Dinero

Dinero


III

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III

Hojeé el diario en el bar. LA BRUJA QUE MINTIÓ EN DEFENSA DEL DR. SEX. NO ES MÁS QUE… AMOR A LOS CACHORROS. APOYO AL IRA: RED KEITH. MI AMOR SECRETO, POR EL ENANO DE LA TV: VÉASE PÁGINAS CENTRALES. Y yo me pregunto, ¿es ésta manera de interpretar el mundo? Parece que en Polonia se está cociendo un buen jaleo. Solidaridad le hace cortes de manga a Moscú, le reta a pelear. Rusia aplastará a Polonia, estoy seguro, como las cosas sigan así. Lo que yo haría es atarles corto… Siguen las especulaciones en tomo al vestido de novia de Lady Diana. No tengo opiniones firmes sobre este asunto, pero me gustaría que nos dejaran ver otra vez esa famosa foto, aquella en la que sostiene a un niño en alto, y se le ahueca el vestido y llegas a ver lo que hay debajo. Una camarera que mató a su amante, que además era el dueño del bar, aporreándole con una botella de cerveza, ha sido condenada a dieciocho meses de cárcel (sentencia suspendida). ¿Por qué? Porque, como atenuante, declaró que en aquel momento estaba sufriendo su clásica Tensión Pre-Menstrual. Se me ocurrió pensar que la TPM ya es de por sí un grave riesgo para los hombres; sólo falta que ahora sea un atenuante para cualquier cosa. Otra abuela ha sido atracada y violada por una pandilla de negros y skinheads de menos de quince años. ¿De dónde ha salido esta moda de las abuelas? Pero si la de esta vez tiene ya ochenta años… Una violación a esa edad… Joder, debe de ser la leche. Aquí hablan otra vez de la tía de menos de veinte años que se está muriendo porque, según el diario, le tiene alergia al siglo XX. Pobrecilla… Pues mira, hermana, yo también tengo problemas, pero no coinciden con los tuyos. Yo no le tengo alergia al siglo XX. Soy más bien un adicto al siglo XX.

La Terminal Tres se encontraba hundida en un caos terminal, el aire y la luz empapados de últimas cosas, de pánico planetario, de dinero del Juicio. Estamos huyendo de la Tierra en pos de un nuevo mundo, y lo hacemos ahora, cuando todavía hay esperanza, cuando todavía quedan oportunidades. Hice cola, dejé el equipaje, subí las escaleras, fui al bar, me cachearon, me pasaron por rayos X, fui al bar, saqueé la tienda libre de impuestos, bajé por los pasillos, caminé nervioso por la sala de espera hasta el momento de entrar en la nave, de dos en dos, con representación de todos los tipos conocidos, dispuestos todos a fugarnos… A bordo del tubo viajero (una nueva clase de sala de espera) nos sentamos en fila, como el público de un teatro, para dejar que nos ofrecieran la terapia artística que habían preparado para nosotros: sillones de dentista y, adornando la cortina de la pantalla de cine casero, una vista de un puerto pintada por un pincel descorazonadoramente desprovisto de talento. Luego, el número del desafío a la muerte, interpretado por las azafatas, esas chicas tan tímidas que fingen respirar oxígeno. Pero el auditorio estuvo atento a esta danza del destino. Una vez desenganchados de Londres, comenzamos a hervir, a estremecemos, a correr. ¡Nos vamos!, pensé, cuando, con la mayor facilidad, nos encaramábamos por el aire.

Bajé la vista para contemplar los bonitos dibujos que las calles hacen sin darse cuenta. Aunque yo volaba en clase turista, el avión, que penetraba lateralmente en el espacio, tragaba combustible a razón de quince litros por kilómetro. Hasta mi Fiasco me sale más barato. Sí, yo iba en clase económica, pero también necesitaba mi ración de combustible. Con el cigarrillo y el mechero a punto, esperé a que se apagara el PROHIBIDO FUMAR. Torciendo el cuello, observé la llegada de ese cortejo fúnebre que es el carrito de las bebidas. Me zampé mi comida como un lobo, y hasta le arranqué, gracias a mis encantos, una segunda dosis a la siempre sonriente azafata. Adoro la comida que dan en los aviones y, además, sospecho que alguien está ganando un montón de pasta con ese negocio. Una vez intenté conseguir que Terry Linex se interesara por la idea de montar un restaurante que sólo sirviera comida de avión. Evidentemente, harían falta butacas, bandejas, bolsitas de mayonesa, etc. Incluso se podrían proyectar películas de vídeo, crear un ambiente de semioscuridad, poner departamentos para no fumadores, ofrecer bolsas de papel para los que se marean. A Linex le gustó la idea, pero dijo que sería imposible lograr que la clientela comiese a la velocidad suficiente como para que el negocio rindiera…

Con los caros cascos bien colocados, estuve viendo la película. Era horrorosa, por supuesto. Un rollo insoportable. Espero que mi película sea un poco mejor que ésa: y confío desde luego en que dé más dinero. (¿Una venta de los derechos a alguna compañía aérea, sólo tres meses después del estreno? Eso ha de ser por fuerza una tragedia para todos los que la hicieron). Miren, la cosa que deseo por encima de todo —el sueño de mi vida, si quieren que lo llame así— es ganar montones de dinero. Me metería tan contento en el sector alquímico, con tal de que existiera y permitiera ganar montones de dinero… Estuvimos viajando por el aire y el tiempo. Me quedaban cuatro horas. Matar cuatro horas no es tan fácil. Beber y fumar no son actividades que absorban por completo nuestra atención. Es el único defecto que les encuentro a estas dos actividades. Hay gente, tengo esa impresión, que nunca se siente satisfecha. Gente que no se alegra cuando se mete en el bolsillo el elegante talonario de cheques. Selina, por ejemplo, dice ahora que quiere una tarjeta Vantage. Sí, y un hijo. Un hijo… Me volví a echarle una ojeada al avión, ocupado sólo en sus tres cuartas partes. Todos parecían estar leyendo o durmiendo. Leer debe de ser, supongo, muy práctico en momentos como éste. La chica de los rizos que ocupa la butaca que está delante de la mía, lee una revista verde: el texto está en francés, me parece, pero incluso así pude adivinar que el artículo que estaba estudiando trataba de la técnica de la fellatio: tecnología de la mamada. El abrigo de pieles que hay en la butaca de al lado es espantosamente voluminoso, como un bote hinchable descontrolado. Debía de volar para reunirse con su amante, o quizá para alejarse de él, o para irse con otro. La concentrada joven con gafas de mi izquierda, en cambio, leía un libro titulado La filosofía de Rousseau. Esto bastó para darme pie. Mientras seguía con mis copas, me pasé el resto del viaje hablándole de mi filosofía. Fue duro, pero logramos superar el lento transcurrir del tiempo.

