Dinero

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III

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—Concéntrate, Slick —dijo Fielding—. Esto es semicircular. Todo el asunto gira sobre este eje. Desde el punto de vista económico, lo más seguro es quedarse con Meadowbrook. Me parece que Nub Forkner daría juego junto a Butch Beausoleil, Pero Davis, por su parte, es la apuesta a largo plazo, con mayor riesgo y mayor futuro, y eso me atrae mucho. Pon todo tu instinto a trabajar en este asunto, Slick. Yo digo que nos quedamos con Spunk.

—Mejor será que me des un scotch.

El asunto requería cierta introspección, puesto que el personaje estaba basado en mí mismo: Doug, el Hijo, el ambicioso, el adicto, el traidor. Tal como iban las cosas, parecía que la elección tenía que estar entre Christopher Meadowbrook y Spunk Davis, mientras que Nub Forkner quedaba un poco al margen, como una tercera posibilidad de última hora. De Meadowbrook sabía todo cuanto había que saber, era un tipo que encajaba bien en todas partes, pero que difícilmente asomaría a un titular de prensa. Ya le conocen ustedes. Es ese sujeto pecoso con cara de yanqui tonto, de tipo algo descompuesto y casi cómicamente flacucho. Generalmente interpreta papeles de hermano mayor, chico tímido, universitario sonriente. En el papel de Doug, Meadowbrook se encontraría haciendo un papel para el que no da el tipo, pero ésta era precisamente la clase de efecto ambiguo que yo pretendía conseguir. En cuanto al otro, a ese tal Davis, había oído hablar de él pero no le había visto nunca. Era un chico de Broadway, con una sola película en su haber, Prehistoric, aún en fase de montaje. Nos iban a proyectar un montaje no definitivo de la película. Las referencias eran buenas. Según Fielding, Davis iba para estrella.

Aterrizamos en unas señas de Park Avenue. La persona que nos abrió, un tipo con aspecto de guardaespaldas del presidente, nos señaló el pasillo y la puerta de una sala de proyección para ejecutivos: seis butacas solamente, pero todo muy lujoso, con espejos unidireccionales, propaganda de gran multinacional. Ya se encontraba allí el agente de Davis, Herrick Shnexnayder, un ser humano francamente horrible, con un blusón afrancesado, una corbata prosciutto, y con el peinado más complejo con el que me hubiera tropezado en diez años de relación con el mundo del espectáculo. Un mechón amarillento procedente de la base de la nuca había sido dirigido hasta la frente, y otro, que nacía en su patilla izquierda iba a encontrarse con el primero en una zona descentrada.

Su cabeza parecía uno de esos helados tan complicados que venden en América. Juro que me entraron ganas de meterle una cucharilla en la oreja y clavarle una guinda en la coronilla, y no creo que su aspecto hubiera empeorado con estos dos detalles. Me puse a beber el champagne ilimitado que me ofrecieron (aunque casi todo lo retuve primero en la boca, acariciando el coral de mi reseca lengua), y estuve escuchando el parloteo obsequioso de Herrick. Los agentes, últimamente, parecen altos ejecutivos, pero este Herrick era bastante parecido a la gente de la farándula. Fielding mencionó en cierto momento el asunto del dinero. El agente esbozó una sonrisa como las que ponen los médicos cuando tratan de una muerte cercana, y dijo:

—Oh, creo que, después de Prehistoric, pediremos cinco.

En otras palabras, el precio de Davis había subido ahora al medio millón de dólares. Fielding se limitó a hacer un gesto de asentimiento y dijo:

—¿Y qué tal estará de fechas y compromisos?

Lo de las fechas y compromisos no representaba problema alguno porque, después de Prehistoric, no había nadie en condiciones de pagar lo que pedía.

Prehistoric empezaba con una larga panorámica que recorría una larga serie de pinturas rupestres: un hombre, una mujer, una pelea, un polvo, un tigre…, una nave espacial. La cámara retrocedía. Una banda o tribu de hombres-mono anteriores al descubrimiento del fuego permanecía amontonada por allí: Spunk se encontraba en medio del grupo, afilando su lanza. Cabeza cuadrada, labios rectos, denso y fibroso su rostro oscuro. A la mañana siguiente, o poco después, da lo mismo, Spunk, bajo unos focos, ascendía por el puente de una nave espacial hacia la que le conducían unos malvados extraterrestres de forma cónica y voz de ordenador, que llevaban a Spunk en un viaje a través del tiempo y luego le depositaban en Greenwich Village, en 1980. Era una noche de verano, de modo que Spunk no llamaba la atención a pesar de su cuerpo peludo, de sus pinturas de guerra, de la piel que llevaba sujeta a la cintura. Después de mirar a su alrededor y de soltar un montón de gruñidos, Spunk salvó a una chica muy bebida que estaba siendo agredida en la acera, junto a la puerta de un bar para solteros. Ella se lo llevó a su casa, que es un apartamento de lujo. Más gruñidos. La chica imagina que Spunk es lituano o albanés o lo que sea: en las calles de Nueva York hay terrícolas de las especies más inesperadas. Spunk acepta un par de copas de aguadefuego, y luego le conducen a la cama, en donde le pega a la tía el polvo de su vida. Amanece, la chica se ha largado, pero Spunk aún ronda por el apartamento… A continuación vimos una escena muy brillante. Spunk, tambaleante —seguro que no estaba bien alimentado en su época prehistórica—, se enfrenta con las chicas que comparten el apartamento con su pareja de la noche anterior. Estas chicas están acostumbradas a que su amiga recoja tipos increíbles por la calle, pero Spunk (que parte nueces con los dientes, que se come los huevos sin quitarles la cáscara y las salchichas sin cocerlas) es otra cosa. Después de varios planos de transición durante los cuales, suspirando, estuve deseando que la cosa pasara a mayores, la película adoptaba otro tono, el de una suavemente paródica historia de amor en la que la chica iba civilizando poco a poco a Spunk —le enseñaba a vestirse, a comer, a hablar—, mientras que Spunk incivilizaba a la chica: le enseñaba a abandonar la bebida, los ligues callejeros, la autodestrucción, el dinero (durante una temporada incluso viven en plan primitivo, después de un choque urbano por parte de Spunk. Incluyo yo, pese a mi exaltación, detecté cierto sentimentalismo en esas escenas). A todo lo largo de la película, Spunk usaba una máscara silenciosa de sorpresa y reserva estoicas, una máscara cómica pero digna al mismo tiempo. Formidable. Y estaba especialmente bien al final, cuando los extraterrestres (que se habían pasado el rato observando los incidentes con sus pantallas, e interviniendo a veces para salvarle de algún apuro) le devuelven a la prehistoria. Spunk sabe más o menos qué va a ocurrir, intenta explicárselo a la chica con sus escasísimos recursos verbales y gestuales. Pero al final se va. Spunk se encuentra en lo alto de un risco, bajo un potentísimo foco extraterrestre. Soplan y silban los vientos. Spunk se pone tenso, frunce el ceño. La chica permanece agachada, murmurando en voz baja, temblando, con su último pitillo y su mechero electrónico. Títulos de crédito. Me conmovió profundamente. ¿Conmovió? Me produjo una crisis nerviosa. Huí corriendo al váter porque mis ojos meaban interminables lágrimas. Seguro, absolutamente seguro: Davis acabaría convirtiéndose en una gran estrella.

