Dinero

Dinero


VII

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De modo que aquí estoy, tras una cena ligera, sentado en la sala de Martina, tomando vino y mirando ceñudo las páginas de Freud, cuando de repente suena el teléfono… Ya no tengo sentimientos filiales respecto a Caduta Massi. Ahora sólo me gustaría tirármela.

—Para mí, eres como un hijo, John —me ha dicho hoy mientras tomábamos el té—. Por eso no me gustan Spunk ni Butch Beausoleil. Son como niños, me los recuerdan. Pero tú eres otra cosa.

Y, diciendo esto, tomó mi mano, la apoyó sobre la cachemira eléctrica de su regazo, y noté que mi polla experimentaba una enfermiza pero vivaz sacudida. Menos mal que, justo en ese momento, los pulmones del príncipe Kasimir decidieron despertarle con una de las malas pasadas que suelen jugarle. Dice Caduta que Lorne la llama Madre desde hace unos días. Se pegan unas magníficas lloradas juntos. Lorne sería capaz de dar su vida por Caduta en estos momentos, pero sigue empeñado en las escenas de desnudo.

—Piénsalo, madre —le dijo ayer—, sería bellísimo…

Y el teléfono suena. Suena el teléfono, dispuesto a interrumpir esa ilusión del mundo adulto en la que ahora estoy viviendo, con mi libro, los trebejos caídos, el último acto de Otelo y sus flautas gitanas. Soy un adulto inteligente, a veces. Leo revistas sofisticadas y voy a películas para mayores. Pero suena el teléfono, y es para mí.

—Es para ti —dice Martina, y me da el teléfono. Noto la desaprobación o el desconcierto que se le nota (pienso) en la oscuridad de las venas del lado más tierno de su mano.

Es para mí…, y a que no adivinan quién me llama.

—¿Cómo has conseguido este número? —pregunté, sinceramente interesado. Estaba seguro de que nadie conocía la verdad acerca de mi vida secreta. Estaba seguro de que todo el mundo creía que andaba por ahí, de putas, callejeando, emborrachándome cada noche—. ¿Te lo ha dado tu amiga la pelirroja?

—Ella ha abandonado este caso, ya no nos vemos. Dice que actualmente no resultas divertido.

—Oye, tenemos que vernos. Estoy preparado.

Tal como ya he explicado, no sirve de nada colgar cuando llama Frank Teléfono. Vuelve a llamar, eternamente. Hay que dejarle hablar, dejar que suelte su rabia, sus insultos, sus sollozos, hasta que ha dicho todo lo que tenía que decir, hasta que se ha calmado, y está dispuesto a despedirse, agotado, tranquilizado, seco de tanto llorar. Le encanta contarme cuáles son las leyes que recaen sobre quienes no tienen dinero, toda esa clase de historias. Él no tiene dinero. Ni tiene tampoco ninguna otra cosa. El día que repartían belleza y encanto y simpatía y pasta, Frank estaba el último de la cola; y aproveché esta ocasión para recordárselo. Él contraatacó enumerándome todas y cada una de las torturas con las que pensaba obsequiarme en alguna ocasión, y tuve que oír la larga lista. Luego hubo un silencio, y, haciendo un repentino gesto de asentimiento, le dije:

—Eres tullido, ¿verdad?

—Pues… Verás… Sí —dijo él.

Entonces, ¿cómo diablos piensas pelear conmigo, desgraciado?, quise preguntarle. Pero lo único que le dije (y lo dije en serio) fue:

—Lo siento. Lo siento muchísimo.

Ante Martina traté de restarle importancia a esa conversación.

—Sólo un pobre actor en mala racha —le dije—. Insiste en llamarme a todas horas.

—¿Es el hombre aquel que se viste de mujer?

Ya se me había ocurrido alguna cosa parecida, por supuesto, pero ahora estaba más seguro que nunca.

—No —le dije a Martina—. Este es un tipo bajito.

Le conté a Martina el asunto de Nub Forkner. Por cierto, que finalmente le hemos contratado, a él y también a Christopher Meadowbrook, que harán los papeles de matón. Es una pesadilla tener que tratar con ellos, pero tengo la certeza de que formarán una pareja tremenda. Gordo y enloquecido Nub, y grande y malogrado Chris. Como Alec y yo, cuando salíamos por ahí… La escena en la que amenazan a Spunk Davis, bueno, resulta auténticamente amenazadora. Toma planos largos, me digo a mí mismo, y deja que el clima se vaya cociendo solo. Toda la envidia, la bilis, el odio, que se vayan cociendo.

Saqué a pasear a Sombra y me fui a la cama con Martina Twain. En realidad prefiero no hablar de eso. De momento estamos en lo de los abracitos amorosos y poca cosa más. Como todas las chicas, Martina es adicta al calor: pone el acondicionador en marcha. Yo la abrazo. Me siento henchido de cierto deseo abstracto, y de otra cosa que ni entiendo ni puedo identificar. Mientras permanezco tendido ahí, inhumano, no-animal, desgoznado, rebusco en mi mente besos e impactos suaves, caricias frías. Y enseguida se me transforma todo en pornografía… La sala de proyecciones que albergo en mi cabeza (una sala particular, sólo para socios, pero con cuotas francamente irrisorias) empieza a oler a cerrado, a humo, no es más que un antro de butacas desvencijadas y ceniceros llenos, en donde la película avanza a trompicones. No ocurre nada. Muero cada noche una muerte como la de Desdémona bajo la almohada… Lo primero que hice ayer por la mañana fue tratar de introducirle a Martina una inesperada alegría matutina. Ya pueden imaginarse ustedes lo tremenda que era esa alegría. Sin embargo, y pese a todo, no funcionó. Tuve que levantarme a mear. A veces pienso que mi polla se me quedó traumatizada a consecuencia de aquel incidente mingitorio de la ópera. Pero probablemente haya muchos más problemas. Sí, probablemente haya muchos más problemas.

***

Miren. Atención… Ahí voy otra vez. Sí, logro ver mi imagen. Me levanto, con un alegre bostezo, del lecho de la última starlet. Me tomo mi pastilla reconstituyente tamaño polla, y serpenteo en una piscina de vitamina C.

