Dinero

Dinero


I

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En la masculina Madison (una calle abotonada hasta arriba, como el chaleco de un jugador de billar), torcí a la izquierda y me dirigí hacia el norte, hacia la infinita trampa de aire. Los coches y los taxis se maldecían mutuamente a gritos, buscando pelea, listos para combatir, para enfrentarse. Y aquí están las calles pobladas de sus extraterrestres. Aquí están los artistas callejeros. En la esquina de la Cincuenta y cuatro, un altísimo negro se retorcía en el interior de una cabina de cristal y acero. Quedaba claro, como mínimo, que estaba pasándoselo horriblemente mal ahí dentro. Mientras yo me acercaba, sacaba la mano y le daba golpes al ardiente metal exterior de la cabina con su pálida y carnosa palma. Gritaba, no sé qué. Apuesto a que era un asunto de dinero. Siempre hay dinero de por medio. Tal vez también mujeres, o drogas. ¿Cuánta violencia crepitaba en todo Nueva York por el conducto de los cables subterráneos o por el de los abstractos caminos aéreos del cielo? ¿Cuál sería el resultado final? Malo, seguramente. Cada una de las líneas que estaba vinculando a dos amantes debía de estar retorciéndose entre otras cien en las que sólo se hablaba de obscenidades y amenazas… He pegado a algunas mujeres. Sí, ya lo sé, no está bien. Lo gracioso es que hacerlo cuesta lo suyo, en cierto sentido. ¿Lo han hecho ustedes alguna vez? Chicas, señoras, ¿han encajado ustedes algún tortazo? No es fácil. Es todo un paso, sobre todo la primera vez. Después, sin embargo, cada vez resulta más fácil. Al cabo de cierto tiempo, pegarle a una mujer es como hacer rodar un tronco. Pero supongo que será mejor que deje de hacerlo. Supongo que será mejor que acabe un día de estos… Cuando pasé junto a la cabina, el negro colgó violentamente y salió lanzado hacia mí. Pero dejó caer la cabeza, golpeó una última vez la estructura metálica, ahora sin apenas fuerza. En lo alto, el tiempo y la temperatura lanzaron sus destellos.

Fielding Goodney ya estaba esperándome en la Sala Dimmesdale cuando entré en el Carraway, pasadas las seis. Tieso y en pie entre butacas desorientadas, se encontraba de espaldas a mí, en lo más profundo de esta gruta de cristal, con un par de fláccidos dedos alzados en un ademán de advertencia o estipulación. Vi su cara parlanchina, blanqueada hasta adquirir un brillo acerado por el cristal deslustrado del espejo. Un barman ceñudo escuchaba sus instrucciones con aire responsable.

—No me eche hielo. Sólo quiero que lave el hielo con el licor, ¿entendido? Sólo lavarlo.

Se volvió, y noté toda la oleada de su buena salud y de su bronceado: su piel californiana, con un moreno a lo mantequilla de cacahuete.

—Qué hay, Slick[3] —dijo, y me tendió la mano—. ¿Cuándo has llegado?

—No sé. Ayer.

Me miró con espíritu crítico:

—¿Has venido en clase turista?

—Standby.

—Paga más dinero, Slick. Vuela en primera, o en Concorde. En clase turista es fatal. No es un verdadero ahorro. Eh, Nat. Ponle a mi amigo un Rain King. Y, recuerda, sólo hay que lavar el hielo. Tranquilo, Slick, tienes buen aspecto. ¿Verdad que sí, Nat?

—Cierto, Mr. Goodney.

Fielding se apoyó en la rica madera de la barra, dejando que su cuerpo distribuyera satisfactoriamente el peso entre los codos y una de sus largas piernas de yanki. Me miró con sus ojos embarazosos, de un super sincero azul de flor de maíz, los que se pusieron de moda cuando aparecieron las primeras estrellas del tecnicolor americano. Llevaba su espesa melena peinada completamente hacia atrás a partir de la elevada y extraña frente. Sonreía… Como inglés que soy, diré que una de las grandes ventajas de Nueva York es que en esa ciudad te da la sensación de que eres un tipo muy bien educado y de clase alta. Quiero decir que por fuerza has de sentirte hasta inteligente y de sangre azul, todo un exquisito, cada vez que pasas por la calle Cuarenta y dos y por la Plaza de la Unión, o incluso por la Sexta Avenida, a mediodía, entre oficinistas con cara de comida rápida y mirada de pillete. Con Fielding no tengo nunca esta sensación. No, en absoluto.

—¿Qué edad tienes ahora? —le pregunté.

—En enero cumpliré los veintiséis.

—La leche.

—No te deprimas, John. Toma, tu copa.

Ceñudo y expectante, Nat deslizó el vaso hacia mí. Parecía que contuviese un líquido pesado como el mercurio.

—¿Qué le habéis metido?

—Cielos veraniegos y nada más, Slick… Todavía te dura el trastorno del vuelo, ¿verdad? —Apoyó una mano morena en mi hombro—. Vamos a sentarnos. Sigue preparando más, Nat.

Le seguí hasta una mesa, calmado por ese contacto humano. Fielding se ajustó los puños de la camisa y me dijo:

—¿Se te ha ocurrido algo sobre la esposa?

—Acabo de hablar con Caduta Massi.

—¿En serio? ¿Te ha llamado ella misma?

—Sí, esta tarde —dije, encogiéndome de hombros.

—Entonces, se muere de ganas. Fantástico. ¿Qué te ha dicho?

—Que quiere muchísimos más hijos.

—¿Cómo?

—En la película. Quiere tener un montón de hijos.

—Cuadra con lo que yo sabía —dice Fielding—. Según los rumores, se hizo ligar las trompas. Poco antes de cumplir los treinta. Era católica, muy devota, y, además, se iba a la cama con el primero que se lo proponía. Ya sabes, así no hace falta abortar.

—Oye una cosa —dije—. No sé, Fielding, pero me parece que es demasiado mayor para lo que nosotros necesitamos, ¿no crees?

—¿Has visto La extraña hermana?

—Sí. Espantosa.

—De acuerdo. La película era horrible, pero Caduta estaba preciosa.

