Dinero

Dinero


VII

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—Oh, claro, claro que sí. Lo superé enseguida. Y luego continué la mar de bien. No sabes lo rico que es. Me he pasado toda la mañana de compras. Quería hacerte un regalo. Tengo la sensación de que te debo un regalo. En realidad, lo aceptaste todo maravillosamente bien. Pero al final sólo me he comprado regalos para mí. Mira. ¿No son preciosas? Ya sé que tú las prefieres completamente blancas, o completamente negras, pero éstas, tan rojas, me sentarán superbién. Por lo general no pagaría tanto dinero por unas bragas nuevas. Y éstas también me han salido carísimas. Fíjate, por este pedacito de tela me han hecho pagar cien dólares. Y son diminutas. Pesan menos que una pluma. Tócalas. Son regalos para mí. Pero también podrían ser regalos para ti. ¿Sabes qué había pensado? Subir a mi suite y probármelas todas. Pediré que nos traigan champagne. Me gustaría darte algo que te sirviera para recordarme. Me gustaría regalarte mi bronceado. ¿Quieres subir?

Estudié detenidamente su cara, sus ojos de mujer que va de compras. Son ojos que poseen también cierto fulgor especial, el brillo de los escaparates a última hora de la tarde, cuando cierran los comercios bajo una cascada de luz dorada, bajo el lustre perlado del imprescindible comercio. Su cara tenía una expresión sentimental, pero no había sentimentalismo alguno en sus ojos, no había ni siquiera amabilidad. Olfateé el peligro; hasta mis sobacos lanzaban zumbidos de alarma. No se trataba del peligro del descubrimiento sino del de la decepción, la risa áspera, interrumpida. Selina acertaba: yo sí que había cambiado. Vi su ofrecimiento, el ataque que lanzaba contra mí. De manera que, con los juramentos que le había hecho a Martina humedeciéndome todavía los labios, sonreí, lamentándolo mucho (jamás sabrán ustedes cuantísimo lo lamenté), y le dije que no con la cabeza, para después decirle con palabras:

—Por supuesto.

Las tres y veinticinco. El champagne ya estaba en camino. Sí, ¿dónde está mi champagne? El espectáculo había terminado, pero el otro espectáculo ya estaba comenzando. Porque es un espectáculo, sin la menor duda, esa exhibición a la que se entrega la verdadera artista de la cama. Y hay tiempo para reflexionar entre tanta ausencia de sentimientos, tiempo para reflexionar en medio de todos esos reflejos. El reflejo es lo que mantiene a la artista en la pasarela, lo que mantiene a la actriz bajo los focos, el juego de espejos ante el aplauso contenido. Esto es simplemente una función privada, la función más privada, que sólo ellas pueden ofrecer.

—Quiero ponerme encima.

—Lo que tú digas.

Su magnífico tipo, sus pronunciadas curvas, se encaramaron sobre mí. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Me fijé en las alcantarillas de su garganta, en las mironas gafas de sus sostenes, grandes como platillos de café, un ojo abierto, el otro cerrado, pero los dos mirando, y la cintura medida por una cadenita de oro, y las anchísimas caderas cubiertas de cintas y lazos. Su piel es como una super piel que contiene un único órgano. Sentada encima de mí, Selina es una erección, es una polla… Pero, entonces, ¿a qué venía el miedo, a qué venía la vergüenza? Sé que no volveré a sentirme bien hasta que me ponga a caminar. Tendría que tener las piernas metidas en mis pantalones, y no en los suyos. Pero ahí viene, con un pecho en cada mano. Al perro viejo no se le pueden enseñar nuevos trucos. Y la verdad es que Selina me tiene tomada la medida. Auténticamente corrompida, vulgar hasta la médula, puro siglo XX, Selina será siempre el negro que escriba mi pornografía, Selina, la pequeña Selina…

Se inclinó hacia adelante, apoyó las manos en mis hombros, y me metió una teta en la boca. Pasó el tiempo. Pasó el tiempo, hasta que el mundo exterior —el mundo real— llamó a la puerta de la habitación vecina.

—dijo Selina con fiereza—, pase. —Y luego, con más suavidad—: El champagne…, lo dejarán ahí. —Y luego, con más suavidad incluso—: No pares.

Pero yo empecé a escabullirme, y entonces noté que las puertas del dormitorio se abrían de par en par, y una tercera presencia invadía nuestro espacio.