—Buenos días, señor.

Es mi ayudante para la ducha, o mi entrenador de tenis, o el cuidador de mi caniche, mi gurú capilar, mi yogui rejuvenecedor. Me tomo mi vaso de agua baja en calorías, mi agua de alta costura. El terapeuta domiciliario me toma de la mano, y me pongo en marcha, avanzo por Sunset Boulevard, con el cuero cabelludo enriquecido con turbo semillas, con la boca llena de cobalto y estroncio 90, así como, colgando entre mis piernas, un cacharro biónico, un instrumento de ataque sexual valorado en más de un millón de pavos. La operación ha sido un éxito completo. Todos opinamos que ha sido maravilloso que haya podido cambiar tantísimo.

Bueno, ya saben ustedes que a veces me siento como si ya hubiese estado en California, y la operación no hubiera salido bien. Me siento… prostético. Soy un robot, un androide, un cuerpo invadido. Una vez leí —o me contaron, o se lo oí comentar a alguien en un bar o donde fuera (da igual, ahora ya forma parte de mi cultura)— que existe una considerable proporción de terrícolas, uno de cada cinco, o uno de cada tres, o tal vez hasta dos de cada uno, que tienen la impresión de que todos sus pensamientos y acciones están siendo determinadas por seres procedentes de otro mundo. Y no se trata de chiflados, locos de atar o babeantes vagabundos: estas ideas las tienen los inspectores de hacienda, los abogados, los burócratas. Antiguamente (y ojalá tuviera yo más información acerca de esa época. No creo que hoy en día encuentre muchos datos al respecto), antiguamente, los miembros de estas tribus de seres invadidos por habitantes de otras galaxias le daban vueltas a la idea de Dios, o a la del Infierno, o a la del Padre de la mentira, el destino del espíritu, e imaginaban que el alma era un ser interior, un ángel de húmeda sonrisa vestido con un camisón de color rosa, o un duende burlón que te hacía cortes de mangas y tenía mal aliento. Pero hoy en día el invasor es visto más bien como una gráfica sombreada producida por una compleja máquina con cara de extraterrestre.

A veces también yo creo que hay alguien que me controla. Que hay un invasor espacial que invade mis espacios interiores, un jodido chistoso. Pero no viene de ahí afuera. Viene de aquí adentro.

***

Nos levantamos tarde, nos zampamos sendos platos de alubias enanas y nos fuimos en taxi a la parte alta. Casi me había olvidado de la lluvia, pero la lluvia que estaba cayendo despertó mis recuerdos. Llovía como si jamás hubiese dejado de llover, como si la lluvia no se hubiese pasado una temporada lejos de aquí, en su elemento. La belleza soleada de las avenidas, comprendí ahora, no es más que aire: nada, en realidad, simple aire enmarcado por líneas simétricas. Pero en estos momentos las grandes perspectivas habían desaparecido, habían sido borradas por la neblina, y apenas si parecían abiertas mandíbulas con los goznes averiados. Estábamos en el largo fin de semana del Labour Day,[13] y las calles aparecían desprovistas de su personal cotidiano, mientras que los pocos coches que se veían estaban parados o avanzaban por las calles como troncos arrastrados por la corriente. Salimos del taxi e hicimos cola bajo un paraguas rosado. Esta tarde lluviosa íbamos a dedicársela a Edouard Manet.

Lo primero que hizo ese sujeto fue devolverme a París. Ya conocen ustedes el cuadro ese de la chica que sirve en un club de striptease o en un bar con trapecio, su expresión forzadamente amable, las botellas de champagne sin descorchar pero llenas sólo hasta la mitad, las naranjas en el cuenco de grueso cristal, y, detrás de ella, a cierta distancia, las filas de chiflados con chistera… Mi debut parisino fue el año pasado, con motivo del rodaje de un spot publicitario que anunciaba una nueva marca de filete congelado de carne caballar. Utilizamos los estudios ecuestres de esa galería que hay junto al río. La idea era la siguiente: chico encuentra a chica delante de la pista de hípica pintada por Degas, luego se la lleva a una brasserie muy lujosa para tomar unas albóndigas de percherón, o una hamburguesa de rocín o lo que fuese… París me sobreexcitó. Me pasé horas en los bulevares de la Rive Gauche, borracho, abriéndome paso a empujones por entre la multitud de paseantes y compradores y usuarios de dinero en circulación, pero parándome en seco cada cincuenta metros cada vez que veía, enmarcada en los ventanales de algún café, a alguna bronceada rubia o alguna niña abandonada de expresión impertinente, que, junto a su cerveza o su café, parecía esperar pacientemente que alguien como yo entrase y empezara a decir, en el idioma internacional, cosas como:

Bonjour, mon petite. Let me buy you a drink. Pourquoi non come back to my hotel. Come on, cherie, you know you love it.

Me echaron a cajas destempladas de, bueno, al menos seis o siete locales, y sólo entonces comprendí de qué iba el rollo. Porque, en efecto, las tías de París se lo tienen bien montado. Han organizado las cosas de manera que puedan andar solas por ahí cada vez que les da la gana, sin que el primer borracho o despistado que se cruce con ellas pueda abordarlas y hacerles pasar un mal rato. En fin, pensé, ahora ya es demasiado tarde. Lo hecho, hecho está. Pero lo que me gustaría saber a mí es quién coño les ha permitido que se salieran con bien de este montaje.