Una vez en el Autocrat me volví a Fielding y, con voz afónica, le pregunté:

—¿Sabe hablar? Quiero decir si sabe hablar de forma normal.

—¿Spunk? Claro. El pasado otoño interpretó a Ricardo II en un teatro off Broadway. Estaba un poco nervioso por lo de su acento, pero la articulación, si te refieres a eso, fue soberbia. Bien, Slick, ¿qué opinas?

—Opino que nos quedamos con Spunk.

Fuimos directamente en el coche a un restaurante de la zona entre la Quinta y la Sexta, para celebrar una reunión exploratoria con Christopher Meadowbrook. Después de Prehistoric, fue deprimente. Me bastó echarle una ojeada a Meadowbrook para saber que no nos serviría de nada. Sólo faltó que las sillas especialmente tiesas del restaurante, que me recordaron la erecta triangularidad del torso de Selina, estuvieran especialmente contraindicadas para clientes con la espalda dolorida. Al final acabé retorciéndome más que Meadowbrook, y eso que él no paró de retorcerse, víctima al parecer de la timidez. El tipo no estaba en plena forma, desde luego. No tenía aspecto de bueno. Pero tampoco de malo. Parecía, sencillamente, un tipo débil, poco viril: la clásica víctima. Tenía la misma expresión fláccida de labios y ojos que un desvencijado marica al que me encontré tirado en la acera de Sunset Boulevard, un desgraciado al que acababan de meársele encima y que parecía estar pidiendo que alguien repitiera el número. Después de los aperitivos y las presentaciones y unos minutos de entrecortada charla introductoria, como si los tres fuésemos dioses o monos o astronautas, Fielding hizo lo que jamás tendría que haber hecho. Se largó, para irse a cenar con Butch y Caduta en el Cicero. Luego me juró que ya me había avisado de que ése era su plan. Seguro que me había avisado, segurísimo. Le miré, horriblemente desamparado, y él me dijo adiós y prometió regresar a eso de las diez.

En cuanto nos encontramos solos, Meadowbrook me cogió las manos, se adelantó, y me dijo:

—Necesito ese papel, señor, lo necesito. Tiene que dármelo, señor.

Y rompió a llorar. Justo lo que menos me convenía en ese momento… El problema era de dinero, claro. Aquel pobre actor debía setenta y cinco de los grandes. Cocaína, dijo, pero añadió que la había dejado hacía tiempo. Lo peor era que un amigo (un amigo queridísimo) le había abordado pidiéndole ayuda porque su madre necesitaba ser operada, y hasta él necesitaba ser operado. Y así siguió la cosa. Supongo que, en teoría, he pasado momentos peores, pero no muchos, ni mucho peores. Santo Cielo, ¿me he portado yo alguna vez de esta manera tan ridículamente penosa? ¿Me muestro a veces tan triste y repetitivamente frágil? Se tragó cuatro combinados. Estuvo a punto de pelearse con el maître. Tras mucha confusión, un camarero le sirvió un plato de sopa. Meadowbrook se derramó sobre los pantalones el plato entero y soltó un grito de potencia tan inhumana que el gato del restaurante (un persa adormilado y perezoso) saltó como un kamikaze a través de un tabique acristalado, para ir a darse de bruces en el vestíbulo. Meadowbrook se fue luego al lavabo, se pasó allí veinte minutos y regresó empapado y tembloroso, con el pulso más loco que un contador geiger. Fue entonces cuando me fijé en que sólo tenía un orificio nasal. La gente que abusa del esnifado suele tener estos problemas: se les pega la piel al tabique hasta que el orificio se les cierra del todo. En Inglaterra conozco a un tipo, uno de los que trabajan en la tienda de bebidas alcohólicas que tengo cerca de casa, con un narizón que parece una fresa hemorrágica. Siempre le evito. Prefiero ir a la otra tienda, la que está un poco más lejos, en donde el dependiente tiene la nariz normal, todavía… Meadowbrook comenzó ahora a recitar su Shakespeare. Ser o no ser. Mañana y mañana y mañana. Jamás jamás jamás jamás jamás. Desesperado, y a pesar de mi despiste mental, de mi desesperación, de mis propios problemas alfabéticos causados por mi tratamiento alcohólico, comencé a darle al scotch. Fielding regresó. Haciendo señales con su tarjeta de crédito, Meadowbrook se empeñó con grandes aspavientos en hacerse cargo de la cuenta.