***

—He viajado mucho —me dijo Fielding— por el mundo de la pornografía. Esfuérzate siempre, Slick, por tener algo invertido en las industrias que crean adicción: es imposible que pierdas dinero. Los adictos son los únicos que pierden. Drogas, bebidas, juego, vídeos de todos los tipos: ahí es donde hay dinero de verdad. Hoy en día, cualquier hombre de negocios que sea un poco responsable tiene que mantener al menos un dedo apoyado sobre el pulso de las dependencias. ¿Cuál es el futuro de ese sector? Todos los estudios señalan hacia el mundo del bajo consumo energético, la cosa casera, el factor ganga. La gente ya no soporta seguir saliendo de casa todo el día. Todos son adictos a quedarse. Por eso sube como la espuma el negocio de la comida barata. Tómese sus pastillitas, trágueselas deprisa, y vuelva a casa. No frecuente las calles. Quédese en el salón. Con la compañía que le brinda la pornografía…

—¿Ah sí…? —dije.

Tomé un sorbo de mi bebida, una cosa de color escarlata. Nos encontrábamos en un restaurante italiano, en la zona sur del Soho, por Tribeca. Fielding dijo que lo frecuentaban los mafiosos, y le creí: brocados, luces indirectas, un sitio tan silencioso como una iglesia. Y soy un terrícola estándar, vulgarcillo, pero Fielding, con su traje blanco, su bronceado y su lacio pelo rubio, destacaba como un elefante rosa entre todos aquellos ejecutivos de funeraria que aparecían, temibles, entre las paredes rojo sangre. Esos tipos parecían andar sin necesidad de mover las piernas. Hasta que, de repente, un bribón maduro —el clásico tipo con cara de divo de ópera, con expresión de millonario mimado por su mamá— saludó a una pelirroja exuberante que estaba sentada al otro lado de nuestra mesa, de la magnífica mesa a la que Fielding había sido prontamente conducido de forma ceremoniosa.

Fielding alzó la vista. Hizo una pausa.

—Antonio Pisello —dijo—, más conocido como Tony Cazzo, de Staten Island. Le pegaron un tiro en el corazón hace cinco años. ¿Sabes cómo se salvó? —me preguntó, al tiempo que se clavaba el pulgar entre sus costillas—. Gracias a las tarjetas de crédito. Las llevaba todas juntas, atadas con una cinta. Antes era un rufián, pero ahora todo lo hace por lo legal.

—¿Y la pelirroja?

—Es Willa Glueck. Una chica elegante. Y furcia de las de diez mil por noche, actualmente casi retirada. Se pasó diez años haciendo la calle, ya sabes, alquilando los buenos oficios de su mano y su boca, a razón de un dólar la polla. Luego estuvo cinco años en la cumbre, en la mismísima cumbre. Nadie sabe cómo dio el salto. No ocurre casi nunca. Mírala, fíjate qué ojos, qué labios. Soberbios. Ni rastro de su pasado. No lo entiendo. Y cuando no entiendo una cosa, me pongo furioso.

Sí, Fielding Goodney estaba lamentablemente subinformado. Sonrió, lanzándose un inocente autorreproche, y luego se volvió de nuevo y le hizo el signo de Victoria al camarero. Pasaron cerca de nosotros otras dos mujeres exuberantes. Pedimos nuestra comida. Fielding sostuvo el menú de color carmesí (sedoso, con dibujos de encajes, bellísimo, lo cual hizo que yo y mis dedos nos acordáramos de Selina y sus secretos) en sus delgadas manos morenas, con el azul pálido de la camisa y el oro de los gemelos sobre las muñecas. Durante la cena Fielding me habló de las lucrativas contingencias de la pornografía, del infierno de la calle Cuarenta y dos, de los chaperos de la Séptima Avenida y todos sus prodigios de bestialismo y cadenas, del circuito de Malibu, frecuentado por la gente de cine que sale a la hora del crepúsculo a la caza y captura del chico de playa que acabará tendido en el suelo de la habitación del motel, de las tremendas proliferaciones del porno blando a través de los sistemas mundiales de televisión por cable, de sus cuidadosas codificaciones, de las magníficas aberraciones alemanas y japonesas, de la difusión de cine perverso a través de la venta de vídeos por correo, de las producciones mañosas de cine porno con crimen real incluido, que empiezan en México y terminan distribuidas por todo Nueva York.

Y yo le pregunté:

—Pero…, ¿existen esas películas?

—Claro. Pero no hay muchas, no han durado mucho tiempo, y ahora se acabó el negocio. —Me fijé en que Fielding cortaba el bistec del modo corriente, pero que luego se pasaba el tenedor a la derecha para pinchar la carne—. Mira, Slick, deberías ser realista. Este género hubiera podido dar dinero, había que probarlo… Las chicas eran vagabundas.

—¿Has visto alguna de esas películas?

—¿Te das cuenta de lo que me estás preguntando? Me preguntas si he sido encubridor de lo que ante un tribunal constituye un delito de homicidio en primer grado. No, Slick, no. Esto era el más puro crimen organizado, super organizado. Sólo se podía hacer así. Una de esas películas constituye una prueba en toda regla…

Y entonces cambió, aunque sólo por un momento, su actitud, el campo de fuerzas que proyectaba a su alrededor. Pasó a mostrarse confidencial, amistoso.