—Ahí está el problema. Parecía una estrella de cine super mimada por Hollywood. Y eso no nos sirve de nada. No quiero una película de esas… —Lo que yo necesitaba era una de esas actrices nuevas, con aspecto de vapuleada ama de casa promedio. Los críticos se pasan la vida diciendo lo sexy y lo reales que son esas actrices. Yo no creo que sean sexy, pero sí me parecen reales. Esto era al menos lo que me decía el instinto, y no contaba más que con mi instinto—. ¿Tenemos a alguien más? ¿Y Happy Jonson?

—Imposible. Está en el Hermitage.

—¿Qué le pasa?

—Depresión, super profunda, prácticamente catatónica. Esa tía es un muermo, Slick.

—Vale. ¿Y qué pasa con Sunny Wand?

—Otro desastre. Una vaca. Por encima de los ochenta kilos.

—Joder… Bueno, Day Lightbowne.

—Olvídala. Acaba de terminar dos años de análisis. Y ha sido violada en Bridgehampton por su terapeuta de fines de semana, que al mismo tiempo era su tío.

—¿Su tío? Caray. Eso es incesto, ¿no?

—Su tío, su novio, su amante. ¿Entiendes? De hecho, no es una violación corriente. En las violaciones corrientes no entra la lujuria. Se trata de tipos que sólo quieren tener sensación de poder, de dominio, de violencia: perdedores a los que no se les levanta. En cambio, cuando el violador es al mismo tiempo el amante sí que interviene la lujuria. —Hizo una pausa y luego, como si tal cosa, volvió al grano—. En fin, que el comecocos de Day Lightbowne la dejó hecha trizas y ha tenido que cerrar la tienda. Lo mejor es que trabajemos con Caduta, Slick. Nos va bien, muy bien. Piénsalo. Piénsalo un momento. ¿Has hablado con Lorne?

—Sí.

—Lorne está pasando una época terrible.

—Joder, y que lo digas.

—Su carrera empieza a deslizarse cuesta abajo, y acaba de invertir ochenta de los grandes en arreglarse la dentadura. Está deprimido.

—¿Deprimido? ¿Y qué hace cuando está animado? Me tuvo dos horas al teléfono. Mira, Fielding, ese tipo me va a matar. Soy incapaz de manejarle.

—Mantén la calma, Slick. Lo cierto es que Lorne Guyland hará hasta lo imposible por salir en esta película. ¿Has visto La sanción Cyborg?

—No.

—¿Y Pookie emprende el camino? ¿Y Dick Dinamita?

—Desde luego que no.

—Lorne está dispuesto a hacer lo que sea. Óperas espaciales, películas de carretera, comedias clásicas, series B para televisión. Su agente le ata al caballo, y le lanza a donde sea. Este es el primer auténtico papel que le ofrecen desde hace cuatro o cinco años. Está loco por interpretarlo.

—Entonces, ¿de qué nos sirve?

—Confía en mí, Slick. Con el nombre de Guyland en los créditos, la producción adquiere cierta respetabilidad. Piensa que ninguna película de Lorne Guyland ha perdido jamás dinero. Y aumenta en un cincuenta por ciento las ventas para televisión y cable y vídeo. Y significa que salimos con beneficios hasta en Taiwan y Guadalupe. Tengo a una pandilla de viejos mamones con quinientos de los grandes escondidos en el colchón. Y no los sacarían de ahí por Christopher Meadowbrook ni por Spunk Davis ni por Butch Beausoleil. Ni siquiera han oído hablar de ellos. Pero nos los darán por Guyland. Nuestro hombre es Lorne, Slick. Tienes que aceptarlo.

—Está chiflado. ¿Cómo voy a manejarle?

—Yo te lo explico. Di que harás todo lo que él diga, y luego, llegado el momento, haces sólo lo que te dé la gana a ti. Si se te rebela, ruedas la escena y luego pierdes la película. Tú controlas el montaje final, John. Te lo juro.

Bueno, esto ya me gustaba más.

—¿Qué hay del dinero? —le dije.

—El dinero —dijo Fielding—, el dinero va bien, muy bien. Oye, Slick, ¿no haces nunca ejercicio?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Qué clase de ejercicio?

—Bueno, ya sabes. A veces nado un poco. Juego a tenis.

—No lo dejes.

Pidió la cuenta. Me metí la mano en el bolsillo y busqué los arrugados billetes. Fielding, con su fortísima mano izquierda, retuvo mi muñeca. Cuando me puse en pie le vi sacar un billete de cincuenta dólares, uno de los muchos que llevaba sujetos con un clip.

***

El coche de Fielding esperaba afuera: un Autocrat de seis puertas, de media manzana de largo, con todo incluido, hasta con chófer guaperas y un guardaespaldas negro, armado con un rifle. Me llevó a un restaurante mañoso de los Heights. Era magnífico. Hablamos de dinero. Con el grupo de inversores que Fielding había conseguido, todo parecía arreglado. Qué coño, pensé: si las cosas fueran muy mal, ya se encargaría su papá de arreglarlas. El padre de Fielding se llama Beryl Goodney y es el dueño de la mitad de Virginia. Es probable que su mamá se llame Beryl también, y que sea la dueña de la otra mitad. Fielding no habla nunca de su propia pasta, pero todavía no he conocido a nadie que huela tanto a dinero: tiene montones, y quiere más…

—Dime, Slick, en términos generales, ¿qué sabes de dinero?

Le dije que muy poco.