—¡Y no vuelvan a servir esa sopa nunca más! —advirtió.

La tarjeta le fue devuelta en bandeja de plata, rota en cuatro pedazos.

—Me van a matar —dijo Meadowbrook.

—Está caducada —dijo el camarero.

—Joder, larguémonos.

Eso lo dije yo. Me puse en pie.

Lo mismo hizo Fielding.

—Chris, quedas descartado —dijo, y sacó su clip de oro y dejó dos de cincuenta sobre la mesa.

***

Se tiene la sensación, sentado en el taxi y pasando por los túneles, surcos y trampas, se tiene la aguda sensación de que las preocupaciones humanas no son más que pequeñeces; y esa sensación es especialmente intensa en Nueva York, en donde siempre notas la enorme altura, el tremendo peso de las instancias superiores. Allá arriba está todo el control, todo el poder, todo el significado. Aquí abajo no hay nada de eso. Dios ha agarrado las columnas de Nueva York entre los nudillos de su mano derecha, y las ha apretujado. Y nosotros aquí, abajo del todo. Me he sentado en un taxi, voy hacia alguna parte, dirijo las cosas por medio del dinero. Soy más importante que la gente que veo por la ventanilla, los nómadas, los que se dejan arrastrar por las mareas. Ellos no dirigen nada. Calle Veintitrés. Perros que van y vienen.

Ya estoy seguro de que Selina Street no está acostándose con Alec Llewellyn, o al menos no lo está haciendo ahora. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no he sabido juzgar a la pobrecita Selina. Selina me es fiel, mi Selina. Ciertamente, se comporta como si estuviera siéndome constantemente infiel. Se comporta como si fuese una chica hiper infiel. Pero se comporta así porque sabe que a mí me gusta. (¿Por qué me gusta? Porque, gustarme, seguro que me gusta, sí. Entonces, ¿por qué no me gusta?). Selina lo hace para satisfacerme. Si en realidad estuviera siéndome infiel, seguro que no se comportaría así. ¿A que no? Se comportaría como alguien que no está siendo infiel, y nadie podría acusarla de esa clase de comportamiento. Fantástico.

Qué infiernos, no tengo más que buenas noticias.

—¿Sí? —dije en tono cansino, suponiendo que quien me llamaba era Lorne, o Meadowbrook o Frank, mi conciencia telefónica.

—¿John? Soy Ella Llewellyn. Te he llamado porque hay una cosa que creo que tendrías que saber. Es una mala noticia, lo siento.

Oh, venga, Ella, no hace ninguna falta que adoptes este tono para hablar conmigo. Te follé una vez —en la escalera, ¿te acuerdas?—, el día en que Alec se quedó dormido en la cocina.

—Hola, Ella. Bien, dime lo que sea —dije, y me preparé para lo peor.

—Alec está en la cárcel. En Brixton, pendiente de un juicio. Ya se lo temía. Pero quiso que te lo contara.

¿Malas noticias? ¿Malas? No, son noticias de las mejores. Mucho antes de que la picara de Selina invadiera mi mente, sentí un placer inocente y luminoso al pensar que mi mejor amigo, mi más antiguo amigo, se había metido en semejante brete. Mmm, es fantástico que uno de tus iguales se hunda así. ¿Conocen ustedes esa sensación? Anima de verdad, reconforta. No hay que avergonzarse por eso. Ahora Alec no podrá salir, no podrá escaparse, largarse. Jamás conseguirá remontarse, escalar, subir hasta lo más alto. Tendrá que quedarse en el primer peldaño, abajo, conmigo. Tendrá que bajar más abajo, mucho, muchísimo más abajo.

Esta cita ocupaba una de las posiciones más importantes en mis cuarenta principales. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que un tranquilo almuerzo con una chica guapa e inteligente, en un buen restaurante, pueda provocarme pánico? Suban a la montaña y pregúntenlo allí. (No era la primera vez que temía encontrarme con ella, ¿no es cierto?). Pero al final resultó consolador. Sólo cuando te sientes consolado llegas a darte cuenta de hasta qué punto necesitabas ese consuelo. Estaba volviéndome loco. Estaba muriéndome. Eso es, muriéndome, muriéndome.

Antes de hablar de la cena fantasma estuvimos hablando de estética. Bueno, fue Martina. La estética es un asunto que hasta entonces sólo había tratado con mi dentista cosmético, Mrs. McGilchrist (cosas como «va a salirle bastante cara la estética»), así como con algún que otro chiflado iluminador o cámara que pretendía que escuchara sus opiniones personales acerca de la estética de un fundido del anuncio de las Bulky Bars, o de un primer plano de una Rumpburger, o de un zoom del spot de Zaparama. Martina habló de estética en un sentido más amplio. Habló de percepción, representación y verdad. Habló de la vulnerabilidad de una figura observada sin que ella lo sepa: de la diferencia entre un retrato y un boceto de una persona que no posa para el artista. En ficción también hay, dijo, una distinción análoga: el narrador consciente y el narrador a pesar suyo, el triste narrador inconsciente. ¿Por qué sentimos deseos de protección cuando vemos al amado y el amado no sabe que estamos viéndole? ¿Por qué nos duele el corazón cuando vemos un par de zapatos abandonados? ¿O al ser amado cuando está dormido? Es posible que el cuerpo muerto del amado exprese todo el patetismo de esta ausencia, el desamparo del que es visto sin saberlo… Los actores cobran por fingir que no se dan cuenta de que les miran, aunque de hecho confían en obtener la colusión del mirón, y casi siempre la consiguen. También hay actores que no cobran (pensé yo): a esos sí que hay que mirarles.

