Dinero

Dinero


VI

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VI

Ha habido recientemente en mi barrio una pequeña ola de asesinatos de maricas. Sí, en estos momentos el clima está experimentando una fase de escabechina de maricas, y éste ha sido siempre un barrio proclive a la escabechina de maricas. Durante los primeros meses del año el aire era helado, como un lavado en frío. Ahora, cuando por fin ha llegado el verano, el aire es cálido, como un lavado en caliente. Por la noche arde todo, sin calor, pero con litros de sudor. Hay fiestas y jaranas callejeras. Londres se reduce a barricadas y estandartes. Todo el mundo habla solamente de bodas reales y disturbios.

También hay una pequeña ola de asesinatos de furcias. Últimamente las furcias han llegado a mi barrio. No sé quién o qué las trajo, pero aquí están: hola, chicas, bienvenidas. Te las encuentras en las aceras, solas, en parejas, en tríos. Son todo nervios. Llegan tíos en sus coches. Las chicas se doblan por la cintura para meter la cabeza por la ventanilla. Ellas son producto nacional, pero los tíos son extranjeros. A menudo hay problemas de idioma.

—Exacto. ¡No! Veinte libras.

Una de ellas es pelirroja, y, aunque todavía no sea una mujer, viste como la esposa de un burgués: estola de rata negra y bolso de cuero, con una cara afilada, cejuda, mentonuda. Me he fijado en su sobresaliente trasero en los momentos en que cierra un trato a través de la ventanilla. Luego sube al coche, dispuesta a vivir su lucrativo miedo. Hay otra que es rubia y gorda, vestida con abrigo de mendigo, absolutamente amorfo. Bromeas, pensé la primera vez que la vi recorrer las aceras. Pero esa tía trabaja mucho, tengo que admitirlo. Más de una vez la he visto ser elegida de entre las de su grupo por un tieso dedo oscuro que brillaba bajo la amarilla luz de las farolas. Hay una persa (creo) que navega por la calle con una falda azul pálido de bebé, abierta hasta la nalga, y corpiño translúcido. Da la sensación de valer las veinte libras que pide. Tiene unos pechos bailones, y unas piernas tostadas, brillantes por el uso de la hoja de afeitar, y no parece aburrirse tanto ni tener tanto miedo como sus colegas por el hecho de ser una furcia. Las otras están nerviosas, están hechas un manojo de nervios.

En cuanto ha llegado a mi barrio el negocio de las furcias, también ha llegado el asesinato de furcias. Hace tres semanas encontraron a una chica estrangulada en un coche robado. Anteayer encontraron a una chica apuñalada en el sótano de un hotel. Pese a todo, ellas siguen con su negocio en las polvorientas plazas. El negocio es ése, cobran por el riesgo, cobran por el miedo. Los tíos, los puteros, deben disfrutar del nerviosismo, del miedo. Y pagan un buen dinero. Ah, pobres chicas, inspiran compasión. Ayer noche llegué bastante tarde a casa y al salir del Fiasco me detuve un momento para apagar una colilla con el pie y admirar la templada noche. Dos furcias, la pelirroja y una robusta extranjera con cabeza pequeña y musculosa, como una bombilla o una cebolla, estaban apoyadas en la barandilla que rodea ese hotel de la esquina.

—Eh —les dije—, parece que una de vosotras la palmó el otro día.

La selección de vocabulario no era, quizá, la más apropiada, pero lo dije con intención amable, preocupada, con tenso compañerismo. Ellas se dieron media vuelta, como mujeres no profesionales en una fiesta o un club nocturno, con educada repugnancia.

—Lo siento —les dije—. ¿Queréis dinero? Tomad, ahí va algún dinero.

Vi entonces a su piojoso chulo, un asiático, que permanecía impaciente en la esquina del café español, todo él sonrisa y dientes y zancadas alevosas como la aleta de un tiburón, viniendo a por mí, con el rollo de pasta asomándole por el bolsillo superior de la americana, como si fuera su polla.