De un solo movimiento, Selina se sentó sobre sus piernas dobladas y se volvió a mirar, estiró una de las piernas y giró sobre sí misma hasta ponerse en pie, como un gimnasta al concluir su ejercicio. Yo alcé la cabeza y me quedé mirando fijamente.

Era una situación muy de adultos, ¿no les parece? Selina estaba ahora anudando el cinturón de su salto de cama (y mirándome con una expresión que decía: a mí que me registren; y es que ni siquiera ella está dispuesta a perdonarme), mientras que Martina, enmarcada en el umbral, con un traje de estambre gris claro y zapatos negros, pegados el uno al otro (¿y qué fue lo que vio ella? La erección animal, las pelotas, la cara asustada). Y, finalmente, yo, el chiste archisabido, confundido, acabado, agitando los brazos. Me he encontrado desnudo muchas veces, pero jamás tan desnudo como en esta ocasión, ni siquiera en aquel Boomerang, junto a Sunset Boulevard, despatarrado ante el chuloputas.

Una situación muy de adultos, pero Martina parecía una niña. Como una niña que ha sufrido en un solo día más reveses que en toda su vida anterior, y que ahora vacila entre el rechazo y la aceptación de la idea de que la vida podría ser infinitamente peor de cuanto hubiera podido imaginarse, que la vida era esencialmente cruel, y que nadie se lo había advertido.

Bajó la vista. Sacudió la cabeza. Creo que incluso descargó una patada en el suelo.

—Sombra, también lo he perdido.

—¡Oh no!

—Se ha ido por las azoteas.

Y, dicho esto, también ella salió corriendo, cruzó la antesala y la puerta de la suite, y siguió corriendo por el alfombrado pasillo que había al otro lado de la pared contra la que estaba apoyada mi cabeza.

***

Por fin me puse en pie y empecé a coger la ropa, los pantalones, el traje, ese cadáver. Me costó una eternidad meterme en esa ropa muerta.

—¿Se puede saber a qué venía tanto escándalo? —dijo Selina con la voz muy tensa. Yo me sentía incapaz de mirarla—. No, no me lo digas. Seguro que has estado acostándote con ella, a que sí. Tú con ella. Menudo chiste.

Finalmente comencé a irme, con las manos alzadas en señal de sumisión, o a la defensiva. Cuando llegué a la puerta reuní fuerzas suficientes como para volverme y decir:

—¿Cómo es que ha venido aquí?

—Yo qué sé —dijo Selina—. Es la suite de Ossie. Pregúntaselo a él. Pregúntaselo a ella.

En el aleteante y agitado bar de la planta baja me tomé doce bourbons seguidos. Sí señor, eso es, bebe hasta reventar, me dije, y telefoneé a Martina. Tuve que marcar el número tantas veces que casi me quedé sin dedos. No descolgaban. No descolgaban. Comunicaban. Comunicaban. Qué ruido tan odioso. Y mientras permanecía hundido en la barra, jugueteando con mis últimas monedas, como suelen hacer los bebedores, oí unas palabras que jamás en la vida creí que pudieran producirme ningún placer, oí el sonido de mi propio nombre —John Self— anunciado por los altavoces. Me acerqué al teléfono rosado. Pensé: Es ella.

—¿Sí? —dije.

—Se acabó. Todo ha terminado. —Era la voz de ese gilipollas. La risa de ese gilipollas.

—dije—. Oh, hazme un favor, ven a verme. Ahora mismo. Ahora. Estoy preparado.

—De acuerdo. Escúchame. Hay un aparcamiento de coches detrás de esa tienda porno a la que sueles ir. Tuerce a la derecha cuando llegues a la cabina, y después camina unos cincuenta o sesenta metros. Encontrarás un montón de bolsas de basura junto a una puerta reventada. Cuando llegues allí…

—Quiero que nos veamos las caras ahora mismo.

—Sí. Ahora.

Salí al silo de la Sexta Avenida, la Avenida de las Américas, en donde parecían aguardarme los rascacielos montados en sus zancos. Arriba, en el cielo, soltaba destellos el calor asfixiante. Treinta y ocho grados. Avancé por la calle, disparado como un cohete, y tuve la sensación de que mi corazón iba a arder de un momento a otro, y que todo yo me convertiría en vapor y ascendería en espiral hacia el cielo encendido. Los millones de ventanas de Nueva York me miraban con furia, lanzaban miradas asesinas al que había sido infiel. Por Cristo, mi vida había sido una vida seria durante diez minutos, pero ahora volvía a ser el mal chiste de siempre. Pues bien, echémosle leña al fuego, hagamos que el chiste tenga toda la mala leche del mundo, pensé, y salí corriendo en dirección sur.

