Dolly

Dolly


Primera parte » Capítulo 5

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CAPÍTULO 5

Permaneció muy quieta. Lo que sucedía en el interior de su corazón nadie lo hubiera imaginado. Vio cómo Edward sacaba de una tosca tartera de barro un trozo de conejo asado, lo metió en una salsa que guardaba en otra tartera y cogiendo el tenedor se dispuso a comer.

—¿No quieres?

—No.

—Pues si no decides la marcha de una vez, será mejor que comas. Terminarás extenuada. Son las seis de la tarde y el sol se oculta poco a poco. De aquí a Londres hay, por lo menos, cien kilómetros. Has corrido mucho esta mañana, amiga mía. ¿Dónde pensabas terminar el viaje?

Apretó los labios. No respondió. ¿Para qué? Se sentía torturada. Nunca hubiera imaginado que Edward Glinton fuera a dar a aquellos parajes solitarios y menos aún que se mantuviera impasible, sin esfuerzo alguno, viviendo de aquella miseria. ¿De qué madera estaba hecho aquel hombre? ¿Es que su voluntad era tan poderosa? ¿Y por qué lo había imaginado completamente distinto?

—Nunca pensé que un hombre tan distinguido como tú —aquí un mundo dé ironía que no desconcertó al hombre — viniera a terminar de este modo.

—Aún no hemos terminado, querida —repuso Edward, con la boca llena—. Y en cuanto a lo que tú piensas con respecto a mí, permíteme que te diga que no me conoces en absoluto.

Dolly se puso en pie.

—¿Y no tienes luz por la noche?

—¿Para qué la quiero? Tengo una luna resplandeciente.

Suspiró fuerte lanzando lejos el hueso que acababa de roer.

—Voy a dar una vuelta por el bosque. Si quieres venir, es posible que lo pases bien.

—Me quedo.

Tenía el firme propósito de marcharse. Vio cómo se alejaba y se asomó a la puerta. Aún quedaban horas de sol. Podría perfectamente llegar a la carretera en dos horas, coger el auto y volar hacia Londres.

—No lo hagas —dijo él sin volverse, como si adivinara los pensamientos de la joven, que se quedó envarada y estremecida de impotencia—. Es peligroso. Repito que no podrás marcharte mientras yo no te acompañe y la verdad es que no pienso hacerlo, por ahora.

En dos zancadas se internó en la profundidad del bosque.

Desesperada, echó a correr en dirección contraria. Pronto comprendió que él tenía razón. El bosque era cada vez más frondoso, más siniestro. Apartaba los arbustos y estos, rebeldes, volvían sobre la cara arañándola toda. Desgarró los vestidos, rompió un zapato, alborotó el cabello. Al fin se dejó caer en un claro del bosque y ocultó el rostro entre las manos. Ahora no sabría volver a la casita, y en cuanto alcanzar la carretera lo creía de todo punto imposible. Lanzó un hondo suspiro. ¡Si pudiera llorar! Tenía los ojos muy brillantes, pero secos totalmente. Invocó a Dios. ¡Lo necesitaba tanto!

—Vamos, Dolly, no seas terca. Vuelve a la casita.

Levantó vivamente la cabeza. ¿No era la voz de Edward? Una alegría sin límites le abrió el pecho. Ante aquella soledad y la noche que se avecinaba, prefería hallar a su marido aunque de nuevo la maltratara.

—¡Edward! —llamó con toda su alma.

Un silencio espantoso correspondió a su grito.

¿No había sido él? ¿Qué era entonces? ¿Ilusión?

Ocultó la cabeza entre las manos y se acurrucó contra el árbol. No quería mirar. Las sombras de la noche se cernían implacables sobre el bosque, y ella sola, desesperada y maltrecha, muerta de hambre y de frío en medio de un mundo desconocido.