—Yo te lo explico —comenzó. Y siguió lanzado, hablando con una voz en la que vibraba el apasionamiento del experto. Con toda clase de comparaciones y precedentes, me habló de la banca italiana, de las preferencias de liquidez, de las falacias fiduciarias, de la hiperinflación y del síndrome de la desconfianza, de los booms y los pánicos en la bolsa, de las macro empresas norteamericanas, de la sobriedad que posee la arquitectura financiera, del Crac del 29, de los suicidios en La Salle y Wall Street… Y me encontré preguntándome si Alec habrá visto la solitaria flor marchita que hay metida en el tarro de mermelada junto a la cama de Salina, si la habrá oído mear y tararear en el silencioso cuarto de baño, con las negras bragas como un cable que contacta sus gemelos. Algo parece ocurrir entre tus novias y tus mejores amigos. Yo siempre me encapricho, también, de las mejores amigas de mis novias. Debo admitirlo. Me apetecen Debby y Mandy, y esa tal Helle, la de la boutique a la que suele ir Selina. Es posible que te encapriches de las mejores amigas de tus novias porque tienen mucho en común. Son muy parecidas en todo, menos en una cosa. Sólo te acuestas frecuentemente con tu novia. De modo que sus mejores amigas pueden darte una cosa que no está al alcance de tu novia: un cambio de pareja. Eso es algo que ni siquiera Selina puede darme. ¿Se la está tirando Alec? A ver, ¿qué opinan ustedes? ¿Está haciéndole ella todos esos maravillosos favores? Podría ser, ¿no? Mi teoría es la siguiente. Creo que no. No creo que Selina Street joda con Alec Llewellyn. ¿Por qué? Porque Alec no tiene dinero. Yo sí. ¿Por qué creían ustedes que Selina se había ligado conmigo? ¿Por mi tripa hinchada, por mi horrible felpudo, por mi personalidad? No está metida en este rollo por cuestiones de salud, desde luego. Pues miren, estas reflexiones lograron reanimarme de verdad. Con las necesidades económicas no hay duda que valga. Cuando gane todo ese dinero que voy a ganar, mi posición se verá notablemente fortalecida. Entonces podré darle la patada a Selina y buscar a otra que sea mejor incluso.

Fielding firmó el cheque. Yo firmé unos cuantos contratos. Gracias a los cuales aumentó la cantidad de dinero que se desvía hacia mis propias cuentas.

Me dejó en Broadway. Once en punto. ¿Qué puede hacer un hombre adulto que se encuentra solo en Manhattan, una noche cualquiera, como no sea ir a buscar pelea o pornografía?

Yo me pasé cuatro beneficiosas horas en la calle Cuarenta y dos, entre una sala de videojuegos y un gogo bar que había en el sótano de al lado. En la sala de videojuegos, encorvados sobre sus mandos, reflejados sus rostros aterrorizados en las pantallas, juegan a marcianitos los fantasmas proletarios de Nueva York, los adoradores de las tinieblas. Parecen formas humanas de topos y murciélagos mutantes, imantados por los radares, los ruidos y los aplausos de estos nuevos y robustos robots que están dispuestos a jugar contigo si les das el suficiente dinero. Y por el mismo precio hasta te hablan. Misión cumplida, Fase de lanzamiento, Tormenta de fuego, Final de partida. Nave destruida, Curva temporal, ¡Desastre absoluto! Los críos y vagabundos y solitarios que se amontonan en esos antros son los mineros de una nueva era. Seguro que sus abuelos trabajaban bajo tierra. En el gogo bar permanecen perpetuamente enfrentadas las filas de hombres y mujeres, separados por muros de vasos de whisky, fosos de veneno por los que pasean locas matronas y malévolos forzudos.

A las once y media, aproximadamente, la vieja camarera me dijo:

—¿Lo ves? Está hablando contigo. Cheryl habla contigo. ¿Quieres invitarla a una copa?

Pagué los diez dólares y me abstuve de hacer comentarios. La vieja camarera embutida en su pardo condón se parecía mucho a la de la noche anterior. Podía haber sido la misma. Así es mi vida: repetición, repetición. Es cierto que las nenas de la rampa proporcionaban ciertas variaciones. Ninguna de ellas llevaba bragas. Al principio supuse que, por hacer este número, cobraban mucho más. Viendo, sin embargo, el aspecto del local, y viendo luego el estado de las nenas, acabé dando por supuesto que cobraban mucho menos.

Dos horas después me encontré dando vueltas por Times Square, buscando lío. Y lo encontré. Se me acercó una prostituta jovencísima. Tomamos un taxi y recorrimos treinta manzanas, hacia la parte baja, oeste, camino de Chelsea. En el coche sólo la miré una vez. Era morena, con los labios color sangre y una melena española tan revuelta que no brillaba. Me consolé pensando que, para completar los regalos —un frasco de Je Rêve, un cartón de Executive Lights, y un puñetazo en las tetas—, cuando regresara a Londres le llevaría a Selina unas magníficas purgaciones: Herpes I, Herpes II, Herpes, el film. Recuerdo el rudimentario vestíbulo de una floreciente pensión de baja estofa. Pagué la habitación, nada más llegar. Ella me condujo. Mencionó la cifra de cuarenta dólares, y yo la aprobé. Ella empezó a desnudarme, y yo hice lo mismo. Pero me detuve a la mitad.

—Eh, pero si estás embarazada —recuerdo que le dije, con infantil sorpresa.

—Da igual —dijo ella.

Me quedé mirando su fuerte y brillante vientre. Esperaba que fuese blando, pero era fuerte.

—No da igual —le dije.

Hice que se vistiera y se sentara en la cama. Le cogí la mano y estuve hora y media escuchándome decir estupideces. Ella se pasó el rato asintiendo con la cabeza. Ya le había dado el dinero. Incluso pareció escuchar parte de lo que le dije: en realidad me salía solo. Hacia el final pensé que, como mínimo, podía tratar de conseguir que me la cascara a mano. Seguro que se hubiera mostrado muy dispuesta. Era como yo. Sabía que no debía hacerlo, sabía que lo mejor era dejar de seguir haciéndolo. Pero no lo dejaba. En cuanto a mí, no podía echarle las culpas al dinero. ¿En qué consiste eso de ser capaz de distinguir entre el bien y el mal, y hacer el mal, o consentir el mal, aceptar el mal?

No pasó nada. Le di otros diez dólares para el taxi. Ella se fue a por más hombres y más dinero. Yo regresé a mi hotel, y me tendí completamente vestido, dispuesto a dormir mi segunda noche en esta ciudad en la que todas las cerraduras e interruptores funcionan al revés, y en donde las sirenas dicen «passa, tío» y ¡wow!, y ay, ay, ay.