… Y ahora, en el húmedo Manhattan, en la asfixiante galería en la que todo el mundo huele a perro mojado, miro a Martina, que contempla erecta y con toda su atención la figura de un torero muerto, y eso me hace pensar: sí, las mujeres, las mujeres son muy diferentes de nosotros, los tíos, tan diferentes como los franceses, por ejemplo (las mujeres se inclinan hacia uno y otro lado mientras conducen, y se ríen más que nada por amistad, y cogen las bebidas calientes con las dos manos, y se abrazan a sí mismas cuando tienen frío, y detestan los deportes, y dicen Madre mía mucho más a menudo que nosotros, y creen en sí mismas, y te echan la culpa por las cosas que les haces en sus sueños, y son teóricas de las conspiraciones, y dictadores benévolos), pero, pese a todo eso, son terrícolas, como nosotros, bastante parecidas en el fondo. Las mujeres son muy civilizadas. Las tías forman el sexo amable. Puede que te lo hagan pasar horriblemente mal en casa, pero nunca te lo hacen pasar mal en la calle. Es frecuente que las mujeres obliguen a los hombres a reconocer su lado femenino. Antes pensaba que eso eran cosas de maricas y bolleras, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quizá sea eso lo que me está pasando: cada vez soy más tía. Eso explicaría muchas cosas. En el pasado, he hecho algunos intentos de feminizarme. Me moví mucho entre mujeres, a ver qué resultados obtenía, y no me sirvió de nada. Aparte de que pude echar cantidad de polvos. ¿Quién sabe? Cuando ocurre, ocurre. En todo este embrollo no soy, en absoluto, el conductor del coche. Más bien ocupo uno de los asientos de pasajero, uno de los de atrás, o quizá voy en el maletero. No sé si alguna vez llevé el control. Pero sí sé que en estos momentos no controlo nada.

De modo que miré a Martina mientras ella miraba a Manet: los placeres civilizados, los sacramentos debidamente celebrados, sin voluntarismos ni corrección exagerada. Ostras para desayunar, peces muertos, más muertos que el hombre muerto. Mujeres vistiéndose, el orgullo viril de los hombres uniformados. El jardín como lugar para el trabajo y el descanso, y luego las peonías en su jarrón. La novia del escritor, la vigilia del escritor en su despacho. El mundo del dinero suficiente, el mundo de lo suficiente. Vi todo esto, pero no llegué a ver su brillo. A mí me gustó más bien todo lo referente a bares, comida, la tía buena del picnic, la rubia bien parida, cosas familiares o eróticas. Eso sí que lo vi. No vi su brillo. Pero vi el brillo de Martina: un brillo que se le notaba en los ojos, en los labios, en la piel, en todo.

***

De todos modos, a continuación tuve que dejarla, maldita sea, y atravesar como un rayo toda la ciudad para trabajar una hora o dos en la recepción del Carraway, en donde Fielding había convocado una reunión de todos los adinerados que nos financian. Ahora contamos incluso con un par de adineradas. Por un lado, Lira Cruzeiros, de Buenos Aires, y por otro Anna Mazuma, de Zurich. Y últimamente se ha sumado también Valuta Groschen, de Frankfurt. Les aseguro que le hizo un gran bien a mi corazón ver todo ese poder-de-la-pasta, todo ese chillón grupo de gente ostentosa. Porque, vamos a ver, ¿cuánto dinero nos va a costar, tal como van las cosas, Dinero sucio? Creo que estamos gastando por encima de los treinta y cinco o cuarenta de los grandes cada día, y ni siquiera hemos empezado a rodar… Debido a cierta precaución inescrutable por parte de Fielding, Spunk Davis no había sido invitado (al igual que Butch Beausoleil). Sin embargo, estaban en la reunión las estrellas veteranas: Caduta Massi, que se pasó todo el rato mimando a su príncipe Kasimir; y Lorne Guyland, disfrazado al estilo robot con un curioso smoking, y acompañado de la vampiresa Thursday, bien agarrada de su brazo de robot. Se encontraban también por allí los miembros del contingente británico: Skyse, Blackadder, Mick Obbs, y mi famoso montador, Duane Meo. Se quedaron en un rincón, ceñudos, y durante un rato, obligado a cuidar y consolar a todas esas almas en pena, me sentí como la gallina rodeada de sus polluelos, o como un cultivador aficionado de orquídeas. Pero Fielding se hizo cargo de la situación, y se dedicó a participar en un concurso de elogios dirigidos a estrellas y artesanos, con lo cual yo quedé libre de irme hacia los asientos ocupados por la gente de pasta.

No crean, se trataba de una multitud formada por tipos en general poco ostentosos, desprovistos de relumbrón; algunos incluso iban mal vestidos, y a más de uno le hubiera ido bien pasar por una clínica de felpudos o de trasplantes faciales. Con aquel magnífico champagne, los afiligranados canapés, los elegantes camareros y todo aquel dinero, aquellas sonrisas o saludos o gritos, me moví entre ellos como pez en el agua. Todos parecían estar hablando del arte de la interpretación, y de los aspectos más específicos de ese trabajo: contratos, descansos, disponibilidad, pruebas, proyecciones y todo lo demás. Bien, yo creía que eran productores circunstanciales, pensé. Aunque, claro, ser rico también tiene mucho que ver con el arte de la interpretación. ¿Acaso no es cierto estilo, cierta pose, cierta interpretación que obligas a que el mundo acepte? Tanto si tienes experiencia como si no, cuando eres rico has de andar por el mundo fingiendo que mereces todo lo que tienes, fingiendo que el dinero te ha elegido por tu bonita cara, o que se te pondrá la cara bonita gracias al dinero. Tanto si eres un loco del dinero como si eres un presumido del dinero, has de fingir que todo eso es absolutamente natural… En cuanto a mí, jamás he creído merecer tanto dinero, lo que hacía para ganarlo me producía más bien un notable embarazo, y seguramente es por eso que me las arreglo tan mal con el dinero. Aunque me parece que esta vez voy a tener tantísima pasta que no podré desprenderme fácilmente de ella. Será excesiva. De modo que no me quedará más remedio que entrar a formar parte de esa pandilla, la de los artistas del dinero.

Aguardé a que Fielding me dirigiera su gesto de asentimiento, serio y cómplice, y entonces, tras darles apretón de manos a Lorne y Caduta, me largué y me fui en taxi a la parte baja. Nos encontramos en la Novena Avenida con una de esas extrañas series de semáforos sincronizados, cincuenta manzanas sin una frenada, y los ojos verdes reforzaban el combustible de mi agitación diciendo sí, adelante, pasa, puedes conseguirlo, pero justo cuando este pasajero del asiento de atrás necesitaba algún límite, cierta lentitud, abandonar el carril de adelantamientos. De modo que hice parar al taxista y recorrí andando el último kilómetro a fin de apaciguar mi corazón dolorido. Paseé por las calles de Chelsea hasta la Octava Avenida, dejé atrás los bares con sus luces cárdenas o azules, los agujeros de antimateria de los tristones hoteles (una chica negra de grandes tetas escribiendo algo en un mostrador), y luego me detuve bajo el perfecto crepúsculo de Manhattan, con un aire en el que se equilibraban armónicamente los grises, los plateados, los amarillos, y contemplé a través de la brillante verja a los ocho críos que brincaban con su pelota bajo el alto aro.

