Dinero

Dinero


V

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Telephone Frank otra vez dispuesto a fastidiarme. De hecho, aún sentía mucha curiosidad por la noche del sábado. Cuanto más me esforzaba por recordar —o, seamos sinceros, cuanto más me esforzaba por alejar los recuerdos—, más convencido estaba de que había ocurrido algo horrible, definitivo, absolutamente destructor. Creo que fue por eso que me emborraché tanto durante el domingo. Para mantener bien alejados los recuerdos. Pero me sentía capaz de manejar a Telephone Frank. Ese gilipollas no me preocupaba.

—¿No has encontrado una caja de cerillas en la americana? Búscala otra vez, John. Te escribí un recado.

—¿Conque sí, eh? ¿Qué decías allí?

—Búscala, John. Quiero que veas esa prueba con tus mismos ojos.

Me fui al armario y revolví el traje. No había tirado nada. Nunca tiro nada. Ahí estaba todo: la delatora caja de cerillas, color rosa de felicitación de San Valentín, color barra de labios: Zelda’s. Abrí, y capté el mensaje a la primera.

—Estúpido murciélago —dije—. Pobre estúpido. ¿Quieres decirme una cosa? ¿Por qué haces todo esto? Dímelo otra vez, se me olvida siempre.

—Ah, parece que lo que te interesa son los motivos. Quieres motivos. Muy bien. Toma motivos.

Y a continuación pronunció el discurso más largo que hasta la fecha he tenido que escucharle. Me dijo:

—¿Te acuerdas, en Trenton, del colegio de Budd Street, del chico pálido y con gafas, en el patio? Le hiciste llorar. Era yo. ¿Te acuerdas del coche alquilado, el pasado diciembre, en Los Ángeles, aquel día en que tú ibas conduciendo y te saltaste un semáforo en Coldwater Canyon? Un taxi chocó, y tú ni siquiera te paraste. Pues en ese taxi iba un pasajero. Era yo. ¿Y qué me dices de Nueva York, en 1978, cuando hacías aquellas pruebas de actores en el Walden Center? La pelirroja, aquella a la que obligaste a que se desnudara, aquella a la que luego te tiraste, para encima reírte de ella. Era yo. Y ayer, ayer tropezaste con un vagabundo en la Quinta Avenida, bajaste la vista, soltaste una maldición y le diste una patada. Era yo. Era yo.

Permanezco sentado en la habitación 101 del Ashbery con mi gran cara de cocodrilo iluminada intermitentemente por los últimos velos de la sesión golfa, golfísima. No…

No recuerdo al chico pálido con gafas que se pone a llorar en el patio del colegio…, pero seguro que hubo uno o dos de ésos, y seguro que yo era un chico muy malo. Siempre hay chicos pálidos… Y, sí, estuve en Los Ángeles el pasado diciembre, y es cierto que alquilé un coche. Hubo de todo, patinazos, choques evitados en el último momento, patinazos de emergencia, frenazos de emergencia. Siempre hay frenazos de emergencia… Y también es cierto que estuve haciendo pruebas en el Walden Center el año 78, buscaba una modelo para el papel de tetona en un anuncio de galletas con chocolate. Seguro que hubo alguna pelirroja entre las que se presentaron, y yo estaba de mi humor corriente de los días de trabajo (cuando trabajo soy muy distinto: no estoy para bromas, en absoluto). Siempre hay pelirrojas… Fui un niño malo en el 78. Fui un niño malo el año pasado. Y, además, lo de ayer.

Ayer iba andando por la dorada Quinta Avenida, camino del leonado golfo del Central Park. Los potentes comercios funcionaban a pleno rendimiento, absorbiendo y expulsando gente, vigilados por los delgados tótems de Manhattan, esos ídolos o estatuas de piedra que miran al frente aprobando sombría pero despreocupadamente las transacciones que se desarrollan abajo, en la calle. Llovía dinero a raudales. En las aceras, los artistas de los tres naipes y de los micos, los tramposos de los dados, los reyes del tirón, los vendedores de contrabando, todos iban directo a su negocio. Hoy en día hay un montón de mujeres preciosas dispuestas a comprar de todo… No hay escasez de tetas grandes en Manhattan. Eso no constituye un problema. Casi todo el mundo parece llevarlas ahí delante, muy bien puestas… Hasta que vi una cosa que suele verse también bastante a menudo en esta ciudad: un auténtico pobre, un verdadero aplana-suelos, un nómada neoyorquino tendido boca abajo sobre la acera como un leño mojado, atravesado en el camino de los consumidores y vendedores. Cuando tropecé con él bajé la vista (un felpudo tieso como la corteza de un árbol, una oreja con la misma textura que la piel de una granada) y le dije, creo que con notable afabilidad:

—Levántate, gandul hijoputa.