***

Mi cabeza es una ciudad, y diversos dolores han tomado residencia en persas partes de mi cara. Cierto dolor de encía-y-hueso combinados ha abierto una cooperativa en mi Upper West Side. Al otro lado del parque, frente por frente, la neuralgia ha alquilado un dúplex en una zona residencial. En los barrios bajos, me late la mandíbula en viejos barracones abandonados. En cuanto a mi cerebro, las calles Cien de mi ciudad, eso es Harlem, un Harlem incendiado con hogueras veraniegas. Hierve. Y cualquier día me va a estallar.

La memoria es muy graciosa, ¿verdad? ¿No están de acuerdo? Yo tampoco. Jamás me ha divertido la memoria, y a medida que voy haciéndome mayor, menos graciosos me parecen sus chistes. Es posible que la memoria no cambie, pero conforme van pasando los días cada vez tiene menos cosas que registrar. Me parece que mi memoria está en forma. Lo único que pasa es que mi vida me parece cada vez menos memorable. ¿Te acuerdas de dónde dejaste aquellas llaves? ¿Y por qué tendría que acordarme? ¿Te acuerdas de aquel día en la bañera? ¿Te lavaste también los dedos de los pies? (Qué aburrido es echar una meada, sobre todo después de las primeras mil veces. Fíu, que rollo, ¿no?). Ya no consigo recordar ni la mitad de las cosas que hago. Pero tampoco hago gran cosa.

Al despertar ahora, al mediodía, tengo por ejemplo la intensa sensación de haber hablado por la noche con Selina. Muy suyo, eso de venir a rondarme en las horas más sombrías, cuando me siento débil, asustado. Selina sabe una cosa que a estas alturas ya debería saber todo el mundo. Sabe lo fácil que es obsesionar y asustar a la gente. Lo fácil que es conseguir que la gente se aterrorice. Hasta en mi caso, y soy de los más valientes. O de los más borrachos. Ayer noche me metí en una pelea. Digámoslo así: cuando estoy dormido soy un chico encantador. Comenzó en el bar y terminó en la calle. La pelea la empecé yo. También yo le puse el fin, por suerte, y por los pelos. Porque el otro peleaba mucho mejor de lo que indicaban las apariencias… No, Selina no me telefoneó. Eso no ha ocurrido. Lo recordaría. Estoy enfermo del corazón, y me duele todo el día, pero este dolor es nuevo, siento un nuevo pellizco en la maquinita. No sabía que Selina pudiese producirme tantos dolores. Es ese sentimiento de desamparo que suele aparecer cuando estás lejos de casa. He oído decir que la ausencia redobla el afecto. Es cierto, me parece. Desde luego, echo de menos mi promiscuidad. Trato de recordar cuáles fueron las últimas frases que le dije, o las últimas que me dijo ella a mí, la noche anterior a mi partida. No es posible que sean tan interesantes como supongo, tan memorables. Y cuando al día siguiente me desperté y comencé a prepararme para el viaje, ella ya se había largado.

Doce y quince, y llegó Félix, con un par de cócteles en la bandeja que sostenía con la palma a la altura de sus hombros. Tal como van las cosas, mi consumo de café ya es excesivo.

—Gracias, amigo —le dije, y le di un billete de diez.

Oh, sí, y ahora que me acuerdo, todavía no les he informado acerca de mi llamador misterioso. ¿O ya lo he hecho? ¿Lo he hecho? Ah, es cierto, ya se lo había contado todo. Exacto. Algún gilipollas. Nada importante… Eh, alto, miento. No les he contado nada de eso. Lo recordaría.

Ayer tarde. Estaba haciendo lo mismo que hago ahora. Es una de mis actividades favoritas: hasta podríamos llamarlo un hobby. Me encontraba tendido en la cama, bebiendo combinados y viendo la televisión, todo al mismo tiempo… La televisión está convirtiéndome en un cretino, lo noto. Muy pronto seré como los artistas de la TV. Ya saben a quienes me refiero. Chicas que imitan subliminalmente a las presentadoras de los programas infantiles, pura melodía, puro júbilo, Melodía y Júbilo. Hombres cuyos modales denotan interferencias del modelo del presentador de telediarios, manchas de actor de serial, toques peliculeros. O quienes ya han alcanzado un alto grado de cretinez, esa gente que, en la calle, en el autobús, habla de la TV como si los programas fuesen reales, que telefonean a las emisoras para formular las más extrañas preguntas, para hacer peticiones más extrañas incluso… Si pierdes el felpudo, puedes obtener otro artificial. Si pierdes la risa, puedes conseguir otra artificial. Si pierdes la cabeza, puedes conseguir otra artificial.

Sonó el teléfono.

—¿Sí?

Hubo un silencio; no, no era silencio sino un leve silbido requemado, tedioso y monótono, como el sonido que habita en el interior de mi cabeza. Tal vez sea el ruido que hace el Atlántico, con toda su masa, su enorme espacio.

—¿Diga? ¿Selina? Di algo, por Dios. ¿Quién paga esta conferencia?

—El dinero —dijo una voz masculina—. Siempre es el dinero. El dinero.

—Alec. ¿Eres tú?

—No es Selina quien te habla, tío. No es Selina.

Esperé un momento.

—Oh, no soy nadie en especial. Simplemente el tipo al que le jodiste la vida por completo. Ese soy.

—¿Quién eres? No te conozco.

—Y encima el tío dice que no me conoce. ¿A cuánta gente le has jodido la vida últimamente? Quizá convendría que llevaras las cuentas.

¿De dónde venía todo esto? ¿Lo sabría tal vez la telefonista del hotel? ¿Había jodido recientemente la vida de alguien? No conseguí recordarlo

—Venga ya —dije—. Estoy harto. Voy a colgar.

—¡ESPERA! —dijo él, y, en ese mismo instante, aliviado, pensé: bueno, este tío está loco. De modo que no se trata de ningún problema grave. La culpa no es mía. Todo va bien, muy bien.

—De acuerdo. Di lo que tengas que decir.

—Bienvenido a Nueva York —empezó—. Vuelo 666, habitación 101. Gracias por volar con TransAmerican. No arme líos con los taxistas, no se pelee con los borrachos. No pase por la calle Noventa y nueve. No visite los bares topless. ¿Quiere invitar a Dawn a una copa? Deje de frecuentar esos locales porno en donde se mete continuamente. Acabará con la cabeza hecha un asco. Siga borracho hasta el momento de encontrarse conmigo. Y devuélvame mi dinero, joder.