Estaba preparado, muy preparado. A paso de jogging crucé frente a los escaparates del emporio pornográfico en donde chicas asalariadas giraban como un torbellino en sus respectivos infiernos, siempre, eternamente, por dinero. A paso de jogging atravesé el horno del aparcamiento, en donde los Tomahawk y los Boomerang aguantaban el castigo solar que les caía en plena cara, odiando el calor, odiando el odio. Saludé con la mano a los chicos con gorra de béisbol. Ellos me devolvieron el saludo, animándome. Sigue, sigue, vas por el buen camino. A paso de jogging recorrí otros cincuenta o sesenta metros. Encontré las grandes bolsas negras, rebosantes, y una puerta metálica reventada. Un buen escenario para una pelea, sí. Mientras esperaba y odiaba, me pareció que el pitillo se encendía espontáneamente. No sentía miedo. ¿Qué podía quitarme ese tipo a estas alturas? Estaba preparado, preparado. Y a continuación sentí que una sombra caía sobre mí y que un par de brazos largos me oprimían el corazón.

Tranquilo, pensé, después de que los primeros voltios de conmoción se hubiesen escapado de mi sistema. Una buena puntada en el tobillo resolverá este aprieto. Y luego un codazo en plena cara, y asunto terminado… Pero, asfixiado, noté que mis pies perdían el contacto con el suelo. No podía hacer nada con las piernas, y, atrapados mis dos brazos, el único recurso que me quedaba era el cabezazo directo. Pero ¿dónde coño estaba la cabeza de ese tipo, por todos los dioses? No había modo de encontrarla. Las cosas empeoraron de repente porque comenzó a sacudirme, pegada su pelvis a mi trasero, todo ello acompañado por los ruidos que deben de hacer los simios al joder, y por el chisporroteo de su risa, y por la antorcha de su aliento clavada en mi nuca. Por vez primera comprendí hasta qué extremos estaba loco y furioso, y pensé, no habrá modo, este tipo recurre a unas reservas de fuerzas que no están a mi alcance, no puedo hacer nada por defenderme… Pero también yo soy fuerte, maldita sea, y jamás he estado tan furioso como hoy. Justo en ese instante me aproximó a menos de un palmo de la pared del callejón. Fantástico: justo lo que yo necesitaba. Levanté los dos pies y, con un empujón capaz de aplastarle los huevos a cualquiera, le envié marcha atrás contra la puerta, con todo mi peso sobre él. Pero volvió a enderezarse, sin perder la calma, sin darme cuartel. Con un fiero retorcimiento de las mandíbulas, me arrancó un buen mechón de pelo, y después escupió, soltó una carcajada, y me sacudió más fuerte que antes… Sólo me quedaba aguardar al final; no había reacción posible. Ahí viene el último apretón. Noté que se me ponía la cara morada; pero fue esa otra pelea, la pelea por seguir respirando, la que me dio la solución. Todavía tenía el pitillo entre mis labios. Torcido, pero encendido aún. Volví la cara congestionada hasta la máxima torsión de mi cuello. Me faltaban unos pocos centímetros, y se me estaban yendo las fuerzas, como un escape de gas. Pero él cometió un error. Tenía que cometerlo. Fue demasiado lejos. Me metió la lengua en la oreja, y supe una cosa: esto rayaba en lo insoportable. Era insoportable. De modo que, con un audible retorcimiento del cuello, volví mi cara hasta meter la boca en su desnuda garganta.

Estaba libre, bailando en el aire. Girando sobre mí mismo, aunque fuera tambaleándome, le di con el puño en plena cara. Le propiné seis, ocho, diez golpes a dos manos en la cabeza y los hombros, hundiéndole, como si estuviera metiendo un clavo de tienda de campaña en la tierra, y cuando me preparé a dispararle una patada a modo de golpe definitivo, vi esa cara, pero la vi demasiado tarde, la vi cuando mi pie avanzaba a semejante velocidad que no había ya forma de detenerlo (tampoco quería detenerlo, no, no quería). De modo que para cuando quise saber lo que estaba haciendo ya me había llegado el sonido, el elocuente sonido que produce un daño irreparable, el ruido seco que hace la máquina del millón cuando la bola sale rebotada contra el cristal: ¡Zok! Y, ¿saben ustedes qué era lo que yo acababa de hacer? Darle una patada en pleno rostro a una mujer.