Con el corazón palpitante, los sentidos alerta, espiando el menor ruido, permaneció muchas horas. Al menos ella pensó que eran horas tan largas como siglos. Se había hecho completamente de noche. Hacía un frío espantoso y los mil ruidos del bosque zumbaban en sus oídos con crueldad. Se tapó la cabeza y cerró los ojos. Estaba segura que no llegaría al nuevo día, pero, ¿qué importaba todo? Todo, todo aquello se lo debía a su padre, que por hacerla milady le había proporcionado la infelicidad mayor del mundo. ¿Por qué? ¿Por qué no se había revelado? ¿Por qué no prefirió vivir en la miseria que casarse con aquel hombre cruel que la sabía perdida en el bosque y no acudía a su lado? Aunque no fuera más que por misericordia. Al fin y al cabo, eran dos seres humanos, y ella era una mujer.

De súbito, sintió que la alzaban en vilo.

Con expresión febril, buscó los ojos de la persona que la tenía levantada en brazos. Encontró las pupilas de Edward, frías, metálicas, ásperas y agudas como puñales.

—Ya te he dicho que era peligroso internarse por estos lugares.

No dijo nada más. Caminó durante largo rato.

Después entró en la casita, la sentó sobre la paja, le dio un vaso de leche de cabra y se tendió a su lado.

—Esto es la verdadera vida, Dolly —dijo con voz de extraños matices.

Y aquella noche, Dolly vivió las horas más desconcertantes y extrañas de su vida de mujer.

* * *

Cuando despertó a la mañana siguiente el sol entraba a raudales por la puerta abierta. Saltó bruscamente del montón de paja y corrió enloquecida hacia la puerta. Vio el lago azul, sereno, donde el sol ponía dorados reflejos. Un bosque frondoso. Entonces, ¿no había soñado? ¿Era todo cierto? ¿Se hallaba allí, con Edward, su marido? ¿Y había vivido a su lado aquellas horas? ¿Todo era cierto?

Abrió los ojos desmesuradamente. Observó en el interior de su corazón. Un sabor agridulce le subió a la boca. Y fue en aquel momento cuando Edward, enfundado en sus ropas de montar, pero sin caballo, naturalmente, apareció por la vereda.

Sintió que una oleada de calor le subía al rostro. Él, sereno, indiferente, natural, como si la noche anterior no hubiera pasado nada entre los dos, dejó la caña a un lado, sacó de un saquito algunos peces y se aproximó lentamente a la puerta donde ella permanecía muy quieta.

—Hola, querida.

La besó en los labios casi sin rozarla. Ella se apartó. La miró interrogante, con un poco de burla.

—No andes con remilgos, Dolly —dijo—. Estamos solos.

Luego se introdujo en la casita, encendió el fuego y colocó los peces sobre la llama.

—Dentro de unos minutos estarán listos.

Ella se plantó ante él. Tenía la faz muy pálida y la boca temblaba convulsamente.

—No te lo perdonaré nunca, ¿me oyes? —gritó febril—. Has... has abusado de mi confianza. Me has obligado.

—No grites tanto, Dolly, nadie te oye.

Estaba inclinado sobre el fuego y no se molestó en mirarla para responder. Dolly sintió que quemaba su faz.

—Eres un canalla.

—Soy tu marido.

—Has dicho que me darías la anulación.

—Es lo mismo el divorcio.

—Soy cristiana.

—Por favor, Dolly, no seas ridícula. No pienso discutir ahora cosas estúpidas. Tú eres cristiana, yo también lo soy. ¿Quieres comer?

—¡Jamás!

—Te morirás de hambre.

Luego se puso en pie, la miró al fondo de los ojos, y dijo con entonación indefinible:

—Cuando quieres eres una mujer maravillosa. Pero esta mañana te has levantado muy extraña.

Alzó la mano para abofetearle desesperadamente. Edward cogió aquella mano entre las suyas y rió bajito.

—No midas tus fuerzas conmigo, querida. Ya sabes que soy el más fuerte.