Seguí caminando y saludé a Fielding, que salía de una librería. Cogidos del brazo nos fuimos hasta el Carraway para reunimos con dos de nuestros financieros: Buck Specie y Sterling Dun. Ambos estaban emocionadísimos con nuestra aventura, y convencidos de que yo tenía un tremendo futuro en nuestra industria. Luego subimos al Autocrat, dispuestos a rondar por los clubs nocturnos, pero yo ya estaba cargadísimo y mudo de vino de arroz, de modo que…

Zelda’s, Restaurante y Baile. El mensaje estaba dentro, escrito con letra inclinada hacia adelante, temblorosa, bastante parecida a la mía. En los Estados Unidos, en mis tiempos de colegial, las clases de caligrafía empezaban cogiendo el cuaderno y torciéndolo cuarenta y cinco grados a la izquierda, a fin de fomentar este estilo caedizo y vacilante. «Frankie y Johnny eran amantes», rubricado con un beso, una huella labial completa, en el más dulce tono de rosa.

En resumen, todavía no estoy muy seguro de qué quiere decir ese tipo cuando habla de motivos.

***

El nuevo intercomunicador televisivo del despacho de acero interrumpió su afónico zumbido. Fielding pulsó el botón y esperó a que se formara la imagen. Parecía algo perplejo.

—¿Quién es? —le pregunté.

—De acuerdo, Dorothea. Gracias. No, espera nuestra llamada. —Fielding se sentó y dijo—: Nub Forkner.

—Bien —dije yo. Ahora que Spunk Davis se había cabreado, ahora que Spunk Davis se había rajado y se negaba a contestar a nuestras llamadas, Fielding y yo habíamos decidido tener a Nub Forkner como posible suplente. Tomé nota de su nombre en mi cuaderno, por hacer algo.

—Bien, Slick —dijo Fielding.

Miré la hoja:

—Es todo cuanto tenemos.

—… John, ¿lees mucho?

—¿Si leo qué?

—Novela.

—¿Y tú?

—Claro. Me sugiere montones de ideas. Me gusta el ruido y la furia —añadió, enigmáticamente.

Este es el resultado de la lectura: la gente acaba diciendo cosas parecidas.

—Pues, sí —contesté tardíamente—. He estado leyendo una novela de George Orwell. Animal Farm. De hecho, he estado releyéndola. Sí, y también 1984.

Mis relaciones con 1984 estaban yendo muy bien.

—¿Animal Farm? —dijo Fielding—. Caramba.

Dorothea o quien fuese dijo adiós con la mano y salió taconeando hacia la puerta, abrochándose de paso la blusa. La vimos empequeñecer momentáneamente en la pantalla hasta que salió al vestíbulo. Nub Forkner cruzó la puerta agachando un poco la cabeza, e hizo una pausa en su camino para restablecer el equilibrio de su tremendo volumen… Bien, yo estaba lejos de conocer a fondo el trabajo de Nub. Había roncado y eructado largamente durante la proyección de dos de sus películas, pero a diez mil metros de altitud, en la oscuridad de sendos vuelos transatlánticos. El dossier de prensa que yacía sobre mis piernas confirmaba que Nub había hecho un papel de vagabundo en Whisky Sour, y de sordomudo en Down on the Funny Farm, la película de gran espectáculo y humor disparatado que se estrenó el año pasado. Me parecía recordar que tanto el vagabundo como el sordomudo eran psicóticos de tamaño gigantesco, muy dados ambos a la violencia más repentina e indiscriminada, especialistas en gritos primigenios. Pues bien, cuando Nub Forkner avanzaba con pasos crujientes hacia nosotros, con un chal de pelo aceitoso cayéndole sobre los hombros, Fielding y yo nos vimos forzados a pensar, ante su presencia, que nos encontrábamos frente a un ser irreprimiblemente elemental, primario, un noble salvaje. Y, en efecto, no hacía falta mucho talento para comprender que Nub era un verdadero cóctel molotov, a punto de estallar. Medía por encima del metro noventa, y debía de pesar más de cien kilos. Sí, Nub parecía aprovechable.