Tengo que exponer una hipótesis: Selina está tramando algo. Esta es mi teoría. Sí, esa Selina está tramando alguna cosa. Lo sé, simplemente, aunque con las chicas, lo admito, es dificilísimo estar seguro. Ayer, a mediodía, vine en taxi desde Heathrow. Eso de volar en primera clase, convenientemente bebido, no está mal del todo. Selina se mostró atenta, correcta, en el inmaculado apartamento, como si acabara de surgir de la nada. En la salita dormían unas flores. La besé. Sus labios se escabulleron de los míos. Tenía el aliento metálico, huevudo. Está ovulando, pensé, la mala puta. Pues bien, la cuestión es la siguiente: esa circunstancia suele ponerla caliente, lo cual suele dejarme frío. Lo que me pone caliente a mí es que ella esté fría. Pero yo iba caliente. Y ella estaba fría. Sí, me ha derrotado con mis propias armas, otra vez, esa pequeña Selina. Confiando en la suerte, la invité a cenar en Kreutzer’s. La polla me hacía cosquillas en el ombligo, mientras Selina hablaba y hablaba, de absolutamente nada. Champagne, gruesos filetes, espeso vino. Un conjunto perfecto. Hábil y velozmente, la conduje borracho de vuelta al apartamento. Se negó a meterse en la cama conmigo. Eso me puso furioso. Murmuré que ya era hora de que ella tuviera su propia tarjeta Approach americana, o su tarjeta Ventage, o ambas, probablemente. Ni así. Expansivo y generoso, le expliqué mis planes para hacer una nueva inversión en su boutique favorita. Tampoco al oírlo quiso meterse en la cama conmigo. Le di un cheque por tres mil libras. Tras lo cual se ofreció, ¡a hacerme una paja! Bueno, no lo dijo con esas palabras, pero venía a ser lo mismo. Estábamos en la cocina. Yo bebía brandy, mientras la mojigata Selina tomaba su té a sorbitos. Se llevó la mano a la garganta y se puso a tararear mientras yo la miraba fijamente a los ojos. Me sentía harto de tanta comedia, de modo que cuando me ofreció esa paja (¿Se puede saber qué coño de relaciones tenemos ella y yo?), acepté, y le dije qué disfraz se tenía que poner, qué números tenía que hacer, etcétera.

—Eres increíble —dijo ella, y retiró su ofrecimiento.

Al final decidí tomármelo con calma. Rompí el cheque, terminé el brandy, me fui a la cama, y me hice una paja.

Dormí. Dormí muchas horas, o eso creo. Y cuando desperté me sentí…, bueno, fuera de las coordenadas del tiempo. Mis lecturas y mi sentido de la orientación siguen colgados allá arriba, en el avión, los cascos y los dioses meteorológicos del espacio atlántico. El tiempo viaja. La noche y el día pasan a mi lado en dirección contraria. Me estoy quedando rezagado. Tengo que ponerme al día, agarrarme a algún sitio, asegurar mi posición con todas mis fuerzas. Al otro lado de la puerta del dormitorio, Selina mantiene las distancias, me vigila. Pronuncié su nombre. Apareció en el umbral, enmarcada por la luz pero distante, sin estar tan ahí como antes, metida en alguna lejana película o narración… Hoy, en la cola de taxis del aeropuerto me he encontrado ni más ni menos que con Ossie Twain. No saludé a este alto viajero, que pagó su taxi, se abrochó la americana y sacudió la cabeza. Retrocedí en la cola y sonreí mis secretos. ¿Todavía está mirándome el rostro de Martina? Sí, sigue ahí, aunque más pálido… Y también ahora Selina me trae un café, en silencio, como una enfermera, y deja la cafetera en la mesilla de noche, lejos del alcance de mis manos, de mi aliento.

***

—¿Diga? —dije. La línea parecía de las peores. Aunque lo más probable era que fuese mi cabeza la que producía todos aquellos zumbidos. Esto de mi tinnitus… Tarde o temprano tendré que taparme la cabeza con la almohada. Lo malo es que, según dicen, las personas que sufren del oído siguen teniendo que escuchar estos ruidos incluso cuando se quedan sordos. Mala suerte. Doblemente mala.