—¿Fastidioso, no? Pruebas que corrompen. Suele ocurrir con la pornografía, ¿no te parece? —Se relajó mucho más—. Eso quema, Slick. No hay forma de sacarle partido a un material así. Es un problema de distribución.

Pasamos a discutir nuestros propios problemas de distribución, que, según Fielding, eran inexistentes. Se trataba, sencillamente, de arrendar el producto acabado: así, dijo Fielding, nos reservaríamos la mayor libertad artística y, además, ganaríamos mucho, muchísimo dinero. Yo creía que sólo las grandes productoras podían arreglárselas para practicar con éxito este sistema, pero él dijo que lo tenía todo muy bien estudiado. Sus contactos eran extraordinarios, y no sólo en el mundo del cine. Mientras él iba dándome explicaciones, y yo iba engullendo una larga serie de copas de grappa y tazas de café express, me sentí agarrado y acariciado por el dinero, dinero en cantidades ingentes. El dinero, mi guardaespaldas.

—Mira, Slick —dijo Fielding—, a veces pienso que los negocios no son más que un perro grande y tonto que te está pidiendo a gañidos que juegues con él. ¿Quieres saber en dónde intuyo que surgirá el nuevo sector con futuro y crecimiento garantizado, dentro del mundo de las adicciones? ¿Quieres ganar un millón? ¿Quieres que te deje un hueco a ti?

—Desde luego —dije.

—El futuro está en el terreno de los abrazos y arrumacos —dijo Fielding Goodney—. Una pareja tendida en la cama o el sofá, dándose abrazos amorosos, haciéndose arrumacos, sintiéndose tranquila, segura. El problema consiste en ver cómo se puede hacer dinero en ese terreno. ¿Un libro que explique la técnica? ¿Un vídeo? ¿Venta de camisones y pijamas? ¿Una cadena de escuelas de arrumacos, con chicas que dan lecciones? Piénsalo bien, Slick. Seguro que en ese terreno se puede ganar muchos millones, sólo hay que averiguar el modo de ganarlos.

Fielding leyó por encima la cuenta, y dejó un billete de veinte dólares en el platillo. Su Autocrat de alquiler nos esperaba en la calle. Hubo un momento en el que se quedó mirándome y, mientras en su rostro se reflejaba el centro de la ciudad, me dijo:

—Discúlpame, Slick, por haber tratado de confundirte hace un momento. El problema está en el segundo homicidio. En Nueva York, el primer homicidio es cosa de policías, funcionarios de prisiones, y demás mierdas de esa calaña. Discúlpame.

Me bajé cerca de Time Square. Oí a Fielding darle al chófer la dirección de una mujer, en Park Avenue.

En cuanto a mí, avancé con paso vacilante a través del calor de la noche pornográfica. La lectura de mis relojes corporales y de las coordenadas de mi viaje a través del tiempo me indicó que aquí eran las seis de la madrugada, y que estaba empapado de alcohol. Había hecho un largo viaje aquel día, un viaje a través del espacio y del tiempo. Amigos, qué necesidad tenía de estrellarme de una vez. Por las callejas y tejados próximos a Ashbery, me contó Fielding, anda suelto un sutil demente. Siente necesidad de arrojar desde lo alto tejas y ladrillos, para que caigan en la cabeza de la gente que ha salido a cenar, la gente que va al teatro. Ya lo ha hecho cinco veces. Y las cinco ha dado en el blanco. Uno de los heridos murió. Falta el segundo. Policías ultravioletas permanecen al acecho ahí arriba, pero no parecen capaces de atraparle. Siempre se les escapa este psicópata de los tejados, este aficionado a las azoteas y los antepechos, este artista de las masas infinitas. De modo que el tipo sigue saltando y deslizándose por entre los perfiles góticos de las escaleras de incendios, las tuberías de desagüe y antenas de televisión, mientras, a sus pies, Broadway crepita en las últimas horas de la noche, y nadie se juega ni un céntimo. Ese loco de ahí arriba no tiene nada que ganar.

***

Ya me han visto ustedes antes en Nueva York, y ya saben cómo me comporto ahí. No sé qué pasa: debe de ser algo relacionado con la energía, la electricidad que desprende la ciudad, todo ese ajetreo, toda esa confusión: es un muelle que me pone en pie y me da marcha. En Nueva York soy otro, me siento en forma, voy a por todas. Así que a primera hora de la mañana ya estaba trabajando, a pesar de mi jet-lag y de mi resaca, una de esas que le hubiesen impedido actuar a cualquier persona menos dotada que yo. Era una resaca peor incluso que la que pillé en California. La resaca que pillé en California había cumplido ya los siete meses de edad, y seguía sin dar señales de habérseme pasado. Probablemente me acompañe hasta el día de mi muerte… Ya les he contado lo de mi resaca en Los Ángeles, ¿verdad? Menudo jolgorio. El negrazo aquel, tan alto, con el bate de béisbol, ¿lo recuerdan? Joder, menudos riesgos hay que correr por reírse un poco a gusto. A veces pienso que la capacidad de permanencia de esa resaca californiana ha de estar por fuerza relacionada con mi incapacidad para creer que aún estoy vivo.

