió la puerta y penetró dentro.

—Buenas noches —deseó Dolly, con voz ahogada. Edward no contestó.

La joven cerró la puerta tras de sí y apoyó desfallecida la espalda en la madera.

Suspiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió, la figura de su marido se hallaba en medio de la estancia. La puerta de comunicación se hallaba abierta.

—¿Qué haces aquí? —gritó ella, casi sin voz.

—Mi deber.

—Vete, vete. ¡Antes la muerte que...!

—No te preocupes, Dolly. Y respecto a la muerte, ya llegará cuando le parezca. Ambos somos ya mayorcitos para andar con comedias.

—Nunca te has preocupado. Me has dicho...

—Nada en absoluto. Todas las mujeres de nuestra raza han sabido cumplir con su deber.

—Yo no soy de tu raza. No quiero serlo, ¿comprendes? Os detesto a todos, a ti más que a nadie. Mañana iré a ver a mi padre y no volveré jamás a esta maldita casa.

—Si te vieran ahora mis amigos no me felicitarían —dijo fríamente. La sujetó por los hombros y la miró fijamente a los ojos, con una fijeza que lastimaba—. Es inútil que protestes, Dolly, Somos dos seres humanos y vamos a vivir como lo que somos. Cuando queramos presenciar una comedia, te llevaré al teatro.

—Nunca. ¡Jamás!

La voz se ahogó en la garganta femenina. Una risa silbante salió de entre los labios de Edward. Ella, herida en su sensibilidad de mujer, maltratada y escarnecida, dio un salto hacia atrás y traspasó el umbral de la puerta como una flecha, recogiendo el borde de su traje de noche y tirando en medio de la estancia la capa recamada.

Edward corrió tras ella, pero cuando llegó al parque el lujoso Cadillac va se alejaba raudo, conducido por aquella maldita judía.

Una ira indescriptible sacudió el pecho masculino, que, impotente, se vio en medio del parque, solo, furioso, sin armas para alcanzarla, sin argumentos que exponer para convencerla de que aquello era una temeridad.

Apretó los puños y se juró vengar el ridículo que correría a la mañana siguiente cuando sus amistades supieran que le había abandonado la hija del judío.

Se sentó en un banco y esperó pacientemente que las luces del nuevo día alumbraran el parque.

Tan pronto aparecieran los primeros fulgores del alba iría a casa de Dolly.

* * *

Le recibió Isaac. Se hallaba tras el pequeño mostrador con los lentes colgando de la nariz, a través de los cuales miró a su yerno con severidad.

—Tengo que hablarle, Edward —dijo con voz pausada y tenue, saliendo de detrás del mostrador y avanzando despacio hacia el joven, quien con los párpados entornados lo contemplaba enojado—. Al entregarle a mi hija le hice donación de un preciado tesoro. Sabía que Dolly jamás desentonaría a su lado. La eduqué para ser una gran milady.

Aspiró hondo y continuó, apremiando por la dura mirada del aristócrata:

—No supe bien lo que hacía. Dolly no es una mujer insensible. Hay en su pecho un gran corazón cuyo valor no sabe usted aquilatar. Creo que haciéndola lady Glinton sería feliz, pero me he equivocado. Las mujeres como mi hija necesitan algo más para ser felices.

—¿Y no se lo di?

—Al parecer, no. Puesto que llegó a casa ayer a las cuatro de la mañana y se niega a volver con usted.

—¿Dónde está?

—Estoy aquí —dijo la voz, saliendo de detrás de la cortina—. Estoy aquí y no creas que tengo empeño en ocultarme. Nunca volveré a tu lado. Te odio, te odié desde niña y te odio ahora como mujer con toda mi alma, con todo mi ser.

Edward sintió que algo ardía en su rostro. Un furor indescriptible lastimaba su pecho, pero no dijo ni hizo nada que lo demostrara. Encendió un cigarrillo y se balanceó tranquilamente sobre las largas piernas.

—Bien, si no quieres venir, yo no voy a obligarte. Mas recuerda que estamos los dos en el mundo y que algún día, tal vez muy pronto, vengas a mí para iniciar de nuevo lo que ahora destruyes.

—No puedes negarte, Dolly —dijo el padre, con voz atragantada—. Has prometido obediencia a este hombre.

—Este hombre es un infame, padre. Ya no puedo vivir a su lado porque no tengo bastante confianza en él.

—Todo eso es muy novelero —replicó el aristócrata. Se inclinó hacia la joven y añadió—: Buenos días, querida. Hasta la vista.

Y se alejó con paso recio, erguido el busto, firme la arrogante cabeza.