Sí, era el más fuerte y la había humillado. La había vencido sin súplicas, solo con mirarla a los ojos, con besar su boca. ¡La había vencido como si ella no tuviera voluntad propia! ¿Por qué? ¿Por qué?

Desesperada, enloquecida sin saber qué decir ni pensar, salió hacia la puerta y echó a correr por el bosque.

—Vas a perderte de nuevo, y esta vez no pienso ir a buscarte —gritó él, sin entusiasmo.

Caminó aún más, pero en seguida se tiró sobre el césped y prorrumpió en fuertes y convulsos sollozos.

Estuvo allí toda la mañana.

* * *

Al anochecer, desfallecida, tambaleándose, sin poder mantener por más tiempo la dieta a la cual ella misma se había castigado, se puso torpemente en pie y caminó de nuevo en dirección a la casita.

Allí, sentado ante la puerta, limpiando su escopeta, se hallaba él, como si no le importara el alejamiento de la mujer, como si le tuviera sin cuidado lo que pudiera suceder.

Era cruel y duro como una roca. Y sin embargo...

Pasó sin mirarle, sin hablarle. Edward continuó en su tarea sin darle la menor importancia.

Momentos después se internaba en el bosque. Ella buscó con afán algo que comer. En una tarterita de barro había tres pececillos. Buscó algo más, y cuál no sería su sorpresa al ver que bajo la mesa, en un pequeño cajón, había aceite, pan, huevos y jamón. ¿De dónde sacaba Edward todo aquello? ¿Quién se lo enviaba? ¿Acaso lord Glinton?

Comió acuciada por el hambre, y después, sin poder meditar, se tiró sobre el montón de paja y se durmió dulcemente.

Cuando algunas horas después regresó Edward, se detuvo en la puerta. Sus ojos pardos brillaron de una forma muy rara. Penetró despacio en la casita. Recogió las tarteras, las migas de pan, la tapó con una manta y salió de nuevo.

Sentado sobre el césped, fumó afanosamente la pipa. Luego recostó la cabeza en el tronco de un árbol y cerró los ojos.

Tal vez llevaba más de seis horas durmiendo cuando despertó sobresaltado. ¿Le habían llamado? Se incorporó bruscamente, y en dos zancadas se halló en el interior de la casita.

Dolly, con los ojos muy abiertos, estaba sentada sobre la paja.

—¿Me has llamado? —preguntó Edward, dominando a duras penas la fuerte impresión que le producía la mirada ardiente de aquella mujer que era su mujer.

—No —repuso ella, tras de una pequeña vacilación.

Edward sabía que había sido ella. ¿Miedo? Tal vez, pues a juzgar por la expresión de los ojos femeninos, el miedo continuaba aún.

—Estoy sentado aquí fuera.

—¿Qué hora es? —preguntó ella, con voz insegura.

—Las seis de la madrugada. Pronto alumbrará el nuevo día, pero aun puedes dormir un poco más.

Dio la vuelta y se sentó en un tronco. Ella suspiró fuerte y recostó la cabeza de nuevo sobre la paja.

Transcurrió un pequeño silencio. De súbito, preguntó Dolly:

—¿Quién te proporciona los comestibles?

Se hallaban en la más completa oscuridad. Los ojos de Edward brillaron de una forma muy rara.

—Los traje cuando vine —dijo con aspereza.

Dolly no volvió a hacer más preguntas.

El muchacho pensó en el pequeño pueblecito situado al otro lado de la carretera, donde a cambio de su solitario logró la tarde anterior algunas provisiones para ella.

Esto nunca lo sabría Dolly. ¿Para qué? De conocer el lugar donde se hallaba enclavado el pequeño pueblecito, acudiría a él en demanda de socorro. No admitiría ayuda de nadie. Y en cuanto a marchar ella... Los dos correrían la misma suerte en el interior de aquella casita.

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