Tumbado en la cama, con el teléfono, la agenda, el cenicero y el café preparados en la mesilla de mi entrepierna, me dispuse a atacar el primero de los problemas: Caduta Massi… Al igual que el resto del mundo, al igual que cualquiera de ustedes, he visto muchas veces a Caduta Massi en la pantalla de los cines, en dramas de época, musicales, comedias eróticas italianas, westerns mexicanos. He visto a Caduta encogerse y brincar, hacer pucheros y sonreír malévolamente. De pequeño, me la cascaba pensando en ella, como todo el mundo. Y ahora, cuanto más pensaba en ella, más cerca estaba de volver a cascármela recordando su imagen. De joven era una mujer fuerte cuyos ojos y labios conservaban cierta huella de simplonería rural. El paso del tiempo se ha mostrado amable con Caduta Massi. El paso de los años se ha mostrado cruel con prácticamente todos los demás. El tiempo ha sido caprichoso, virulento y desdeñoso. El tiempo ha pisado con su bota a más de uno. A sus cuarenta y tantos años, Caduta seguía estando en condiciones de interpretar un primer papel romántico, con la sola condición de que a su lado estuviera un gran actor lo suficientemente anciano y/o bisexual… Ya saben ustedes que yo no me había precipitado a la hora de pedirle su colaboración a Caduta. De hecho, hubiese preferido una actriz menos espectacular, menos alegre y sana; por ejemplo, Sunny Wand, o incluso Day Laihbowne. Y no sé muy bien por qué. Pero Fielding dijo que Caduta era uno de los elementos esenciales del proyecto, y en estos casos hay que obedecer al dinero. Caduta en el papel de esposa del adúltero Lorne Guyland, y rival de Butch Beausoleil, y madre del codicioso, del ladrón, del adicto Christopher Meadowbrook, o Spunk Davis o Nub Forkner, o quien fuera que al final contratásemos. El papel de Caduta era pasivo pero calladamente central. Un papel triste. Yo hubiese preferido una actriz algo más realista… Verán, la idea fundamental de mi proyecto era estrictamente personal, tenía mucho que ver con mi propia vida. Era autobiográfico. Sí, en el fondo trataba de mí.

Llamé al Cicero, que es el hotel en donde Fielding había instalado a Caduta con todo su acompañamiento. Contestó una voz de hombre. Caduta me pidió que me reuniera con ella en unas señas de Little Italy, a las dos de la tarde. Luego llamé a mi apartamento en Londres. Comunicaba. Seguía comunicando… Según Fielding, Caduta necesitaba que alguien le diera confianza. Y yo estaba dispuesto a dársela, encantado de darle confianza a quien fuera. Suponiendo que tuviera confianza para ir regalándola por ahí. Ayer, cuando volví a reunirme con mi añorada maleta, intenté jugar a palmadas de negro con Félix. ¿Por qué?, pensé. Por el contacto, por el contacto. Al fin y al cabo, aquí abajo todo somos humanos, y nunca nos sobran los elogios ni los consuelos. Confianza terrícola, un elemento del que nunca hay suficiente oferta, ¿no les parece? Sé honrado, hermano. Y usted, señora, diga la verdad. ¿Cuál fue la última vez que un terrícola le dejó apoyar la cabeza en su pecho y le acarició la mejilla y le dijo cosas pensadas para hacer que usted se sintiera feliz y profundamente a gusto? Siempre querríamos más de eso, seguro. ¿De acuerdo? Caray, tío (están pensando ustedes, me apuesto lo que sea), lo bien que me iría a mí todo eso de la cabeza apoyada en el pecho.

Bostecé y me desperecé, y a punto estuve de derramar el café. Cuando estiraba el brazo para sostener la taza, tiré el cenicero. Cuando pretendía agarrar el cenicero, se me cayó la cafetera, y me enganché el codo en el cable del teléfono…, de manera que cuando, con una última y heroica convulsión, me levanté de la cama, el maldito cacharro me dio un trompazo en el mentón y cayó luego sobre mi desnudo pie… Veinte minutos más tarde, cuando había pasado lo más grave del dolor, hojeé mi sucia agenda tratando de asegurarme de que en ninguna de sus páginas constaba el número de Martina. Era una llamada, una cita desperdiciada, una disculpa de la que quería librarme. Vamos a ver: Theresa, Tele (reparaciones), TransAmerican, Trexacarna…, Martina Twain. Maldita sea. Alto ahí. Esa no era mi letra. Era…, ¡la de Selina! La muy puta. ¿Estaba recriminándome, o haciéndome reproches insultantes? Cerré mi agenda con aire de violento desafío. Sí, la cerré, y luego marqué el número.

***

Yo seguía haciendo surf sobre la electricidad estática de Manhattan. Los semáforos y señales de tráfico me pedían calma, pero ni yo ni nadie les hacía caso. ¡No hay que ceder ni un centímetro, esa es la contraseña! Pelear, buscar, avanzar, a ver quién puede más. De modo que el mediodía me encontró con un segundo scotch en la mano, un batín paquistaní enrollado en mi cintura, y una semidesnuda azafata sexual montada a horcajadas sobre mis muslos. Me encontraba en Happy Isles, de la Tercera Avenida. Leí algo sobre este local en la revista Scum… Me sentía bien allí: una habitación circular, sin ventanas, que trataba de asemejarse a la idea que un chulo barato puede hacerse del paraíso: emparrados artificiales, racimos de uva de plástico, techo de bambú, luces de laguna y cantos enlatados de pajarillo. Hasta me sorprendí a mí mismo tarareando una vieja canción de Fat Vince. ¿Cuál era? Algo de tipo campestre, bucólico. Ya saben, hay tíos que acuden a esta clase de sitios para echarle un polvo a alguna de las furcias que trabajan allí. Pero, cuando alguien se lo propone en serio, mejorar la propia condición no resulta tan difícil. Yo, por ejemplo, sólo había entrado para que me hicieran una paja.

—Ya, pero ¿cómo te lo organizas? —le dije—. ¿Usas el secador después de la toalla?