—… Espera. Eh. ¿Quién es?

Colgaron. Yo también colgué y volví a descolgar.

—Ha sido una llamada local, señor —me dijo la telefonista—. ¿Algún problema?

—Ninguno —dije—. Gracias. Ningún problema, ninguno.

Caray, pensé: más líos. Era una llamada local, sin duda. Una llamada super local.

***

Dos cuarenta, y me encontraba en Broadway, en dirección norte. Y bien, ¿hasta qué punto suponen que me encuentro mal?… Pues, se equivocan ustedes. Me conmueve la simpatía que muestran por mí (y quiero montones, toneladas de simpatía; quiero que la gente simpatice conmigo a pesar de lo difícil que me resulta comportarme de modo que caiga simpático). Pero, te equivocas, hermano. Hermana, has metido la pata. No me sentía muy en forma esta mañana, es cierto. Por otro lado, una visita de noventa minutos al Pepper’s Burger World resolvió esa cuestión. Me he tomado cuatro Wallies, tres Blastfurters, y un American Way, más nueve latas de cerveza. Estoy un poco cocido y algo adormilado, sí, pero aparte de eso estoy dispuesto a todo.

Me pregunté, mientras subía por Broadway, me pregunté cómo parieron esta ciudad. Seguro que fue algún tío que se puso a soñar grandezas desaforadas. Tras empezar en Wall Street para después hociquear hacia arriba camino de las ruinas del West Side, Broadway serpentea a lo largo de la isla, única curva en un mundo reticulado. Y Broadway se las arregla, no sé muy bien cómo, para ser un poquitín más repugnante que las zonas que va atravesando. Por ejemplo, el East Village: Broadway es mucho más repugnante. O miremos hacia arriba, a Columbus: también Broadway es mucho más repugnante. Broadway es la piel abandonada por una serpiente pitón después de la muda, y esa pitón es el Nueva York más escrupuloso. A veces yo también me siento así. Los bobos se balancean aquí al ritmo de Manhattan.

¿Se puede saber qué es eso de que yo tenga que jugar a tenis con Fielding Goodney? ¿Recuerda alguno de ustedes que yo me comprometiera a hacer esa necedad? Esta mañana, mientras sollozaba con mi primer pitillo, Fielding me ha telefoneado:

—Vale, Slick. Tenemos pista. Juguemos.

Naturalmente, yo me mantuve en silencio, y tomé nota despreocupadamente de las señas que me dictó. Por casualidad, llevo conmigo unas zapatillas, y una camiseta. Fielding me proporcionará los pantalones cortos. En cuanto al tenis, me dije a mí mismo: sí, a eso puedo jugar. Hace apenas cuatro o cinco veranos me hubiesen podido ver haciendo cabriolas por toda la pista. No he vuelto a jugar desde entonces, pero he visto montañas de tenis por televisión.

Con mis cosas metidas en una bolsa de plástico de las que dan en las tiendas libres de impuestos, seguí subiendo por Broadway, pasé junto a la esquina del Central Park y me metí en el West Side con sus solares vacíos y sus abiertas grutas para coches. Las calles numeradas iban quedando lentamente atrás. Yo esperaba encontrarme de un momento a otro con algún complejo deportivo o gimnasio, una de esas verdes plazas cuadradas que, en Londres, te sorprenden de vez en cuando. «Has vuelto a joderla», pensé cuando llegué al edificio que Fielding me había dicho. Era un rascacielos, y sus líneas acristaladas ascendían hacia el cielo como un trozo de película. De todos modos, entré y le pregunté al conserje.

—Decimoquinto piso —me dijo.

¿A qué jugaba Fielding? Me metí en el ascensor, que me lanzó a través de los pisos deshabitados marcados con una X. En el pasillo me crucé con un rostro conocido, el de Chip Foumaki, un morenísimo profesional que suele caer derrotado, cosa que le pone de malísimo humor, en las semifinales de todos los campeonatos. Segundos más tarde vi a Nick Karebenkian, pareja de Chip en los partidos de dobles.

La puerta emitió un zumbido y entré en el chirriante verde de una antesala ecuatorial. Tendido en la alfombra de césped artificial estaba Fielding, sirviéndose jugo de naranja natural con una alta jarra. Su piel poseía ese bronceado permanente que hacía resaltar el lechoso vello de sus miembros y las blancas arrugas de sus inmaculados pantalones cortos y la camisa, y el brillo de su calzado deportivo de alta tecnología.

—Hola, Slick —dijo, volviéndose hacia la pared de cristal. Me reuní con él. Miramos la pista como si estuviéramos en el puente de mando de un buque. Aquello era televisión: un par de jugadores del gran slam gruñendo y esprintando. Al otro extremo del puente había una ventana: veinte o treinta personas miraban el partido. La pista debía de estar unos dos o tres pisos más abajo. ¿Cien dólares la hora? ¿Doscientos? ¿Trescientos?

—¿Quiénes son esos que están sentados ahí?

—Sólo vienen a mirar. ¿Ves ese crío de allí? Joburg, de Texas. Es el undécimo según la clasificación por ordenador. La Asociación Profesional de Tenistas está investigando su caso. Cobra fijos por jugar en los torneos de segunda. Sobornos. Es ilegal, pero prácticamente todos los que están entre los treinta primeros del ranking cobran de tres sitios diferentes. Dentro de un par de años habrá una auténtica tormenta de mierda. Lo que tendrían que hacer es legalizarlo, y pronto. Soy un capitalista, Slick. Un buen capitalista. Oferta y demanda. ¿Por qué rebelarse contra eso? Tus pantalones cortos, allí.

Señaló una puerta.

—Oh, Mr. Goodney —le oí canturrear a una dama de blanco—. Espero que termine a la hora. Sissy Skolimowsky tiene que empezar a las cuatro, y ya sabe cómo es.

También yo sabía cómo es Sissy Skolimowsky. La campeona mundial.