—Eh —dije.

O quizá fue:

—¿Se encuentra bien?

Espera. Mira. El bulto rodó de costado. Fragmentos de carne semidigerida y dientes rotos emergieron de aquella boca. Nuestras miradas se encontraron. Horrible. Ya había visto antes esos ojos, pero en otra cara. Y en ese momento cayó la peluca, y debajo apareció el felpudo jengibre.

—¿Quién es usted? —dije, echándole una profunda calada al torcido pitillo.

No era una mujer. Tenía voz de hombre, y de hombre era todo lo demás.

—Oh, maldita sea —pareció decir—. Perro inhumado.

***

Estoy sentado en mi habitación del Ashbery, bajo una nueva red de náuseas temida desde hace tiempo, esperada. Estaba bebiendo scotch y leyendo Dinero. Me puse en pie. Con la ayuda de mis lentas piernas y mis lentas manos, me hice con un bolígrafo, una hoja de papel, el diccionario. Cogí los tranquilizantes que Martina me había proporcionado. Me dijo que creaban menos adicción que mis acostumbrados Serafim. La etiqueta dice: Martina Twain. Tomar por la noche… Volví a sentarme. Escribí en la hoja de papel la lista de todos nuestros financieros. Tomé un sorbo de scotch. Comparé mi lista con el índice de nombres citados en Dinero. Ricardo, Gresham, Biddle, Baruch. Busqué la palabra numulario en el diccionario. Tomé otro sorbo de scotch. Busqué la palabra valuta en el diccionario. Me levanté, abrí la ventana, saqué la cabeza. Busqué las palabras guelte y din. Me levanté y fui al baño, donde vomité sonoramente. Regresé. Me tomé tres tranquilizantes con otros tantos tragos de whisky. Sonó un golpecito en la puerta, y Félix se coló en la habitación, muy presuroso, como el humo del pitillo huye hacia las esquinas cuando hay corriente de aire.

—Félix —dije, con la boca espesa—. ¿Qué pasa, tío? Hace mucho que no te veía.

—Se acabó —dijo él—. Pero ¿qué ha hecho esta vez?

Con los labios secos y ardor de vudú en los ojos, Félix me dijo que toda Norteamérica estaba interconectada por medio de ordenadores cuyas raíces salen por debajo de los rascacielos y forman una enorme telaraña que conecta todas las ciudades, clasificando, archivando, aceptando, rechazando, rechazando. La América del software se extendía por todas partes, me dijo, formando un retículo de enlaces y cortes, con pantallas visualizadoras y tableros digitales, con listas de gente desacreditada, con listas de acreedores y de deudores. Y añadió que todos los estados de Estados Unidos codificaban mi nombre en estos momentos, que todas las unidades de control hacían muecas horribles y mostraban gráficas que parecían afilados electroencefalogramas. Toda América jugaba a marcianitos con las palabras «john self». Me había convertido en un enemigo del dinero. Y la poli andaba sobre mi pista.

—No me hagas reír —le dije.

—Hay que hacer las maletas ahora mismo.

—Será algún error.

—Las maletas. —Le llameaban los ojos, estaba implorándome. Su mirada era super triste—. Justo después del puente del Labour Day hicieron una comprobación. El nombre de John Self salió en la lista negra. Diez veces. Quince. Estudiaron el caso. En serio, tío, es un montón de dinero lo que le reclaman.

Oímos el ruido del ascensor. El teléfono descolgado me habló con su nueva voz. No contesté. Ni siquiera hice las maletas. Félix se me llevó hacia abajo por el ascensor de servicio y me sacó a la calle por la cocina. Los obreros, con sus camisetas baratas, entre fregaderos y ollas, me miraron con fijeza. Todos notaron el peligro en mí. Salimos a la basura del callejón. Esas enormes manchas sucias de la acera, no habrá modo de limpiarlas, ni frotando un millón de años. Nos miramos cara a cara por última vez.

—Vale —dijo Félix.

—Gracias. —Me llevé la mano al bolsillo. Había dos billetes, seis pavos en total. Le di a Félix el de cinco dólares.