—Hola, Nub. Siéntate, hombre —dijo Fielding secamente.

Nub tomó una silla y, con un descuidado giro de su muñeca, le hizo girar mil veces sobre una de sus patas hasta que se estrelló contra la pared. A continuación agarró el reloj ovalado de Fielding (un cronómetro que usa para medir el ritmo de las strippers) y lo reventó contra el suelo. Se inclinó hacia adelante y extendió un brazo sobre la mesa de despacho, dispuesto a barrerla de todo su contenido de alta tecnología. Alzó la vista un instante, y noté que esperaba un gesto de aprobación.

Fielding se puso rápidamente en pie:

—Tranquilo, Nub —le dijo.

Nub frunció el ceño y se enderezó.

—¿Se trata de una escena de furia, no? —dijo, con una voz grave y aplomada—. Pura masculinidad desatada. Soy un actor de método. Antes tengo que ponerme furioso.

Todo aquel rollo fue una farsa desde el primer momento. Nub era uno de esos tipos que sólo pueden hacer un papel, el de señora barbuda. No nos servía de nada. ¿Quién se hubiera creído que Caduta Massi podía haber parido a este monstruo? ¿Cómo iba a arreglárselas para perder una pelea con Lorne Guyland? ¿Era posible verle en brazos de Butch Beausoleil? Nada de nada. Nub tendría que seguir esperando a que alguien le ofreciese un papel de bruto enloquecido… Pero nosotros teníamos que probarle, y él tenía que probarnos. Había venido a ver si su tipo particular de química corporal le servía para ganarse unos cuantos dólares. Supongo que todos vendemos lo que tenemos. Los actores son todos unos artistas de strip-tease: se pasan el día entero desnudándose. Fielding le soltó las bobadas de siempre, y al final el tipo se largó, haciendo temblar el edificio con sus pasos.

—Fantástico —dije—. Volvemos a estar como al principio.

—No te dejes desanimar tan fácilmente, Slick. Mira, tanto Nub como Spunk trabajan con Herrick Shnexnayder. Llamaré a Herrick. Prepara tú las copas, te toca.

Fielding telefoneó a Herrick Shnexnayder. Le dijo que le encantaba el trabajo de Nub y que quería saber en qué fechas estaría disponible. Mencionó algunas cifras de dinero, con cautela, y bastante bajas.

—Parece que Nub tiene mucho tiempo disponible —dijo Fielding, colgando el teléfono y conectando el intercomunicador.

—No me extraña.

—Venga, hombre, iría bien para un papel de tipo duro, el rompe-brazos. A ver, échale una ojeada a ésta. Celly Unamuno. Mexicana. Diecinueve. Dicen que tiene futuro.

—Joder —dije—. Espero que Butch Beausoleil no se entere de nada de esto.

—Tranquilo. Oye, ¿qué crees que es lo más grande de Butch? Personalmente.

—A mí no me lo preguntes. Eres tú el que ha investigado a fondo.

—Soy demasiado joven para ella, Slick. Le gustan los hombres maduros. Esa va a por ti.

—Lo más grande de Butch… Mira, como ella misma dice, por el hecho de que una chica sea joven y tenga talento y belleza, nada le impide ser, además, inteligente. Lo más grande de Butch es que no es solamente… —Hice una pausa.

—¿Lo has adivinado, no?

—¿El qué?

—Que es subnormal —dijo Fielding—. Lo más grande de Butch es su culo. Eh, hola Celly. Siéntate y ponte cómoda. ¿John? ¿Esas copas?