Martina permaneció silenciosa en la terraza, vestida con una camiseta y pantalones cortos, un brazo en jarras y el otro sosteniendo la manguera… Comimos ahí afuera, aventados por la brisa, una ensalada con pan y queso, y otra vez ese vino de juguete que suele servir ella, envueltos por el olor penetrante y almizcleño de la hierba y la turba húmedas. Más tarde, Sombra se acercó a su ama en son de súplica, pero bostezando y con los rasgos a medio camino entre la ansiedad y la somnolencia. Yo estaba sentado con Hitler en mi regazo: la noche de los generales, la tierra calcinada, colapso, humillación y muerte. El final feliz. Ahora tendría que empezar a leer Dinero, otra vez. Era Martina la que me había dado esos libros. Martina me había dado una biblioteca de instrucciones para vivir en el siglo XX. Pero también era eso mismo lo que yo le estaba dando: con mi ejemplo personal. Martina es observadora. Llevaba varias semanas observándome tan atentamente como yo la observaba a ella. Y Martina estaba aprendiendo no pocas cosas acerca del viaje de su planeta a través del tiempo. Por ósmosis, había aprendido algo gracias a este tullido gordo de cabeza en permanente caída libre, gracias a este sujeto vacío por dentro, gracias a este espantapájaros hecho de chatarra, de chatarra.

—Eh, tienes que decirme una cosa —le dije.

—¿Cuál?

—¿Por qué permites que yo ronde a tu alrededor? Mira, no me parece convincente. Nadie se lo creería. ¿Te lo creerías tú?

—Oh —dijo ella—, no eres tan horrible como piensas. Además, tú estás aquí, y no tengo a nadie más. Me pones a prueba. Pero me gustas.

—¿Por qué? —Supongo que porque soy un típico ejemplar del siglo XX—. ¿Por qué?

—Eres como un perro.

Al oír esto me puse ligeramente tenso. No es la clase de piropo que me gusta. Con las chicas, generalmente exijo que se me tome muy en serio. Pero también comprendo que durante estos últimos días exijo mucho a quien está conmigo, sobre todo porque ni yo mismo consigo aguantarme.

—Ya tienes un perro.

—Y ahora ya tengo dos. ¿En qué piensas cuando no piensas en nada?

—Tendré que pensármelo —le dije.

Qué ganas tuve en ese momento de tomarme un whisky: no puedo negar que en todos estos diálogos de Bank Street el miedo es uno de los factores más importantes. El miedo a lo desconocido, el miedo a las cosas serias. Quedaba en la botella suficiente vino como para llenar un vaso. Pero un vaso de vino no te proporciona grandes dosis de arrojo.

—Contesta tú primero a esa pregunta —le dije.

—Pienso en todo lo que he perdido.

Se quedó en silencio. Supuse que estaba pensando en las cosas perdidas. Me fijé en el dolorido blanco de sus ojos. Sí, tenía magníficamente desarrollados los músculos del llanto: esos ojos habían llorado a mares. Siguió hablando. Dijo que no se refería a cosas perdidas sino a personas perdidas. Hacía bastante tiempo que perdía personas, a un ritmo de una cada año. A mediados de los años setenta se había quedado sin sus abuelos. Luego había perdido a su madre (cáncer), a su mejor amiga (accidente de circulación), a su padre (suicidio), y, el último año, a su único hermano (ahogado, ahogado). Eso ocurrió hacía un verano, cerca de Nueva York, en el cabo. Yo no tenía ni idea de todo eso.

—Joder —dije. Es cierto que los ricos aligeran el drama de la muerte, porque te dejan cosas en herencia. En el lugar del que yo procedo ocurre exactamente al revés. Siempre tienes que estar rascándote los bolsillos para pagar deudas, para pagar funerales—. De todos modos —dije, vacilante—, este año no has perdido a nadie. Hasta ahora, por lo menos.

—Este año también. He perdido a Ossie…, para siempre.

—Ah, claro.

—¿Y tú, en qué piensas?

Noté que mi cara se ponía fofa y necia. Luego me encogí de hombros y dije:

—En el dinero. En eso, o en el miedo o la vergüenza. Es lo único que tengo frente a quienes puedan odiarme.

—Pobrecito —dijo ella—. Aunque quizá no seas tan especial…

Nos fuimos a la cama. Nos fuimos a la cama como lo hacen los adultos: ya saben ustedes, como si no fuese nada del otro mundo. Sin agentes estimulantes ni reforzantes musculares, sin gruñidos cabrunos ni risillas o gañidos nerviosos, sin atrezzo ni brandy ni parafernalia de burdel, sin clavos ni correas ni terceras personas. Martina se desnudó rápidamente. También ella usa unas bragas ingeniosas, pero apenas te da tiempo a echarles una ojeada. Avanzando sobre sus largas piernas de color tostado, con la curva de la cara interior de los muslos atractivamente marcada como si se tratara del extremo de unas pinzas (anchas las orillas de las caderas, firme pero no robusta la espalda), Martina se dirigió al baño. Después, su regreso, completo y frontal, con la piel mostrando los primeros e interesantes indicios del paso de los años, las primeras huellas del tiempo, de la muerte, pero que servían para garantizarte que, suponiendo que alguna vez tuvieras la ocasión, sabrías con absoluta seguridad que habías estado con toda una mujer. Eso era una mujer, sin la menor duda.

—Joder —dije—. Mientras estaba ocurriendo todo esto, tú tenías además en la cabeza todo ese jaleo. Ni por un momento me he parado a pensarlo. Lo lamento.

