Dinero

Dinero


V

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V

El Autocrat avanzaba veloz y suavemente a través de casetas prefabricadas y una sucesión de escenas de la vida familiar de los negros, con sus pandillas de hermanos y mirones en las pistas de baloncesto, y las formas maternas que, semiescondidas tras la tela metálica, les llamaban a gritos. Sobre el techo de la limusina zumbaban espectrales aviones que sobrevolaban la mancha negra de agua próxima al aeropuerto de La Guardia. Prohibida la circulación de peatones, No adelantar, Prohibido cruzar la línea blanca, Las infracciones del código son multadas en todos los casos, Prohibido cambiar de carril, No variar de velocidad. ¿Necesita mi chófer que le digan todo esto? ¿No bastaría con un cartel que dijera: CONDUZCA? Abandonamos la zona de chabolas playeras y entramos deslizándonos en la autopista. Y ahí aparece otra vez el horizonte de Nueva York, su perfil dentado, rechinante, con numerosos huecos de muelas perdidas por el camino.

Una vez en el Ashbery le ofrecí al conductor un billete de veinte.

—¡Gracias, señor, pero no hace falta! —me dijo—. Están cubiertos todos los gastos. Haga el favor de telefonear a Mr. Goodney en cuanto se haya instalado en su habitación.

Intenté ofrecerle de nuevo el billete de veinte. Como no lo aceptaba de ninguna manera, se lo puse a Félix en la palma.

—Detesto tener que obligarte a una cosa así, Slick, pero has de entrevistarte con Lorne Guyland…, esta noche.

—Vaya.

Me explicó los motivos. Iba ya a colgar, pero Fielding me preguntó, recelosamente:

—¿En qué clase has venido? ¿Turista?

—Sí.

—Slick, tendré que hablar muy seriamente contigo acerca de tus gastos. Sube de categoría, chico. Esto está empezando a resultar embarazoso. Queda mal ante la gente del dinero. Alquila un piso entero en el Gustave. Alquila un jet y ve a pasarte un fin de semana en el Caribe con Butch y Caduta. Cómprate toda una caja de champagne y viértela encima de tu polla. Gasta. Gasta. No me sirves de nada volando en clase turista. Toma aviones supersónicos, primera especial. Maldita sea, Slick, haz las cosas a lo grande.

Me afeité, me duché, me cambié de ropa, me bebí un tazón de whisky libre de impuestos, y me fui en taxi hasta las Ochenta este, en una loca carrera con Si Wypijewski al volante. O quizá fuese Wypijewski Si. Los neoyorkinos lo confirmarán: los taxistas ponen primero el apellido y luego el nombre. Pero ni así me aclaro. Cuando estás en esta ciudad, hasta Smith John o David Brown se prestan a confusiones. Una vez me llevó un taxista que se llamaba Supersad Morgan. O Morgan Supersad. Fuera como fuese, tenía los ojos castaños y de expresión tremendamente melancólica, tan super tristes como su apellido, o su nombre.

¿Mi misión? Ir a tranquilizar a Lorne Guyland. Según Fielding, hacía bastante tiempo que teníamos que haber ido a tranquilizar a Lorne Guyland. Llevaba una buena temporada esperando garantías, lo que fuera, y nadie había ido a decirle nada.

—Hazlo hoy mismo —me aconsejó Fielding—. Nos ahorrarás muchos problemas a mitad de rodaje.

Lorne quería que le garantizáramos que él tendría la supremacía en la pantalla, en la cantidad de texto, en el minutaje de primeros planos. Lorne quería que le tranquilizáramos respecto a lo juvenil que parecería ante el público, a lo fuerte que se le notaría, y quería garantías respecto a que él iba a ser el más popular de los intérpretes. Y, además, esperaba que le tranquilizáramos respecto a cuál era la naturaleza exacta de su papel. Pues yo también querría que alguien me tranquilizase respecto a esto último, chico. Sabes, Lorne, cuentas con todas mis simpatías.

El papel de Lorne era el del padre, Gary, un padre que no sirve para nada. Yo tenía la impresión de que en mi boceto de la historia quedaba muy claro cómo era Gary. Gary era como Barry, como Barry Self: un tipo de mandíbula cuadrada y cabeza vacía, un hedonista irreflexivo, un maestro de la astucia y la brutalidad que, sin embargo, se las arregla para explotar una pequeña pero tenaz herencia de encanto personal y buena suerte… ¿Por qué me preocupa cómo sea mi padre? ¿A quién le importa? ¿A qué viene tanto jaleo en tomo a las relaciones de los padres y los hijos? No tengo ni idea; el problema no es que sea mi Papá. El problema es más bien que yo soy su hijo. Giro confusamente alrededor de él, de su modelo, de sus jodidos genes… Gary se parecía en el boceto a mi padre, se le parecía mucho, de la misma manera que yo me parecía a Doug, el hijo. Cuando encuentran que hay heroína en la harina, Gary quiere devolvérsela a los gángsters. Pero Doug quiere venderla al precio que tendría puesta en la calle, dos millones de dólares. Los dos son malvados y codiciosos, pero el viejo Gary es un acojonado. Sí, un acojonado con suerte.

Fielding me advirtió que Lorne podía crearme dificultades en varios frentes. Quería que Gary subiera de categoría. En lugar de ser el dueño de un pub o de un restaurante de baja estofa, pretendía que fuese un famoso restaurateur. También le fastidiaba el asunto de la edad. Me dijo Fielding que Lorne había llegado a insinuar que Gary y Doug podían ser hermanos en lugar de padre e hijo. De este modo confiaba Lorne en quitarle importancia a la diferencia de cuarenta años que le separaba del otro primer actor. Y, por fin, estaba el asunto del erotismo.

—Soy Thursday —dijo la chica que abrió la puerta del ático de Lorne—. Ahora mismo me largo.