Al cabo de veinte minutos, cuando Celly volvía a vestirse (parecía un dibujo porno, una tira cómica, excepto por los ojos, que aún no habían cumplido los veinte y eran incapaces de ocultar su miedo), me puse en pie y me acerqué como un fantasma a la blanca ventana. Sostenía en la mano la fría coctelera de acero, y, viendo el meneo de mis hombros, cualquiera de ustedes hubiese dicho que estaba agitándola. Pero no era así. Sólo estaba preguntándome: ¿Estoy en el infierno? ¿Por qué es esto el infierno? Ahí, bajo el cielo, con las tías y las mentiras y las chifladuras escenificadas, ¿qué significa esta tienda blanca? Seguí mirando el cielo, diciéndome: Sí, así soy yo, pura pornografía. ¿Cómo he llegado a esto? Lo he hecho antes, y seguiré haciéndolo. No hay ningún policía que me impida hacerlo. Sé que la gente está mirándome, y ustedes no son inocentes ni están libres de culpa, me parece, pero ahora hay otro ojo que me mira. El de una mujer. Maldita sea. Martina Twain. La tengo metida en la cabeza. ¿Cómo ha conseguido colarse? La tengo metida en la cabeza, junto con las crepitaciones y el tránsito de todos los días. Me mira. Ahí está su cara, justo ahí, mirándome. El mirón mirado, el mirador mirado, y esto sólo complica las cosas: yo estoy siendo mirado por ella, pero ella me mira sin saberlo. ¿Le gusta lo que está viendo? ¡Bah! Tengo que pelearme contra esto, debo resistirme, sea lo que sea. No estoy en condiciones de dejarme controlar por la policía del amor. Dinero, tengo que rodearme de dinero, de más dinero, y pronto. Necesito sentirme seguro.

—Fielding —le dije—, ¿qué me estás haciendo? ¿Qué? Son ya doce días. Maldita sea, ¿dónde cojones está ese guión?

—Mañana por la mañana lo tienes, John. Te lo garantizo.

Sonó el teléfono, y solté una furiosa maldición: pero era la llamada que Fielding había estado esperando. Spunk Davis. Volví a la ventana mientras Fielding trataba de apaciguarme.

—Lo que me imaginaba. Shnexnayder le ha hablado claro. La cuestión es que Spunk odia desesperadamente a Nub. Una vieja historia. —Fielding se encogió de hombros—. Sí, ya le tenemos con nosotros. Y Herrick se ha quedado sin cliente.

—Fantástico —dije, y lo pensé.

—Con una condición. Fíjate bien. Spunk quiere que sea un restaurante vegetariano.

—¿El de la película?

—El de la película. Estos tipos…

Me reí, y también Fielding se rió con su risa adorable, amorosa. Mientras él me enseñaba sus limpias muelas (brillantes, sin tacha, infantiles), yo pensé para mí, balbuceante. Dios, qué chico tan guapo. Cuando me vaya a California para que me hagan la revisión a fondo, cuando entre desnudo en el laboratorio con mi cheque, creo que ya sé lo que diré. Diré:

—Al carajo los proyectos. Al diablo vuestras ideas. Quiero un Fielding. Sí, un Goodney. Eso quiero ser. Dejadme como a él.

***

Tal como he dicho anteriormente, 1984 y yo nos estábamos llevando de maravilla. Un ambiente descarnado, una acción llevada sin sentimentalismos, sin esnobismos ni favoritismos culturales, y Airstrip One parecía mi clase de ciudad. (Me veía a mí mismo como un joven cabo de la Policía Mental). Además, estaba el bienvenido interés por lo sexual, así como todas esas torturas de ratas que me aguardaban. Entrando a trompicones en el Ashbery a última hora de la noche, vi con cierto sobresalto que la habitación que me correspondía era la 101. Es posible que otros aspectos de mi vida sigan adquiriendo un contenido, una sombra muy marcada, si continúo leyendo en lugar de estar pensando todo el día en el dinero. Pero al día siguiente no iba a tener tiempo para lecturas. Estaría demasiado ocupado con una lectura.

Félix me despertó a las once en punto con cuatro elegantemente encuadernados volúmenes de Dinero limpio, guión de Doris Arthur basado en una idea original de John Self. Pedí seis jarras de café y desempeñé todas mis tareas del baño rápida y simultáneamente, como un hombre orquesta. Dije que no me pasaran llamadas. Me instalé, con la nueva lámpara de diseño vanguardista inclinada sobre mi hombro. Leer: últimamente no hago otra cosa. Lo único que hago es estar sentado en mi habitación, leyendo. Pero esto era otra cosa. Esto era trabajo. Esto era dinero. «1. INT. NOCHE», leí, y seguí adelante, peligrosamente excitado.

