Dinero

Dinero


VII

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VII

En este instante del tiempo estoy haciendo una cosa que millones de personas de todo el planeta anhelan, ansían, se mueren por hacer. Los esquimales sólo sueñan en eso. Los pigmeos se vuelven locos por eso. Y ustedes no piensan más que en eso, amigos, les doy mi palabra. Sí, tíos. Y vosotras, nenas, lo mismo. Todo el mundo quiere hacerlo. Y yo lo estoy haciendo. Debo admitir que es asombroso que sea tan fácil animarse en cuanto uno llega a Nueva York. En esta ciudad no hay sitio para los aguafiestas ni para los revienta diversiones. No hay lugar para las calientabraguetas. En Nueva York no existen las calientabraguetas. No representan un problema.

Estoy tirándome a Butch Beausoleil. ¿Que no me creen? ¡Pues es cierto! Es más, por detrás. Ya se lo imaginan: ella está en cueros vivos, de rodillas, y agarrada al cabezal de su cama de latón. Si bajo la vista, así, y contraigo la tripa, le veo su felicitación del día de San Valentín, su redondeado corazón, y hasta puedo seguir la pista misteriosa de su grieta, como los entresijos de una manzana partida por la mitad. Ahora ya me creen, ¿no? Esperen, ahí viene su mano, avanzando hacia su grupa, diez dólares de manicura en cada una de sus uñas. Caramba, parece que quiere… ¡Wow! Ni siquiera Selina hace estas cosas a menudo. Y apuesto a que ni siquiera Selina lo hace la primera vez que se acuesta con un tío. Bueno, las auténticas artistas de la cama son gente que se adora a sí misma, todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo. Yo también estoy de rodillas. Me encuentro en situación de declarar ante todos ustedes que la cámara no miente. Ya he visto a Butch desnuda en otras ocasiones. Parcialmente, en la pantalla, y totalmente, de frente, en una de esas revistas para pajeros que publican fotos indiscretas de los famosos. Pero ni siquiera eso me había preparado para toda esta carísima textura cutánea, para esta increíble tecnología camera que estoy viviendo en directo. Es de primera categoría, y Butch tiene la… Alto ahí, se vuelve. Me parece que quiere volverse. ¿Cómo? Ah, sí. Ya estamos metidos otra vez en ello. Tal como les iba diciendo, llevo veinte minutos en esto, y aún estoy funcionando a pleno rendimiento, creo, y conmovido y hasta asustado ante esta demostración de buena forma que estoy dando. Siento un dolor horrible en la espalda, cierto, y me noto la pierna derecha como muerta, pero, de todos modos, voy a darle cuerda a este asunto todo el tiempo que el cuerpo aguante. Menuda juerga, menudo regalo, menuda sorpresa. Hemos almorzado en el Village y luego, en el taxi, ella ha dicho… Esperen. Quieto todo el mundo. ¿Pueden esperar un momento, joder? La tía quiere…, la tía pretende ahora…, o al menos parece estar tratando de… La releche, éste es nuevo. Un número desconocido para mí. Toda una revolución. Ah, ya veo. La cosa consiste en que ella deja la pierna ahí al mismo tiempo que cruza… Alto otra vez. No, ya lo entiendo. Estoy contigo, chica. Y luego, luego, oh, sí, en cuanto cruzamos el umbral de su apartamento Butch se fue a por una botella de champagne, me dio una línea de coca del tamaño de la cuerda de un verdugo, y me condujo juguetonamente, cogido de la mano, hacia su dormitorio, su laberinto de espejos. Aquí hay algún error, pensé al principio. Seguro que me confunde con otro tío. Pero de repente la tía se había desnudado y tiraba de la hebilla de mi cinturón, forzándome a dar grandes y pasmadas zancadas. En ese momento me hice cargo de la situación, tomé el mando. Olvídalo, Butch, eso no vas a poder hacerlo. No puede hacerlo nadie, ni siquiera tú. Da la sensación de estar intentando torcer el cuello para acercar la cara a… La hija de puta. Qué originalidad. Qué control. Qué ritmo. Qué talento. Debe de doler, seguro… o tal vez lo practica muy a menudo. Está muy entrenada. Intento encontrar el fallo en todo este asunto. Quiero decir que no puede ser que me esté dando todo esto gratis, ¿no les parece? No lo hace por cuestiones de salud… Aunque, bueno, quizá sea sólo por cuestión de salud. Exactamente por eso. Aquí en América, no sé si ustedes lo saben, la gente se pasa la vida buscando maneras divertidas de mantenerse en forma. Y, desde luego, lo que está haciendo Butch es mejor que tres horas de ejercicios aeróbicos… No puede ser que lo proponga en serio. ¿Quién? ¿Yo? ¡Uuuf! Eso no, por favor, duele. Ay. Jod…, tengo la pierna completam… Oye, déjame por lo menos que…, bueno, así está mejor. Bastante mejor, resulta soportable. Fíu, está resultando bastante duro. Con esos pulmones míos siempre sin resuello, y mi viejo corazón, jamás me había sentido más apalizado, al menos desde el día del partido de tenis con Fielding. Y aquel día, al menos nadie utilizó mis huevos como aparato para medir la fuerza muscular de sus manos. Los muros de contención del dolor se han derrumbado, y han vuelto a cerrarse. Estoy cada vez más cerca del final. Cada inspiración es un incendio… Por fin: Butch ha empezado a emitir ruidos, como todas las tías de primera. No estoy completamente seguro del significado que tienen esos ruidos, pero se diría que está preparándose para una especie de cataclismo apocalíptico, sí, y yo también estoy preparado para lo que sea, jadeante y tratando de que me pille bien agarrado. Hay que salvar la vida como sea. O ahora o nunca. ¿En qué podría pensar? ¿En qué voy a pensar para que no me asuste saltar del tren en marcha? Pensaré en Butch Beausoleil. Bien. Funciona…

… el sexo es como la muerte, dicen los poetas. En mi caso, también lo dicen los médicos. Y el momento de la culminación, tal como compruebo enseguida, no es más que una parada a mitad de camino, al menos según la idea que Butch Beausoleil tiene de la cosa. Hay tías, en fin, con ellas te sientes como todo un machito. Bien, así que en esto consiste la fellatio, pensé. Las demás veces, bueno, eso no era una fellatio como Dios manda. Qué va. La leche. Seguro que el Fiasco se siente justo así cuando lo llevo al túnel de lavado. No es que me la esté soplando, lo que hace es enjuagármela. Pegarle unos buenos manguerazos… Qué, amigo, ¿te apetecería estar en mi lugar? Seguro que estás pensando, a mí me iría muy bien que me lo hiciesen un ratito. Pues, mira, un ratito, pase, pero ¿aguantarías tanto? Al cabo de media hora o una cosa así, Butch murmuró:

—¿John? ¿Puedo decirte una cosa?