Él se quedó mirando el billete que tenía en la mano. Me lo devolvió, y yo se lo acepté.

—No, tío —dijo, gruñendo—. No acaba de entenderlo. Todo eso se ha acabado, por completo.

***

Soy un objeto increíble lanzado hacia adelante, cerca de cien kilos de peso muerto violentamente proyectado, como un expreso al final de un sueño. Usted, sentado junto a la ventanilla del tren, levanta de repente la vista para verme pasar, rugiendo, arrastrando en pos de mí ese golpe de aire negro que agarra por las solapas al vagón en el que usted viaja y hace temblar hasta los cristales de las ventanillas. Pero enseguida desaparezco, renace la calma. Ya estoy lejos, pero sigo en marcha, sigo huyendo, sigo chillando.

Entro en el vestíbulo del Carraway y subo escaleras arriba, siempre con la cabeza gacha. Las puertas estaban abiertas, para airear la enfermiza habitación. Junto a ellas se encontraban un par de guardias de seguridad, una doncella del hotel, un tipo enorme con traje de rebajas, inclinado, tratando de escuchar la voz que le hablaba por un walkie-talkie, más una anciana muy alta con anorak y pantalones elásticos de color marrón, y una chapita en donde decía: Daisy’s: Un Magnífico Retiro.

—Soy Beryl Goodney —me dijo la vieja dama—. La madre de Fielding. ¿Es usted ese pobre hombre?

Dejé atrás a la entristecida mujer, a los atemorizados y susurrantes guardias uniformados. Con una sábana sobre los hombros, Fielding permanecía sentado junto a la ventana, en una silla de respaldo vertical. Se volvió lentamente al oír mis pasos. Tenía el pelo pegado al cráneo, los labios hinchados, cierto elemento vital desaparecido en su antiguamente fiera mandíbula. Se ha quedado sin su mandíbula, pensé. Y allí era donde más se le notaba antes su vitalidad.

—El dinero —dije—. ¿Dónde está el dinero?

—No hay ni un jodido céntimo.

Abrí mis manos como señalando toda aquella habitación lujosa, con sus muebles, sus ordenadores, su mesita de ruedas con las bebidas, sus candelabros, su Nueva York.

—Entonces, ¿quién paga todo esto?

—Tú.

—Pero ¿qué has hecho?

Me dirigió una mirada extraña. Luego, intentó ofrecerme una explicación, y me pareció que entre sus labios ceceantes asomaban inesperadas melladuras.

—Y tengo cuarenta y cinco años, Slick.

No pudieron detenerme en la puerta, llevaba demasiado impulso como para que nadie pudiese pararme, y salí corriendo hasta que llegué a la calle, jadeante, en donde me detuve por fin a pensar hacia dónde podía ir. En la esquina, un taxi amarillo frenó brutalmente y de él se apeó Doris Arthur. Enseguida se volvió hacia mí y hacia el hotel, como si nos tomara la medida.

—Ya te lo advertí —me dijo a voz en grito—. Intenté avisarte.

Me acerqué, la agarré del cuello y la arrastré hasta una calle secundaria. No sé por qué tengo esa extraña incapacidad de pegar a las mujeres, últimamente. Nada hubiera sido más natural en esas circunstancias. Pero me limité a cogerle la barbilla con una mano y decirle:

—Mala puta. Tú también estabas metida en eso.

—¿Es que no oyes lo que te dicen, bola de sebo? —¿Por qué? ¿Para qué seguiste con el cuento hasta el final?

Apartó la mano con la que yo estaba sujetándola, y entonces lo soltó:

—Por el sexo.

—Joder con las tías. Con las escritoras. La misma historia de siempre. Mucho hablar, mucho hablar, hasta que se presenta una polla que encaja bien.

—Tonto del culo —dijo ella, y sonrió—: No te enteras de nada. En la cama, Fielding hace de tía.

Y entonces oí un grito grave y serio a mi espalda. El tipo enorme del walkie-talkie estaba esperándome en la esquina. Y Doris había desaparecido y el mundo volvía a pasar a mi lado, de nuevo a toda velocidad.

***

Y seguí corriendo. ¿Saben una cosa? Corro muy bien. En serio. Si pudiera irme corriendo de América, seguro que lo conseguiría. Tengo piernas para eso y más. Pero no tengo alas. Ni dinero.