Le estaba hablando a la tía esa de su cabello y de los problemas que suponía su cuidado. No crean, la tía andaba buscando camorra. Alisado por su propio peso, brillante como una mancha de aceite de coche, su sólido felpudo moreno le caía hasta el final de la espalda. Cuando se levantó para echarme más hielo en la copa, aquella melena casi le tapaba el culo. Amigo, cómo me hubiera gustado tener un felpudo americano, en lugar de ese trapo de cocina bajo el que tengo que vivir… La elegante dama me había asegurado, en cuanto entré en el local, que podía «festejar lo que usted quiera con quien usted quiera» (y esta frase, aparte del diminuto bikini que llevaba puesto, fue el único indicio de que no me encontraba en un salón de belleza o un aula universitaria sino, de hecho, en un burdel. Pero yo me mantuve igualmente recatado). En ese primer momento, y también luego, me pregunté si ese «con quien usted quiera» la incluía también a ella. Se había sentado en mis piernas de una manera francamente amistosa, cierto, pero sólo lo hizo para que pudiera verle mejor aquella magnífica alfombra que caía sobre sus hombros. Quizá sólo era la encargada de las bebidas, o la cajera, o la chica para todo. A mi lado se encontraba, metida en una bolsa de plástico transparente e impermeable, mi cartera: el dinero, lo imprescindible. Me habían obligado a darme una ducha abrasadora en un baño atendido por un par de negros gordos con camisa hawaiana y sombrero de paja. Hasta que, por fin, fui a sentarme, plácidamente despiojado, en una de las Islas Felices. Estimulada por tanto viaje y cambio de ambiente, esa enfermedad a la que he bautizado con el nombre de tinnitus estaba abriendo profundos túneles desesperados hacia los rincones de mi cabeza. Por su parte, mis oídos estaban empeñados en hacer su imitación de un Concorde, con todo el estruendo de silbidos y gemidos y temblores de tierra y lenguas de fuego. Me llevé la copa a la frente, como si de este modo pudiera calmar mi febril pulsación, consolar mis ideas: vaso de plástico, hielo de plástico, la clásica bebida que te sirven las compañías aéreas. Sí, a esto le llamo yo la buena vida.

—Lavarse el pelo dos veces —insistí— puede ser una grave equivocación. Dilata los folículos, y entonces los agentes limpiadores los secan y endurecen.

—¿En serio? —dijo ella—. ¿Está demostrado?

—Sí —dije.

Una de las cosas de las que entiendo es el pelo. Quizá no sepa gran cosa de anatomía, pero entiendo mucho de felpudos. Se lo debo a todos esos estilistas y encargadas de vestuario y técnicos de maquillaje que siempre me rodean, y también a los carísimos psicodramas sobre el tema a los que yo mismo me he sometido. Asentí con la cabeza y tomé un trago. Miré a mi alrededor. ¿Dónde estaban las demás candidatas? Fuera como fuese, no cabía duda de que la del bikini blanco estaba disfrutando de mis tomaduras de pelo sobre el pelo. Seguramente, charlar conmigo le resultaba mucho más divertido que acostarse conmigo por dinero, aunque, todo hay que decirlo, también era mucho menos productivo. Yo me sentía encantado por el modo en que estaban yendo las cosas. Me satisfacía permanecer sentado con una bebida fuerte en lugar de haber sido enviado a un cubículo del sótano para hacer el primer papel romántico en una película con crimen real incluido. Estaba siendo muy civilizado, civilizadísimo.

La chica hundió la cabeza para escrutar la fisura de una uña medio partida. Caída la melena hacia adelante, sus pequeños hombros adquirían un carácter más indefenso, más pálido. Pero, qué pasa, ¿acaso Happy Isles era lugar para entretenerse con asuntos tales como el color local? La chica, la flaca adolescente con pliegues en forma de W en los respiraderos de sus axilas cerradas, podía servirme a la perfección. Ahora bien, siendo como soy, y dado que no he cambiado (al menos por el momento), decidí que quería obtener todos y cada uno de los privilegios a los que me sentía con derecho en aquel burdel, quería ser capaz de elegir.

—¿Dónde están tus amigas? —le dije.

Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor. Tampoco yo tenía ningún amigo por allí. Luego alzó el rostro, me miró y, con una expresión tristemente seria, me preguntó:

—Oye, cómo te llamas.

—Martin —dije inmediatamente… Detesto mi nombre. A ver, cuando alguien tiene un hijo, un varón, ¿no hay otro nombre que ponerle aparte de John? Me llamo John Self. Una vulgaridad.

—¿Y tú?

—Me llaman Moby. ¿Estás casado?

—No. Creo que soy de los que no se casan.

—¿A qué te dedicas, Martin?

—Soy escritor, Moby.

—Oh, pero qué interesante —dijo, muy seria—. ¿Eres escritor? ¿Y qué escribes?

—Bueno, novelas. Cosas así.

—¿Haces realismo crítico? —me pareció oírle decir.

—¿Cómo?

—Quiero decir si estás en la línea de la novela del realismo crítico, o bien practicas géneros, no sé, novela negra, ciencia-ficción o algo así…

—¿Qué es eso del realismo crítico?

Sonrió y me dijo:

—Es una buena pregunta… ¿Sabes que estudio literatura en la universidad? Literatura anglosajona, sabes. ¿En serio que escribes novelas? ¿Es eso lo que haces? ¿Cómo dijiste que te llamabas?

A estas alturas tenía ganas de preguntarle qué hacía ella, y cuánto cobraba por hacerlo, pero justo entonces mis sensores notaron la presencia de otra mujer. Me volví. Una tía buena en bragas y sostenes salió meneando el culo de entre las sombras del pasillo. Era del tipo de Selina, pero en plan exagerado y más guarro. Subrayaba las protuberancias, las convexidades. Y enseguida pensé: quiero. Mía, para mí. La chica nueva se sentó en una seta de plástico que había junto a la barra. Segundos más tarde, un caballero agotado y presumido, con un impecable traje de empresario, salió arrastrándose.

—Cuídate, She-She —dijo con voz pastosa.

—Y cuídese también usted, señor —dijo She-She con la entonación falsamente animada que usan las azafatas en todas partes—. Muchas gracias por haber venido. Hasta la próxima.

—Oh, sí.

El tipo de She-She siguió su camino a duras penas. Parecía que estuviera a punto de caérsele su cara chupada y gastada, por la sola fuerza de la gravedad de la disipación. Era evidente que no había echado todo el resto con She-She. No. Había dejado que She-She le hiciera regalos de todas clases para sus sentidos.

—Eh, She-She —dijo Moby—. Te presento a Martin, un escritor inglés.

—¿Ah sí? —dijo She-She.

—Sí —dije yo. Me puse en pie: mi piel gris, mi tripón y mi cabello color cielo londinense, cargado de pastillas estimulodepresivas, de alcohol.

***

—¿No estás excitado? —me preguntó al cabo de diez minutos.

—Sí y no.

—Venga, hombre. Seguro que estás excitadísimo.