—Sí —dije con voz poco firme y enderezándome un poco para echarles una ojeada a mis partes. Y allí estaba ella, hablándole directamente al micro.

—Estoy de acuerdo con Lorne Guyland, John. Necesitamos unas cuantas escenas explícitas. Creo que, visualmente, el contraste sería bellísimo. Hay que explicar con claridad que la chica se entrega al viejo por compasión, y también porque tiene un agudo sentido de lo artístico. Lo suyo es un acto de generosidad, de entrega artística. Podríamos hacer que ella dijese algo así como: «Tú eres viejo. Yo soy joven. Tú eres tosco, estás gastado. Yo soy clara y transparente como la mañana. Me entrego a ti, anciano. Un regalo de juventud».

—Caramba.

—¿Cómo dices?

—¿Dónde está el váter? —dije.

Me aguardaban cosas peores. Pero antes de contarles la pelea que hubo después, permítanme que les cuente la pelea que hubo antes. Algo me dice que voy a tener que joder y pelear mucho si quiero conseguir que al final rodemos la película. Vivo como un animal —comiendo y bebiendo, vomitando y durmiendo, jodiendo y peleando—, y se acabó. Nada más. Cuestión de supervivencia. Pero no basta.

Almorcé con Butch. Nos hartamos de comer y beber. Permanecí sentado frente a ella, sombrío, enfermo, silencioso, en absoluto seductor. ¿Estado del felpudo? Deprimente. ¿Pánico dental? Incesante. ¿Terror cardiológico? A tope. El aire estaba vacío. Derramé brandy sobre su regazo. Maldije a los camareros que, a su vez, me maltrataron y estafaron. Me pedorreé silenciosa pero inexorablemente en el taxi, camino de su dúplex. Me notaba la lengua como una hamburguesa abrasada. Mientras el portero representaba su breve papel de lascivia obsequiosa, vi en el espejo del vestíbulo que se me había roto la cremallera de la bragueta y que mi braslip teñido de rosa asomaba su triste jeta por la ventanilla… Tengo una teoría. Quienes deciden son ellas, ¿no? Son las tías quienes deciden. Todo está decidido. Esas noches en las que te presentas con tu orquídea y les montas todo el espectáculo, y les pagas la carísima cena mientras ellas te hacen sus típicos números de los ojos y los labios… Nada de todo eso sirve a no ser que ellas ya hayan tomado previamente una decisión. Son ellas las que deciden, y lo hacen con antelación. Y deciden de acuerdo con sus propias razones. No tiene apenas que ver contigo. Hasta que una noche en la que estás, como todas las anteriores, eructando y rascándote el sobaco y pensando en todo el dinero que te está costando la broma, de repente, te lo dan todo.

Pero ocurrió una cosa, en la calle, y quizá fue eso lo que inclinó la balanza hacia mi lado. No estoy seguro. No sé qué fue lo que hizo que Butch decidiera obsequiarme con todo eso, pero sí sé que no fue por mí… Pagué el cheque y las puertas giratorias nos expulsaron al aire de la calle. No puede ser verdad, no es posible que haya este calor tan asfixiante. Mi resaca, que acababa de cumplir una semana de edad y que me estaba atacando en estéreo, era de ésas que te ponen la sangre a temperatura de ebullición, de las que te oprimen los ojos, la garganta, los cojones.

—¿Quieres ir en taxi? —le pregunté a Butch.

Convulsivamente, le hice señas a la hilera de coches amarillos, perdí el equilibrio y caí hacia la boca ardiente de un aparato de aire acondicionado, que me lanzó su más llameante aliento en plena cara. Estábamos en la calle Octava, al oeste de la Quinta Avenida, rodeados de todos los colores de agosto, con el inmenso ajetreo de los taxis y los taxistas con camisas hawaianas, y con la agitación selvática en pleno apogeo. Ningún coche lograba avanzar hacia la bocacalle. Hasta que, de repente, ocurrió. Ocurrió lo que suele ocurrir en los incendios humeantes del verano neoyorquino.

A una docena de metros de distancia, un tipo alto había salido girando como una peonza al centro del escenario, dispuesto a poner en movimiento la circulación. Era grandote y blanco, e iba armado de una cadena, semidesnudo, con una cola amarilla en el pelo. La gente se volvió a mirarle: aquí había espectáculo, pero aquel rostro sin labios decía cosas extrañas, hablaba con la voz del fin del mundo. Pudimos oír el pavoroso siseo de la cadena que el tipo hacía girar en el aire, y luego el estruendo metálico que provocó el impacto del hierro contra los hocicos y las columnas vertebrales de los coches atrapados en el atasco. Los pobres monstruos metálicos gemían y aullaban como bestias fustigadas en una jaula. Nos acercamos un poco más. A través del feo ruido, comenzó a oírse la jugosa llamada de las sirenas, y doscientos polis corrían ya hacía allí por las aceras, bien sujetas sus pistolas desenfundadas. El artista circense de la cadena se negó a huir y lanzó alevosas arremetidas con sus eslabones chirriantes. Inseguros, los polis bajaron sus armas. Aquello no hacía más que avivar las brasas de la noche, les ofrecía la oportunidad del contacto con la piel sudorosa, de luchar con sus puños y sus porras. Ah, ya lo entiendo, pensé: esperarán a que la cadena pase delante de sus narices, y cuando siga su camino giratorio hacia otro lado saltarán sobre él y le sujetarán, como en las películas. Eso es lo que suele hacerse ante un tipo armado de una cadena, y eso fue lo que hicieron. Pero este artista de la cadena les lanzó unos cuantos cadenazos rapidísimos, acompañados de amenazadores movimientos de todos sus miembros. Ah, magnífica confusión de brazos y piernas la que pude ver cuando estalló el jaleo. El tipo me pareció bastante bueno, aunque dudé de la eficacia callejera de aquellas patadas de kárate que tan bien quedan en televisión. Bruscamente, el empuje de la muchedumbre nos hizo perder nuestra butaca de primera fila, y para cuando recuperamos una buena posición ya había sonado un disparo, flotaba en el aire una nubecilla, y uno de los policías apuntaba con su pistola hacia el aire mientras el otro (todo él linternas y radios de onda corta) intentaba contenerle. Hasta que, por fin, el artista de la cadena cayó de rodillas, alzó los dos puños, agachó la cabeza y, transformando de repente su cara hasta darle una expresión plenamente juvenil, sonrió con gesto culpable. Se acabó. Ya está. Por hoy, se cierra el circo.