Aquella misma tarde, Dolly recibió una nota donde le decían que Edward Glinton se había marchado de Londres.

Puedes volver al lado de mi padre. Supongo que él te inspirará confianza.

Al pie de esta nota leyó el nombre de Edward. Experimentó una sensación rara que no supo a qué atribuir. Ni se preocupó demasiado en averiguarlo. No obstante, aquella misma noche se instaló al lado de su noble suegro.

Comenzó una nueva vida.

La opinión del mundo, que tanto temía Edward, a ella la tenía sin cuidado. Supo que se habían hecho comentarios a su costa, se preguntaron tal vez por qué se había marchado Edward dejando en el regio palacio a su bella y joven esposa, pero nadie halló una respuesta adecuada, y cuando al fin Dolly supuso que los comentarios habían cesado, decidió salir alguna vez. En el palacio se ahogaba. Las anchas paredes, los grises muros de la cerca, fríos e inhóspitos, parecía que pesaban sobre su espalda. Comenzó a pensar que era demasiado joven para dejarse morir poco a poco de inanición dentro de su, cárcel lujosa y un día salió por primera vez sola, en el auto que le había regalado su padre.

—Te conviene salir, querida —le dijo el anciano lord, mirándola cariñosamente—. Esto es demasiado frío para tu juventud exuberante.

Pero al mismo tiempo no dejaba de pensar que tal vez a su hijo no le pareciera bien el nuevo método de vida que se hallaba dispuesta a comenzar su esposa.

—Hasta luego, papá.

El anciano la besó en la frente y le dio unos golpecitos en la espalda.

La quería por su bondad, por su sencillez y por su distinción. Además, siempre había sido cariñosa con él. Nunca había tenido una hija y le parecía que la esposa de su hijo lo era.

Dolly subió al auto rojo y se alejó sin prisas. También ella quería al anciano. Se había encariñado con él casi sin darse cuenta, y ahora le sería muy difícil vivir lejos del padre de su marido.

Iba muy bonita. Vestía un trajecito de mañana blanco, sin mangas, el escote subido y la falda muy ajustada, poniendo bien de manifiesto las líneas esculturales de su cuerpo erguido y hermoso.

El cabello negro, suelto en cascada, los ojos color turquesa rutilando y la boca un poco apretada, como si la crispara una preocupación.

* * *

Evidentemente, Dolly no era feliz. En su vida siempre se hallaba un vacío que no sabía definir y menos atribuir a una causa determinada. Y no es que no la hubiera, pues si mirara en torno comprendería fácilmente que a su juventud le faltaba aliciente necesario para ser feliz. Era joven, bonita, culta... Y no tenía marido, y, sin embargo, se hallaba casada. ¿No era esto suficiente? ¿Y por qué si lo era no lo reconocía?

Hacía exactamente nueve meses que Edward se había alejado de Londres. ¡Nueve meses! ¡Casi una vida! ¿Notaba su ausencia? No. ¿Deseaba que volviera? No. ¿Por qué, entonces, prestaba atención al vacío que existía en su vida? Ese vacío solo lo podía llenar un hombre y puesto que ella ya tenía dueño, lógicamente jamás podría pensar en otro. Y no obstante, pese a todo lo expuesto, Dolly no deseaba que Edward volviera.

¿Sabría su marido que ella se hallaba instalada en su casa al lado de su padre? Lo ignoraba, aunque sospechaba que el anciano lord tenía a su hijo al corriente de todo lo que sucedía en el interior de la regia mansión.

Puso dirección a una solitaria carretera. El pequeño vehículo corrió por aquellos parajes solitarios durante horas interminables. Dolly sentía pasión por el vértigo.

Corría desenfrenadamente, feliz de saberse sola, sin pensamientos que maltrataran su corazón y su cerebro.

Ahora no quería pensar en nada. Apretaba cada vez más el acelerador y el auto saltaba como una flecha, salvando la distancia vertiginosamente. De pronto, el viento arremolinó los negros cabellos sobre los ojos femeninos, estos se abrieron desmesuradamente. No veían. Súbitamente, una espesa bruma le impidió seguir hacia adelante, quiso frenar, pero no fue posible, Sintió un ruido terrible, un choque tremendo en su cabeza y después la nada.

El auto permanecía quieto, completamente destrozado contra el grueso tronco de un árbol. Ella, despedida por el ímpetu de aquella desenfrenada velocidad, estaba tendida boca arriba sobre el césped, con los cabellos en desorden, la boca entreabierta, las manos extendidas y la faz palidísima.

—Una contrariedad —dijo el hombre, que saliendo de entre las matas apareció en el borde de la carretera—. ¿A quién diablos se le habrá ocurrido venir por esta carretera intransitable?