Así que me puse mis cosas. Una camiseta rojo-hippy de batería roquero, los espantosos pantalones cortos de Fielding (no eran de los de tenis, en absoluto, sino unos bermudas que se te pegaban a la piel, unos bermudas a cuadros de jugador de golf), unos calcetines negros, y mis agrietadas y remendadas zapatillas… Por lo general, como creo haber comentado antes, Nueva York es una fiesta para mí, de nueve a cinco. Pero en ese momento sentí una mala premonición: intensa, adolescente. Fui de puntillas al váter.

Las zapatillas me daban unos pellizcos horribles: debía de tener los pies todavía hinchados, despistados por el viaje en avión. Me bajé la cremallera y meé. El pis tenía un color horrorosamente pálido en contraste con las bolas color vitamina B que reposaban en el fondo de aquella taza en forma de jarra abierta y que pretendían desodorizar el ambiente. Me volví hacia otro lado. Había un espejo. Olvídalo, tío. De todos modos, con esta pinta no te dejarán jugar.

Pero me dejaron. La dama de blanco me lanzó una mirada sobresaltada: dirigida, sin duda, al bulto de mis partes, muy marcadas en los anchos cuadros de las bermudas. Pero, pese a todo, me dio la raqueta y me abrió la puerta. Bajé la escalera y salí a la pista. Con ganas de jugar, Fielding ya se había ido al otro lado de la red, y sostenía en una mano una raqueta de acero que me pareció desproporcionadamente enorme, y doce pelotas amarillas en la otra.

—¿Quieres pelotear un poco? —gritó, y la primera de las pelotas de tenis ya había comenzado a quemar el aire en su veloz trayectoria hacia mí.

***

Hubiese debido comprender que cuando los ingleses dicen que saben jugar a tenis no quieren decir lo mismo que los americanos cuando dicen que saben jugar a tenis. Los americanos quieren decir que saben jugar. Incluso en mis mejores tiempos, jamás fui otra cosa que un jugador de parque público. Cierto error de fabricación de mis pies me ha permitido siempre obtener, a trancas y barrancas, victorias sobre jugadores mejor dotados. Pero, esencialmente, puesto en la pista soy como un perro. Oh, Fielding sí que es un buen jugador. Y había que contar además con la diferencia a su favor en salud, fuerza muscular y coordinación de movimientos. Moreno, fibroso, con unos arreglos dentales más caros que el rescate que se pagaría por un rey, alimentado a base de filetes y leche endulzada con hierro y zinc, con apenas veinticinco años, Fielding golpeaba la pelota con fuerza, imprimiéndole además un efecto endiablado gracias a su portentosa muñeca. En cuanto a mí, me limité a correr y tirarme de un extremo a otro de la pista tratando de salvar la vida, ochenta kilos de genes proletarios, alcohol, comida rápida, con diez años más que él, chamuscado y asfixiado por combustibles de mala calidad, sin otra cosa que ofrecer que no fuese un drive y un revés de circunstancias. Miré la pared de cristal que estaba encima de Fielding. Los ejecutivos de Manhattan seguían mirando, delgados sus rostros como tarjetas de crédito.

—Vale —dijo Fielding—. ¿Quieres sacar?

—Saca tú.

Fielding se inclinó hacia adelante, preparó la pelota, y luego se enderezó para lanzar un cañonazo. Mi saque no es más que una convulsión que a veces entra, pero sólo a veces. Fielding componía en cambio una figura perfecta, medía sus movimientos, actuaba con un aire de gravedad común a todos los que tienen talento para el tenis. ¿Qué tienen de especial estos ases del tenis? ¿Por qué entienden este juego mejor que los demás? La pelota es redonda. El mundo también es redondo. Y también lo entienden mejor.

Su primer saque me pasó desapercibido. Ni me enteré. La pelota silbó cerca de mí, pero ya había desaparecido como objeto definido cuando voló por encima de la red, para después quedar botando a mi espalda. Tuve la sensación de que el paso de la pelota había dejado una amarilla cola de cometa sobre el verde artificial de la pista.

—Muy bueno —grité, y crucé hacia el otro lado de la pista con mis calcetines negros y mis bermudas a cuadros. Esta vez llegué a saber algo más del saque de Fielding: arrancó de la cinta un ruido que me hizo temblar: como el de un bofetón propinado por una mano dura contra una tripa tensa. Me adelanté un paso mientras Fielding sacaba con la punta de los dedos la segunda pelota del bolsillo de sus pantalones cortos firmados por un diseñador de alta costura. Hice girar mi raqueta sobre sí misma, y moví lateralmente mi cuerpo… Pero su segundo servicio también era una bala. La pelota, golpeada tardíamente, cuando ya había descendido bastante, salvó con gracia la red y fue a dar cerca de la línea, para luego salir disparada. Pegó un bote tan alto que sólo pude responder con un sorprendido semismash. Con tres brincos Fielding se había plantado ya junto a la red, naturalmente, y contestó con un inteligente y ágil golpe esquinado, lejos de mi alcance. Me metió otro ace y se puso treinta a cero, pero en el último punto del juego conseguí alcanzar su segundo servicio. Resistí, me salió una bolea bastante precisa que le obligó a retroceder corriendo hasta la línea de saque, pero ese fue en realidad mi último golpe. Después de eso no fui rival para Fielding. Mientras él permanecía en el centro de su lado, yo bailaba por toda la pista. Dejémoslo correr, iba diciéndole yo, pero todavía intercambiamos algunos golpes antes de que él decidiese poner la pelota fuera de mi alcance.

Cambiamos de lado. No le miré a los ojos. Confié en que no llegase a notar los jadeos con los que yo trataba de recuperar la respiración. Confié en que no llegase a oler, a ver: mi cara humeaba de apestoso sudor. Cuando me coloqué en mi sitio, alcé la vista para mirar el acuario en donde estaba encerrado nuestro público. Sonreían.