—¡No le peguen! —gritó alguien entre la multitud cuando vimos que los polis avanzaban un paso y aplastaban al tipo contra el asfalto.

—¡No le peguen! —repitió un gigante nórdico que se había acercado a la víctima, un monstruo de gimnasio alimentado con alfalfa.

Se oyeron nuevas voces en apoyo de este buen consejo, mientras los conductores, cabreadísimos, se montaban encima de los capós de sus coches machacados a cadenazos. Un viejo negro muy gordo y con delantal rojo se adelantó para, dándose aires de importancia, obsequiar a los agentes con su versión de los hechos. Nueva York está atestado de actores, productores, consejeros publicitarios. Pero cuando el artista de la cadena ya había sido arrojado sin contemplaciones al interior de un coche patrulla, y una furgoneta de la policía había llegado aullando hasta allí, y el último policía sacó su altavoz y, como un director de escena, comenzó a gritar —«Ya vale. Se acabó el espectáculo. Circulen. Se acabó»—, la muchedumbre ya había regresado a sus madrigueras de la selva, y yo me quedé solo con Butch a mi lado, que me cogió la mano, la apretó contra sus pechos, y me dijo:

—Llévame a casa.

***

¿Dónde estábamos? Ah, sí, en casa de Butch, en el burdel de mi amiga. De hecho, a lo que más se parecía era a un laboratorio botánico o a un invernadero tropical. Cometí el error de tratar de secarme las manos en una sábana de follaje arrugado, y luego el de echar una meada en un humidificador tamaño gigante. Plantas, tierra, naturaleza, vida: todo eso está hiper valorado en Nueva York. Luego noté que, en lo alto de una trepadora, un loro me miraba despectivamente desde una esquina del techo. El aire tenía un olor dulce, cálido, intenso, y servía para cualquier cosa menos para respirar. Hice lo que tenía necesidad de hacer, y regresé a zonas más templadas.

Butch se había sentado en la cama y estaba viendo un vídeo para adultos (mudo, porno duro) en una pantalla de dos metros situada en la pared de enfrente. Me senté a su lado. Un tipo pálido y gordo le estaba dando el tratamiento a una rubia bronceada, en una meneona cama de hierro. Aunque la copia fuese de primera calidad, los valores artísticos eran de tipo ínfimo: cámara fija, sin variación en los puntos de vista, sin primeros planos. Comprendí, casi enseguida, que la chica era Butch Beausoleil. Al cabo de un rato comprendí que el tío…, el tío era John Self. En otras palabras, yo. Como era de esperar, como ustedes ya se imaginaban, Butch daba muy bien su papel. Sus ojos cerrados, las curvas de su rostro contorsionado, mostraban un adulado placer ante la atención de la cámara. La cámara. Estudié el ángulo y miré hacia mi derecha. Había un ojo de vídeo, con su hocico bien visible, sobre una mesa junto a la ventana. En la pantalla, la pareja cambió de posición, y volvió y siguió haciéndolo, frecuente y agotadoramente. Me fijé en que todas esas contorsiones estaban pensadas de forma que la protagonista femenina pudiera exhibir sus virtudes. Pero también permitían ver al protagonista masculino, este actor gordo, este extra de tres al cuarto, con su espalda granuda, su abombada tripa de bebedor, su garganta tumefacta. No…, lo malo no era el cuerpo. Lo malo, lo peor, era la cara. Sus encías acojonadas, sus muecas de anciano, su terrible sorpresa… Ahora llegamos a la mamada, y les aseguro que valía la pena verme la cara en esos momentos. Hasta Butch lo comentó:

—¿No te gusta verlo? —me preguntó—. Eres un tipo feo, John. Y eso es lo que me gusta de ti, en serio. Me atrae… Esta parte es muy aburrida, voy a rebobinar. No te gusta eso, verdad. En serio, no parece que te guste.

—Mientras dura —dije—. Me gusta mientras dura. Luego, no. Y lo mismo digo de todo lo anterior.

—Ha estado grabando desde el principio. Lo tengo conectado de modo que haga la grabación y la proyección de forma automática.

La imagen se desaceleró. Butch estaba hablando, silenciosamente, en la pantalla, mirando a la cámara directamente. Mi cabeza se asomó a mirar un instante mis partes, y luego volvió a desplomarse hacia atrás. ¿De qué estaba hablando Butch? Del contraste visual. Juventud y ancianidad. Yo soy clara y transparente como la mañana. Un acto de generosidad estética. Ya, lo he pillado, tía.

—Oye, Butch, ¿cuántos años tienes?

—Cumpliré los veinte en enero.

—Santo Dios. ¿Por qué no vives en casa de tus padres?

—Odio a mi madre y mi padre murió.

—Vale. Borra la cinta.

—¿Cómo dices?

—Que lo borres todo. Ahora.

—No pienso hacerlo, John. Sólo follo una vez con cada persona.

Por eso me gusta guardar la grabación.

—Bórrala.

—Jódete.

—Hazlo.

—Oblígame a hacerlo.