Thursday se fue hacia la mesa que estaba al otro lado de vestíbulo. Iba vestida con un disfraz de colegiala: blusa y lacito en el cuello, falda plisada, calcetines cortos. Medía su buen metro ochenta, y parecía un travestí de esos que están tan buenos, un beneficiario de alguna de esas guarras operaciones de cambio de sexo que tan frecuentes son en California. Cuando se inclinó para hablar por el interfono, se le levantó la faldita y vi sus bragas, que acogían las nalgas como unos sostenes. Caramba… Fielding insistía en afirmar que Lorne estaba fuera de juego en el terreno sexual, tras haber malgastado sus fuerzas durante su primer decenio en la cumbre; era moneda corriente en la industria del cine. Según Fielding, Lorne no había erectado ni una sola vez en los últimos treinta y cinco años.

Había que recordar, por supuesto, que en sus buenos tiempos Lorne había sido una figura gigantesca, colosal, tremenda. Cuando estaba en España para el rodaje de Gargantúa, allá por los años cincuenta (la afirmación era de Fielding), Bullion alquiló una flota de aviones desde Nueva York, Londres y París, para mantener a Lorne bien abastecido de tías durante los cinco meses que tenía que durar su trabajo. Y Lorne se jactaba de ser capaz de cepillarse a un contingente entero en una noche, armado únicamente de una botella de whisky. Lorne había sido indudablemente un tío grande. Yo me había pasado la vida viendo su enorme jeta ahí arriba, en las pantallas.

—Mr. Guyland… ¡Ha llegado el director! —dijo Thursday con su vocecilla canturreante. Se rió a carcajadas—. Claro, cielo. Como tú digas. —Luego se volvió—. Lo siento si le he parecido un poco agotada… Ya sabe, Lorne no me ha dejado en paz en todo el día.

Ascendí por una acolchada escalera de caracol. Ascendí de la platea al paraíso en donde moran los dioses. Lorne alzó la cabeza desde la superficie mullida de una gruesa alfombra, el séptimo cielo, vestido con una toga blanca, y extendió un brazo medio perdido en la ancha manga, atravesando con él el aire acondicionado. Con silenciosa celeridad, giró en redondo y señaló el banco de la ventana: ahí estaba su mirador, su palco particular, dominando el sudoroso Manhattan desde las alturas. Me sirvió una copa. Me sorprendió que el vaso escarchado no supiera a ambrosía, sino a simple whisky. Luego Lorne se me quedó mirando un buen rato, candorosamente. Pronuncié el que sería mi más largo discurso de toda la tarde: dije que tenía entendido que él deseaba hablar largo y tendido sobre su papel, hablar de Gary. Lorne volvió a mirarme largo rato. Luego empezó.

—Yo veo a Garfield como un hombre de considerable cultura —dijo Lorne Guyland—. Amante, padre, marido, atleta, millonario…, pero también un hombre de lecturas amplísimas, de… de cultura amplísima, John. Un poeta. Un inconformista. Tiene el mundo en sus manos, dispone de mujeres, dinero, éxito, pero no le basta, quiere ir más al fondo. Tú que eres inglés, John, sabrás de lo que hablo. Su casa de Park Avenue es un cofre rebosante de tesoros artísticos. Esculturas. Grandes maestros. Tapices. Cristalería. Alfombras. Tesoros procedentes de todo el mundo. Es catedrático de arte en alguna universidad. Escribe artículos eruditos en las revistas universitarias, John. Es un brillante arqueólogo aficionado. La gente le llama desde todos los rincones del mundo para pedirle consejo sobre cosas de arte. En el plano inicial de la película, veo a Garfield junto a un atril, leyendo en voz alta una primera edición de Shakespeare, encuadernada en piel de cabritilla recién nacida. A su espalda, en la pared, hay un verdadero montón de óleos. Los grandes maestros, John. Alza la cabeza y, cuando mira hacia la cámara, la luz arranca un destello de su monóculo y…

Mientras Lorne seguía parloteando, mi sombría mirada se me perdió por la habitación. Para empezar, ¿quién coño era Garfield? El tipo se llama Gary. A ver, Barry no es una abreviatura de Barfield, digo yo. Es Barry a secas, y ya está. De todos modos, éste sería el problema menos peliagudo. Lorne comenzó a explicarme qué tipo de libros leía Garfield. Se pasó un buen rato hablando de un poeta llamado Rimbo. Yo supuse que el tal Rimbo era uno de nuestros amigos del mundo en vías de desarrollo, como Fenton Akimbo. Luego Lorne añadió alguna cosa que me hizo suponer que el tal Rimbo debía de ser francés. Cerdo de mierda, pensé, no es Rimbo, es Rambor, o Rambeau. Rambeau tenía un amigo, un contemporáneo, si no recuerdo mal, con nombre de vino francés… Bordeaux. Bardolino. No, ése es italiano, ¿no? Joder, cómo agota eso de no saber nada de nada. Es malo para los nervios. Te deja derrengado. Eso de no saber absolutamente nada de nada me puede. Oyes chistes y no les encuentras la gracia. Y a cada hora que pasa, más débil te sientes. A veces, cuando me encuentro solo en el apartamento de Londres, pienso en lo decepcionante que resulta, en lo duro y pesado que resulta ver la lluvia y no saber por qué cae.

Sí, en conjunto, estaban ofreciéndome un magnífico espectáculo en el vigésimo primer piso. Como mínimo, eso lo sabía. Calzado con sandalias doradas, Lorne caminaba con estudiada vacilación de una ventana a la otra, vuelta hacia arriba en éxtasis su cabeza, con las manos abiertas para reclamar y ofrecer las revelaciones que los dioses estaban dispensándole fraternalmente. Al igual que todas las estrellas de cine, Lorne medía algo menos de un metro (tiene que ver con la presencia condensada, concentrada, de la pantalla), pero había que reconocer que aquel viejo mamarracho estaba en forma y tenía muy buen aspecto, con esa combinación de bronceado y plata que hace refulgir a los grandes robots plenamente americanos. Sí, ahí estaba la solución: no es un ser humano, pensé una y otra vez, es un viejo robot chiflado, hecho de zinc y aluminio con circuitos refrigerados. Es como mi coche, como el Fiasco de los cojones: hace tiempo que dejó atrás su mejor momento, y no para de quemar dinero y caucho y gasolina.