Yo permanecía sentado en el borde de la silla. Seguía a duras penas la evolución de sus pensamientos durante unos cuantos segundos seguidos, hasta que el semigratificado sentimiento de esfuerzo —o mi conciencia de estar mirándome a mí mismo— comenzaba a intervenir y dispersaba mi atención. Me sentía tenso. ¿Muy tenso? Quizá no tanto… Estábamos almorzando en un esmerilado chalet próximo a Bank Street, en el West Village: un restaurante con bebidas alcohólicas, sí, pero que además olía a comida sana, lentamente masticada, a macrobiótica y a longevidad. Unos airosos camareros, hombres y mujeres, servían las mesas en los reservados de madera. Allí va Hansel. Allá va Gretel. Vestidos de blanco, como médicos y enfermeras. Y te traían la comida como si estuvieran administrándote una medicina, un elixir. Y las cosas que llenaban los platos eran de lo más saludable, sin relación alguna con toda esa mierda que te dan en otros barrios. Me moría de ganas de tomarme una copa, pero sobreviví a base de frecuentes vasos de vino blanco. Martina se conformó con té, y sostenía la taza con ambas manos, como suelen hacer las chicas, con los dedos pegados a la loza para sentir el calorcillo. Al comer, hundía la cabeza en cada bocado, sin apartar sus ojos de los míos. Sus ojos redondos, oscuros, limpios.

—Quizá es lo mismo que les pasa a los borrachos —dije—. Bueno, como mínimo, no saben que les miran. No saben nada. Yo no sé nada.

—Pero tampoco son ellos mismos en ese momento —comentó ella—, lo cual reduce la intensidad del patetismo.

—Sí, sin duda. Por ejemplo, tendrías que contármelo tú. Lo de la otra noche. Tanto suspense acabará conmigo.

—¿De verdad que no logras recordarlo? ¿No estás fingiendo?

Medité en torno a esa pregunta, y dije:

—No soporto recordarlo. Quizá, si lo intentase, lograría recordarlo. Lo insoportable es el esfuerzo de intentarlo. A ver, por ejemplo, ¿quién más estuvo en esa cena?

—Los mismos de la otra vez. Mis únicos amigos. Los amigos de Ossie son todos… Estaba esa señora del Tribeca Times. Fenton Akimbo, que es el escritor nigeriano. Y Stanwyck Mills, el especialista en Blake y Shakespeare. Ossie quería que le explicase algunas cosas sobre los dos caballeros de Verona.

—¿Cómo? —Menuda pandilla, pensé—. Vale. Cuéntame qué pasó.

Me lo contó. Tampoco fue tan grave. Me sentí aliviado. Entre nosotros, hasta me quedé gratamente impresionado. Al parecer, llegué hecho un torbellino a eso de las diez menos cuarto, con tres botellas de champagne. Las rompí, todas, cuando trataba de hacer un arriesgado número de prestidigitación. El suelo de la cocina, dijo Martina, parecía un jacuzzi. Por fin tomé asiento. La cena estaba muy avanzada. Después, durante los siguientes veinticinco minutos, conté un chiste.

—Santo Cielo. ¿Qué clase de chiste? ¿Muy guarro?

—No lo recuerdo. Ni tú lo recordabas tampoco. ¿Algo de la mujer de un granjero? Sí, ella y un vendedor.

—Joder. ¿Y luego?

Luego me quedé dormido. No me derrumbé en la mesa. En absoluto. Me levanté, bostecé y me desperecé, y me tiré en el sofá. Allí estuve roncando y gimiendo y resoplando durante casi tres horas, y me desperté reconfortado, fresco, y pensando que lo mejor sería que no me fuera muy tarde. Se habían ido todos. Yo también me fui. Luego regresé. Por fin, me fui.

—¿Qué le dije a Fenton Akimbo? ¿Le dije algo?

—¿Qué quieres decir?

—Que si le llamé negrata de mierda o algo así.

—Oh, no. Contaste el chiste, y eso fue prácticamente todo.

—Fantástico.

—A mí sí que me dijiste una cosa. Cuando te ibas. La primera vez.

—¿Qué?

Martina sonrió. No fue una sonrisa de adulto, sino más bien salvaje, tremenda. Una sonrisa de tío cachas. No le costaba apenas esfuerzo regresar a la adolescencia. La muchacha siempre estaba muy a mano.

—¿Qué? —repetí.

—Dijiste que me amabas. —Y volvió a reír con su risa especial, aquella carcajada escandalosa que hacía volver las cabezas y que acabó sonrojándola, obligándola a llevarse la mano a la boca.

—¿Y qué dijiste ?

—Te dije… A ver si me acuerdo. Te dije: No seas idiota.

—Bueno, quizá sea cierto —dije, envalentonado—. In vino…, ya sabes, que cuando uno bebe dice la verdad. Todo eso.

—No seas idiota —dijo Martina.

Sí, parece muy cuerda, verdad, en medio de toda esa otra gente entre la que suelo moverme. Pero, claro, siempre ha tenido dinero; nunca ha estado sin dinero, sin blanca. El dinero está descuidadamente presente en el corte de su ropa, en sus complementos de cuero, en el brillo de su felpudo y en la vitalidad de sus labios. Sus largas piernas han viajado, y no solamente a través del tiempo. Su limpia lengua domina el francés, el italiano, el alemán. Sus ojos expectantes han visto muchas cosas, y esperan ver todavía más. Incluso de jovencita sus novios eran selectísimos, miembros de alguna élite, muy por encima de los típicos irregulares, mercenarios, desarrapados. Su sonrisa es juguetona, sabia, estimulante, pero también inocente, porque el dinero, cuando te ha acompañado desde el principio, te hace inocente. De otro modo, ¿cómo se podría haber rondado treinta años por este planeta sin perder la libertad? Martina no es una mujer de este mundo. Pertenece a otro mundo.