Ajustó el zurrón en la cintura, dejó la escopeta a un lado y avanzó hacia la joven. No había en su faz bronceada huella alguna de conmiseración. Diríase que aquel accidente, cuyas características a cualquiera le hubieran parecido mortales, no conmovía en absoluto su corazón de salvaje cazador.

Llevaba altas polainas, calzón de pana negra, camisa de cuadros arremangada hasta el codo, dejando ver los nervudos brazos. Una barba espesa y rizada cubría totalmente la faz masculina. El cabello también largo, un bigote descomunal sobre el labio superior y la cabeza cubierta por un gorro de lana. Sobre los ojos llevaba gafas negras tan negras que tapaban casi su rostro, del cual solo se podía ver la barba, y la boca de trazo firme, un poco dura, crispada en las comisuras fuertemente.

Se inclinó sin prisas sobre la accidentada, y un grito de triunfo salió de entre aquellos labios,

—El destino te trae a mis manos, mujer —dijo con ronca voz.

Luego, sin un átomo de emoción, cargó con ella, y tras de comprobar que vivía, se lanzó hacia el bosque, perdiéndose entre las altas matas.

Caminó con su carga más de una hora. Cruzó un frondoso río sin soltar su presa, se internó luego en un bosque de espesos y gruesos árboles, y por fin, tras de media hora más de camino, divisó a lo lejos un pequeño lago en medio del cual se alzaba una especie de isla. Más lejos se veía una casita de menguadas dimensiones. El cazador dirigió sus pasos en aquella dirección, y cuando llegó ante la pequeña vivienda, dejó la carga sobre el césped. Sin prisas se adentró en la casita, dejó el zurrón sobre una tosca mesa, la escopeta colgó la de un clavo y salió de nuevo llevando en la fuerte mano un pequeño frasquito.

Lo aplicó a la nariz de Dolly, pero esta no dio señales de vida. Frunció el ceño y cargó de nuevo con ella.

Aquí no existen medicamentos, excepto los que nos proporciona la naturaleza.

Caminó en dirección al lago, sumergió la cabeza femenina en el agua y la sacó de nuevo, sacudiéndola como si en vez de tratarse de una mujer estuviera bañando a su perro.

—¿Qué? ¿Todavía no respiras?

Dolly abrió desmesuradamente los ojos. Volvió a cerrarlos. El cazador lanzó una brutal carcajada y tomó a sumergirla en el río.

—Espero que esta vez puedas mantenerlos abiertos, maldita judía.

Y en efecto, Dolly se sacudió bruscamente, fijó los ojos en el rostro de aquel hombre que parecía un salvaje, exclamando con ahogada voz:

—¿Quién es usted? ¿Por qué estoy aquí?

Pasó una mano por la frente.

—¿Y mi coche? Yo he salido de casa en coche. Tengo que volver rápidamente. Estarán impacientes por mí. ¡Dios mío, qué contrariedad!

Trató de ponerse en pie. Se le doblaban las rodillas.

—¡Virgen mía! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me mira usted de ese modo? ¿Quién es usted?

Edward Glinton se sentó a su lado y procedió a encender la pipa sin prisa alguna. Luego sus labios dibujaron una sonrisa perceptible.

—Ayúdeme a ponerme en pie, por favor. He de marcharme en seguida.

Miró en tomo.

—¿Dónde estoy?

—En un lugar de donde no se puede salir sin mi ayuda.

Aquella voz profunda, bronca y ruda, estremeció brutalmente a la muchacha. Trató de ponerse en pie, pero no pudo. No obstante, agitó las manos, sacudió el cabello y exclamó, con ahogada voz:

—¡Tú!

Edward se despojó de las gafas, alisó el cabello y la contempló con rudeza.

—Sí, soy yo. Hace nueve meses que vivo en esta parte del bosque. Esto —y señaló la pequeña casita rodeada de flores— es lo único que tu padre no pudo lograr. Ha sido una propiedad hermosa hace algunos siglos. Hoy solo queda la casita y eso gracias a que yo la restauré. Estoy aquí, sí. No esperaba que tú vinieras a compartir mi soledad.

Se puso en pie y lanzó la mirada en torno.

—A veces tanto los hombres corno las mujeres necesitan esta quietud para meditar.

—Nunca hubiera imaginado...

—Lo sé, querida. No es preciso que te esfuerces. Nunca has imaginado que un hombre como yo pudiera pasar nueve meses del año solo en este destierro. Soy feliz.

—¿Lo sabe tu padre?

—Mi padre se halla convencido que su hijo hace un viaje alrededor del mundo.