Lorne había seguido explorando el fastuoso mundo de Garfield, las galerías de arte que supervisaba, en París y en Roma, sus vacaciones de loco-por-la-ópera en Palma y Beirut, sus casas de la Toscana, de la Dordogne, de Berkeley Square, su escondrijo bávaro, sus ranchos de sementales, su sobreático con helicóptero en Manhattan… Y mientras el espumeante perro seguía ladrándole a la noche, me reservé un momento para pensar en mi querido proyecto, en mi pobrecito proyecto, que llevaba ya tanto tiempo dando vueltas en mi cabeza. Dinero limpio habría dado para un buen corto, con un presupuesto de, más o menos, setenta y cinco mil libras. Ahora estaba a punto de costar quince millones de dólares, y, curiosamente, ya no me sentía tan seguro del proyecto como antes. Pero no debo confundirme acerca de lo que importa de verdad. Lo importante no es hacer una buena película. Lo importante no es Dinero limpio. Lo que importaba es el dinero. Lo que importaba es el dinero.

—Lorne —dije—. ¡Lorne! ¿Lorne? ¿Oh, Lorne?

—Rubíes, diamantes, esmeraldas, perlas, y una amatista valorada en un millón y medio de dólares.

—Lorne.

—Di lo que piensas, John.

—Lorne Si Gary fuese tan rico, ¿qué importaría que tuviera o no en la cocina heroína por valor de dos millones de dólares?

—¿Cómo dices?

—Le quitaría emoción al asunto, ¿no te parece? Piensa un momento. Piensa un segundo. Si Gary es rico, también lo es Doug. Naturalmente, en una situación así devolverían la heroína. Se acabaría el dramatismo. Se acabaría la película.

—¡Y una mierda! Garfield quiere devolver la heroína. Pero el otro tipo, dices que se llama Doug, ¿no?, ése quiere quedársela. ¿Por qué?

—Eso. ¿Por qué?

—Por celos, John. Por celos. Está celoso de Garfield.

Durante veinte minutos Lorne estuvo hablando de celos, de lo poderosos que eran, de lo extendidos que estaban, y de cómo un hombre de la categoría de Garfield (me parece que hasta le llamó Sir Garfield en algún momento), podía fácilmente provocar esa clase de rastrera pasión en un ser tan vil, tan débil como Doug. Garfield tenía, al fin y al cabo, su talento de conocedor de arte, su apartamento con helicóptero, su erudición, su escondrijo en Baviera, y todo lo demás. Lorne necesitó otros veinte minutos para explicármelo de nuevo.

—Y, además —terminó—, está celoso de lo que yo hago por Butch.

—¿Por qué iba a estarlo? No puede estar celoso, porque también él se la tira.

—Me alegro de que hayas planteado este asunto. Sabes, John, creo que no es convincente, desde el punto de vista dramático, que ese Doug o como se llame esté tirándose también a Butch, John.

Le miré duramente.

—No tiene sentido. No sirve de nada. —Lorne sonrió—. Si Butch jode con Garfield, ¿cómo se le ocurriría jamás correr el riesgo de perder toda esa felicidad, esa satisfacción completa, John? Y todo por un punky de mierda como… —Sacudió negativamente la cabeza—. De acuerdo. Podemos discutir sobre esta cuestión. Pero de todos modos mi guión sigue funcionando. Tal como yo lo veo, Butch no ha tenido ningún orgasmo en su vida hasta que se encuentra con ese hombre maravilloso, un hombre que le muestra un mundo que ella sólo había soñado, un mundo de jets y mansiones, un mundo de…

Seguí mirándole fijamente. De repente, Lorne interrumpió una frase a la mitad, a mitad de un centelleo, y dijo:

—Creo que ha llegado el momento de hablar de la escena de la muerte, John.

—… ¿Qué escena de muerte?

—Pues…, la de Lord Garfield —dijo Lorne Guyland—. La escena es así. Los tipos de la mafia están torturándome. Yo estoy desnudo, peleo como un loco, pero ellos son quince. Quieren la heroína, y también quieren mi colección de tesoros artísticos de todo el mundo. Pero yo mantengo la boca cerrada. Bien. Esos mamones no sólo me torturan sino que, además, obligan a Butch y a Caduta a mirarlo. No sé, quizá ellas también estén desnudas. Tú mismo, John. Piensa tú sobre ese detalle. Como te decía, esas dos mujeres me ven sufrir, desnudo, en silencio, ven al tipo que se lo ha dado todo, que les ha pegado los mejores polvos de su condenada vida, y al final, esas dos mujeres, John, esas dos mujeres sencillas, desnudas, olvidan su rivalidad y se ponen a llorar abrazadas. Títulos de crédito.

—Lorne —dije—. Tengo una prisa infinita.

De hecho, transcurrió otra hora antes de que Thursday me abriese la puerta. La conferencia sobre el guión terminó con una escena increíble: Lorne dejó caer su túnica al suelo y, con lágrimas en los ojos, me preguntó:

—¿Crees que éste es el cuerpo de un viejo?

Yo no dije nada. Aunque, si vamos a eso, la respuesta a la pregunta de Lorne era: . Pero me limité a agitar el brazo y bajar a toda prisa la escalera de caracol.

Al abrir la puerta Thursday me sonrió, muy tensa.

—¿Está desnudo? —me preguntó fríamente.

—Sí, lo está.

—Oooh —dijo Thursday.

¿Por qué tengo que presenciar estas escenas estúpidas y embarazosas y pornográficas? Bueno, imagino que cuando alguien es un especialista en pornografía, como me ocurre a mí, lo normal es que la pornografía te rodee por todas partes.