—Oye —le dije—. ¿Cómo es que siempre te enteras cuándo estoy en Nueva York o cuándo me vuelvo a casa?

Se encogió de hombros:

—Me lo cuenta Ossie.

—¿Y cómo se entera él?

—Va y viene constantemente de Londres. Debe conocer a la misma gente que tú.

—Supongo que sí —dije.

—¿Qué tal está tu… novia?

—¿Selina?

—Sí. ¿Cómo os van las cosas? Estás con ella, ¿no?

Reflexioné un poco. Luego dije, o quizá fue una de mis voces, que habló por mí:

—No sé. Se puede estar con alguien y, al mismo tiempo, estar solo.

—… Es muy guapa, ¿verdad?

—Cierto —dije—. ¿Y Ossie?

Ella calló.

—Ossie es muy guapo —dije.

Pero ella permaneció callada también ahora. Luego me preguntó por qué razón creía yo que bebía tantísimo, y yo le dije por qué razón creía que lo hacía:

—Soy alcohólico —dije.

—No, no lo eres, no eres más que un chico ambicioso que no tiene nada que hacer. ¿No estás cansado de todo eso?

—Sí, lo estoy. Llevo años muy cansado… Sí, estoy cansado.

Veinte minutos más tarde nos encontrábamos en la calle, pisando la esponjosa acera. Ante nosotros, al otro lado de la calzada, brillaba la fila de escaparates como un pedazo de película: Manhattan y sus pequeños intereses. Una lavandería tailandesa, un hospital para bolsos, un delicatessen («Lonnie’s», «El Mejor Emparedado», «Nuclear, no», «Lo sentimos-Cerrado»), el bosque de una floristería, una tienda de tontadas zen en donde aceptaban todas las tarjetas de crédito más importantes, una librería diesel. Martina y yo interpretamos la danza de dos personas indecisas en el momento de separarse, con sus limitados pasos. Ella seguía de cara a mí, pero sus hombros ya se habían vuelto… Si eres pequeño y aquello de lo que te evades es grande (¿no han tenido nunca este sueño?), el único escondrijo posible es algún reducto muy pequeño en el que la cosa grande no pueda entrar. Pero lo malo es que tienes que quedarte ahí, en ese sitio tan pequeño, y a veces hasta encogerte para retroceder más aún. Estoy cansado de ese sitio tan pequeño. Estoy hasta los putos cojones de ese sitio tan diminuto. Estoy harto de que me miren sin yo enterarme. Estoy harto de todas esas ausencias.

—Eh, espera —dije, con desesperación—. ¡Ayúdame! Dame libros, cosas para leer. Dime un buen libro, recomiéndame lo que sea. —Y señalé con ademanes frenéticos la tienda de la acera de enfrente—. Algo educativo.

Martina cruzó los brazos y estuvo un momento pensando. Estoy seguro de que se sentía satisfecha.

—¿De acuerdo? —le dije.

Cruzamos juntos la abollada calzada. Me dijo que la esperase en la calle. En el escaparate de la librería hay montones de ejemplares del último éxito del frente feminista, un revientaescrotos de verdad. Se titulaba Jamás en nuestras vidas, y era de Karen Krankwinkl. Estuve mirando las fotocopias de las reseñas, los textos de las solapas. Karen, mujer casada y con tres hijos, estaba convencida de que hacer el amor constituye, siempre, una violación, incluso cuando ninguno de los participantes cree que lo sea. Su rostro, valeroso y resplandeciente, aparecía en las tapas. Pues bien, Karen, no podría violarte ni con un poste de teléfonos. Aunque claro, es posible que todas las chicas tengan ese aspecto cuando las han violado unos cuantos miles de veces.

Martina reapareció. Me había comprado un libro de tapa dura. Quizá fuera de segunda mano, pero admití que aquel libro tenía aspecto de haber costado cinco dólares como mínimo.

—¿Cuánto me costará la broma? —pregunté.

—Nada. Te lo regalo.

—¿Cuándo te llamo?

—Cuando lo hayas leído —dijo, y se fue.

***

Mr. Jones, el dueño de Manor Farm, había cerrado los gallineros para la noche —leí—, pero estaba tan borracho que no se acordó de cerrar los pop-holes. Me desperecé, y me froté los ojos. ¿Iba a seguir así todo el libro? Quiero decir que no estaba captando ahí ni la menor intención satírica. En fin, no pasaba nada. Sé aceptar las bromas. Entrelacé las manos en la nuca y medité: ¿qué coño son los pop-holes…?[9] ¿Me entienden? La vida libresca, contemplativa. Martina ha logrado hasta curarme de mi tinnitus, lleva horas sin chirriar ni una sola vez. Lo fantástico de leer y todo eso es…, que tienes que estar en muy buena forma para hacerlo. Hay que estar tranquilo. Sereno. Tienes que ser capaz de soportar tus propios pensamientos, sin interferencias. Al regresar del almuerzo (volví andando), ya me pareció encontrar menos pesadas las calles. Entendía un poco mejor lo de quienes miran y quienes son mirados. Este libro de Martina (la comida la pagamos a medias) es un regalo, un auténtico regalo, maldita sea. ¿Cuánto tiempo hace que ninguna chica me hacía un regalo? Voy a telefonearle para darle las gracias. Nada más sencillo.

Tomé delicadamente el teléfono. Me detuve con los dedos en los números. Fatal. Y entonces me estalló la bomba en plena cara.

—El gran chollo, tío. Que te crees tú eso. Olvídalo ahora mismo. ¿Tú y ella? ¿Tú? ¿Ella? ¿Qué clase de libro te ha dado, tío? ¿De esos de «Aprenda a mejorar por su propio esfuerzo»?