Mi primer servicio golpeó blandamente la red, a un palmo del suelo. Mi segundo servicio es un regalo, y Fielding lo asesinó tomándoselo con toda la calma del mundo, inclinándose primero hacia atrás para a continuación cargar todo su peso sobre el golpe. No pude ni siquiera rozar su resto. Lo mismo ocurrió en el siguiente punto. Con cero-treinta hice un saque tan a ciegas y a locas que Fielding se limitó a abrir el brazo y pararlo con una volea. Apartó la pelota de una patada, y se adelantó varios pasos. Varios. Yo me alejé del centro, dispuesto a probar mi segundo saque, y lo lancé como si fuese el primero. ¡Entró! Fielding se quedó menos sorprendido que yo, pero apenas si logró tocar la pelota con su raqueta. Además, estaba tan insultantemente adelantado que su resto no fue más que un botepronto bastante alto. La pelota amarilla botó en mi lado suavemente, invitándome a propinar un golpe mortal. Yo la lancé fuerte y baja, hacia el revés de Fielding, y me adelanté pesadamente hacia la red. Grave error. Fielding eligió este momento para disparar a dos manos un drive caracolero. La pelota pasó chillando justo por encima de la cinta, la rozó, varió un poco su trayectoria, recuperó toda su potencia, y me dio de lleno en la cara. Retrocedí tambaleándome y se me cayó ruidosamente la raqueta. Durante unos conmocionados segundos me quedé tumbado como un perro viejo, un perro viejo que tiene ganas de que le acaricien la barriga. ¿Qué va a pensar la gente? Me puse en pie. Me froté la nariz.

—¿Estás bien, Slick?

—Sí, tranquilo —murmuré. Me agaché a recoger la raqueta, y me enderecé. Desde detrás de la pared de cristal aquellos seres seguían observándolo todo. Caras afiladas. Ya vale de mirar.

Y así siguieron las cosas. Gané media docena de puntos: por las dobles faltas de Fielding, golpes dados con la madera, pelotas desviadas por la red, y gracias a que metí un par de pelotas dudosas. Todo el rato tenía ganas de decide: «Mira, Fielding, ya sé que esto te está costando mucho dinero. Pero ¿te importaría que lo deje? Porque, como no lo deje, me temo que me voy a MORIR en esta pista». Pero me faltaba aliento para hablar tanto rato seguido. Al cabo de cinco minutos yo jugaba con el vómito en la punta de la lengua. Fue la hora más lenta de toda mi vida, y he vivido algunas bastante lentas.

El primer set terminó seis a cero. Y lo mismo ocurrió en el segundo. El tercero estaba yendo igual cuando Fielding dijo de repente:

—¿Quieres seguir el partido, o prefieres pelotear simplemente?

—… Peloteemos.

Finalmente sonó un timbre, y apareció Sissy Skolimowsky con su entrenador. Fielding parecía conocer a aquella chica de piel muy blanca y protuberantes músculos.

—Hola —dijo ella.

—Qué hay, Siss —dijo Fielding—. ¿Te importa que nos quedemos a mirar?

Ella ya estaba en su sitio, preparada para trabajar de firme.

—Te dejo que mires —dijo—, pero no quiero que escuches. ¡Mierda!

Pero a estas alturas yo ya no me tenía en pie. Diez minutos más tarde me encontraba todavía resoplando, hundido en una butaca de ejecutivo, cuando regresó Fielding de la pista. Había subido la escalera a un trote ágil. Me estrujó el hombro.

—Lo siento…

—Tranquilo, Slick —dijo Fielding—. Sólo te hace falta gastarte unos dineros en conseguir que alguien te enseñe a mejorar el revés, y quizá también el saque. Aparte de dejar de fumar, beber menos y comer mejor. Tendrías que hacerte socio de algún gimnasio de los caros, y visitar casas de masajes. Tal vez te convendrían también unas cuantas operaciones, de esas largas, dolorosas y carísimas. Y también…

—Cállate de una vez, joder. No estoy de humor para…

—Vas de cara al funeral, Slick. Sólo querría que me durases un poquito más. Cuando termine contigo vas a ser un hombre rico. Lo único que deseo es que disfrutes de la vida.

Poco después, Fielding se fue, haciendo footing, al Carraway. Yo me quedé sentado en el vestuario, mirando los azulejos. Pensé que si lograba permanecer absolutamente quieto durante la siguiente media hora, quizá lograse evitar que me ocurriese alguna desgracia irreparable. Oí un ruido, se encendió una luz, y supe que aquel vestuario sería pronto escenario de unos efectos especiales de carácter privado… Entraron, en efecto, seis tipos enormes, procedentes, supongo, de las pistas de squash. Aquellos relucientes y vociferantes sujetos se pusieron a soltar berridos y maldiciones y pedos mientras se desnudaban para la ducha. No llegué a verles las caras. Si hubiese levantado la cabeza habría tenido que vérmelas con algún hediondo sobaco o algún peludo trasero. La vez que abrí uno de mis ojos capté una gran polla que se bamboleaba a cinco centímetros de mi nariz, a modo de represalia pornográfica. Luego hubo entre ellos una pelea a toallazos. Duró sus buenos diez minutos. La chica de blanco llegó a asomar la cabeza por la puerta y les gritó algo a través del vapor. No pude soportar aquello ni un momento más. Sollozante, recogí la ropa y la metí en la bolsa de plástico. Salí a la calle Sesenta y seis equipado con mi sudada camiseta, las bermudas hasta las rodillas, los calcetines negros y las viejas zapatillas deportivas. Pensándolo bien, seguro que no me diferenciaba en nada del resto de los peatones. Mi cuerpo ansiaba encontrar oscuridad y silencio, pero los controles del sol estaban puestos al máximo, y tuve que desgañitarme bajo aquella turbulencia amarilla para lograr que se detuviera un taxi.