—¿John Self? Martin Amis.

—¡Aleluya! —dije—. Y justo a tiempo. Menudo infierno me ha costado encontrarte la pista. He llamado a tu editorial, a tu agente, a la cosa esa nacional de los escritores, ya sabes. ¿Qué pasa contigo? ¿Trabajas en plan agente secreto o qué?

No contestó. Decidí actuar con cautela. Los escritores son tremendos: hay que tratarles con amabilidad. Una gentuza de lo más rara. Se pasan el día sentados en su casa.

—En fin, gracias por haber llamado. Y dale las gracias a tu agente por haberte dado mi recado. Bien, vamos a ver. ¿Verdad que has trabajado en el cine?

—… Alguna vez —dijo él.

—Bien, muchacho: hoy es tu día de suerte. Déjame explicarte cuál es mi idea. Tengo…

—Espera. Si la cosa va en serio, será mejor que vuelvas a hablar con mi agente.

—No, escúchame —dije—. Lo maravilloso es precisamente esto. Estamos trabajando a espaldas de los agentes. A espaldas de los grandes estudios.

—Ya, igual que todos los que venden sus películas a los pubs y a las compañías aéreas.

—No, no. Escúchame. Yo también tuve mis dudas al principio. Pero la cuestión es que mi productor hace que un abogado le redacte todos los contratos, y el abogado cobra su dieta, pero no tiene porcentaje. Todo está bendecido y arreglado, no te preocupes.

—¿Qué es exactamente lo que me estás ofreciendo? —dijo él tras una pausa de reflexión.

—¿Cómo?

Dinero. Llámame cuando tengas una cifra concreta. Mi número sale en la guía.

Y colgó. Encendí dos pitillos y pulsé los catorce dígitos… En Manhattan eran las siete de la mañana. Fielding acababa de terminar sus ejercicios de jogging. Se encontraba animado, fresco, oxigenado. Estaba en forma para los negocios, como si este proyecto no fuera más que uno entre muchos. También hizo como si Dinero limpio hubiese perdido importancia desde su punto de vista, como si se estuviese metiendo de lleno en otra aventura más productiva; otra, de nuevo, entre muchas, como si hubiese dejado de ser su proyecto favorito, su criatura predilecta. Así me trata, después de la debacle con Doris Arthur. Echo de menos el calor humano, pero soy capaz de sobrevivir a esa circunstancia, soy lo suficientemente macho como para aguantarlo, y es posible que el calor vuelva a entrar pronto en escena… Fielding, por supuesto, dijo que ya había oído hablar de Martin Amis: no había leído nada suyo, pero recientemente se habían producido casos de plagio, robos textuales, que habían llegado a los diarios y revistas. Vaya, pensé. Así que el pequeño Martin se ha pillado los dedos. Un delincuente verbal. Un detalle que no había que olvidar.

Entre los dos apalabramos un trato: tanto por el borrador, tanto por la reescritura.

—Espera un momento —le dije—, este chico puede salir más barato. Me parece demasiado dinero.

—No lo es, John —dijo austeramente Fielding, y me dio sus explicaciones. Las escuché, soltando de vez en cuando un gañido de admiración. De modo que así es como se lo montan. La cifra parece estratosférica, hasta cómica, pero en realidad le pagas al tipo a tanto la página. Un borrador, unas revisiones, le dices que su trabajo es una mierda y le das la patada. Así nos sale el guión con una rebaja del sesenta por ciento. Doris Arthur conocía la historia.

Acepté el riesgo y se lo pregunté:

—¿Cómo está Doris?

—Bien —dijo Fielding—. Le he dicho que escriba una novela a partir de su guión. Te equivocaste, John.

—Acerté, Fielding.

Doris me había dicho algo junto a la puerta del restaurante de periodistas de la calle Noventa y cinco. No recordaba ya qué era, pero sabía que no quería volver a oírlo en mi vida. Esa era una de las razones por las cuales Doris estaba donde estaba. Una de ellas. Sí, era una de las razones.

—Dale un cheque al chico ese, hoy mismo. Ponle a escribir inmediatamente. ¿Cómo andas de dinero?