Y el tipo se puso a reír, y siguió riéndose. Sus carcajadas producían un sonido horrible: indescriptible, de verdad. Pero apreté el teléfono con fuerza y respondí:

—Anda corriendo a que alguien te repare la risa, tío. O que vuelvan a arreglártela. Suena fatal. Eh, eh. ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Qué te parece la idea?

—¿Y perderme todo esto? ¿Bromeas? Contéstame una pregunta. ¿Le has contado a ella lo del domingo por la noche? ¿Le has dicho dónde te quedaste dormido?

—¿Cómo?

—El domingo por la noche. ¿Te acuerdas? La noche en que terminaste pisoteado.

—Ah —dije yo—, conque fuiste tú.

Ya se me había ocurrido esa posibilidad, pero preferí pensar que el ataque había sido casual. En mi estado, siempre confío en que las cosas sean casuales. No me gusta pensar que los acontecimientos me persiguen.

—Bueno…, sólo estuve mirando.

—Fuiste tú, maldito hijoputa.

—¡No! No fui yo. Lo hizo una mujer. Llevaba tacón alto, y te pisoteó con sus tacones altos.

La voz se interrumpió aquí, pero mi cabeza se puso a funcionar a toda marcha. Se abrió una puerta, y salieron por allí todos los ruidos encerrados. Durante un espantoso instante volví a notar su tembloroso peso femenino sobre mi espalda, pisándome, y diciendo… ¿Qué? Nada, nada: abortemos este recuerdo ahora mismo. Hice algunas llamadas por teléfono. La compañía aérea. El número de casa, pero nadie contestó. Y el de Martina, pero sólo para despedirme. Estas llamadas no me produjeron dolor alguno. El único que me exigió alguna cosa fue Fielding. El único que quiso arrancarme alguna penitencia fue Fielding.

***

—Spunk —dije—…, es un honor.

Miré de soslayo, hacia Fielding Goodney, que se encogió de hombros.

Prehistoric nos ha encantado —proseguí—. Estás fantástico. Lo digo en serio. Absolutamente fantástico, Spunk.

Noté el codazo de Fielding en la penumbra.

—No tengo palabras para… En serio, Spunk, tu interpretación me llegó hasta el fondo. Queremos contratarte. Queremos contratarte para nuestra película. Por eso hemos venido a verte… Joder, Fielding —dije—. Quedémonos con Meadowbrook o con Nub Forkner o con quien sea. No soporto esto.

—Bien. Muy bien. Sentaos, por favor —dijo Spunk Davis.

Estábamos en el piso cuarenta del Plaza de la ONU. Fielding y yo habíamos sido inspeccionados, cacheados, pasados por rayos X, y así sucesivamente, por un par de guardias de seguridad vestidos con blazer color ciruela.

—Davis, Spunk —repitió el hombre en tono reflexivo, entre las macetas con plantas, las centralitas de intercomunicación, las pantallas de TV de circuito cerrado—. Lo tengo por otro nombre.

Nos dejó pasar, sufrimos la náusea del ascensor, subimos, subimos.

—Soy Mrs. Davis —dijo la señora bajita que abrió la puerta. Bueno, quizá no fuese tan vieja, pero su encogido rostro tenía muchas arrugas, cuidadosos pliegues, muy concentrados en torno a los ojos y los labios. Arrugas, más arrugas, muchísimas arrugas. Para obtener el mismo efecto basta con mirar una hilera de árboles deshojados en Londres: las ramas desnudas se cruzan y vuelven a cruzar hasta que no ves más que diminutas motas de luz, diminutos triángulos. Una cara trabajada y trabajadora. Pero los ojos eran brillantes.

—Oh. Hola —dijo.

—Mrs. Davis —dijo gravemente Fielding. Luego le besó la mano y se la acercó al pecho. Esta cortesía, realizada con afecto, me pareció fuera de lugar, pero fue aceptada por Mrs. Davis, que estuvo mirando un buen rato a Fielding antes de decir:

—¿Han alcanzado ustedes la salvación?

Mientras Fielding se hacía cargo de esta pregunta («Desde luego, señora», comenzó a decir), me volví hacia una habitación contigua, cocina o salita, de formas sencillas pero repleta de cortinas y colores manufacturados. Un caballero moreno y de frente estrecha permanecía sentado de perfil, con su antaño fortísimo esqueleto envuelto en un traje de listas finas y chaqueta cruzada. Spunk Padre, seguramente. Estaba mirando la TV del aparador (baloncestistas saltones), y luego miró su reloj (un movimiento fláccido y estoico), y finalmente me miró a mí. Cruzamos sendas miradas brutales y breves. Nos reconocimos mutuamente, supimos quiénes éramos. Hizo un ruido con la lengua entre los dientes y desvió su mirada, aburrido, vejado o disgustado. Sí, me bastó echarle una ojeada para que hasta yo mismo tuviera que murmurar para mí: las señoras, pobres señoras. Siempre les toca. Yo no me sentía en absoluto con ganas de celebrar esta reunión. Lo admito. Estaba empapado de miedo y de scotch, y mi casa comenzaba a tirar fuertemente de mí. En este momento la mano de Mrs. Davis se había apoyado en mi brazo, y su rostro suplicante me preguntaba:

—¿Y usted, señor, también ha alcanzado la salvación?

—¿Cómo?

—Sí, él también —intervino Fielding. Y yo dije:

—Sí, yo también.

—Me alegro. Spunk está al final del pasillo.

Nos condujo por una serie de antesalas de color pardo a través de cuyas ventanas asomaban los bruñidos kilómetros finales del East River, haciendo arder todas sus llamas. Vi una mesa de billar, un traje con chaleco metido en una bolsa de plástico, varios adornos religiosos con su característico y pálido fulgor. Era un fulgor que me sobraba. Entramos en un comedor oscuro como un cine, con una figura que destacaba entre las sombras, sentada en la cabecera de la mesa. Mrs. Davis se deslizó hacia la zona iluminada. Eran las cinco en punto de la tarde.