De modo que le di la paliza. Sí, le pegué una buena paliza a Butch. No fue con mala uva, sólo unas cuantas sacudidas y palmetazos. En realidad no estaba haciéndolo de todo corazón, qué va: ya no disfruto como antes con esta clase de actividades. Pero ¿a que no saben una cosa? A Butch le gustó. Miren, ya sé que los hombres que pegan a las mujeres siempre dicen que a las mujeres les gusta que les peguen. Y, en serio, jamás en la vida entenderé por qué tratan de defenderse con ese argumento. A mí siempre me ha resultado transparente y clarísimo que las mujeres a las que yo pegaba no disfrutaban cuando yo les pegaba. Si les hubiera gustado, ¿para qué pegarles? ¿Para qué? A todas les disgusta, intensamente, y en general tienes que meterte luego en muchos forcejeos dialécticos, y muchos regalos de flores, y muchas promesas de que no volverás a pegarles nunca más. Es posible que me haya equivocado de mujeres a la hora de elegir aquéllas a las que pegar. A algunas les gusta. Hoy en día, no hay actividad humana que no tenga sus fans. A Butch le gustó. Lo supe. ¿Cómo? Después de que borrase el vídeo (en ese momento le estaba haciendo una retorcida llave que le dolía lo suyo), me dijo que le encantaba ser dominada, e intentó que me metiera otra vez en la cama con ella.

—Bueno, bueno, ya veremos —dije—. Si te portas bien, a lo mejor te permito que lleves mi ropa a la lavandería. Y ahora, escúchame bien. No quiero volver a oírte explicar nunca más ninguna de tus piojosas ideas sobre la película. Tú eres una actriz. A partir de ahora tendrás que cerrar la boca y hacer lo que Papá Oso te diga.

—De acuerdo. Pero ven a la cama, feo hijo de puta.

Pero hice que se vistiera y luego me la llevé al cine. Luego a tomar una pizza y a una larga conversación. Lo nuestro, le dije, había terminado. No tenía intención, le expliqué, de poner en peligro nuestras relaciones laborales, nuestra colaboración artística.

***

Fielding Goodney se estiró los puños de la camisa y tomó un sorbo de vino. De repente se puso a reír, dejando al descubierto sus robustas muelas. Era lo clásico: manteles de lino y camareros de etiqueta, menús con borlas de adorno y entrantes de a veinte dólares, clientes severos y mujeres tontas y relucientes. Elegí por fin. El único plato cuyo nombre me sentía en condiciones de pronunciar. En esto estoy con Spunk Davis: en todos los restaurantes la comida nos suena a chino. Por otro lado, si el tiempo es oro, la comida rápida ahorra ambas cosas. Me encantan estos locales tan elegantes de Nueva York, pero lo que mis tripas me pedían era cualquier porquería que las llenase rápidamente. Pronto abandonaré la comida rápida y comeré a la altura que me permite mi dinero. Pero todavía no.

—¿Qué le hiciste a Butch? —preguntó Fielding.

—Le di una conferencia —dije yo. Muy discreto, como pueden comprobar. De hecho, me olí que Fielding también había visitado su casa. «¡Qué tipo tan horrible, ese Fielding!», dijo en determinado momento Butch, pero, no sé por qué razón, preferí no pedirle detalles. También por discreción, supongo.

—En fin, no sé lo que le hiciste, pero sigue así. Cuando estabas en Londres empezó a ponerse pesada. Todos se pusieron pesados. En cambio, ahora están como corderitos. Todos. No sé cómo lo has hecho, Slick, pero lo has conseguido. Lorne y Caduta están locos por ti. Incluso Spunk cree que eres magnífico.

¿Que cómo lo he hecho? Ni idea. El cine se reduce a suerte y anarquía, nada más. Y, sin embargo, ahí estaba yo, al borde de algo, agarrado a la barandilla, y muy sobrio.

—Será el nuevo guión —dije.

—Magnífico guión. Oye, el chico ese, ¿estás seguro de que es escritor? ¿No estará más bien metido en cosas de relaciones públicas, vudú o psicoterapia?

—¿Cómo?

Fielding se encogió de hombros:

—Qué forma de manipular las cosas. Lo único que ha hecho es agarrar el guión de Doris y echarle melaza a los engranajes. Todo marcha.

—Ahí está la gracia de su trabajo —dije.

Y, ciertamente, Martin no había modificado la trama del guión de Doris Arthur. Dejando a un lado algún que otro reajuste estructural, lo había mantenido prácticamente todo tal como estaba. Los personajes no eran menos mezquinos ni venales que antes, la acción seguía siendo tan escuálida y comprometedora como al principio. Porque se había limitado a introducir una serie de largos monólogos en los cuales cada uno de los cuatro protagonistas era elaboradamente elogiado, exonerado y justificado por los otros tres. Así, después de que Lorne hubiese sido expulsado con abucheos del lecho conyugal, la fecunda pero desgastada Caduta larga un soliloquio acerca de su incapacidad para satisfacer a un siempre vibrante espadachín como su esposo. O, en otro momento: después de que Spunk haya abofeteado a Butch, ésta le dice a Caduta que fue ella misma la que provocó voluntariamente a ese joven soñador, a ese poeta errante, para asegurarse de que obtenía de él la siempre anhelada reacción apasionada; mientras que, por su parte, Spunk le habla confidencialmente a Lorne acerca de la trágica propensión de los varones a hacerle daño a lo que aman. Y así sucesivamente. Había que admitir que todo eso sonaba bastante raro en el momento de leerlo, de manera que Dinero sucio (nuevo título definitivo) resulta una lectura bastante tediosa. Pero los monólogos irían a parar directamente a la papelera de la sala de montaje, suponiendo que llegaran a ser filmados, y por ese lado no me pareció que pudiese haber dificultades.

—Hay que reconocerle sus méritos —admitió Fielding—. Es un trabajo funcionalmente perfecto. Casi pornográfico.

Fielding hablaba con la tristeza del político que ha visto cómo le minaban subrepticiamente su circunscripción.

—¿Cómo está Doris? —le pregunté.