Y vislumbré también todos sus demás pensamientos, todo lo que le rondaba su alta cabeza, detrás de su rostro, muy por encima de mis alcances.

Me desnudé y me tendí en las sábanas junto a ella. Nos besamos, nos abrazamos, y ya sé que soy un lerdo y un torpe, y un perro aburrido, pero al final comprendí lo que su piel estaba diciéndome, vi aquello tan sencillo que contenía, a saber: Aquí estoy para ti, todo esto te ofrezco. Sí, pensé, en la dulzura está el truco, mis pobres manos violentas… Y a la mañana siguiente, cuando desperté, la leche (y que nadie se ría; no, nada de risas), me sentí como una flor: un poco marchita, por supuesto, algo dolorido el tallo, sin futuro auténtico quizá, sólo un futuro fallido, un futuro de jarrón, pero una flor que se alisaba los pétalos y se preparaba para, alzando la cabeza, alimentarse de la luz diurna.

***

—¿Le dejo suelto? ¿Qué te parece?

—Sí, déjale correr —dije—. Es un buen bicho.

—¿Y si se escapa?

—Algún día tendrás que probarlo.

Washington Square, domingo del puente del Labour Day en Nueva York, con el aire tan pesado como el goteo que resbala por la pared de una cocina azul. Otra fecha importante en el calendario de la selva, con plena participación tribal, con chicos listos que patinan a una docena de ritmos diferentes, con ágiles maricas saltando y estirándose (detenido eternamente el disco que lanzan en la corriente térmica de la dorada neblina), y juegos y gritos, y dos coches de la policía con las cuatro puertas abiertas a modo de trampas en las que harán caer al primero que se desmande. Y ni un ápice de vergüenza en ningún lado. Cierto grado de amenaza y cierto grado de desesperación, y cierta dureza visible en el rastrojo de la mal afeitada barba de los polis, pero sin la menor vergüenza… El perro se retorcía como un loco de ganas de soltarse y mezclarse por entre la variopinta gama de seres humanos. Le soltamos. Al principio se puso a correr en círculos cada vez más anchos, con la lengua casi colgada del cuello a manera de bufanda. Luego se detuvo, se sentó de perfil, tieso y civilizado, como un caballo de ajedrez que estuviera esperando tranquilamente en segunda fila, contemplando sin excitación las posibilidades que se le ofrecían.

Compré unas cuantas latas de cerveza ligera en el pequeño tienducho. Nos sentamos en un banco de piedra y estuvimos charlando, Martina de blanco (blusa blanca, falda blanca), y yo con el corazón envuelto por una faja de agitación. El ascenso a lo largo de la cadena del ser, la movilidad social: grandes frases, pero lo mío es mucho más agotador. Eso de mantenerse en donde uno está, de no resbalar, incluso para eso hay que tener unos huevos de campeonato. Mientras Sombra rondaba por allí, regresando cada vez con menos frecuencia para recibir una caricia estimulante, elegí un tema e interrogué a Martina acerca de la filosofía. No me refiero a la filosofía de Martina, sino a la filosofía en general. Y ella me dio algunas muestras de las cosas a las que suelen dedicarse los filósofos. Por ejemplo, ¿de qué manera se las puede arreglar uno para decir que el Morning Star y el Evening Star son en realidad lo mismo? Repliqué diciendo que, sin la menor duda, no eran lo mismo: aunque la empresa periodística era una misma para los dos diarios, de todos modos eran dos cabeceras distintas, y a fines presupuestarios, fiscales, y demás, no cabía la menor duda de que esa empresa los trataba por separado. Martina sonrió y me dijo que sí con la cabeza. Y luego soltó una carcajada, de un tipo nuevo, que no sé si expresaba felicidad o resignación. La filosofía es una tomadura de pelo, pensé, y le dije:

—Bueno, dame otro ejemplo.

Pero su expresión había cambiado, y de repente se puso en pie.

—Oh, no —dijo—. ¿Dónde está Sombra?

También a mí me había preocupado este asunto. Hacía unos cuantos minutos que Sombra no venía a visitarnos, y, secretamente, yo había estado esforzándome por tratar de divisarle en medio del torbellino humano. Sin decir nada, zigzagueamos por la plaza, revisamos sus contornos, y luego atravesamos el hirviente y agresivo calor. Ni sombra de Sombra. Nos separamos y empezamos a correr en círculos cada vez más anchos, regresando cada vez con menos frecuencia en busca de esa caricia de estímulo.

Una hora más tarde corría yo por la calle Diecisiete, con mis aporreadas partes brincando en su bolsa, convertido en un jogger terminal, sin aliento, lloroso. Cada vez que Martina se reunía conmigo para volver a dejarme, me decía que nos habían robado el perro. Pero yo estaba seguro de que se había largado, que había emprendido el camino hacia la parte alta, que había regresado hacia la zona de la calle Veintitrés y el mundo que se abría a partir de allí. Al principio pensé: Joder, a ver si encontramos a ese maldito chucho, así podré dejar de correr y tomarme una copa. Incluso hubo momentos en los que se me ocurrió que la desaparición de Sombra no iba a causarme ningún problema personal. Pero ahora, cuando subía a toda velocidad calle arriba, tuve la horrible certeza de que mi destino estaba estrechamente atado al del perro, supe que si Sombra desaparecía también yo acabaría regresando a la calle Veintitrés para perderme en el laberinto con el resto de perros humanos. Sin Sombra, se habría acabado mi proceso de lenta aristocratización. Sólo me restaría volver a mis reductos urbanos, mi agua fría, mis desastres. Me pareció verle cruzar a toda velocidad entre los coches aparcados, los parquímetros y las bombas de incendios, pero cuando, tras esquivar la circulación, me planté en la lejana acera, sólo encontré un cubo de basura roto cuyo contenido estaba siendo esparcido por el viento. De modo que seguí corriendo, subiendo por la Octava Avenida, camino del fin del mundo.