—Hace dos años —prosiguió el actor—. Me hiciste una prueba. —Rió sin alegría—. Para un anuncio.

—¿Sí? —dije yo—. La verdad, no lo recuerdo.

Su voz: cierto músculo, cierta válvula la modulaba. Era una tensión que me resultaba conocida. Yo también hablaba así cuando tenía su edad, cuando combatía en contra de mi acento barriobajero. También Spunk intentaba, ante mi presencia, domar sus salvajes terminaciones de palabras y sus resbaladizas vocales. No crean, ahora ya hablo bien. Pero les aseguro que sólo lo conseguí después de diez años de tremendos esfuerzos.

—No te parecí suficientemente bueno. Para tu anuncio.

—Vaya —dije—. ¿Y te acuerdas de qué anuncio era?

—No, no me acuerdo. ¡Apágalo!

Se refería a mi pitillo.

—¿Dónde?

—¡Apágalo!

—Joder —dije, y miré a Fielding en solicitud de ayuda. Esto no es más que una resaca desorbitada, pensé. Me arrastré en la penumbra hasta distinguir en la tenue luz malva a Davis, sus hinchados músculos. Su cabeza estaba un poco inclinada, extrañamente ladeada sobre sus hombros, como si mirase hacia arriba desde el manillar de carreras de una bicicleta. Pero vi que sonreía.

—De acuerdo —dijo—. Fuma. Desde que la gente se enteró de lo de Prehistoric, me han ofrecido montañas de guiones. Road movies, historias de vaqueros, amoríos con la chica de al lado, final feliz. —Dijo que no con la cabeza—. En cambio, Dinero limpio me interesa, de verdad. Pero quiero que me expliquéis algunas cosas. ¿Qué actitud tienes en relación con ese personaje, John?

—Uh, en general me cae bien.

—Ese tipo es un degenerado.

—Tiene muchos problemas.

—Mira. No tengo intención de fumar, ni tengo intención de beber, ni tengo intención tampoco de tener relaciones sexuales.

—En la pantalla.

—En la pantalla.

Bueno, se acabó, pensé. Pero luego le di unas cuantas vueltas más al asunto y levanté el dedo índice:

—¿Estás dispuesto a tener resacas?

—Desde luego —dijo—. Soy un actor.

—Alto, un momento. En Prehistoric tienes relaciones sexuales.

—Ese era un primitivo, John. Hay otro asunto que también me preocupa. La pelea. A ver, dime una cosa ¿Por qué razón podría querer yo pelear con un viejo?

Noté que también Fielding me miraba con mucha atención. Esto no durará mucho más. Como las demás cosas, esto está cerca del final.

—Es la escena…, digamos que la culminación de la historia —dije—. Tú y Lorne peleáis por la chica. También por el dinero. Es…

—Entiendo, entiendo. Pero yo no me pelearía con ningún viejo. No lo haría así. A puñetazos.

—¿Y si fueses tú el que perdiese la pelea? ¿Qué te parecería entonces? ¿O si, por ejemplo, le dieses en la cabeza con una llave inglesa?

Me miró compasivamente, sus gruesos labios inscritos en la abultada mandíbula.

—Eso es imposible —dijo—. Le dominaría por cualquier otro procedimiento. Hay otras técnicas… La hipnosis, el poder mental. En fin, creo que podemos arreglarlo. Me ha dicho Herrick que el primer borrador del guión estará listo en cuestión de dos semanas. Vuelve aquí para entonces, y lo discutiremos otra vez. Mi madre os acompañará hasta la puerta.

A mitad de camino de la puerta, giré sobre mis talones y, como si estuviera limitándome a hacer lo que decía el guión de esta resaca particular, regresé a paso lento hasta la mesa y, con las manos en los bolsillos, me detuve bruscamente a unos tres palmos de la silla de Davis. Él alzó la vista. Sí, hasta su cara era musculosa, como si se alimentara de hierro.

—Algún día nos veremos —dije.

—¿Eh?

—Habitación 101.

—¿Cómo dices?

—Olvídalo. Sabes una cosa, tu película me ha gustado, de verdad. Me ha dicho algo. Nos veremos, Spunk.

***

Nos quedamos plantados en el balde caliente de la calle, contemplando el muro de la muerte de la Primera Avenida. La calle asciende en este punto en fuerte cuesta hasta desaparecer en un túnel que se remonta por los aires. Los coches estaban detenidos en la rampa, parachoques contra parachoques, en una estampida de animales que huyen de las trampas de la parte baja de la ciudad. Fielding había hecho una señal al Autocrat, indicándole que se fuera, y nos quedamos ociosamente detenidos, reflexionando, vestido el productor con su traje gris paloma, y el director con su holgada ropa color carbón y su turbada piel. Saben una cosa, al entrar en esa casa comenzaron a escocerme los verdugones de la espalda. Un dolor detestable. Quizá sería una buena idea dejar que algún médico metiera el hocico en esta cuestión: es posible que las heridas estén sucias, infectadas. Aunque también es posible que se pueda arreglar todo con mucha penicilina, y para eso me bastaría con mi abastecimiento personal. ¿A cuánto van las espaldas de repuesto en California? Aunque, pensándolo bien, pasar toda una noche con la espalda pegada al poliéster del avión resolvería el problema, en un sentido o en otro. A casa. Tengo que regresar a casa.

—Bien —dije—, otro chiflado. Justo lo que nos hace falta. ¿Y qué coño es toda esa historia del estar «salvado»? ¿Qué significa Salvado?

—Renacido. Se trata del fundamentalismo, Slick, el más tosco y proletario de todos los credos norteamericanos. Nicodemo, Juan III. Si el hombre no vuelve a nacer, no llegará a ver el Reino de Dios.

—¿Cómo?

—La Biblia, Slick. ¿La has leído alguna vez?