—Bueno, sí —dije—. Supongo que lo estoy. Bastante.

Y, en efecto, me encontraba desnudo, tumbado en una cabaña iluminada con velas, completamente solo con la industriosa She-She, cuya fuerte mano derecha acariciaba la peluda curva de la cara interior de mi muslo… Durante un rato, bajo los efectos de los estimulodepresivos, me había costado elegir. Era posible que la pequeña Moby se hubiese sentido ofendida cuando mostré mis preferencias por su aventajada colega. Quizá se había largado, había roto a llorar, se había suicidado. Pero en Happy Isles no parece que nadie padezca de autocompasión. Saben una cosa, sospecho que lo mío no son los burdeles. Por mucho que me esfuerce, siempre establezco relaciones a escala humana, por mínimas que sean. Y no logro romperlas… Cuando She-She me mostraba el camino, Moby y yo nos despedimos efusivamente. Luego, seguí a She-She por el pasillo completamente forrado de moqueta, por los cuatro lados. Hasta que She-She me dejó estacionado en el cubículo aromático. Se quedó en el umbral, con los nudillos en las caderas, y me rogó que me tendiera en una cama alta que estaba junto a la pared, como si fuese el médico a punto de hacerme una revisión. Sí, me sentí como si hubiese ido a hacer por fin la siempre aplazada y siempre temida visita al siniestro médico de la polla.

—¿Por qué no te pones más cómodo? —me dijo ella, fingiendo indignación.

Dócilmente, me dejé caer un par de centímetros más en los blandos almohadones.

No… ¡Que te quites el sharong! Ahora mismo vuelvo.

De modo que me quedé desnudo en el limpio aire sin oxígeno de la habitación, esperando el regreso de She-She, y pensando en lo tonto que había sido por no haber probado suerte con Moby.

—En tu lugar —dijo She-She—, yo me sentiría muy excitada.

—Sin duda, sin duda.

—Estaría volviéndome loca.

—Me encantaría que me enloqueciese, sí.

—Por supuesto.

—Sí, sería divertido.

—Yo estaría excitadísima.

Fruncí el ceño:

—¿Por qué motivo, exactamente?

She-She hizo un puchero de incredulidad.

—No sé, eres una tía buenísima y tal —dije—, pero…

—¡Por Dios, no! Me refería a la nueva princesa que tenéis en Inglaterra.

—Ah, ella.

De manera que, durante un buen rato, She-She y yo estuvimos charlando muy seriamente de la futura princesa de Gales. La futura princesa de Gales se ha convertido, indudablemente, en un gran ídolo para las putas de la Tercera Avenida. She-She se mostró admiradísima por los peinados de Lady Diana, por su gusto en el vestir, por su porte. Dijo que le gustaba el príncipe Andrew. Y que le gustaba el príncipe Edward. Y que hasta le caía bien el duque de Edimburgo. Después de media hora de incesantes ensoñaciones de este tipo, di una palmada y, quizá con demasiada brusquedad, dije:

—Todo esto está muy bien, pero, y tú, ¿qué vendes?

—Lo que quieras —dijo ella, sin desacelerar el ritmo de su voz—. ¿Qué clase de propina piensas darme?

—No sé. Veamos. ¿Qué puedes ofrecerme?

—Normal, francés, inglés, griego, turco. O un combinado.

—¿Qué es un combinado?

—Normal mezclado con francés.

—¿Y en qué consiste el inglés?

—Un buen correctivo.

—¿Y el turco? No, no me lo digas. Quiero, mira, creo que me bastará… Sólo quiero una paja.

—¿Una paja? —She-She se atiesó—. Vale. Si eso es lo que quieres… ¿Qué propina vas a darme?

Aunque estaba desnudo, seguía teniendo a mano el condón con la cartera. En la puerta ya había tenido que desprenderme de cuarenta pavos. ¿Cuánto puede costar una paja? Venga, usted, ¿cuánto le parece que puede costar? Me encogí de hombros y le dije:

—¿Cincuenta dólares?

—Oye —me dijo She-She—. Vístete ahora mismo y lárgate a la Séptima Avenida o a la calle Cuarenta y dos. Si quieres gastarte cincuenta dólares, quizá allá hagan algo por ti. ¿Cincuenta dólares? Nadie me da cincuenta dólares a mí.

—Un momento, eh… Tómatelo con calma, ¿quieres? —dije. Confieso que el tono de mi compañera de juegos me dejó algo perplejo. Por un momento tenía el aspecto y el tono de un matón de los que se dedican al cobro de morosos—. Soy nuevo en este terreno. Lo siento. ¿Por qué no sugieres tú misma una cantidad?

—Si me pagas los cincuenta dólares en metálico —dijo She-She—, y setenta y cinco con tarjeta, más el suplemento, que es un quince por ciento, no nos da ni para pagar el alquiler del local. También aceptamos cheques, pero viene a ser lo mismo, menos el quince por ciento con un suplemento de diez dólares. En realidad, ya te digo, es prácticamente lo mismo.

—¿Estás hablando de ciento setenta y cinco dólares? ¿Por una paja?

—Mira, chico. Esto no es la Séptima Avenida, sino la Tercera. ¿Por qué no te vistes…?

—Vale, vale.

Qué bien lo tienen organizado: aquí hay un hombre que lo ha pensado todo hasta el menor detalle. Un hombre que ha pensado mucho más que el que acaba de estar en ese cagadero de bambú, escuchando los cantos de los pájaros, bajo las luces de la laguna. Ahí estás, desnudo, discutiendo tus necesidades con el inspector de sexo. No es que esa tía quiera que te sientas como un tirado. Lo que quiere es que te sientas más tirado que en tu puta vida… Con paso ágil, She-She me dejó solo. Pero regresó enseguida. Provista de esa abrazadera deslizante, un franqueador de tarjetas de crédito. ¿Qué pretendía meter She-She en ese trinquete, mi tarjeta Approach americana, u otra cosa? A ver, señor, permítame. Voy a tomarle la huella dactilar de su pene… Hubo todavía algunos problemas presupuestarios que discutir, esta vez relativos a la ropa interior de She-She. La parte de arriba voló al instante. Las bragas, dijo, no formaban parte del trato.