Atravesé el bonito East Side hacia el oeste, cercado de sus decorativos cubos de basura, sus sucios toldos de los tenduchos, el olor cálido de los desperdicios, y me fui a cenar con Fielding Goodney y Doris Arthur en un elevado restaurante a sólo cinco manzanas de Harlem. Las mecanógrafas estaban pasando a limpio el guión de Doris. Besé su mano. Pedí champagne. Quise ver el manuscrito. Ellos, en broma, dijeron que tendría que esperar. Hubo muchas bromas, me parece. Yo estaba tan aturdido de alcohol y viajes que no pude enterarme bien de lo que pasaba. Lorne me había ofrecido litros de whisky nonagenario. Tengo que reconocerlo, aunque diga mucho en su favor. Bebimos champagne en honor del guión de ensueño que había escrito Doris. El restaurante estaba repleto de estrellas de cine. Más estrellas de cine. ¿Por qué ando siempre con estrellas de cine? Ni siquiera me gustan. Joder, qué transparentes son los actores. Los profesionales, sin embargo, no son casi nunca peligrosos. Lo que vale la pena ver son los actores de la vida real, sí, los actores y las actrices de la calle. Tuve un ataque de hipo, aunque habría que decir más bien que fue como una serie de ganchos al mentón. Uno de los golpes me torció algo en el cuello. El cordón de la lámpara que había en la barra tenía una inclinación especial, y por unos momentos creí que Fielding llevaba un aparato para la sordera. Mi rodilla rozó la de Doris una vez, otra, y pensé en lo maravilloso que es cuando un par de jóvenes empiezan a sentirse enamorados. Hice numerosas y tambaleantes visitas al lavabo, en donde había unas fotos increíbles de tías desnudas cubriendo toda la pared. Me tropecé con una mujer que hablaba muy entristecida por teléfono, e intenté animarla, insistí un buen rato, hasta que un tipo, su marido o su amante, apareció de repente. No me gustó el tono que empleó para hablarme. Me sentí ofendido. Tuvimos un altercado que terminó muy pronto, conmigo tumbado boca abajo sobre un húmedo lecho de cajas de cartón, al pie de una escalera oculta. Esto debió de entristecer todavía más a la mujer del teléfono, que se mostró muy dispuesta a escucharme. Una vez refrescado, saludé a unas cuantas estrellas de cine, me entretuve unos momentos en sus diversas mesas, y les obsequié con unas cuantas frases breves pero ingeniosas y contundentes. Invitado a pasar a una sala de la trastienda, charlé un rato con un matrimonio que, según sus palabras, eran los dueños del local. Ella era una madame o algo así, lo cual me la traía floja. Pero ella negó serlo. Cuando Fielding me condujo a nuestra mesa, le lancé una insinuación verbal, notablemente salaz, a una camarera muy cachonda que parecía estar dispuesta a aceptar mi invitación pero que se metió de repente en la cocina, algo apenada, y cuando empujé las puertas batientes, dispuesto a consolarla, un par de tipos en camiseta gris sudor me dijeron que no había nada que yo pudiera hacer por aquella muchacha tan triste. Firmé un autógrafo. Doris estaba guapa, iba vestida como para saltar directamente a la cama. Los ojos enormes, el pelo revuelto, era tan adorapollas y calientabraguetas como las demás. También lo negó. Saben una cosa, esa tía no me gusta. Pedí a gritos que me sirvieran algún vino tonificante, y me tomé varios tazones de un café que me chamuscaba la lengua. Doris me sostuvo de camino hacia la puerta, pero debió de soltarme un momento (quizá cuando me abracé a ella más fuerte de la cuenta) porque salí disparado, corriendo como un loco, y hubiese seguido así hasta la parte baja de la ciudad —o más lejos incluso, hasta el Village, hasta Martina Twain— de no haber sido porque, circunstancialmente, un carrito de postres se interpuso en mi camino y frenó en seco mi sprint. Cuando, furioso, luché por abrirme paso y pude finalmente salir a la noche, todo el restaurante rompió en vítores y aplausos.

Me apoyé, jadeante, en una farola, mientras Doris se dedicaba a ir quitando con toda su ternura los pedazos de pastel de naranja y chocolate que se me habían quedado pegados al traje. Fielding se entretuvo un momento en el restaurante para felicitar —o pagar alguna compensación— a los dueños. Cuánto tiempo llevo en Nueva York, pensé.

—Dios mío, ¿estás bien? —me preguntó Doris.

—Ya sé que eres bollera y todo eso, pero te diré cuál es tu problema: aún no has conocido a ningún tío de verdad. Así de sencillo. Ven conmigo al hotel, y juguemos un rato. Anda, nena, sabes que te encantará.

—Serás tonto del culo…

Pero Doris lo dijo sonriendo. Luego, de repente, cambió de expresión y me dijo una cosa tan horrible, tan extraña, tan aniquiladora, que no recuerdo ni una palabra. Llegaron, cada uno por su lado, Fielding y el Autocrat. Mientras yo me iba en marcha atrás hacia mi taxi, las caras de la gente se volvían a mirarme.

***

Y todo eso sin haber sentido ni por un momento el más mínimo stress. ¡Stress! ¿Cómo puede haber gente que soporte una cosa así? Animado y fresco, a la mañana siguiente agarré al despertar un Delicacy que tenía a mano, como método económico y sencillo de determinar si aún seguía con vida. Otras preguntas, no menos apremiantes —tales como quién, cómo, por qué y cuándo—, tendrían que guardar cola hasta que les llegara el turno. Como no encontré entre las damas a ninguna que se pareciese a Selina, acabé leyendo un test sobre el stress, táchese lo que no interese, en donde se establecía un contraste entre tu consumo de nicotina y alcohol y varias de las diversas dificultades que suelen ser factores condicionantes del stress. Según los criterios de Delicacy, yo era un hombre absolutamente despreocupado, pese a lo cual mis dosis de tabaco y bebida eran comparables a las de un industrial apopléjico tras una quiebra fatal. Y entonces se me ocurrió: stress, ¡quizá lo que necesito es un poco de stress! Es posible que lo que estoy reclamando a gritos sea una buena dosis de stress. Necesito problemas, chantajes, terremotos, lepra, accidentes, penurias… Creo que voy a probar lo del stress. ¿Dónde podría comprar unos cuantos kilos?

De hecho, el stress se puede comprar, y eso es lo que he comenzado a hacer. Son cosas de Nueva York, supongo, de sus caballos de potencia, de su electrodinámica. Manhattan y su retículo te cargan las baterías. Denme un problema, que lo reviento.