Le encontré en la calle Veintitrés, en uno de los turbios callejones que hay junto al viejo Limpopo. El instinto me aconsejó llamarle a gritos y lanzarme hacia él al sprint, pero finalmente desaceleré mi paso y me aproximé con vigilante cautela. Sombra estaba disfrutando del jaleo en el centro mismo de un débil ciclón de basuras; ya saben, la porquería tiende, en las ciudades, a pasarse las horas jugando al corro en una confusión de cartones de leche, latas de cerveza, pollos degollados… Me acerqué un poco más. Por su aspecto, se hubiera dicho que Sombra se había vuelto loco: se sacudía y se relamía, y cojeaba de una pata que, significativamente, parecía señalar hacia la parte alta de la ciudad. Le noté físicamente distinto, había experimentado algún cambio en un detalle vital que, sin embargo, me costaba identificar. El collar. Había perdido el collar. Había bastado una hora en la selva para que Sombra hubiese sido asaltado, violado, desnudado de todo lo que tenía. Ahora no le quedaba ni su nombre. De repente se volvió hacia mí, me miró sin curiosidad y volvió a desviar la vista. Cuando vi que estaba a punto de largarse al trote camino de la Octava Avenida, ladré su nombre con toda la potencia que me permitían mis cascados pulmones, y se volvió otra vez, con mucho esfuerzo, y vino hacia mí con los hombros hundidos en una actitud de profunda humillación, de abyección total. No le pegué. Le agarré del pelo. Le llevé a casa. Martina estaba esperándonos. Hasta ese momento no había llorado, pero lloró al vernos.

Y, mientras me daba las gracias y acercaba mi mano a su rostro, pensé: Le quiere de verdad, sí, quiere a Sombra, quiere a este perro. Sí, Martina ha estado engañándome. Es humana, simplemente humana. Al final resulta que es hasta demasiado humana.

***

Uno, y dos, y tres, y cuatro. Estoy tendido en el decimocuarto piso del Ashbery, en calzoncillos, agitando mis piernas en el aire como un escarabajo patas arriba. ¿Qué hago? Hago ejercicio. Mi objetivo más inmediato consiste en reforzar mis tripas, pero de hecho también entran en mis proyectos otras consideraciones más importantes. Quiero estar en forma para Martina. En esto consiste mi renovación. Mi metamorfosis. Y cinco, y seis, y siete, y ocho. Sería capaz de cruzar la frontera del dolor, pero no la encuentro. Además, sé que la verdadera musculatura se encuentra en algún rincón de mi cabeza, la musculatura de la mortificación. Fíu, espero que todavía me quede un resto de esos músculos. Espero que no se me hayan atrofiado. Espero que no estén demasiado borrachos. Lo que necesito es poner mi cerebro en forma, entrenarlo. Necesito algún profesor de gimnasia que me haga sudar los sesos hasta ponerlos en condiciones. Necesito que mis sesos hagan ejercicio, hasta la extenuación. Mañana es el primer día de rodaje. Me dan un cheque enorme. Todo el mundo va a tener que tomarme muy en serio, usted incluido, caballero; y usted también, señora. De lo de ayer no tengo nada que contarles. Parece que basta con mostrarse amable, sincero, fiel, y a cambio te dan todo lo que quieras. Vaya.

Me puse boca abajo e hice un par de flexiones de brazos. La primera funcionó notablemente bien. Mas, cuando me encontraba exactamente a mitad de la segunda, me fallaron los dos brazos a la vez, y la alfombra pegó un salto hacia arriba y me atizó en plena nariz. Luego, cuando yacía tendido, soltando tacos y escupiendo pelusa, sonó el teléfono. Hacía diez minutos que había estado hablando con Martina, y esperaba que la llamada fuese de Fielding o de mi amigo Frank. El gilipollas de Frank. ¿Será capaz todavía de hacerme daño?

De modo que fue una sorpresa doble.

—¡Hola! ¡Eh…! ¿Te acuerdas de mí?

—Bromeas —dije—. ¿Estás en Nueva York?

—Exacto.

—Es imposible.

—¿Por qué? Veámonos y te lo contaré todo. ¿Almorzamos juntos?

No me iba bien, de modo que acordamos tomarnos unas copas en el Bartleby, en Central Park South, a las dos y media. Me tendí de espaldas, cuan largo y blanco soy, parpadeando aún. Jamás adivinarían ustedes quién era. O quizá sí. Pues claro, era Selina.

Pero ahora tenía que ponerme el traje y salir a reunirme con Butch Beausoleil y Spunk Davis para comer, para celebrar unas conversaciones de paz, para tranquilizarles y animarles y prepararles para el gran día. Había pensado llevarles a comer al Balkan Coffee Shop de la calle Cincuenta y tres… Para empezar hubo un pequeño altercado en la entrada, por culpa del informal atuendo de Spunk (que, de hecho, estaba super elegante con su camisa de seda, su mono de alta costura y sus zapatos de cuero), pero dejé un billete de cincuenta en la ancha palma del gerente, que nos condujo hacia un reservado próximo a la barra. No entiendo por qué no me olí que habría problemas cuando vi que Spunk permitía que Butch entrase antes que él en nuestro reducto, con una cortesía de tipo exhibicionista, y que luego hasta le encendía el pitillo que ella sacó en cuanto estuvo instalada. A continuación, sin apartar la vista de la señorita, ¡Spunk aceptó una copa de champagne! Bueno, después de todo eso (y no sin antes haberme concentrado unos instantes en el atezado brillo de la piel de Butch y en la palidez furtiva de la tez de Spunk), no pude fingir sorpresa cuando, cogidos de la mano, me miraron los dos a la vez para pedirme que fuera su padrino de bodas. Joder, ¿no les parece una gentuza increíble? Hace dos semanas se peleaban sin parar. En fin, supe que mis tendencias gay respecto a Spunk habían fenecido (al igual que mis tendencias normales respecto a Butch: en realidad, ni siquiera había llegado a tenerlas), porque lo primero que pensé fue: Fantástico; esto equivale a un millón de pavos de publicidad gratuita. Lo segundo que pensé, por otro lado, fue: Desastroso; con esto se hunde el proyecto, jamás lograré sacarles el más mínimo partido durante el rodaje, y también hay que pensar en Lorne Guyland, que caerá fulminado en cuanto se entere de la noticia… Pero ya saben cómo son las cosas, nunca pierdo la esperanza. Después de mi final de semana en el paraíso, me sentía como un viejo y listo hijoputa curado de espantos, de modo que tuve, exteriormente, una reacción muy diplomática. Les dije que esperasen, y que no le dijeran nada a nadie. Ellos se mostraron un poco ofendidos, por supuesto, y se limitaron a oírme hablar durante toda la comida que, por cierto, tenía aspecto y sabor de semen de foca y polla de anguila. Sí, me mostré muy persuasivo, elocuente, apasionado. Y les hablé muy en serio. Porque, de repente, me di cuenta: tengo treinta y cinco años, y soy un padre frustrado. Quizá hubiese tenido que tener hijos cuando era joven, antes de que me diera tiempo a pensármelo.