Soy un lector veterano, un profesional de la lectura, de modo que pasé todas las páginas de Dinero limpio en menos de dos horas. Al cabo de las cuales rompí a llorar, rompí una silla, tiré una cafetera llena contra la puerta, y le pegué una patada a la cama con furia tan salvaje que tuve que estar saltando a pata coja por toda la habitación, con una almohada contra la boca, hasta que logré sofocar mis deseos de gritar. Era jodidamente increíble… Fielding había acertado en un sentido. Dinero limpio era un guión de ensueño, fabulosamente coherente, con ritmo y marcha. El diálogo era rápido, divertido y seductoramente indirecto. Un magnífico cálculo de la duración de las escenas. Se podía ir a filmar sin esperar ni un segundo, y terminar en un mes. Me instalé en la mesa, provisto de pluma y papel, dispuesto a escribir una felicitación. Empecé a leerlo otra vez.

Era jodidamente increíble. ¿Se puede saber quién me ha hecho esto? ¿Quién? En primer lugar: Gary, el padre, «Garfield», el papel de Lorne Guyland. En la secuencia que precede a los títulos de crédito, vemos a Lorne en pijama, con la ropa enrollada bajo el brazo, mientras le reclaman animadamente desde el dormitorio matrimonial. Es, sin duda, el mejor momento de Lorne. Después, todo será ir bajando por la pendiente. Aunque Lorne se jacta constantemente de su erudición, de su riqueza y de su juventud, en realidad (comprobamos) es analfabeto, está en quiebra y es más o menos senil. Sí, ahí está el pobre Lorne, el viejo Lorne sobre sus largas piernas. Cuando al cabo de un tiempo le hace chantaje a la joven striptease y consigue llevársela a la cama (un episodio muy humorístico), al viejo Lorne no se le levanta. ¿Levantarla? Ni siquiera es capaz de encontrársela. Frustrado y gimoteante, le mete mano a la guapísima chica, que responde dándole una patada en los huevos, y Lorne se dobla por la cintura como un palo roto. En la escena de la pelea propiamente dicha, Lorne Guyland, vestido con anorak, se lleva la paliza de su vida pese a que sorprende dormido al protagonista joven, y pese a que le ataca con una llave inglesa. Sus últimas y abyectas palabras son pronunciadas bajo un disfraz de momia, un vendaje completo, en una unidad de cuidados intensivos. En cuanto al hijo, Doug —Spunk Davis—, bueno, para empezar, sus motivos para rondar la banda mafiosa que se dedica al tráfico de heroína son los siguientes: se ve obligado a mantener vivo el Riego, la chispa, de su propio hábito, y los narcóticos le cuestan mil dólares diarios. Fuma sin parar, se juega todo el dinero que tiene, y es un auténtico artista (¿a qué estaba jugando aquí Doris?) de la paja, pero Spunk resulta ser, además, un auténtico brujo o gurú de la comida rápida, y en las cocinas del restaurante preside las maniobras armado de diversos aditivos letales y sabores artificiales especiales para glotones. No llegamos a saber hasta dónde alcanza su tendencia a la delincuencia sexual, aunque hay una digresión obsesiva en la que hace una visita «de caridad» a un orfanato, acompañado de su madre: en una serie de primeros planos muy seguidos, le vemos juguetear con caramelos de palo mientras acaricia a las hipnotizadas enanitas.

Y ahora las señoras. Si buscasen ustedes una palabra que resumiese el personaje de Caduta Massi, no encontrarían otra mejor que ésta: esterilidad. La clave de Caduta es lo fantásticamente estéril que es. Menuda esterilidad, tíos. No hay familia numerosa. No hay ni un solo hijo. Spunk (según se deduce en un momento crucial) no es más que su hijo adoptivo. Pese a la confirmada impotencia de su esposo, y pese a que celebra en la pantalla su cincuenta y tres cumpleaños, Caduta sigue hablando de todos los hijos que llegará a tener algún día. Hay muchos momentos simbólicos en los que Caduta contempla desolada los patios de colegios en los que juegan y ríen los niños. También estaba la visita al orfanato. E incluso una secuencia con un sueño en el que Caduta camina sola y errante por un desierto gris. ¿Se puede ser más estéril? La verdad es que uno termina por apiadarse de Caduta, de su tremenda esterilidad. En cuanto a Butch Beausoleil: ¿la amante?, ¿la strip-tease? Yo había imaginado que Doris, como feminista, habría rendido honores al papel de Butch. Yo me había esperado que Butch se librase de las pesadas tareas domésticas, de lavar platos, barrer suelos, hacer camas. Nada de eso. En el guión de Doris Arthur, Butch parece exclusivamente dedicada a las tareas más aburridas, algo así como el antes de ese después que podría aparecer en un anuncio de electrodomésticos. Pela patatas, vacía cubos de basura, limpia lavabos. Incluso en las escenas del club nocturno, Butch se pasa el rato aclarando vasos y arreglando botellas. En su principal número de baile, sale con fregona y balde. ¿Y lo grande de Butch? Ya lo habrán adivinado. Antes incluso que yo. Butch, esa chica parlanchina y con talento es, sin embargo, una persona de nivel intelectual extraordinariamente bajo. No es más que una masa de carne prieta y bien puesta, con mucho culo y buenas tetas. Una rubia tonta del género clásico: eso es lo grande de Butch en el guión.