Acompañado de la agradable sensación de estar manteniendo el ritmo de la noche anterior, con sus diversos éxitos y logros, bajé a Mercutio’s y me compré cuatro trajes, ocho camisas, seis corbatas y un elegante abrigo ligero. Todas estas prendas están pendientes de ligeros arreglos que las harán mañosos sastres, para luego ser enviadas a mi habitación del hotel. Parece que tienen que ensancharme un poco hasta las corbatas. Coste: 3. 476, 93 dólares. Pagué con la Approach americana.

En LimoRent de la Tercera Avenida me quedé con un Jefferson de seis puertas con mueble bar, televisor y teléfono.

Lo conduje directamente hasta la primera esquina, y, tras doblarla, lo dejé instalado en un carísimo aparcamiento de Lexington esquina Cuarenta y tres. Eso me costaría por encima de los ciento cincuenta dólares diarios.

Me tomé un almuerzo de cien dólares en La Cage D’Or, en la Cincuenta y cuatro, y me dejé dar un masaje de doscientos dólares más ducha con ayudante, en el Elysium de la Cincuenta y cinco. Como se me habían agotado las ideas, y estaba cansado, harto de comprar, me metí en un bar topless de Broadway e invité a una caja entera de champagne a cuatro borrachos y tres strippers que rondaban por allí. Pensé en tomar un taxi e ir a Atlantic City para tirar un poco de pasta en la ruleta. Tengo un sistema perfecto. Siempre falla. Pero al final me limité a cobrar mis cheques de viaje y me fui a pasear por Times Square en donde, sorteando charcos, comencé a dar billetes de veinte dólares a unos cuantos vagabundos selectos además de ciertas busconas, viejas con bolsa de plástico y tullidos. Dos policías se las vieron y se las desearon para sofocar el pequeño disturbio que se produjo en cuanto corrió la voz.

—Usted está loco, como una cabra —me dijo uno de los agentes, con la más absoluta convicción. Pero no me tomé la molestia de explicarle hasta qué punto se equivocaba.

De vuelta en mi habitación, me senté a la mesa y reflexioné. Los problemas de dinero no son como los otros problemas. Si debes diez mil dólares te sientes el doble de preocupado que si debes cinco mil dólares, pero sólo la mitad de preocupado que si debes veinte mil. Deber diez mil dólares significa una preocupación que no es más que las tres séptimas partes de la que sentirías si debieses veintitrés mil trescientos treinta y tres dólares. Y si debes diez mil dólares y te llegan diez mil dólares, entonces es fantástico porque desaparecen todas tus preocupaciones. Mientras que no se puede decir lo mismo de los otros tipos de preocupación, por ejemplo, de la preocupación que puede producirte el sentirte decepcionado, el saber que estás degenerando.

Me senté en la cama y empecé a preocuparme por el dinero. Empecé a sentirme verdaderamente preocupado por el dinero. Saqué la cartera y repasé las facturas de las tarjetas de crédito y los cheques de viaje. En este momento me he quedado sin dinero. Y esto sí que es preocupante.

Llamaron a la puerta y, serpenteando, me puse en pie. Un joven negro indescriptiblemente elegante se coló en la habitación cargado con varias bolsas de plástico.

—¿En la cama, señor? —preguntó.

—Sí. No —dije—. Ya no quiero nada de eso. He cambiado de opinión. Puede llevárselo todo.

Me miró perplejo, y alzó su señorial mentón:

—En su recibo podrá comprobar cuáles son las condiciones de venta, señor.

—Vale. Tírelo ahí. Sólo era una broma.

Le di un billete de diez, y se largó. Un billete de diez… Durante la siguiente hora me llegaron las entregas de otras compras suplementarias, cuya gran mayoría no recordaba haber hecho. Me quedé tendido en la cama, bebiendo. Al cabo de un rato sentí lo mismo que sin duda sentiría Lady Diana el día de su boda, cuando comenzaran a llegar vagones de tren cargados de regalos de los países de la Commonwealth. Un chato juego de cristalería abollada, una alfombra anaranjada de origen iraní y reciente manufactura, una guitarra y unas maracas, dos óleos (en el primero, unos cachorros de perro y unos gatitos dormitando; en el otro, un desnudo de la escuela idealista), una pata de elefante, una cosa con aspecto de pie de micrófono pero que resulta ser una escultura canadiense, un tablero de ajedrez bengalí, una primera edición de Mujercitas, y otros diversos tesoros culturales procedentes de todos los rincones del mundo. Cuando parecía haber terminado la procesión, pasé al baño y tuve un explosivo ataque de vomitera. Qué caro sale el stress. Tiene un coste personal elevadísimo. Pero allí salió todo: el almuerzo, el champagne, el dinero, todo verde y revuelto. Cuando parecía haber terminado, me fui al dormitorio y llamé por teléfono a Fielding para pedirle que me diera dinero, una cantidad increíble de dinero. Dio la sensación de haber estado esperando esa llamada. Su voz sonó complacida. Por la noche me subieron a la habitación un grueso sobre. Contenía una tarjeta Approach de platino, varios talonarios de cheques de viaje, y una autorización para sacar dinero en metálico de un banco de la Quinta Avenida: hasta mil dólares diarios, por si necesitaba suelto. Me sentí tan aliviado que me quedé dos días enteros en cama. De hecho, no podía hacer otra cosa. Tranquilo, pensé, cálmate. Tienes dinero, pero careces de poder. Parece que, haga lo que haga, en este mundo en el que estoy metido sólo consigo dinero y más dinero

***

Y más stress.

—Gracias de nuevo por el regalo —dije—. Justo lo que siempre había deseado.

—Estoy intentando enseñarte una cosa. ¿Entiendes?

—¿Qué cosa?

—Bueno, son muchas. Compasión. Autocontrol. Generosidad de espíritu. Respeto por la mujer.

—Anda ya… La leche —dije—. Empiezo a comprender lo loquísimo que estás.

Él se puso a reír:

—¿No te encanta todo esto? —dijo él—. Oye, qué tonto fuiste montándote aquel número. No se puede ir por ahí regalando todo ese dinero, tío. Si quieres hacerlo, hazlo bien hecho.

—Ah, por fin lo comprendo. Creo que ya lo he pillado. Vale, hermano, ¿cuánta pasta quieres? ¿Cuánto me va a costar que me dejes en paz de una vez?