Cuando Spunk se fue al lavabo, Butch me dirigió una mirada significativa, hizo una breve pausa, y me dijo:

—Estoy preñada, John.

Magnífico, pensé: Ahora, incluso Caduta tendrá una crisis nerviosa. Pero se me ocurrió otra posibilidad:

—¿Estás segura de que es suyo?

—No estoy completamente segura, no.

—Pero ¿no tomas la píldora o algo?, ¿no te pones alguna cosa ahí adentro?

—Contéstame a una pregunta, John. ¿Por qué ha de ser siempre la mujer quien tome precauciones? ¿Qué?

—Bueno, porque siempre es la mujer la que se queda preñada.

—Estaba convencida de ser estéril.

—¿Quién?

—Que yo era estéril. Además, este año ya he tenido dos abortos. Spunk no sabe nada de nada.

—De los abortos…

—No. De que estoy preñada.

—Ándate con cuidado, Butch. Acuérdate de lo religioso que es Spunk. Piensa que ellos creen en eso del derecho a la vida y…

—Por ese lado no hay problema. Ya no cree ninguna de esas mamonadas. Él no sabe nada, John. Y yo siento deseos de proclamarlo ante todo el mundo.

Hazlo, pensé, y yo proclamaré ante todo el mundo…, en la primera página del Daily Minute. Butch se desperezó y se estremeció de felicidad. Seguro que iba cargada de cocaína, y de megalomanía. Sí, me encontraba ante una furcia enloquecida, engreída y estúpida.

Pero conseguí que me jurase mantener silencio de momento, y cuando Spunk regresó se fue ella a mear, y me pareció que se iba muy tranquila y confiada. De hecho, se pasó tanto rato en el lavabo que pensé que estaba abortando allí mismo.

Spunk me dirigía miradas de hombre seguro de sí mismo.

—Ya sé lo que piensas, John. Piensas que esto va a afectar tu trabajo en la película. Pero te equivocas.

—A ver, explícame por qué me equivoco.

—Hemos estado ensayando juntos, ella y yo. Fue así como ocurrió todo. Ya sabes, en el guión está ese precioso párrafo en el que Butch me habla del viaje de mi alma.

—Sí —dije, no muy tranquilo.

—Esas frases… Son poesía, música. Y luego, ¿te acuerdas de ese otro párrafo mío, aquel en que digo que Butch es uno de los hijos de la vida? Mientras ensayábamos, acabamos comprendiendo nuestras vidas como una especie de doble florecimiento que…

—Mira, Spunk —le dije—, ¿por qué no te la tiras unas cuantas veces seguidas, y luego olvidas todo este asunto?

Spunk estuvo en un tris de largarme un puñetazo, pero yo estaba preparado, con mi mirada de adulto bien a punto. Me sentía incapaz de aguantar más mierda de ésa, más palabrería suave y feliz, y me alegró ver que volvía a ser mi enemigo de siempre.

—No lo entiendes, John —dijo— Butch está enseñándome a vivir.

Acerca de esto no cabía la menor duda. Spunk tenía un aspecto horrible. En comparación a su estado de forma normal, parecía un libertino degradado por el vicio hasta la pura y simple idiotez. Santo Dios, entre la cocaína y el champagne y los vídeos que Butch tenía en su alacena, hasta a mí me resultaba inimaginable lo que ese par de jóvenes debían de estar haciendo en la cama. De sólo pensarlo me puse a jadear de asfixia. De todos modos, en un sentido esta circunstancia me beneficiaba. No quería que Spunk tuviese en la pantalla un aspecto excesivamente saludable e incorrupto. Con un mes de esta clase de vida, y un poco de maquillaje oscuro en las ojeras, este chico parecerá todo lo maltrecho que yo necesito.

—Mira, ella ha tenido siempre dinero, ¿entiendes? —me dijo—. Y sabe cómo usarlo. El dinero… ella me ha enseñado que el dinero no es más que una cosa que hay que utilizar. Ya sabes que yo jamás había llevado dinero encima, ni un céntimo, nada. No quería olvidar qué siente el que es pobre. Pero eso es simple miedo. ¿Por qué no habría que olvidarlo? Ahora he superado todo eso, y me siento a gusto con mi dinero.

Caramba. Así que este filósofo, después de pensárselo mucho, había llegado a esta conclusión. La única pena era que todos los periódicos sensacionalistas norteamericanos, que el país entero, había llegado a esa misma conclusión mucho antes que él.

—Bueno —le dije—. Ahora ya lo sabes.

Se levantó y se puso tieso como un poste cuando regresó Butch, y mientras tomábamos el café y los pasteles estuvieron los dos besuqueándose como un par de colegiales. O quizá no, mejor sería decir que estuvieron besuqueándose como un par de actores en la secuencia previa a los títulos, en una película porno. Contemplé sus jadeantes escaramuzas con la curiosidad neutral que me proporcionaba mi propia paz, o riqueza, sexual. Tenía los mismos sentimientos en relación a mi encuentro con Selina… El camarero me dirigió una sonrisa benévola y adulta cuando dejé mi tarjeta Vantage sobre la bandeja. Supe que el romance sería conocido esa misma noche por toda la ciudad. Y, sí, el guión podía encajar todo ese fuego con apenas hacer algún retoque aquí y allá. Tendría que conformarme con la publicidad gratuita, y tratar de calmar como fuese a Lorne. Meter a ese aristocrático crítico de arte que me había pedido. Añadir otra escena de desnudos. Otra escena de torturas. Por mí, que saliera en pelota viva de la ducha para coger el jabón, me daba igual. Joder, qué industria tan psicótica. Ni siquiera es una industria: apenas una conspiración, una conspiración del dinero. También reflexioné, y no por primera vez, en la siniestra adaptabilidad del nuevo guión. Fielding tenía razón. Con ese guión podía hacerse lo que a uno le viniera en gana: poseía una plasticidad obscena. Ese guión era como Juanita del Pablo o Diana Proletaria: se la podías meter por donde te diera la gana.