Le dije que a medias. Fielding me dio instrucciones para que utilizara la cuenta especial, me dijo que ya se encargaría él de reponer la pasta.

—Tómatelo con calma, Slick —dijo Fielding—. Tómatelo como puedas.

Me preparé una copa y manipulé la guía en busca de Martin Amis. Sí, salía en la guía, y hasta dos veces. Una vez como Martin, otra como M. L. Hay gente capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir que su nombre salga en letra impresa.

Con un premonitorio ruido de bolsas de compras, Selina entró precipitadamente en el apartamento. Llevaba el pelo aceitoso de color y calor. Hay veces, lo juro, que la melena de Selina se ondula como un río de aguas bravas, y bajo sus ondas oculta ungüentos, secretos. Dijo que estaba cansada, que estaba enferma. Se tomó una aspirina y se metió en la cama. No tenía sentido que me fuese en pos de ella. No sé si saben ustedes que esa chica tiene la parte interior de los muslos extraordinariamente suave. En esa zona tiene una piel de serpiente, brillante, super excitante. Si miras ahí te encuentras con sedosos y complicados repliegues en los tendones, junto a la grieta. No es frecuente encontrar chicas con cosas así.

Selina es como una nena de las que salen en las revistas para tíos. Probablemente sea una nena de las que salen en las revistas para tíos: hoy en día publican tantísimas que no hay modo de estar al día en todas. Las chicas normales no son como las chicas de las revistas porno. Voy a confiarles un dato poco conocido: las chicas de las revistas porno tampoco son como las chicas de las revistas porno. Eso es lo curioso de la pornografía, lo curioso de los hombres; cuando se trata de tías siempre te hacen tragar bolas inmensas. No existen chicas como las chicas de las revistas porno. Ni siquiera Selina lo es, ni siquiera las chicas de las revistas para hombres lo son. He visto de cerca a un par de ellas, y por eso lo sé. Todo el mundo tiene forma humana. Pero díganselo ustedes a la pornografía. Díganselo ustedes a los hombres.

¿Cómo llegué yo a descubrir este dato tan poco conocido? ¿Cómo llegué yo a tomarles las medidas a un par de chicas de las que salen en revistas porno? ¿No se les ocurre?

Con dinero, exacto.

***

—Dime una cosa. ¿Tienes un horario fijo para escribir diariamente? ¿O escribes sólo cuando te da por ahí?

Suspiró y me dijo:

—¿En serio que te interesa saberlo…? Me levanto a las siete y escribo sin parar hasta las doce. De doce a una leo poesía rusa, traducida, por desgracia. Como rápidamente, y luego historia del arte hasta las tres. Luego, una hora de filosofía. Nada de cosas técnicas ni duras. De cuatro a cinco, historia de Europa, 1848 y todo eso. De cinco a seis mejoro mi alemán. Y hasta la cena, bueno, me tomo un descanso y leo lo que me da la gana. Shakespeare, generalmente.

—Sí, el otro día estaba yo releyendo un libro, Animal Farm. ¿Qué te parece?

—Es gracioso, pero no lo he leído.

—Ya. ¿Y qué me dices de…, de 1984?

—Oh, ya lo leeré cuando llegue ese año. No me interesa apenas la novela de ideas. Ni tampoco me gusta tener que sacar la cabeza del libro para respirar aire puro.

—¿Cuánto ganas?

—Depende.

—Pero ¿cuánto?

Me lo dijo.

—Entonces, ¿en qué diablos te lo gastas?

Les juro que este Martin Amis vive como un estudiante. He inspeccionado su casa con el ojo clínico del publicitario, atento a signos de estilo y de forma de vida, de nivel de gasto. Y no encontré nada, ni grabadoras ni archivadores, ni máquinas eléctricas de escribir ni ordenadores ni impresoras. Sólo una portátil color vainilla. Sólo bolis, cuadernos, lápices. Apenas dos habitaciones forradas de polvo que dan a una hollinosa placita, sin vestíbulo ni pasillo. Y se gana lo suyo. ¿Por qué no vive en el nivel que le permitiría su pasta? Este tipo debe de tener un horrible vicio libresco. ¿Cuánto cuestan los libros? Me parece que esa adicción a la lectura lo tiene agarrado del cuello.