—Te equivocas. Te equivocas. No quiero tu dinero.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Tu vida.

—Gracias de nuevo por el regalo —dije—. Lo aprecio de verdad.

—¿Lo has leído ya?

—¿Qué? Bueno, no, no del todo. —Había leído nueve páginas en el vuelo transatlántico, pero todavía me quedaba mucho—. He estado enfermo. Oye, ¿cuándo podríamos vernos?

—¿A qué te dedicas todo el día cuando estás enfermo?

—Pues me quedo en la cama. Me dedico a estar enfermo.

—No tengo casi ningún compromiso —dijo ella—. Ossie se ha ido a Londres otra vez.

—Fantástico. ¿Qué tal esta noche?

—¿Tendrás tiempo suficiente…, para terminar el libro? ¿Me estás escuchando?

—Sigo aquí.

—Venga, no seas subnormal. Quiero que me presentes un informe del libro. Te haré preguntas, un examen… ¿Oye?

—Sigo aquí.

—Bien. Llámame en cuanto termines de leerlo.

Esperen. Miren… Sí, ahí viene otra vez esa mujer. Tengo que explicarles que hay una mujer que me sigue por todo Nueva York. Sí, es ella. Una mujer cuarentona, de unos cuarenta y cinco años, de tobillos cuadrados, más de metro ochenta, con tacones altos, muy altos. Me mira a través de un velo negro que cuelga de su sombrero negro. Pelo corto, rojizo, eléctrico. Tiene un mentón breve y testarudo y chiflado.

Trabaja de noche. Salgo trompicado de un bar, y ahí está, con los brazos cruzados, oculta en un portal de la acera de enfrente. Me pongo a caminar y ella me sigue a cierta distancia, sin perder terreno. Saco la cabeza bajo el neón espástico de un tugurio porno, iluminado intermitentemente por los destellos, anónimo, y ahí está ella comiendo maíz tostado o nueces. A veces, en los cruces, se me acerca tanto que llego a notar su aliento en el cogote. Pero no me vuelvo. Me recuerda a alguien. No sé a quién. ¿Dónde habré visto antes a esa furcia enloquecida? Esperen. Miren… Sí, ahí viene otra vez. Esta clase de gente viene directa hacia mí. Siempre actúan de la misma manera. Como animales, hociqueándome, como perros. Cuando una vieja vagabunda con su bolsa de plástico entra en la silenciosa cafetería y pasa rápidamente por entre las mesas, cuando aquella ruina humana se planta frente a la muchedumbre, observa a la gente, y elige su objetivo, todos sabemos qué es lo que está buscando. Suelo mirarles a los ojos, aunque me esfuerzo para evitarlo. Algo que hay en mí les dice algo a algo que hay en ellas. Algo que hay en ellas le dice algo a algo que está en mí. ¿Qué? Yo y ellas tenemos la cabeza igual, con piezas sueltas que no encajan. Reconocemos esta circunstancia y seguimos adelante. Me parece que en este momento hay un par de personas o cosas que se ciernen velozmente sobre mí.

***

—Eh —dijo Félix en el vestíbulo, deslizando el pulgar sobre mi solapa—. Qué estilazo. Me gusta. Lástima que sólo sea una semana al mes. ¿Se puede saber qué ocurre?

Lo que ocurría es que teníamos que hacer las pruebas para elegir a los actores de reparto. Tras bajar los peldaños de la fachada del Ashbery, estallé en una carcajada provocada por el calor. Es imposible que Nueva York haga esto en serio. He leído, o he oído decir por televisión, que hay determinadas zonas del espacio por las que vuelan boomerangs de fabricación humana. Unas zonas calurosísimas, a varios millones de grados de temperatura. Un calor psicopático. En Nueva York, durante el mes de julio, también hace un calor psicopático. En el atascado Broadway, todos los taxis, cabreados, daban rienda suelta a su furor, cargados con robots, perros rabiosos y demás, para subirlos o bajarlos de un extremo a otro de la ciudad. Me metí en mi propia trampa, y así me uní a las maniobras.

La gente dice que Nueva York es como la selva. Se quedan cortos. Nueva York es la selva. Bajo las columnas del viejo bosque tropical, en el asfalto a punto de derretirse, la pantanosa Novena Avenida soporta una circulación de furiosas bestias y dragones, peces tigre, máquinas ruidosas, sudorosos hacedores de lluvia. En las esquinas se amontonan brujos y magos, cazadores de cabezas y balbuceantes sacerdotes de vudú: aborígenes, los listos aborígenes, tan hábiles para sobrevivir en la selva. Y de noche, bajo la frondosa vegetación y la nube que cubre la zona y retiene en ella todo el calor, se puede oír el afónico grito de los loros y el chillido de mono de las sirenas, mientras se encienden hogueras que pretenden mantener alejados a los monstruos. Precaución: las calles están sembradas de trampas: pozos, redes, de todo. Lo mejor es contratar a un guía. No olvidarse de la vacuna contra el veneno de las serpientes, ni del suero contra las picaduras de los mosquitos. Tómenselo muy en serio. Hay que aprender a sobrevivir en la selva.

Metido en mi ardiente jaula, me dirigía ahora camino de la región donde está situado el mercado de carne fresca, en la punta del West Village. En esa zona se elevan barracones de ladrillo rojo a modo de galerías de esqueletos y colmenas de ratas, y allí es donde la fauna de Manhattan busca el nivel en donde ir tirando, viva o muerta. También allí se encuentran los locales que suelen frecuentar los perversos sexuales de toda especie: el Spike, el Water Closet, el Mother Load. Nadie sabe lo que ocurre en tales reductos. Sólo se han enterado los peores perversos. Incluso Fielding resulta un tanto vago en su respuesta a mi pregunta. Son sitios en donde te insultan, te pisotean, te azotan. Desde cualquier punto de vista, ahí te lo puedes pasar verdaderamente mal. Los clientes suelen llegar al Spike en un taxi, pero necesitan dos para regresar a casa. Pero la noche siguiente vuelven a presentarse allí, buscando más de lo mismo. Buscan a alguien que les atormente, que les meta de cabeza en un orinal. Y, si quieren conocer mi opinión, sus parientes tendrían muchas cosas que explicar, especialmente las madres. Siento que les ponga a ustedes, las señoras, en primer término, pero esta historia tiene que empezar en algún sitio. Un vehemente deseo de ser asesinado a cada hora: no me digan que alguien puede quererlo voluntariamente. Entretanto, me cuenta Fielding, la Madre Naturaleza sigue mirando al frente, descarga una patada en el suelo y chasquea la lengua. Campeona siempre de la monogamia, está preparando nuevas y rarísimas enfermedades. No piensa soportar que las cosas sigan así.