***

Sólo hay un modo de aprender a pelear: peleando mucho. El motivo por el cual hay mucha gente que no sabe pelear es que pelean muy de vez en cuando, y, en estos tiempos de especialización al máximo grado, nadie puede llegar a triunfar en ningún terreno a no ser que se dedique a él en serio y todo el tiempo que le sea posible. En el caso de la violencia, hay que practicarla, hay que tener un buen repertorio. De pequeño, en Trenton (Nueva Jersey), y más adelante en las calles de Pimlico, aprendí cada golpe y cada treta, de uno en uno. Por ejemplo, ¿cuál de ustedes sabe embestir (técnica consistente en golpear la cara del rival con la propia frente, y que constituye una manera muy íntima de pelearse, aparte de tener una tremenda capacidad de desconcertar y asustar al contrario)? Yo comencé a practicar la embestida a los diez años. Poco después, una vez adquirida cierta costumbre (lo mejor es golpearles con la base del cuero cabelludo, y darles en la nariz, la boca, la mandíbula, da lo mismo), pensé: «Vale, ahora ya sé embestir». A partir de entonces, lo de las embestidas se convirtió en una opción que tenía siempre a mi alcance. Y lo mismo ocurrió sucesivamente con el rodillazo en los huevos, la patada en el mentón, el dedazo en el ojo; eran nuevas formas de expresar mi frustración, mi furia y mi miedo, y de conseguir que las discusiones terminaran con una victoria por mi parte. Pero hay que practicar mucho. Para aprender hacen falta muchos años, numerosas pruebas, numerosos errores. Nadie aprende estas cosas sólo con ver la televisión. Hay que utilizar municiones de las de verdad. Así, suponiendo que alguno de ustedes tuviera una pelea conmigo, y acabásemos llegando a las manos, y tratara de embestirme a mí, de darme un cabezazo en la cabeza, seguramente lo haría bastante mal. No me dolería apenas. No me causaría daño alguno. Sólo me pondría más furioso. Y entonces yo le daría a quien fuese un cabezazo con mi cabeza super fuerte, y eso provocaría mucho dolor, y seguramente daños bastante irreparables.

Además, lo más probable es que yo le embistiera antes de ser embestido. En las peleas de bar, en las peleas callejeras, sólo cuenta una regla: máxima violencia, y al instante. Nada de pensárselo, nada de esperar a que el otro tome la iniciativa. Hay que usar el ataque atómico desde el primer momento. Darle al contrario con lo que sea, botellas de leche, llaves inglesas, objetos contundentes de cualquier tamaño. El primer golpe tiene que producir el efecto definitivo. Si el otro logra encajarlo, de todos modos acabará sacando a relucir todas sus artimañas. Pero se habrá llevado lo suyo. De modo que, usar desde el principio la peor y mayor violencia posible. El único elemento de sorpresa es la brutalidad extrema. Péguenles con lo que sea. Jamás les den cuartel.

***

Les aseguro que en esa pista de los cojones me dejé hasta la piel, en serio. Me pasé setenta y dos horas tendido en mi cuarto del hotel. El tinnitus funcionó a pleno rendimiento y sin cesar, y encima se me complicó horriblemente el dolor de muelas: sus sirenas de dolor me despertaban a patadas, con un estruendo fortísimo, enloquecido, retorcido, como los remolinos de un río. También me había jodido la espalda, en la pista, y además me había salido un extraño bulto en la parte posterior del muslo, por culpa de la caída que sufrí cuando Fielding me pilló con un golpe a contrapié. Resbalé, y me deslicé varios metros por el césped artificial. Finalmente, parecía haberse iniciado una gastritis aguda, quizá a consecuencia de todos esos junkfurters. O quizá fuese sólo una resaca mixta, no lo sé. Durante el primer día estaba hecho un turbo, un hovercraft humano pegado a la taza cada dos por tres. Qué horas… La camarera metió la cabeza un momento, pero no llegó a limpiar la habitación. Pronto comenzó a notarse.

Félix, el botones, se portó como un buen amigo en esas circunstancias. Fue a buscarme cosas a la farmacia y a la tienda de bebidas alcohólicas. Su presencia, su despreocupada vitalidad, me salvaron la tarde. Poco a poco fue mostrándose más firme. Me echó la gran bronca cuando me encontró hipnotizado una mañana ante un concurso de televisión, El juego del dinero, y me miró como si tuviera intención de resistirse cuando yo le pidiera una botella. Le eché a cajas destempladas.

—Vete a la mierda, Félix —le grité—. Usaré el servicio de habitaciones.

Pero acabó haciendo lo que yo le pedía, algo inquieto, sin mirarme a los ojos. Me conmovió. Félix estaba ganándose algún dinero con todo eso: a esas alturas ya le había pasado veinte dólares. Pero hubiese ganado mucho más si me hubiese mantenido mejor abastecido de whisky. Me encontraba tan mal que fui incapaz de soportar el roce de su censura, y, en conjunto, traté de tomarme las cosas con calma.

Tenía fiebre. Y, encima, ardía en deseos de tener noticias de Selina. Tendido en esa zona de nadie en la que ni duermes ni estás despierto, allí donde todas las palabras y todos los pensamientos te salen del revés y, sin embargo, la cabeza trata de resolver tus problemas, vi a Selina envuelta en humos rosados. Vi su carne contorsionada y convulsionada, su cara con una sonrisa distraída, sus ojos adulados con una mirada cómplice, sus afilados hombros, su fiera melena, el cuerpo arqueado haciendo lo que ese cuerpo mejor sabe hacer: y la conmovedora prueba, tan terriblemente pornográfica, de que Selina no hace nada de eso por pasión, ni por comodidad, ni por amor, la prueba de que sólo lo hace por dinero. Desperté a media noche, balbuceando: Sí, oí mi voz que decía: Resuélvelo, resuélvelo, sin estar del todo despierto. Y sé que dije: Me gusta. La quiero… Adoro su corrupción.

El teléfono es un instrumento unidireccional, un instrumento de tortura. Llamó Caduta. Llamó Lorne Guyland. Llamó un trío de chiflados: Christopher Meadowbrook, Nub Forkner y Herrick Shnexnayder, también llamaron esos tres. Y el loco, el verdadero demente, ese caso clínico, el muy hijo de puta, llamó una, dos, hasta tres veces, qué cabrón. Lo admito, me tiene bien cogido. Me pongo al rojo cuando descuelgo y oigo el vacío al otro lado de la línea, antes de que él me dispare su arenga. Tiene una voz abyecta, amarga, paupérrima. Una voz mezquina. Notas en ella cuánto se odia a sí mismo, qué repugnante y dolorosa es su vida. Parlotea. Grita. Pero sus amenazas, detalladas y gráficas, suponen un gran alivio para mí. Sé cómo arreglármelas con las amenazas.

—¿Cómo quieres que te llame? —le pregunté una vez.

—Seré Frank[4] —dijo él, y estuvo riéndose un buen rato, sin disfrutarlo.

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