El siguiente lugar en donde estuve corriendo mucho fue la negra planicie del aeropuerto JFK, el fondo de ese cráter cercado por terminales de acerados ojos, con aviones crucificados volando y aullando sobre mi cabeza. Antes le había estafado veinticinco dólares a un taxista: y no era el clásico matón mascachicles, sino un honesto asalariado procedente de Israel, que ahorraba para pagarse la universidad y mantener a sus padres, unos modestos pensionistas de Jerusalén. Cuando nos acercábamos al Kennedy, se le ocurrió preguntarme por esa vida lujosa que yo parezco llevar: Londres-Nueva York, Nueva York-Londres; de modo que empecé a decirle que, bueno, había interesantes contrastes entre una ciudad y la otra, y en eso estábamos cuando le pedí: Déjame ahí mismo, muchacho, y cuánto te debo, y… Salí corriendo y me dirigí hacia una pared. Salté, encajé la caída de tres metros al otro lado entre el codo y la pelvis, encontré mis pies, y me puse a correr otra vez hacia los charcos negros, las vallas, los cables, las pistas. No hubo persecución. Lo único que llegué a escuchar fue su pasmado «Oiga», pronunciado en una voz cansada, harta de tramposos, de cheques sin fondos, de fulleros del dinero de plástico, de los estafadores de Nueva York.

Probé en primer lugar la terminal de TransAmerican. Me estiré un poco el traje y me dirigí con paso ágil hacia el mostrador.

—No habrá ningún problema —dijo el tipo con cara de cacahuete, coronada con la gorra de uniforme. Clase turista, butaca de pasillo, zona de fumadores: incluso una película más o menos soportable para entretenerme. Le pasé mi Tarjeta Approach Platino. Tecleó mi nombre y mi número, dijo: «Un momentito, señor», y se coló por una puerta que tenía a su espalda. Silbando, con las manos en los bolsillos, me alejé del mostrador, como si paseara, y tomé posiciones junto a las puertas de cristal de la salida. Como era de temer, mi jovencito volvió a salir por la misma puerta, escoltado por dos policías de paisano. ¿Seguridad de aeropuertos? ¿Chicos de la CIA? No, simplemente, la poli del dinero: cerdos, cabrones, basura. Basura dinerada, de modo que salí y me puse otra vez a correr.

En el mostrador de la PakAir me entró pánico, pero lo probé una vez más en el de la British Albigensian. Allí encontró su punto final mi tarjeta Air Budget, y allí empezó también una nueva persecución, esta vez muy prolongada: veinte minutos que me pasé lanzado, cagando leches, por una carretera de circunvalación, y con un tipejo con cara de lebrel pisándome los talones. Manhattan, el aeropuerto JFK, resultan lugares muy diferentes cuando circulas por ellos sin dinero. Tú cambias, pero ellos también. Hasta el aire cambia. Lo noté en cuanto salí del Carraway. Con dinero, el deslumbrante Nueva York parece un invernadero acristalado. Sin dinero, es como si estuvieras desnudo, tratando de proteger el pito de la cascada de cristales rotos que se te viene encima. Sin dinero es muchísimo más difícil soportar las miradas, los ruidos, los olores. Una ciudad durísima. Ahora comprendo lo cierto que es. ¿Dura? ¡Es una tormenta de mierda! Es a ras de tierra donde pasan las cosas de verdad. Ahí abajo todo tiene mucha más intensidad, todo resulta mucho más realista. Y también hay que tratar con la gente del dinero, aunque éstos sean diferentes, ingeniosos pícaros del cambio y el suelto, que hacen tintinear sus monedas mientras corren en pos de ti.

***

Con las piernas cruzadas bajo mi peso, me instalé encima de un retrete de Air Kiwi y pasé revista a mis bolsillos, anhelando encontrar dinero o algún medio de conseguirlo. A estas alturas ya pienso en cosas como vender mi reloj, mi cartera y hasta mis calzoncillos, uno de mis riñones, el oro de mi dentadura. Podría ir en autobús hasta Canadá y ponerle un telegrama a mi padre, pidiéndole algo de pasta, o ganármela trabajando en lo que sea allí arriba, en la parte helada del globo terráqueo… Pero no, no pienso regresar a Nueva York, a Norteamérica. Mejor sería intentar un secuestro de avión. O cruzar a nado. No pienso regresar a Norteamérica. Jamás.