—Alguien me está jodiendo —dije en voz alta, y noté que el divieso reventaba.

Y luego me puse a correr otra vez.

Avancé a gran velocidad por el vestíbulo del primer piso, en donde un adormilado lacayo se retiró demasiado tarde, atravesé el saloncito poblado de antigüedades y gadgets, y llegué junto a las altas puertas del dormitorio. Agarré los dos tiradores, y abrí… Fielding estaba sentado al pie de la cama, con un batín negro, en absoluto sorprendido. Detrás de él, desnudo sobre las sábanas, con el rostro vuelto hacia atrás, yacía el duro cuerpo oscuro de un muchachito.

Suelo escandalizarme como el que más cuando llego a entrever los verdaderos apetitos de los conocidos, pero a esas alturas estaba tan cabreado que sólo pensé: Bien, otro mariconazo, ¿no? Perfecto.

—Ven un momento.

—¿Ocurre algo, Slick?

Tengo que admitirlo, no parecía avergonzado. Incluso soltó un bostezo y se rascó el pelo mientras cerraba a su espalda las puertas del dormitorio.

—El guión —dije.

—Sí, ¿no te encanta?

—Es desastroso, y tú lo sabes tan bien como yo.

—¿Ah, sí?

—¡Las estrellas! ¡Nuestras estrellas! No querrán leer ni palabra de esa mierda. Todo ha terminado.

—Discúlpame, Slick —dijo él, sirviéndose un café—, pero esta reacción delata tu inexperiencia. ¿Quieres un poco? Tómate una copa. Todas las estrellas han firmado su contrato. Todas lo harán. O nuestros abogados tendrán que intervenir. Sólo tienes que reafirmar tu poder, John. Querías realismo, ¿no? Maldita sea, por eso me subí a tu barco.

—Eso no es realismo, sino vandalismo.

—¿No ves lo que tenemos entre manos, Slick? Dinero limpio será la única película del año, de la década, de la era, que mostrará el verdadero delirio del cine, la desnudez de los actores…

—Te equivocaste de tío, soy incapaz de trabajar de esa manera. Hablo en serio, Doris está en la calle. Esa puta es una cabrona. Está enferma del coco. Ya conseguiré que alguien me escriba el guión que yo necesito…, meteré a una persona de confianza, no te preocupes. Dale su pasta a Doris, y mándala escaleras abajo de una buena patada.

Fielding desvió la vista, sin contestar. Acababa de ver minados y revueltos sus planes más queridos.

—¿Crees que Doris tendría que escuchar todo eso que estás diciendo? —dijo, sin darle importancia.

—Por supuesto. Llámala.

—Lo haré. —Y la llamó—. ¿Doris? —dijo.

Y Doris Arthur salió del dormitorio sin llevar encima más que las bragas… Encendido como estaba yo, necesité algún tiempo para registrar y digerir esto, y para registrar y digerir su atractiva imagen. Se acercó a la bandeja del desayuno, haciendo balancear los brazos con una soltura de niño de nueve años. Porque no tenía nada que ocultar: nada, absolutamente nada. Las bragas, por otro lado —y eran unas bragas muy útiles, utilísimas desde el punto de vista fetichista, por no hablar del feminista—, las bragas contenían un montón de cosas: el tieso y tembloroso trasero, el matojo central, como una ciruela metida en un pañuelo, esperando ser abrillantada y compartida. Supongo (pensé), supongo que le saldrán unas tetas como dios manda cuando tenga hijos, y entonces… Bueno, el conjunto…

—Vale ya… Muy bien. Sí —dije—, Doris, estás en la calle. La has jodido del todo. Te quedas sin empleo. Óyeme —le dije a Fielding—, es así de sencillo. O lo deja ella, o lo dejo yo. O yo o tu novia. Joder, si Caduta leyese una sola palabra de esa mierda. Si la leyese Lorne…

—Lo están leyendo ahora —dijo Fielding—. Hice fotocopiar el guión, y ya lo tenéis todos. Tú, Caduta, Lorne, Spunk, Butch.