—Bien. Los escritores —dijo vagamente— tienen más poder del que les corresponde. Bien, Slick. Ahora ya no vas a necesitarme. A partir de ahora mis funciones serán casi estrictamente ejecutivas. El dinero sobrante de la campaña financiera de Dinero limpio me empuja hacia otros proyectos. Oh, es cierto, ahora se llama Dinero sucio. Nos está llegando tanta pasta que no hay modo de ponerle freno. Quiero que empieces a pensar en tu siguiente película.

—¿Lo dices en serio?

—Llama a tu gente, Slick. Tenéis luz verde. Estamos rodeados de cheques en blanco. Por cierto, antes de que te vayas quiero que me firmes unos cuantos papeles.

El Autocrat negro esperaba inexorablemente en la calle. El chófer aguardaba, un chófer nuevo pero perteneciente al mismo grupo selecto de chóferes super elegantes y bigotudos que el anterior. Fielding le hizo una seña con la mano y me cogió del brazo para dar una vuelta a la manzana. Esta vez sin guardaespaldas. Fielding creía que podía prescindir de aquel extra, aquel adorno, que hubiera sido un guardaespaldas, porque incluso Fielding economizaba a veces, como es costumbre entre la gente de dinero. Pero este chófer también estaba armado: me fijé en el bulto de su sobaco, algo así como si llevase una repletísima cartera.

—¿Hay alguien que vaya a por ti, Fielding? —le pregunté mientras paseábamos.

—Sí, los pobres —dijo él, encogiéndose de hombros.

De modo que le hice la siguiente pregunta: ¿por qué, entonces, usar la limusina? Él se limitó a dirigirme una mirada muy seca. Pero me parece que sé el porqué. Con una limusina te sientes tan fabulosamente bien, tan espléndidamente maravilloso, que vale la pena soportar a cambio el odio callejero. Quizá forme parte del asunto, de la brutalidad, de la emoción que trae consigo el dinero. Dimos media vuelta, charlamos un poco más, y luego Fielding subió a la limusina y se dejó caer suavemente en el mullido asiento.

Yo regresé andando al hotel. Hay que ser duro para querer dinero en cantidades industriales. Hay que ser duro para ganar mucho dinero: todo el mundo lo sabe. El dinero es tan importante para quienes lo tienen como para quienes no. Lo dice ese libro, Dinero. Y es verdad. Hay un fondo común. Si tú quieres mucho, lo que haces es reducir la cantidad que queda para los demás. No estoy seguro de ser muy duro. Ya lo averiguaré. Sé que el dinero me importa mucho. Martina me dio Dinero, y otros muchos libros: Freud, Marx, Darwin, Einstein y Hitler. Dinero es un libro con montones de cosas interesantes. Por ejemplo, que el dinero sucio desvía hacia otros lados el dinero limpio. La Ley de Gresham. La costumbre de grabar la cabeza de los monarcas en la superficie de las monedas fue un truco ególatra ideado por los poderosos. Cuando Calígula la cascó, fundieron todas las monedas existentes a fin de borrar su rostro de la pasta. No sé si saben ustedes que hubo épocas en las que se utilizó la carne a modo de dinero, y otras en las que el dinero circulaba en forma de alcohol, y de tías —por supuesto—, y de munición con la que hacer guerras. Y, la verdad, en un mercado con esa clase de fuerzas me hubiese sentido como en mi casa. Yo hubiera sido mucho más feliz en aquellos tiempos. No hubiese tenido que cobrar en dinero. Hubiese cobrado en lo otro, en todo ese dinero sucio. Hay veces en las que Dinero me produce cierta intranquilidad, cierta preocupación. Me recuerda la vez que Doris Arthur me lanzó un insulto imperdonable en la calle Noventa y cinco Este. Me da la sensación de que todo es ulterior. Y ustedes también la tienen, ¿no? Sí, ustedes también. No sé cómo, pero al final acabaré averiguándolo.

Regresé andando al hotel. Las sombras que proyecta la gente por la noche es diferente en Nueva York. Las luces están más bajas, y te proporcionan mucha mayor presencia lateral cuando andas por la calle por la noche. En Londres, nuestras farolas amarillentas son altísimas, de modo que la sombra es más pequeña que el verdadero ser humano al que sigue, o del que tira.

El teléfono ya estaba sonando cuando abrí la puerta de mi habitación. No tenía la menor duda respecto a quién podía ser el que me fastidiaba de ese modo en plena oscuridad; alguien a quien yo no conozco, a quien ustedes tampoco conocen, pero que, de todos modos, siempre está ahí, fastidiándome.

***

—¿No te parece maravilloso? —me preguntó Martina Twain la primera noche que pasé en Nueva York—. Es increíble, pero ha cambiado radicalmente mi vida. No sé cómo he podido vivir sin él. Llego a casa, y siempre está esperándome. Y me encanta acariciarle por la noche. ¿No te parece precioso?

—Sí, fantástico —dije.

—Tienes un aspecto horrible —dijo ella—. Lo siento. Pobrecillo.

—Sí, ha sido una semana espantosa.

Después de mi última visita a esta parte del mundo, Martina se agenció un perro condenadamente estúpido (o un enorme cachorro condenadamente estúpido), un alsaciano negro con cejas castañas que no paran de moverse sobre sus curiosos ojos. Se lo encontró en la Octava Avenida, saltando y brincando, sin dueño, muerto de hambre, acribillado de mordiscos de otros perros y patadas humanas. Lo agarró del pellejo del cuello y se lo llevó a su casa, e hizo que el veterinario le diera un repaso. Le recetaron un montón de antibióticos, y durante una semana más o menos el pobre cachorro se encontró bastante mal, despistado, desplazado, hundido. Era difícil de creerlo viéndole ahora, un histérico torbellino de agradecimiento y buena salud. Se llama Sombra, que es una abreviatura de su verdadero nombre: Sombra que Aparece de Repente, que es un viejo nombre indio, no sé si apache o cheyene. Lo del nombre me pareció muy bien. Detesto a esos perros que tienen nombre de perro, y también a los que tienen nombre de persona. Los nombres de los perros deberían contener una referencia al drama místico de la vida animal. Sombra es un buen nombre. Me cogió simpatía desde el primer momento, como suele ocurrirles a todos los perros. Imagino que se debe a que doy cobijo a un montón de olores de los que suelen interesarles a los perros. Yo también le cogí simpatía a él.