Me despegué como pude del asiento, salí del taxi, y le pagué la carrera al conductor por la ventanilla: es una costumbre londinense, extremadamente mal vista en Nueva York. El viejo taxista se quedó quieto, metido en su jaula.

—No tengo cambio de diez dólares —dijo al fin.

—¿Cómo?

—¿Sabe leer? —dijo, señalando un anuncio amarillo, el que dice que el taxista no puede cambiar ningún billete de más de cinco dólares—. No puedo cambiárselo.

—Ese letrero debe de tener diez años de antigüedad, por lo menos. ¿No ha oído hablar nunca de la inflación?

—No se lo puedo cambiar.

—Pues quédese el cambio. Algún día tendrán que mirar ustedes la realidad cara a cara. Su actitud no puede ser menos realista.

El taxi se alejó cansinamente. Alcé la vista, miré a la acera de enfrente, y vi una serie de talleres de techo inclinado, con camiones en la entrada. Sobre la abierta tripa de una de esas máquinas muertas o fosilizadas se encorvaban los torsos oscuros de tres jóvenes. Dos de ellos iban desnudos hasta la cintura, sucios y vellosos, mientras que el tercero era como una colcha de retazos de cuero y tejano desteñido. La entrada al local de Fielding, según pude ver por fin, se encontraba justo al lado de donde ellos estaban, una puerta numerada en medio de grandes muros ennegrecidos… Me abroché con un ademán elegante el botón de la americana de mi traje nuevo (blanco hueso con los pespuntes negros: yo no estoy en absoluto seguro, de modo que me hubiera encantado que ustedes estuviesen ahí para tranquilizarme, para decirme que mi aspecto era el más adecuado), me metí las manos en los bolsillos del pantalón, y crucé tranquilamente la calle.

Bien. Los gays no me han molestado nunca, jamás en la vida. Hasta un grado casi humillante, no parezco ser su tipo. No les voy, sencillamente. No tengo problemas con ellos. Pero cuando atravesé la calle, con sus cráteres y grietas, y noté las conocidas vibraciones de la ironía y la agresión, noté también otra cosa: noté mi peso, mi volumen, mi carne, estaba siendo tasada, valorada, registrada, y no con lujuria, no, sino con un tipo de especulación carnal que hasta entonces no había sentido. Joder, ¿es así como os sentís las tías? Miré recto al frente, hacia el portal, con la presencia de los hombres inquietos fuera de mi campo de visión, pero ahí, justo ahí.

Pasé al lado de ellos.

—Elemental —me pareció oírle decir a uno de ellos.

Me detuve. Volví la cabeza. Nada nos impide seguir nuestro camino, pero yo soy incapaz de hacerlo. Me giré y les pregunté, con verdadero interés:

—¿Qué es lo que me han llamado?

—Semental —dijo uno de los tipos. Tenía una especie de gancho enorme sujeto entre las piernas—. Semental.

Se me ocurrió un montón de respuestas, pero me limité a gruñir, y le borré de mi vida con un ademán despectivo de la mano, para después reanudar mi camino. Tampoco en eso acerté. Tampoco eso era lo adecuado en la selva… Crucé la puerta. Medio cegado por la oscuridad, llegué a una empinada escalera y avancé hasta el primer peldaño. Pero, en ese mismo momento, sonaron unos pasos a mi espalda, y rechinaron unos goznes, y oí también el cascabeleo asesino de unas cadenas. Se lo juro, subí esa escalera más aprisa que un masoca recién apaleado, impulsado por un aparatoso terror diurético, temiendo por mis expuestas grupas… La pesada puerta de arriba no cedió hasta mi quinto empujón, pero para entonces ya me había dado media vuelta y alcancé a ver las figuras encogidas que se retiraban hacia la luz de la calle, y sólo pude oír unas risas.

Avancé unos pasos, cerré, y me quedé jadeando y parpadeando en un teatro acristalado de espaciosa luz, con un aire tan libre de polvo, tan oceánico, que sólo veías la suciedad de tus propios ojos humanos. Entre las columnas de pino que había en el fondo se encontraba Fielding Goodney, ridículamente amable y firme —y refrigerado— con sus tejanos y su camisa nueva de color blanco, disfrazado de joven, de adinerado. Les estaba dando instrucciones a tres obreros o lo que frieran, vestidos con monos azules. Me saludó alzando la palma en el aire.

Mientras aguardaba a que mi respiración regresara a su pesado ritmo habitual, me giré y observé el lugar. Encendí un pitillo, cuya primera puñalada me dobló por la cintura con un inacallable ladrido de protesta por parte de mis pulmones. Una llorosa comezón me irritó los párpados mientras pasaban velozmente ante mis ojos numerosas y dolorosas resacas. Fíu, esto de la bebida, este estilo de vida del bebedor, resulta durísimo para quienes lo eligen. Seguí avanzando sin rumbo fijo, tratando de disfrutar de la luz, pasando junto a colgaduras y cortinas de aspecto clínico, un banco de carpintero, una máquina del millón. De la pared del fondo colgaban media docena de cielos lechosos. Quienquiera que los hubiese pintado veía la vida limpia como un dentífrico, o fingía verla así. Me volví, y el sol me dio en pleno rostro. Allá arriba, a través de los altos ventanales, se escondía Manhattan, pues se alcanzaban a ver las torres gemelas del World Trade Center, a modo de sendos mecheros de oro recortados contra el intenso y pesado azul del aire exterior. Sacudí la cabeza. La paja en mi ojo, la mota de nervio muerto en la que no vive luz alguna, me señaló con su dedo negro.