—Muy bien —dije. Era mi oportunidad. En estas ocasiones hay que hacerlo bien, no se presentan muchas—. Vamos a recibir una avalancha de mierda de todos ellos. Y tendrás que encargarte tú de manejarla, amigo, porque yo tomo el avión esta misma noche. Y te diré otra cosa. No pienso regresar. Me la sopla. Volveré a hacer spots para C. L. amp; S., y esperaré a que salga el productor que me interesa a mí. O lo deja ella, o lo dejo yo. Lo deja ella. Como no sea así, saldré de aquí para siempre.

Fielding permaneció sentado en su silla. Doris tomaba despreocupadamente su café, sosteniendo la taza con las dos manos. Di media vuelta.

Y comencé a caminar. Atravesé la larga habitación, dejé atrás los sofás, las mesas brillantes. A ambos lados de la puerta estaban los circuitos, los módulos del circuito cerrado de televisión, los mandos a distancia, las pantallas con sus imágenes y letras de ordenador… Esto de salir disparado hacia la puerta ha estado bien, pensé. No te detengas. Estás en el buen camino. Estoy hablando en serio. Cruzaré la puerta y seguiré andando, hasta Inglaterra, y jamás regresaré.

—Slick —dijo Fielding.

***

Un parque con un paseo de cemento en la zona central de la ciudad, con la humedad y las filtraciones asomando por entre las grietas, a pesar de todo ese calor. El calor había hecho cuanto podía, pero había fracasado. El edificio situado al final de este jardín de una manzana de largo tiene cierto aspecto de austeridad gracias a sus estrictamente escuadradas esquinas, pero la plaza que queda al pie pertenece a todo el mundo, está dominada por la cultura callejera, y se ven allí negros y artistas de las aceras, cagadas de pájaros, intérpretes del saxo, timadores, genios de la selva. A mi lado, en el banco de madera, se encuentra Martina Twain.

Venía de un museo. Le brillaba la piel con palidez museística. Pese a lo frutal de su colorido natural, tiene momentos en los que no parece que haya sangre en sus venas. Normalmente, por supuesto, hubiese atribuido esta circunstancia a mi presencia, a mi proximidad. Pero había otra cosa. Consultando mi radar de macho sediento, supuse que Ossie estaba organizando algún problema. Yo estaba pensando en Selina. Acababa de telefonearla a Londres, y, por una vez, mi gallinita estaba en casa. «Sí —llegó a decirme—, no. De acuerdo. Regresa cuanto antes…». Este encuentro con Martina: al llamarla ya estaba yo en plena agitación previa al viaje, en posición de partida; quería despedirme, hasta que lo pensé mejor. Espera, me dije, tranquilo. Su voz sonó triste, y aún más triste cuando le dije adiós. De modo que tuvimos este encuentro silencioso, sin progreso alguno, sólo presencia, y tal vez algún consuelo. Al fin y al cabo, ¿para qué, si no, somos amigos? ¿Para qué sirven los amigos? A menudo me lo he preguntado.

Y había otras cosas que acicateaban mi silencio. Las estrellas de cine leen aprisa, seguro. Cuando, después de comer, entré en el Ashbery, una horda de adultos convergió sobre mí, y fue como si a mi cara le estuvieran ocurriendo a la vez una docena de cosas. Alguien escupió sobre ella, otro la amenazó con un puño, hubo alguien que agitó una demanda judicial ante sus narices. Entre toda esa gente vi a Thursday, escoltada por un negro de la misma talla que Nub pero vestido con librea de deportista, que dijo llamarse Bruno Biggins y resultó ser el guardaespaldas de Lorne. También vi al príncipe Kasimir, dispuesto a citarse conmigo para un duelo de madrugada en Central Park. Y a Herrick Shnexnayder, representando los intereses de Spunk Davis con su mejor peluca. Vi asimismo a un torbellino de gritos que atendía por el nombre de Horris Tolchok, el abogado de Butch Beausoleil… Finalmente huí a la carrera y me escondí en un bar con un teléfono sobre mis rodillas. Pero ahora estaba atardeciendo: Fielding había tratado de tranquilizar a todo el mundo después de comer, y las cosas comenzaban lentamente a calmarse.