Cómo amaba a la vida. Este Sombra casi no podía creer en su buena estrella. En sus viejos sueños callejeros, en sus horas gimoteantes de la vida tirada que había llevado hasta entonces, jamás imaginó que las cosas podían ser tan maravillosas como lo eran ahora para él, tratado a cuerpo de rey en un dúplex de Bank Street, con un enorme cesto para dormir, una adorable dueña que le adoraba, toda la comida que fuese capaz de ingerir, y un precioso collar nuevo de cuero y acero que era toda una proclamación de su situación social, de todo el dinero que le rodeaba, y que prohibía estrictamente que los demás seres vivos volvieran a joderle como antaño.

—Es precioso, guapísimo —dije.

A ella le gustó. Me tocó el brazo y subió a cambiarse de ropa, seguida en todo momento por el perro.

Salí a la terraza con mi vaso de vino. Saludé a las abejas. Miré los pájaros de Nueva York, esa pandilla de gandules. De modo que nada de nada: Martina no estaba enterada. Ossie estaba en Londres, simplemente. Todo normal. Pero yo, por mi parte, tenía guardado en la bocamanga ese enorme as de corazones, esa tajada de información. ¿Cómo utilizarla? ¿Debía utilizarla…? En mis primeras reflexiones acerca de este asunto había llegado a decidir la siguiente táctica: esperar a que Martina mostrara las primeras señales de depresión o decaimiento, y en ese momento chantajearla con mi información. Y luego, bueno, ya se lo imaginan ustedes, Martina se fundiría en mis brazos, llorosa y entregada. Cuando volví a verla en persona, sin embargo, cuando vi de nuevo los labios, los ojos, puse inmediatamente en duda el valor de cambio de mi información. Eh, vosotras, tías que me leéis, ¿cómo jugar mi as? Ayudadme. ¿Debería hablar con ella inmediatamente, de hombre a mujer? ¿Acompañar el dato de alguna insinuación erótica? ¿Cerrar el pico? La verdad, no acabo de ver la economía de esta última posibilidad. Creo que de todo este jaleo debería sacar algo en limpio… Maldita sea, tengo en mis manos un auténtico dilema moral. ¿Qué se puede hacer en esta situación, ante un dilema moral? He acabado extenuándome a mí mismo de tanto considerar los posibles reparos, los condicionantes. Había creído que nada sería más fácil que contárselo a Martina Twain. Pero ya puedo ver su expresión a medida que va enterándose de la verdad. Puedo ver mi propia expresión a medida que la verdad sale a la luz. Creí que sería fácil. Pero sería muy duro. Ya he tomado una decisión. Este asunto es demasiado complejo. No voy a decírselo. ¿Saben por qué? Porque es demasiado complejo, y no soporto la situación.

Justo en ese momento Sombra salió brincando a la terraza. Avanzó directamente hacia mí y se puso a olisquear codiciosamente mis pies. Lo cual estaba muy bien, pero no era lo que se diría un comentario elogioso acerca de mi higiene personal. Alcé un brazo —simple advertencia, nada más— y Sombra se retorció para tumbarse de espaldas y esconder la cabeza y encoger las piernas, víctima del pánico, en actitud suplicante. Supe entonces que aquel perro había tenido alguna vez a alguien como yo, una persona grande, tensa, blanca. Me arrodillé y acaricié su cálida tripa.

—Huele todo lo que te dé la gana —le dije—. No quiero que me tengas miedo. No lo soportaría.

Al enderezarme vi que Martina estaba contemplándome desde la puerta con expresión de curiosidad.

Hacia el final de la cena en uno de esos restaurantes de ensaladas que hay en el Village, ésos en los que los camareros parecen dentistas y sirven comida con garantías de vida eterna y en cuyo lavabo hay un roble asomando la cabeza por la taza, hice una cosa que no encajaba en absoluto con el ambiente. Y eso que no estaba bebido. Me las arreglaba como podía a base de frecuentes vasos tamaño bidet de vino blanco. Eso era lo más fuerte que había tomado. En fin, que apoyé la mano sobre la de ella y le dije:

—Tal vez te sientas un poco decepcionada. Entiéndeme bien. Si soy capaz de decirte esto es porque me siento absolutamente perdido. Pero yo confiaba en que, a diferencia de la mía, tu vida sería clara y recta. Tú misma suponías o asumías que lo sería. O no. En absoluto. En realidad no sé lo que me digo.

No lo sabía, de verdad. Era una de mis voces. A menudo no veo motivos para no decir ciertas cosas, en fin, el problema está en todas esas voces que habitan dentro de mí. La mano de Martina se movió bajo la mía, de modo que encendí un pitillo y ella dijo:

—Crees que estoy decepcionada. Pues no, no lo estoy. No lo estoy más que cualquiera.

En su rostro asomaba la sorpresa. ¿Algo más? Sí, también me pareció ver en él cierto desconcertado y semicontenido placer, cierto deleite surgido al comprender que otra persona había estado pensando acerca de ella cosas que…, en fin, cosas relacionadas con ella y su bienestar. No es gran cosa, de acuerdo, se trata de uno de los aspectos más ínfimos del amor. Pero tenía que ver con el amor, sin duda. Sin duda.

—No pretendo criticar —dije—. ¿Criticar yo? Toda mi vida he sido un mal chiste. Mientras que tú no lo has sido nunca.

—Al final todo el mundo resulta un mal chiste.

Eso, pensé. Y me aplasté la frente con el filete de mi palma. Gran error, eso del filete contra mi frente. Seguro que mi rostro se retorció, mostró su dolor, porque la sonrisa de chico de Martina adquirió una intensidad salvaje. A menudo, en mis ensoñaciones diurnas de por las noches, su rostro se me aparece como una linterna mágica, un rostro humano, luminoso.

—Dios mío —dijo ella—, cuánto sufres.

—Ya lo sé. Es un escándalo.