—Sí, eso sí que lo he leído.

—Spunk es un joven muy religioso. Ese chico es un santo, ¿no lo sabías? Trabaja en los hospitales, baja al Bronx a colaborar en los proyectos sociales. Todo el dinero que su padre no se gasta con tías o caballos, Spunk lo entrega para obras benéficas.

—Lo que yo te decía. Otro chiflado.

—Le necesitamos. Le necesitamos de verdad. Con él, el combinado sería fantástico. Encaja a la perfección. Ese chico va a ser un actor importante, importantísimo. Spunk está subiendo, Slick. Oye —dijo, y soltó una breve carcajada—, ¿crees que tiene permiso para usar toda esa musculatura? Mira, sé lo que te preocupa, y te aseguro que puedes tranquilizarte. No es incontrolable. Doris conseguirá que encajen todos los detalles en el guión, y en cuanto ese chico lo lea en letra impresa lo aceptará todo. Todos lo aceptarán. Además, tú le gustas. Les gustas a todos. Es una pena que tengas que irte. Las cosas avanzan, John.

Al diablo con todo, dije, y añadí que podía llevar a cabo todos los estudios de presupuesto y todo el diseño de las secuencias en Londres. Si Doris Arthur terminaba el guión antes de lo previsto, podía mandármelo por correo urgente en cosa de veinticuatro horas. Entretanto, me prometió Fielding, él mismo se encargaría de contratar el estudio o el local que fuera para las pruebas de los papeles secundarios: los camareros, los bailarines, los gángsters.

—Eso sí que va a ser divertido —dijo—. El futuro nos sonríe, Slick.

Nos abrazamos, un fuerte abrazo en el que se rozaron nuestras mejillas, pero en plan macho, naturalmente. Cómo necesitaba ese apretujón. Cuánta vida me devolvió. El Autocrat se había acercado al bordillo. Me hizo firmar unos contratos con el papel apoyado en el capó. Después me despidió con la mano, y desapareció tras el cristal ahumado.

Bajé hacia el centro observado por la roja mirada del sol. En la recepción de Ashbery me informaron de que se había hecho cargo de mi cuenta Mr. Goodney, que, además, había reservado la habitación 101 hasta nuevo aviso. Era toda una concesión. Porque yo sabía que a Fielding no le parecía nada bien este hotel, y siempre insistía en que tenía que alojarme en una suite, o en un piso entero, del Bartleby o del Gustave, en Central Park South. Pero a mí el Ashbery me iba más. Y ahora me sentía muy bien instalado allí.

Así que sólo me quedaba hacer el equipaje y todo eso. Cuando estaba metiendo el libro de Martina entre los pliegues de mi mejor traje, alguien llamó a la puerta. Era Félix, que traía un paquete blanco, de tamaño de un ataúd pequeño, fantasiosamente atado con una cinta rosa oscuro. Selina tiene un conjunto de sostenes y bragas justamente de ese mismo color. Selina. Tengo grandes planes para Selina. Bien, así que otro regalo, ¿eh?

—Han venido a traerlo —dijo, enderezándose. Incluso cuando pretendía adoptar la posición de descanso, Félix parecía estar haciendo jogging sin moverse del sitio.

—Toma, Félix. Te has portado como un verdadero amigo.

Tomó el billete pero su rostro permaneció extrañado.

—Es mucho dinero, tío. ¿Está borracho? —preguntó de forma simpatiquísima, y sonrió.

Hay pocas cosas mejores que la sonrisa a regañadientes de un negro. Esa sonrisa vale cien dólares. Más incluso. Las pendientes de sus párpados eran infinitamente oscuras, y esta circunstancia hacía que su mirada fuera más intensa, que su sonrisa fuese más furtiva. Debido a ese hecho, Félix seguiría siendo siempre un tipo con aspecto de descarado, incluso cuando dejara de ser un crío negro y se convirtiera en un negro adulto. Quizá también yo tuve antaño un aspecto parecido, pero ahora ha desaparecido. En la escuela, los maestros me repetían una y otra vez que borrase esa expresión de mi cara. Pero yo ni siquiera me enteraba de qué cara ponía. ¿Cómo hubiese podido borrar esa expresión?

—Quédatelo —le dije—. En realidad, el dinero no es mío. Hazle un regalo a tu novia. O a tu madre.

—Y ahora, tómese las cosas con más calma —dijo Félix.

La maleta negra reposaba sobre la cama al lado de la caja blanca. Tiré de la cinta, levanté la tapa, y me oí a mí mismo soltar un áspero grito de ira y rechazo y, probablemente, también de vergüenza. Lo rompí en pedazos con mis propias manos. Luego me planté en el centro de la habitación. Pensé, bueno tío, tómatelo con calma, con mucha calma. Pero se me habían atascado unas cuantas lágrimas a mitad de camino, y el momento era tan malo como cualquier otro. Y ahí mismo me salió todo. Ahora les explicaré en qué consistía el regalo que había recibido, y me parece que de esa manera lo entenderán mejor. La caja no contenía mensaje alguno, sólo una tía de plástico, pálida como la carne de ternera, de aspecto húmedo, con una sonrisa burlona en los labios.

Saben, a veces me han dicho que a mí no me gustan las mujeres. Y la verdad es que me gustan. Las tías me encantan. Me han dicho que a los hombres no les gustan las mujeres, y punto. ¿Ah sí? Entonces, ¿a quién le gustan? Porque a las mujeres no les gustan las mujeres.

A veces la vida parece una cosa muy conocida. Tiene ese aspecto tan familiar en la mirada. La vida no es más que venganza, conspiración, sentimientos intensos, arranques de orgullo, fe en uno mismo, fe en la justicia de sus mareas, de sus inundaciones.

Este es el secreto que nadie conoce: Dios es una mujer. ¡Miren a su alrededor! Pues claro que es una mujer.

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