Soy una de esas personas que rondan por el mundo con montones de papeleo atrasado metido en los bolsillos interiores de la americana. De modo que al poco rato tenía sobre mi regazo todo un serial, una auténtica y larguísima biografía (no muy buena, por cierto), en forma de papelitos doblados y arrugados y polvorientos. Una factura del gas, entradas de la ópera, cupones-regalo del tabaco, pasaporte, recados telefónicos, demandas fiscales, programas de rodaje, más facturas, recibos de pagos hechos con tarjeta en el Kreutzer’s, el Bartleby, el Happy Isles, impresos para anotar gastos de representación, una multa por conducir borracho, una postal con un Manet, una nota de Martina, ni un solo billete de curso legal, un billete de avión que no había sido utilizado… Manoseé este último papel durante un rato, hasta que finalmente tomé la decisión de averiguar qué era. Un billete de avión, abierto y sin utilizar. Airtrak. Nueva York-Londres. 20 kilos. YAP 1Y. OK.

¿Okay? Joder, llevaba tanto tiempo teniendo mala suerte… que ahora me sentía incapaz de admitir que aquello era un pulgar alzado, una cara guiñándome esperpénticamente el ojo. ¿Se acuerdan de lo que pasó hace ya algún tiempo, cuando Fielding me dio el billete de primera en el Berkeley? ¿Recuerdan lo de la falsa amenaza de bomba y todo eso? Pues bien, no llegué a utilizar aquel billete de avión que me había comprado ese mismo día, con mi propio y maravilloso dinero, y aquí estaba el billete, bastante arrugado, por supuesto, y hasta con huellas de dedos sucios, pero válido, honrado, utilizable.

Un asombrosamente amable asalariado me indicó que el mostrador de la compañía Airtrak se encontraba en el siguiente edificio. De modo que me fui directamente hacia allí, escudándome en un autobús que seguía mi mismo recorrido. Eran las diez treinta y cinco, y les quedaban butacas libres para el vuelo de las once. La bocazas que me atendió hizo sus comprobaciones y me dijo:

—Sí, el billete es bueno.

—Lo creo, amor mío, lo creo. Sabe lo que le digo, que ésta es la mejor compañía aérea del mundo. Sin discusión. Las demás compañías dirán lo que quieran, pero ustedes son la compañía de la gente. Maldita sea. Ya he oído hablar de sus problemas financieros, pero, no se preocupe, seguro que se arreglarán.

Ustedes lo hacen bien. Desde luego. A partir de ahora volaré siempre con Airtrak. Sé que ustedes harían cualquier cosa por sus clientes, cualquiera. Ustedes son la única que de verdad…

Hubiese podido seguir así indefinidamente, según alcancé a comprender más tarde. Hizo falta que me agarrasen con auténtica fuerza del hombro para que callase. Y no era la poli ni nada de eso, sino un simple empleado de Airtrak cuya mirada de asombro y cuyas palabras tranquilizadoras me persuadieron por fin para que me secara las lágrimas, jadeara en falsete unas cuantas veces, y me largase por la puerta correspondiente. Sin equipaje, sin trampa ni cartón: sólo yo. Yo, perfectamente engrasado y preparado, dispuesto a volar. En la sala de espera el bar estaba cerrado, pero el destino o la justicia me envió un barrendero de aeropuerto con un carrito de miniaturas y una nevera portátil, de modo que me gasté los 6,75 dólares que me quedaban en tres reconfortantes botellines de whisky. Me sentía tan fuerte y tan orgulloso que me entraron ganas de telefonear a Martina y aclarar el malentendido. Pero me había quedado sin blanca. Sí, tuve que gastarme hasta el último céntimo, vaciarme completamente los bolsillos. Perfecto. Como tenía que ser. Ni un céntimo.

Poco después estaba abrochándome en el asiento de ventanilla de un grupo de tres butacas vacías. Daba gusto. Una buena inversión. Una magnífica relación calidad/precio. Un servicio magnífico. Emití un áspero grito de alegría cuando el enorme cacharro rugió y se estremeció, y salió al centro del ruedo. Contemplé los charcos de luz, los camiones de basura que iban quedando velozmente atrás, y noté que el relumbrón y el imán de Nueva York iban perdiendo fuerza. No, ahora no volverás a atraparme. Nos pusimos en nuestro sitio de la cola, después salimos a toda carrera, con estruendo y determinación, y nos hundimos en la negra tubería para enseguida ascender a la noche.