—La verdad, sabes muy bien cómo poner calientes a los tíos —dije, agotada toda mi pasión, y le di otros veinte dólares.

***

Sin ánimo de exagerar, cuando me encontré finalmente con Caduta Massi mi estado de forma era simplemente pasable. Me había tomado un par de copas, lameteando un plato de comida rápida, y saltado luego a un taxi. Cualquier día acabaré con la comida rápida. Ha llegado el momento de acabar con la comida rápida. El momento de darle la patada, y rápido… La sesión con She-She no me había beneficiado en lo más mínimo. Pese a que me había entretenido en Happy Isles durante una hora por lo menos, la paja en sí file cuestión de momentos: cuarenta y cinco segundos, diría yo. Tuve que revolver todo mi cerebro para recordar otra que fuese peor.

—Estabas excitadísimo —dijo She-She sin alzar apenas la voz, y empezando a sacar pañuelos de papel.

Pues mira, chica, sí y no. Entre nosotros, ha sido una de esas pajas en las que pasas directamente de tenerla blanda a correrte, saltándote la fase de erección. Seguro que She-She ha puesto en marcha algún truco glandular que sólo ella conoce. Tenía ganas de acabar pronto. Luego pretendió volver a charlar del asunto de la Familia Real, pero yo me largué en cuanto pude. Lo malo de todo esto es que sea tan insatisfactorio. Las pajas corrientes también son insatisfactorias, pero no las pagas a cinco dólares el segundo. Los gastos generales suelen ser de poca monta. En fin, que de las pajas podrán decir ustedes lo que quieran, menos que cuestan ochenta y cinco dólares.

La carrera de taxi hacia la parte baja de la ciudad fue angustiosa: costó mucho esfuerzo, mucho aguante, mucha espera. La primera vez que estuve en Nueva York, hasta los atascos de tránsito me parecieron interesantes. En cambio, actualmente los atascos me dejan frío. Los tomo o los dejo, me da igual. Ojalá aprendiese a desplazarme en metro. Lo he intentado. Por mucho que me concentre, siempre termino escalando una cloaca del Duke Ellington Boulevard, con una tapa de cubo de basura por sombrero. No hay modo de atravesar Nueva York, y punto… Miré el reloj. Seguía pegajosamente sentado en el asiento de plástico, sudando y maldiciendo. El aire se está recalentando, ya se prepara para los incendios de agosto. De las diversas instrucciones pegadas en el cristal de separación, había una que se tomaba la molestia de darme las gracias por abstenerme de fumar. Odio esta clase de cosas. Me parecen un poco precipitadas, ¿no creen? ¿Y si yo no fumase? De hecho, todavía no he fumado en ese taxi. Sin embargo, al final acabé por encender un pitillo, y me dispuse a verlas venir. El gordo de pelo rizado que iba al volante gritó no sé qué y se volvió hacia mí, pero yo seguí no absteniéndome de fumar, muy callado, y no ocurrió nada.

Según la opinión corriente en esta ciudad, Little Italy es uno de los barrios más limpios y seguros de todo Manhattan. En cuanto aparece por la calle un yonqui o algún chalado del Bowery, cinco muchachotes de aspecto sombrío, armados de bates de béisbol, salen de la trattoria más próxima. De todos modos, Little Italy me recordó mucho al Village. Cualquiera hubiese dicho que la gente tenía que usar las escaleras de incendios dos veces a la semana por lo menos, pues la mierda les daba un color chamuscado. Jamás en la vida podrán limpiar, en estos retorcidos desfiladeros, todos los eructos de camión y todos los pedos de coche que burbujean hacia arriba formando nubes de aceite y ácido y refrigerante de motor. ¿Se puede saber qué hace aquí la centelleante Caduta? Tiene una suite en el Cicero, pagada por Fielding Goodney, con peluquero, guardaespaldas, y amante de setenta y tres años… Tuve que recorrer la calle varias veces arriba y abajo hasta que encontré la puerta que buscaba.

—Bien, Mr. Self, John: ¡hablemos de nuestra película! —dijo Caduta Massi—. He visto en la sinopsis que la señora es de… Bradford. Y este dato no me parece en absoluto convincente.

—Mira, Caduta, la sinopsis que tú leíste era de la versión inglesa. Ahora que hemos trasladado la historia a Nueva York, podemos…

—Prefiero Florencia. O Verona.

—Pues claro. De acuerdo. Elige donde tú quieras.

—¿Y cómo va a titularse la película?

Dinero limpio —dije. De hecho, aún no estábamos seguros. A Fielding le gustaba Dinero limpio. Yo prefería Dinero sucio. Fielding sugirió que usáramos su título en Estados Unidos, y el mío en Europa, pero a mí no acababa de convencerme esa idea.

—Bien —dijo Caduta—. Vamos a ver, John. Esta Theresa, ¿qué edad tiene?

—Mmm… ¿Unos treinta y tantos?

Eso, treinta y nueve. Observé fijamente a Caduta.

—Disculpa, pero me ha parecido entender que tiene un hijo de veinte años.

—Cierto. Bueno, supongo que tiene, sí, algunos años más.

—Yo tengo cuarenta y uno —dijo Caduta.

—¿Seguro? —dije—. Bueno, es perfecto.

—¿Sí? A ver si me lo explicas. ¿Se puede saber cómo es que una mujer de esa edad se pasa la vida desnudándose y pidiéndole a todo el mundo que se acueste con ella?