—Su tarjeta, señor.

Miré la bandeja…, y noté que el sudor de la vergüenza se extendía por todo mi pecho como si fuese hielo. Como si fuese hielo caliente, sudor frío. Me puse en pie. En medio del ardiente brillo de la plata yacía mi tarjeta, rota en cuatro pedazos.

—¿Dónde está el cabrón del gerente? Eh, venga usted para acá.

—Nuestra empresa sigue siempre esta política. Hemos comprobado la validez de su tarjeta a través del ordenador. No sirve. Falta de pago.

—Pues su ordenador ha metido la pata, entérese bien. ¿Sabe quién es esa señorita? Butch Beausoleil. ¿Y sabe quién es este joven? Spunk Davis. Mire, si me diera la gana podría comprar hasta diez veces esta empresita de mierda. Podría…

Y me pasé así un buen rato. No me había ocurrido nada tan malo desde hacía por lo menos dos semanas. Seguí rugiendo, pero, en fin, aquello era tan ridículo que no conseguí seguir estando furioso. Apenas era una anécdota que comentarle a Martina, algo con lo que hacer chistes… Después de aquel fin de semana de tres días, apenas llevaba encima unos pocos billetes de cinco y diez dólares, pero Spunk se sacó un rollo de billetes de cien y arrojó un par encima del pastel de chocolate. Desfilamos ordenadamente hacia la salida. Pero yo me entretuve un momento y le pregunté al maître:

—¿Verdad que le dan dinero por hacer esta clase de descubrimientos?

—Es cierto. Cincuenta dólares por tarjeta…

Metí dos dedos en el bolsillo superior de su chaqueta, y pesqué allí el billete de cincuenta que le había dado al entrar. Agité el billete ante sus ojos y después lo dejé caer al suelo y me fui.

Gracioso, ¿no? Política de la empresa… Para cuando llegué, tras atravesar la hoguera de Central Park, al Bartleby, ya no me sentía ni con fuerzas para telefonear a la gente de la tarjeta Vantage y pegarles una buena bronca. Lo mejor sería llamar a una de las secretarias de la productora, y encargarle que lo hiciera ella por mí.

***

—Joder y comprar —dijo Selina Street—, ésas son las dos únicas cosas que habría que permitir que las chicas hicieran desmedidamente. ¿No te parece?

Estaba sentada, rodeada por los paquetes y envoltorios de su reciente operación de saqueo en la Quinta Avenida. Iba vestida con un nuevo modelo especial para la ola de calor: un tutú infantilmente adornado de volantes, y una falda más pequeña que unos sostenes, moteada de manchitas de sudor. ¿Estaba engordando de cintura, al menos un poquitín? Quizá, muy poquito.

—Qué sorpresa —dijo—. Estás cambiado.

—¿Ah, sí?

—¿Has dejado de beber o algo así? Parece que controles un poco más tu vida.

—Lo mismo te digo. Estás como siempre, pero más como siempre que nunca.

Pero en realidad estaba cambiada. Había adquirido lo que desde el principio estaba buscando. Es esa extraña cosa que uno ve entrar y salir de los coches, o tras los cristales de las joyerías, o en los salones de hoteles como éste. Cierto fulgor, protegido del tiempo y del clima por un sistema de doble acristalamiento. Selina había adquirido el color, el tono del dinero.

Me estuvo hablando de Nueva York, que era exactamente como se lo había imaginado. Yo agitaba los brazos, tratando de llamar la atención de los camareros en el ajetreado acuario del vestíbulo. Era uno de esos lugares a modo de feria en los que Norteamérica respira profundamente y ejercita su riqueza, con ascensores transparentes que suben y bajan a través de fuentes, y follaje y pureza computarizada, un stand en la Expo del Futuro en el que se muestra un mundo que todos conocerán algún día con el nombre de Dinero… Selina llevaba una semana en Long Island, haciendo Dios sabe qué con Dios sabe quién: tenía un aspecto salobre, herrumbroso, de afilada dentadura. Entre otras cosas, había venido aquí para firmar la liquidación de Ossie. Quien, por cierto, también rondaba por aquí. Aunque todo había terminado entre ellos dos, Ossie seguía portándose muy bien con Selina. Y, en esta situación, Selina florecía: estaba a la altura de las circunstancias. Además, Selina investigaba el mercado, estaba haciendo prospecciones comerciales para lo que insistía en seguir llamando «la boutique», que ahora prosperaba y crecía, crecía y prosperaba. Mientras conversábamos, se rascaba el muslo con una olvidadiza uña, o cruzaba despreocupadamente las piernas, o volvía la cabeza y fruncía el ceño al ver una diminuta arruga que se le había hecho en la falda. Yo aproveché estas maniobras para inspeccionar por mi parte la perspectiva de sus piernas, y las bragas blancas que llevaba puestas, unas bragas hinchadas como una vela al fondo de una panorámica.

—Pues no te imaginas lo sentimental que me pongo pensando en ti —me dijo, inclinándose hacia adelante. Sus ojos barrieron lentamente mi cara—. La otra noche estaba en la cama con alguien, no te diré quién, y el tipo hizo que me diera la vuelta. Ya sabes, para joderme por detrás, como te gustaba hacer a ti. Y tuve que parar. No podía seguir.

Sacudió la cabeza con un ademán que pretendía expresar su incredulidad: ¿cómo era posible esa constancia?

—Pero luego volviste a empezar —insinué—. Más tarde, continuaste.

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