—Eh, John. Menudo traje. ¿Adónde pensabas ir? ¿Alabama?

—¿Qué?

—¿Te pasa algo, tío?

—No, sólo que he tenido un pequeño percance con unos cabrones. Viniendo para acá.

Fielding rió, y luego arrugó el entrecejo, concentrado:

—¿Y?

—Me han llamado semental, esos maricones ¿Qué se supone que quiere decir eso?

—¿No te parece precioso?

—Anda ya. Este no es un lugar adecuado para las pruebas. Pobres actrices, cuando tengan que pasar junto a esos bestias de ahí abajo.

—No te preocupes, John. Ellas entrarán por la fachada —dijo Fielding, apoyándome el brazo sobre el hombro—. Y por ese lado no hay más que una tienda de pan macrobiótico, y un magnífico ascensor. A ti te he hecho venir por la puerta trasera.

—¿Para qué?

—Con fines educativos. Ahora, tranquilízate y toma una copa. Y prepárate para las nenas.

No otra cosa podía esperarse de Fielding. Subimos al estrecho escenario, en donde Fielding había hecho instalar un equipo de vídeo (dos cámaras portátiles), un estéreo, una máquina pequeña de marcianitos, una enorme pecera, dos sofás con sendas mesas bajas de acero, y una gorda y bajita nevera. Me gustan los muebles nuevos. Me gustan los muebles por estrenar. Quedé harto para toda mi vida de cacharros de anticuario cuando crecí, en Pimlico, y en Trenton (Nueva Jersey). Pero sigo prefiriendo los muebles feos, ¿me entienden ustedes? Fielding se arrodilló e hizo sonar una uña contra la pared de cristal de la pecera. Cuando miro una pecera, tengo la sensación de ver muebles de un tipo especial, con perlas y encajes y rayas y gorgoteos, una salita de estar supermoderna, y un boudoir de la era espacial.

—Todos los peces reaccionan a los movimientos del pez alfa —dijo Fielding con su rostro reflejado en el cristal—. El pez alfa es ése, el de la cola negra. —Echó una ojeada al reloj, y se enderezó—. Hoy elegiremos a la chica, a la artista de strip-tease.

—¿La bailarina? —dije—. ¿Y Butch?

—Tú sabes que Butch ya ha sido contratada. Tú sabes que ella tiene el papel de bailarina. Yo también lo sé. Pero esas chicas, ésas no saben nada de nada. ¿Entiendes la cosa, Slick? Vamos a divertirnos un poco.

Y vaya si nos divertimos. Para empezar, con la jarra de cóctel que Fielding había preparado, gracias a la cual yo había dejado de sentir dolores para cuando llegó la primera candidata y comenzó a pegar brincos en el escenario. Era una enorme morenaza con las mejores… No, esperen. A lo mejor comenzamos con esa rubia cachonda que movía su… No. Fue la negra con el… En fin, al cabo de un rato, tras toda aquella exhibición de luminosa y blanquísima vigilia de alcohol y mentiras y pornografía, comenzaron a confundirse las unas con las otras. Siempre seguíamos la misma rutina y les pedíamos que hiciesen el mismo número, y Fielding las hizo entrar y salir por aquella puerta como un vacunador en serie. Es una tradición intemporal de nuestra industria: crear una atmósfera relajada y simpática cuando haces pruebas de chicas para papeles de tipo erótico. Por ejemplo, Terry Linex, de la C. L. amp; S., suele decir siempre lo mismo:

—Bien. Esta es una escena erótica. Yo haré el papel del hombre…

Qué ganas le ponen las tías, qué a gusto trabajaron esas enloquecidas y felices chicas de Manhattan.

Avanzaban por el escenario, nerviosísimas, sí, pero mortalmente excitadas, con los nervios de punta hasta el extremo de su último pelo, cada una con sus detalles especiales en sus formas y curvas, en sus retorcimientos y contoneos. Nosotros permanecíamos sentados y les ofrecíamos una copa y les preguntábamos lo de siempre. Ellas no necesitaban que nadie las estimulase: verán, las pobres creían que era posible, hasta probable, que cierto grado de dinero y de fama las hubiese elegido, que las hubiese excepcionalmente señalado con el dedo. De modo que hablaban de su carrera, de sus sueños, de sus comecocos, de todo. Fielding las dejaba hablar durante unos cinco minutos, para después preguntarles, con un destello estratégico en su mirada:

—¿… Y Shakespeare?

Bueno, hasta yo me pegué mis cuatro o cinco grandes carcajadas oyendo las respuestas a esa pregunta.

—Sí, tengo muchas ganas de hacer Mrs. Macbeth. O Antonino y Cleopatra. O La comedia de las equívocas.

Hubo una chica, lo juro, que por algún extraño motivo estaba convencida de que Pericles contaba la historia de un vendedor de coches. Y otra creía, sin duda, que El mercader de Venecia ocurría en Los Ángeles.

—Muy interesante, Verónica, o Enid, o Serendipity —contestaba Fielding—. Bien. Ahora querríamos que te quitaras la ropa.

—¿Al ritmo de la música?

—Claro, claro —decía él, y se preparaba para poner la cinta en marcha.

—En realidad, no he traído la ropa adecuada.

—Venga, Maureen, o Euphoria, o Accidia. ¿No eres una actriz?

Y, dejando primero sus dientes al desnudo, las chicas iniciaban sus contorsiones. Yo las contemplé tras una pantalla de vergüenza, o miedo, de lujuria y risa. Mi pantalla pornográfica. Y las chicas se entregaron de brazos abiertos a la pornografía. Eran chicas de ciudad, con gran experiencia en las costumbres del siglo XX. Aquello no era baile ni strip ni tease, en realidad no tenía nada que ver con ese arte. Se quitaban simplemente la mayor parte de la ropa, y te daban una lección acerca de su anatomía personal. Una de ellas se limitó a levantarse la falda, se tumbó en el suelo, y se hizo una paja. Fue la mejor. En tres atareadísimos días, sólo hubo dos que se negaron. Fielding opinaba que era Shakespeare lo que las ponía en situación, algo relacionado con la exaltación que en ellas provocaba la mano que les había tendido el arte por un instante.

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