Saqué rápidamente el billetero del bolsillo sudoroso que está sobre mi corazón. Pero los dedos de Martina (con las uñas ligeramente mordidas, sin pintar, tan diferentes de las de Selina) ya habían hecho presa de la cuenta.

—Está todo pagado —dijo.

Eso fue lo más cerca que estuvimos de la verdad. Martina no sabía nada. Y quizá jamás necesitaría saberlo. Todo se reducía a dinero, a eso se reducía todo. Si Ossie tenía una buena cuenta bancaria, y la tenía, bastaría con que apartara unos cuantos billetes de los grandes, y al hacer las cuentas a final de año ni se enteraría. Era de suponer que todavía estaba en condiciones de ir a ver a Selina cada vez que fuese a Londres. Qué potra, el tío. Nunca me gustó su aspecto: el típico actor de esta maldita vida. Pero qué suerte, el muy jodido. Imagínenselo. Martina en Nueva York, encargándose del dúplex, dando conversación a sus adinerados socios, y, hasta donde yo sé, brindándole magníficos polvos cada noche. Y luego, después de un par de semanas en este plan, un salto al otro lado del charco para darse el lote con Selina… Joder, me parece escandaloso. Repugnante. Pero así es también el dinero. No hay modo de luchar contra la conspiración del dinero. La única solución consiste en convertirse en uno de los conspiradores.

Acompañé a Martina a su casa, andando, y luego sacamos a pasear a Sombra. Se me había pasado el mareo y volvía a encontrarme como siempre, confiando en recibir un beso de buenas noches y alguna que otra insinuación antes de regresar al hotel. Bombardeado por innumerables impresiones sensoriales, con su rostro tenso mientras dirigía aquella película super rápida, Sombra probó los límites de la correa así como otros límites, los del olfato, la vista y el oído. Luego el perro se paró un momento para hacer sus cosas de perro, semiagachado, dobladas las patas traseras. Para Sombra no hay problemas. Para mí, un montón, pues me esperaban mi Morning Line, mis pitillos, mis cafés, mis copas, mis dolores.

—Muy bien —dijo Martina.

—¿Qué es eso?

—Un recogedor para los excrementos del perro.

—Fantástico —dije—. Cómo sois los americanos. Un recogemierdas. Eh, oye, ¿en serio que vas a recoger…? Por favor…

—En este país la gente se pone muy seria con estas cosas —dijo ella—. Muy fiera. Te gritan de todo.

—Ninguna cagada de perro le ha hecho nunca daño a nadie.

—No creas, es muy tóxica, y en esta calle hay niños jugando a todas horas. Pueden contraer enfermedades.

—Con las cagadas de perro y con todo lo demás. Quiero decir que, una vez puestos, te puedes contagiar con cualquier cosa. Con los recogemierdas, y hasta con los niños.

—Mira —dijo Martina.

Al llegar a la esquina de la Octava Avenida, Sombra se detuvo y empezó a soltar gañidos. Miró hacia las pecaminosas zonas de la calle Veintitrés, Chelsea, el fin del mundo, allí donde ningún perro llevaba correa, donde todo andaba suelto, sin bozal. Un lugar sin collares ni correas ni nombres, allá por la calle Veintitrés. Sombra tironeó, estornudó, se rascó el hocico. Parecía desconcertado y hambriento, momentáneamente lobuno, sometido a los impulsos de una naturaleza fiera.

—Cada noche tira menos, pero todavía hay ocasiones en las que se diría que tiene ganas de volver allí.

—¿Y dejarte? Tranquilízate. Ahora ya sabe qué es la buena vida.

—Pero su naturaleza… —dijo ella, y también adoptó una expresión desconcertada, turbada.

Nos dijimos buenas noches. Contemplado por los ojos tristes y brillantes de Sombra, llamé a un taxi y subí. Sin incidentes. Un bar, una copa, y luego la habitación del hotel, en donde el teléfono me aguardaba pacientemente, haciendo sonar su saludo paciente y dolorido, como el dolor.

***

Tengo todo un montón de cosas atrasadas que contarles acerca del mamón que insiste en seguir telefoneándome. Tendría que decírselo todo a ustedes, pero el problema es que no me… Bueno, vale, quizá tendría que hacer el esfuerzo. Tal vez ustedes lo entiendan. Yo, desde luego, no. Ahora que todo marcha bien, ahora que mi vida se multiplica y bulle, la vocecita que se oye al otro lado del hilo es como la voz de los murmullos callejeros, simples balbuceos, voces de terrícolas desconocidos —recién llegados, artistas de última fila—, esas voces que oímos pero cuyas palabras no llegamos a entender. Por otro lado, ¿para qué esforzarse por entenderlas? Tal como se ha puesto últimamente el mundo de las llamadas amenazadoras, estas llamadas amenazadoras que recibo yo son casi amistosas. Esto me recuerda que en California obligan a los conductores condenados por el delito de ponerse bebidos al volante a acudir a las reuniones de los grupos antialcohólicos, cofradías de ex bebedores, etc. Un castigo consistente en aburrir al personal. Pues bien, a eso me suenan a veces esas llamadas, aunque yo hago siempre lo posible por conseguir que la conversación se anime un poquito.

—¿Qué tal está tu novia? —le pregunté el otro día.

—¿Qué novia?

Santo Dios, qué voz de gilipollas. Ahora me siento en condiciones de complicarle la vida al tipo ese.

—La pelirroja que lleva los labios espantosamente pintarrajeados. La que la otra noche me metió la lengua en la oreja, en el bar que hay enfrente del Zelda’s.

—Así que la recordabas —dijo él. Parecía asombrado.

—Desde luego.

—Pero seguro que no recuerdas lo que ella te dijo. Absolutamente seguro.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque de haberlo recordado no estarías en Nueva York. No te hubieses atrevido a regresar. Jamás. Te hubieras quedado en Londres con tu pelirroja.

—Caramba —me había sorprendido—. ¿También tienes una delegación en Londres? Me pasma que sepas dónde está Londres. Me pasma que conozcas la existencia de Londres.

—Eres todo un hombrón —dijo él.