Estaba tomándome un café, y aún me sentía semiasfixiado por aquella atmósfera, que yo supuse que era algo así como «calor napolitano». El lugar estaba repleto de críos: los unos con pañales, los otros andando a gatas, y también los había algo mayorcitos, y hasta inquietos adolescentes. Vi al menos tres figuras paternas, con chaleco blanco y delantal, en la contigua cocina, rodeados de botellas de vino a granel y sumergiendo humeantes pastas italianas en grumosas salsas sanguinolentas. Había en el local hasta un par de viejas vagabundas, las dos vestidas de negro y silenciosamente instaladas junto a la puerta, en sendos taburetes altos. No vi, en cambio, a nadie que pudiera parecer una madre. Aparte de este dato, toda aquella pandilla daba la sensación de haber pasado por el control de inmigración hacía apenas media hora… Caduta era, evidentemente, la abeja reina del lugar. Batía palmas cada dos por tres, y arremetía contra unos y otros en su torrente de palabras italianas. Como si fuese el Santa Claus de unos grandes almacenes en época navideña, cambiaba de mocoso en su regazo casi ininterrumpidamente: los críos se pasaban un momentito sentados en sus piernas, y luego le dejaban el sitio a otro. De vez en cuando venía uno de los padres, sudoroso, y le hablaba a Caduta con reverencia no exenta de cierta alegre cortesía. Las viejas vagabundas, ambas provistas de un solo diente por cabeza, murmuraban, decían que sí con la cabeza, y se persignaban cada dos por tres. Frecuentemente, Caduta también me hablaba a mí en italiano, lo cual no servía para que yo la entendiese mejor.

Tosí un poco y le dije:

—Disculpa, Caduta, pero ¿qué es todo esto?

—Fue Mr. Guyland. Me dijo que tenía que haber varias escenas eróticas muy explícitas en la película.

—¿De él contigo?

Caduta alzó el mentón e hizo un gesto de asentimiento.

—Nada de nada, Caduta. En la sinopsis no hay ninguna escena erótica.

—Lorne Guyland me dijo que Mr. Goodney le había prometido que habría tres escenas eróticas, muy largas, con desnudo integral.

—Santo Dios, ¿qué edad tiene Guyland? ¿Para qué quiere salir desnudo?

—Es un ser repugnante. Mire, Mr. Self… John. Necesito que me asegures que no habrá nada de eso.

—Te lo garantizo. —Eché una ojeada a la sala. Las viejas me sonrieron—. Mira, Caduta, no hay ninguna escena sexual entre tú y Lorne. Probablemente haya un par de escenas en las que saldréis los dos juntos, en la cama, pero son escenas de por la mañana, con sábanas y todo eso, ¿entiendes?

—Seré franca contigo, John —dijo Caduta Massi. Hizo que el niño que tenía en la falda se callase—. Ya te he dicho que tengo cuarenta y tres años. Mis tetas ya no se aguantan tan bien como antes. Estoy bien de barriga, y muy bien de culo, pero las tetas… —Hizo un vago ademán con la mano—. Tengo celulitis de segundo grado en la cara exterior de los muslos. ¿Qué me dices?

No tenía nada que decir. Caduta llevaba un traje chaqueta de cuero gris. Sacudiéndose un poco, se levantó la falda para dejar los muslos al aire. Yo alcanzaba a verle el extremo superior de las medias, la piel, muy suave, y hasta las bragas, una maravilla de un billón de liras. Cogió un buen puñado de piel de la cara exterior de su muslo, y apretó, haciendo que la piel se arrugara.

—¿Lo ves? —dijo, y empezó a desabrocharse la blusa.

Desvié de nuevo la vista. Uno de los padres asomó la cabeza por la puerta. Sonrió, y se retiró. Las viejas siguieron mirando, ahora como hipnotizadas. Uno de los niños me arañó el muslo, como si quisiera que concentrase mi atención en la señora que hablaba conmigo.

Mirándome a los ojos, Caduta separó las blondas de su blusa. Luego soltó el clip que marcaba el centro de la hendidura del altivo sostén.

—Venga, John.

Me levanté y me acerqué un paso y me arrodillé. Tomó mi cabeza y se la acercó al corazón. Llegué a notar las agitaciones internas, profundamente hundidas bajo aquel peso mortal.

—¿Verdad que no tuviste madre, John?

Mi voz salió debilísima, pero llegué a decir:

—No, no la tuve.

***

Según el último recuento, hay en mi cabeza cuatro voces diferentes. La primera, por supuesto, es el ininteligible chapurreo del dinero, que podríamos representar con los signos de la primera fila del teclado de una máquina de escribir: %1/2$!… Sumas, sustracciones, terrones y codicias multiplicados y divididos. La segunda es la voz de la pornografía: a menudo suena como la cháchara de un disc-jockey demente: su forma de menearse, sólo me suelto cuando bebo sus jugos, mama, perra, brinca por mí, nena… Y así sucesivamente. (Una de las subvoces de la pornografía que suena en mi cabeza es la voz de un vagabundo o retrasado mental negro que marca el compás en Times Square, aquí en Nueva York. Su monólogo, incomprensible pero, al mismo tiempo, indiscutiblemente lascivo, dice así: Uh guh geh yug tih ah fuh yuh uh yuh fuh ah ah yug guh suh muh fuh cuh. En mi cabeza también hablo así, muy a menudo). En tercer lugar, la voz del envejecimiento, del viaje a través del tiempo, de los días y los días sucesivos, la voz que me devuelve a mí para decirme lo vergonzoso de mi comportamiento, lo triste de mi aburrimiento, lo inútil de mis protestas…

La número cuatro es un verdadero intruso. No me gusta ninguna de esas voces, pero la que menos deseo oír es ésta. Es la más reciente. Tiene que ver con dejar el trabajo y sentir necesidad de pensar en cosas acerca de las que jamás había pensado. Yo nunca pensaba. En nada. Esta voz tiene la tendenciosidad insoportable de la paranoia, de la furia y el llanto articulados en espasmos vivísimos: ebria palabrería escuchada en momentos sobrios. Mientras en la TV siguen poniendo anuncios histéricos o jodidos noticiarios… Todas las voces vienen de otros lados. Ojalá pudiese tirar de la cadena y echarlas así de mi cabeza. Al igual que ocurre con los vampiros, sólo vienen cuando las llamas. Pero cuando ya se me han metido dentro, en cuanto les dejo un hueco en mi cabeza, siempre parecen decididas a quedarse para siempre jamás. No dejen ustedes que entren. Son terribles. No las dejen entrar, pase lo que pase.

***

¿Y qué pasó con Caduta, eh?

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