***

Cuando el avión recobró la horizontalidad, encendí mi último pitillo. Aspiré lentamente su humo: jamás me había parecido tan dulce. Ante mí se abría el programa de una fiesta solitaria: un buen asiento, una buena comida, pasatiempos; cócteles, cena, sesión golfa de cine. Restaba el problema del dinero, ciertamente, pero aún podía colarles un cheque, o presentarles mi tarjeta Approach americana, la que no es de platino, o, en último extremo, obtener todo eso a base de dominar por la fuerza a la azafata. Esta noche tenía intención de emborracharme, ahí arriba, en el país libre de impuestos. Me di la vuelta, tratando de divisar el carrito con las bebidas, y justo en ese momento ocurrieron tres cosas a la vez.

La primera, a modo de entrante, que alguien me dio una patada en pleno rostro; pero desde dentro. Esta bota dolorosa, este uppercut lanzado con todas las de la ley, con toda la potencia, me sacudió brutalmente la cabeza. Entretanto, comencé a sentir un auténtico jacuzzi de basura y veneno que me revolvía las tripas. Los tres botellines de whisky ingeridos de golpe y con el estómago hecho un estropajo, sumados a los efectos de tanto joder y tanto pelear, de tanto huir, esconderme, estafar. Lógico. Y, al mismo tiempo, bueno: yo había sabido siempre que existían las criaturas del aire, los dioses meteorológicos, los leviatanes de amperios y esporas cuyas vidas transcurrían en los cúmulos, a miles de metros del suelo. Pues bien, alguno de esos seres, enorme y furioso, nos arrastró ahora hacia el seno de su caos. Las mandíbulas que teníamos encima de nuestras cabezas se abrieron de golpe con expresión de asombro. La gente se puso a hablar en extrañas lenguas: incluso la voz del piloto comenzó a cantar a la tirolesa y a lanzar curiosos trémolos en mitad de aquellos tremendos espasmos. Por aquí arriba hay demonios, pensé, demonios recién caídos del cielo. No, es Nueva York, todavía Nueva York, que ha estirado sus tentáculos para hacernos cosquillas en el corazón con sus largos dedos. Ignorando toda clase de advertencias, me puse en pie y me fui, rebotando como una pelota de ping pong, hacia los meaderos del final de la cabina.

Creo que jamás me he sentido tan vacío como después de haber hundido la cabeza en ese orinal de aluminio. ¿Cerca de los cien kilos? Apenas si peso cien gramos. Soy una muela careada en un pedo de aire. Todo lo que tengo está abandonándome, cayendo, dejando atrás los vasos de plástico, los muslos de perro y demás productos destinados a la alimentación aérea, dejando atrás las prisas, el miedo, el difícil regreso a casa, para deslizarse por el aire y descender hacia las nubes, con rumbo hacia el negro Atlántico… Finalmente, el avión salió del aprieto. Igual que yo. Volvimos a oír la voz del piloto. También yo, llorosamente, hice recuento de los daños. El piloto tenía problemas, pero ¿acaso no tenemos todos nuestros problemas? Por mí, como si decía que iba a hacer un aterrizaje de emergencia en el Polo Norte. El dolor volvió a pasearse por mi Upper West Side. El dolor es el medio que utiliza la naturaleza para decirnos que algo va mal. Pacientemente, el dolor sigue repitiendo ese mensaje una y otra vez, incluso cuando hace ya mucho tiempo que lo hemos captado. Esta muela ha fallecido, me informó el dolor; se acabó, ya no da para más. La muela ha fallecido, pero yo sigo con vida. Y luego empecé a percibir otro mensaje. No me quedaba más remedio que prestarle atención.

—Dentro de unos momentos notarán ustedes que damos un amplio giro. En fin, que yo también acabo de convertirme en un desempleado… Señoras y caballeros, tengo que informarles que éste es el último vuelo de la compañía Airtrak. La empresa se ha hundido del todo. En nuestro regreso al JFK vamos a pasar de nuevo por esa turbulencia. Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus cigarrillos. Gracias.

Me instalé en mi asiento justo cuando comenzábamos a descender sobre la bahía, a tiempo para ver los tensos arcos plateados y los lacios lazos de oro, las formas y las pautas que las calles dibujan sin enterarse.

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