—Eres un ridículo hombrecillo —dije yo. Sigo teniendo la sensación de que Frank, mi voz telefónica, es un tullido, un disminuido físico de algún tipo. Me encantaría que lo fuese.

—Cualquier día nos veremos las caras.

—Lo sé.

—Algún día nos veremos las caras, y ese día…

Generalmente pone punto final a la conversación con un par de baratas frases despectivas y amenazadoras. Es como ese matón de pacotilla que mi padre ha contratado para que me busque las cosquillas. Me cuesta mucho tomarme en serio a esos tipos. No les respalda el dinero. Pero Frank vuelve a telefonearme. Ahora me llama muy a menudo, sobre todo por la noche, cuando me cuesta horrores distinguir su voz de todas las demás voces.

Hay tantas, que una voz más no puede hacerme ningún daño. Bueno, espero que no me lo haga. Espero que no me duela mucho.

Da la sensación de que el proyecto no tiene fallos. Desde que logré convencer a Spunk Davis, el proyecto es perfecto. En serio, ese muchacho es como una marioneta. Lo tengo en mis manos. Incluso está de acuerdo con lo de cambiarse el nombre.

—S. J. Davis —dijo cuando nuestra larga conversación llegaba a su fin—. ¿Qué te parece?

—¿Cuál es tu otro nombre, Spunk? —pregunté, cansinamente.

—Jefferson. A mi madre no le gusta. Dice que S. J. le suena indigno de un cristiano renacido.

—Y una mierda —le dije—. Seguirás siendo Spunk para tus amigos. Muchacho, has vuelto a nacer. S. J. Davis…, perfecto.

Las circunstancias me favorecieron. Ayer tarde me presenté en el Plaza de la ONU para sostener una charla en torno al guión, y Mrs. Davis salió a la puerta con un pañuelo empapado de sangre y aplicado a su nariz. Intentó ocultar sus ojos, pero pude comprobar que los tenía amoratados. Sí, seguro que era un potente directo a la nariz, un directo muy reciente. Y notar el aroma de la violencia, de la violencia de tipo casero, hizo que me subiera al rostro cierta familiar sensación de calor y dolor.

—Caray —dije—. ¿Se encuentra bien?

Apartó avergonzada la mano que yo le había acercado al rostro, y se quedó allí plantada, escondiendo la cara, pequeñita y más condensada que nunca. Más allá de su figura divisé a Mr. Davis, rechonchamente tumbado en un sillón de anchos brazos, con chaleco, una lata de cerveza, y el televisor de la cocina encendido. Me dirigió una de sus prolongadas miradas —duras, exasperadas—, y alzó un dedo hacia su sucia frente.

Encontré a Spunk en el comedor del final del apartamento, sin luces, sin utilizar. Se sentó al borde de la mesa, brazos cruzados, una expresión de presunta compostura en su musculoso rostro. Se limitó a mirarme con ojos deslustrados.

—¿Qué ocurre, Spunk?

—Voy a matarle —dijo él, a manera de sobria explicación—. Voy a matar a ese tío —me confirmó acercándose a la puerta por la que yo estaba entrando.

Tomé sus hombros entre mis manos y noté su tensa potencia. Podía matarle, respecto a eso no cabía la menor duda. No le mataría, pero podía hacerlo. Me di cuenta entonces de que ahí estaba la oportunidad que yo había esperado, y experimenté un rebrote de elocuencia o autoridad, ese tono elevado que hay que emplear con los actores. Y a continuación me oí a mí mismo gritarle:

—¡No puedes matarle! Él es tú. Tú eres tu Papá y tu Papá es tú. Tú eres mejor, pero algún día serás él, él, con su jeta y su chaleco y su lata de cerveza. Es inevitable. Ocurrirá, aunque él ya se haya muerto. Lo sé muy bien. También yo tengo padre.

—¿Comprendes lo doloroso que está siendo todo esto para mí?

—Cuéntamelo. Cuéntamelo ahora mismo.

Emitió un quejido infantil. Se le retorció el rostro de tanto esfuerzo, pero al final lo soltó.

—Es como lo de mi nombre. Es…, haga lo que haga, gane lo que gane, actúe como actúe, siempre seré un tonto del culo. Siempre seré el tío al que le toman el pelo.

—Muchacho, todos somos ese tío. En el siglo XX, todos tenemos esa sensación. Somos un mal chiste. Tienes que aprender a vivir con ese sentimiento, Spunk. Vivir el chiste que te ha tocado vivir.

Y luego nos pasamos tres horas hablando, en el comedor, a oscuras, yo y mi hermano de sangre, mi hermano pequeño.

—¿Tienes alguna vez esa sensación, Fielding?

—Pues, no. No, supongo que no. Recuerda que sólo tengo veinticinco años, y que no tengo ningún tipo de problemas paternos. Pienso en toda esa bazofia como algo que está ahí afuera, esperándome. Cuéntamelo tú, John, siento curiosidad.

Estábamos cerrando una larga jornada de papeleo en los locales del Tenderloin. Un trabajo aburrido pero ligero; me he pasado el rato firmando cosas. Fielding ha creado una empresa, Dinero Sucio S. L., y ha contratado a tres oficinistas y un botones. Trabajan abajo. También pasa casi todos los días un abogado a sueldo.

—Tómate una copa.

—No, gracias —le dije.

—Dime, John. ¿Con quién te lo montas cuando estás en Nueva York? No puedo creer que le seas absolutamente fiel a esa Selina de Londres.

—¿Selina? Oh —dije, con picardía—, siempre me tiene contento y satisfecho. Aquí, pues ya ves, voy tirando.

—Hay una cosa que podríamos hacer juntos. Un sitio de la Quinta Avenida. Entras en el local, y te sirven ambrosía on the rocks nada más llegar. Luego aparece la reina de Saba y se te lleva a su boudoir, y con un ataque combinado, mental y manual, logra que tengas la erección de tu vida. Lo nunca visto. Bajas los ojos y piensas: Joder ¿de quién es esta polla? Alzas la vista, y los paneles del techo se abren hacia los lados. Y a que no adivinas qué ocurre entonces…

—Se te cae encima una tonelada de mierda.

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