Dolly apretó los labios. Él no la miraba al hablar. Había en sus pupilas pardas una expresión dura que jamás había apreciado en la mirada del aristócrata. ¿Qué sería de ella en lo sucesivo? ¿Le permitiría que se marchara? ¿Y por qué no, si jamás se quedaría a su lado aunque la amarrara a un árbol?

Hizo un último esfuerzo, y al fin, logró incorporarse.

—¿Dónde está mi coche? —preguntó sin mirarle—. Quiero marcharme ahora mismo.

—No lo esperes, Dolly. De ahora en adelante harás tus funciones de esposa en este trozo de tierra brava. Estaba sintiendo que faltaba una mujer.

—¿Quedarme a tu lado? ¿Qué culpa tengo yo de que te hayas vuelto loco?

—Nos volveremos los dos, querida.

Dio un paso hacia atrás, la sujetó por los hombros y la miró al fondo de los ojos fijamente, con aspereza.

—Ya sabes cómo soy, Dolly. No tenía intención de verte a mi lado y la verdad es que no te he deseado, pero puesto que el destino te trajo aquí... No intentes rebelarte. No admito súplicas y menos protestas.

La cogió de la mano y la llevó tras él en dirección a la casita. Dolly sentíase cada vez más desfallecida.

—No me quedaré contigo.

Lo dijo con fuerza, con rabia que él consideró fuera de lugar en aquel momento crítico para ambos.

Encogió los hombros y lanzó una burlona carcajada.

—Después de todo —exclamó fríamente—, no pienso detenerte. Si quieres marcharte puedes hacerlo, pero te advierto que tu lujoso automóvil se halla aplastado contra el tronco de un grueso árbol, y por otra parte, este lugar del bosque es peligroso.

—Prefiero la muerte a permanecer sola contigo.

Había llegado a la casita. Edward sacudió el cabello y señaló indiferentemente la puerta de la casita.

—No reúne muchas comodidades, pero si yo he podido vivir aquí, tú podrás hacerlo también.

La empujó sin grandes miramientos, y Dolly, con los ojos ardiendo, pues prefería la muerte antes que él la viera llorar, se quedó muy quieta en mitad del umbral.

Abarcó el interior con una sola ojeada. Frío, duro, inhóspito y áspero le pareció todo. Un fogón mal encajado en una esquina de la única estancia de aquella minúscula casita. Dos trozos de árbol haciendo de silla, un montón de paja al fondo y dos gruesas mantas dobladas de cualquier forma sobre el desnudo suelo. Había una mesita en medio de la estancia y sobre la misma un plato y un cubierto. Desolada, se tapó la cara.

—¿Y vives aquí? —preguntó casi sin voz, en el fondo admiraba de que aquel hombre acostumbrado al lujo pudiera soportar la miseria que veía en torno.

—Es lo único que me queda, Dolly —repuso él, esta vez sin ironías en el acento de su voz, un poco ronca—. Esto es verdaderamente mío. No quiero nada que haya sido del judío de tu padre. Me dijiste una vez algo que me molestó hondamente. Nunca pensé que mi orgullo de hombre pudiera soportar tanto. Esto es mío, muchacha, no tengo en mi bolsillo ni una sola libra. Vivo de la caza y de los pececillos que pesco en el río o en el lago. Duermo sobre esa paja, como en ese plato y soy un hombre absolutamente feliz.

Ella le miró extrañada.

—¿Y pretendes continuar así toda la vida?

—Tal vez no. Cuando muera mi padre cederé al tuyo todo mi capital que en realidad os pertenece. Soporté por él —me refiero a mi padre— aquella humillación. Pero cuando se haya ido para siempre, no me importará en absoluto separarme de ti y sufrir la pobreza. Ahora ya me estoy aclimatando a ella.

—Muy original.

—Tal vez no te lo parezca, pero lo es. Pocos hombres hubieran obrado como yo.

Dolly se sentó sobre el tronco y estiró las bonitas piernas.

—Si piensas separarte de mí cuando muera tu padre, no veo el motivo por el cual pretendes que me quede a tu lado —dijo, con voz insegura.

—Quiero que aprendas a ser una mujer. Ni tú lo has sido hasta ahora ni yo un hombre. Ambos aprenderemos en la quietud del monte. A no ser, claro está, que insistas en marcharte.

—Ahora mismo —exclamó ella, poniéndose en pie. Edward procedió a llenar la pipa, la encendió y fumó lentamente, con placer.

—Puedes hacerlo cuando quieras.

Pero sabía que volvería de nuevo. Por aquellos lugares jamás podría caminar sola una mujer.

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