En cuanto a mí, sin embargo, la calma se me escapaba. Llegué antes de hora para mi cita con Martina, y me puse a pasear por los intestinos de Times Square, las calles Cuarenta y Treinta. En una mugrienta bocacalle, vi un toldo negro que mis piernas reconocieron antes que yo, pues pegué un brinco y avancé con los hombros hundidos, como un soldado herido sometido a fuego cruzado del enemigo. Era el Zelda’s. Me aproximé. Restaurante y Baile. Me asomé a mirar a través del cristal. Mesas, un piano bajo su funda. Qué aspecto tan mortecino bajo esa luz gris y seca, con el polvo y los ceniceros llenos de colillas. Todo el personal, toda la clientela, había emigrado, se habían ido todos junto a las momias de sus mamás, junto a sus ataúdes de vampiros, en espera de la llegada de la noche… Me metí en un bar de la acera de enfrente y giré sobre el taburete para contemplar el olvidado toldo.

—Póngame un…, cómo lo llaman —dije—, un vino blanco con sifón.

—¿Seguro? —dijo el barman. Era alto, desastrado, irlandés, y llevaba un delantal blanco, como un carnicero el primer día de la semana, antes de dar comienzo a su sangrienta labor. Acunaba en sus brazos, en sus brazos de carnicero, una botella de scotch.

—Seguro que estoy seguro.

Dudando, dejó a un lado la botella.

—¿Dónde está su amiga? —me preguntó, y no lo hizo en tono amistoso, qué va, todo lo contrario. Me echará de un momento a otro, pensé, y apenas acabo de llegar.

—¿Qué amiga?

—La de la cabezota pelirroja. La que le tenía enchufada la lengua en la oreja. —¿Cuándo?

—¿Cómo coño quiere que lo sepa? Qué sé yo. El sábado por la noche.

—No era yo —dije, y no era la primera vez que tenía razones para pronunciar esa frase—, era mi hermano gemelo. Cuénteme qué pasó.

El tipo sacudió sombríamente la cabeza. Le ofrecí un billete de veinte dólares, pero no quiso contar nada.

—Yo soy John. Él se llama Eric —le expliqué.

—¿Usted? ¿Un hermano gemelo? —dijo él, y se alejó hacia el otro extremo de la barra—. No hay nadie como usted, amigo. Con uno basta y sobra.

… Martina se agitó a mi lado. Nuestra silenciosa cita estaba terminando. Se puso en pie, y luego se agachó un poco para sacudirse una astilla de la falda. Me miró con sus ojos alargados. No ocurrió nada. ¿Por qué tendría siempre que estar ocurriendo algo? ¿Por qué? Nos rozamos las manos e intercambiamos frases de despedida. Me quedé mirándola mientras se iba hacia la calle Cuarenta y dos, entre la Quinta y la Sexta, para luego encaminarse hacia el oeste y perderse muy pronto en la marea de gente.

De modo que aquí estoy, en mi cueva lunar de fabricación humana, en el aeropuerto Kennedy, con un whisky triple en mi mano cerrada y el cielo convertido en una pantalla en la que se proyecta una película acerca de un futuro muy próximo: una buena película, enmarcada por mi tronera y francamente bien iluminada por el director de fotografía. A mi alrededor arrastra los pies la gente provista de su cara de aeropuerto, de su cara de despedida. Entran de todos lados y van reuniendo poco a poco los detalles de su vuelo. Los terrícolas son unos viajeros de primera: lo hacen con enorme frecuencia. Dinero limpio… Desde luego que están pasando cosas en estos momentos. Me siento bien, formidable, casi como un adulto. No soy sólo un pasajero: soy uno de los pilotos de la vida. Les he echado un pulso a los poderes y campos de fuerza que determinan las cosas. Tal vez fracase, pero sé exactamente qué voy a hacer.

Es tiempo de viajar. Comencé a bajar los pasillos hacia mi túnel de embarque. Movido por cierto impulso, telefoneé a mi amiga Martina, para volver a decirle adiós. De repente, y sin realmente pensarlo, me parece muy normal viajar en primera clase.

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