—Yo diría que esto es un buen trabajo. Desde luego, no es nada vulgar —dijo. El guión de Doris yacía sobre su regazo. Lo había estado hojeando—. ¿Estas anotaciones a mano son tuyas? ¿Dónde está el problema?

—Tenemos un problema de protagonista. Tenemos un problema de motivaciones. Tenemos un problema con la pelea. Tenemos un problema de verosimilitud.

—¿Cuál es el problema de verosimilitud?

Se lo expliqué. Me tomó un buen rato.

—… y, por lo tanto, ahí es donde intervienes tú —le dije, resumiendo.

—Más que escribir —dijo él—, lo que me pides es un trabajo de psicoterapia.

—Te explico el trato.

—Habla.

Le dije la cifra. También eso me tomó mucho tiempo. Joder, parecía una cifra desorbitada, tratándose de un escritor. Martin soltó una carcajada. Creo que se atragantó:

—¿Libras o dólares? —preguntó.

Dice Selina que soy incapaz de amar de verdad. No es cierto. Al dinero lo amo de verdad. Oh, dinero, te amo. Eres muy democrático: no tienes favoritos. Para mí y para quienes son como yo, tú lo igualas todo.

—Libras —dije, sin darle importancia—, aunque el dinero, naturalmente, es americano. ¿Estás muy atareado? —Le dejé que se encogiese un rato de hombros—. Quizá te deje sin filosofía durante un par de semanas —dije—, pero así es la vida. Y Shakespeare puede esperar. La historia puede esperar.

Mencioné fríamente el cheque que llevaba en el bolsillo de mi americana, y le expliqué un par de detalles acerca del calendario de pagos. Pero luego me puse a pensar: con este chico lo que hacemos es tirar el dinero. Lo haría por la mitad de pasta, seguro. La cantidad de libros que se podrá comprar…

—Pues diré que no.

¿Cómo? ¡El muy hijo de puta!

—¿Qué? ¿Por qué? —dije acalorada, congestionadamente, con un dolor extraordinario, aplastante, igual que si un hijo mío hubiera sido menospreciado de forma humillante y cruel, igual que si yo mismo hubiese tenido que regresar a casa llorando. Ooh, cuánto daño me puede hacer todavía el mundo. Es tan afilado como siempre.

—No es por nada personal —dijo—. Sólo que no sé casi nada de ti. No sé casi nada de Dinero limpio.

—Joder, pero si acabo de contártelo todo.

—Eso es lo malo. —Hizo una pausa, hundió la cabeza—. ¿Quién va a dirigir esa película? ¿Serás tú…? Me has contado la trama, y parecías un niño de diez años que trata de acordarse de un chiste verde. En fin, no es eso lo que me preocupa. La industria del cine está repleta de tontos florecientes y millonarios analfabetos. Lo que me preocupa es… Para hacer una película hace falta energía, un montón de energía. Eso es lo que son los directores de cine: gente que rebosa de energía. Mientras que tú, bueno, tienes aspecto de estar haciendo cola para ingresar en una unidad de cuidados especiales. Como parpadee, le dará un ataque al corazón, pienso todo el rato. Te he visto por ahí, y eres un auténtico prodigio. Un caso.

Dado que he resultado ser el tipo de ser humano que soy, lo primero que me pregunto al ver a una mujer es: ¿me la tiraré? Del mismo modo, lo primero que pienso al ver a un hombre es: ¿tendré una pelea con él? Hace tres años, tres meses, tres semanas, hubiese respondido a las objeciones de Martin levantándole del asiento con una mano y dándole con la otra entre los ojos. Por alguna razón de naturaleza ambigua (creo que tiene que ver con su nombre, tan próximo al de mi paliducho padre), me siento muy protector con este Martin: en cierto sentido, detestaría hacerle daño, o ver que alguien se lo hace. Pero desde otro punto de vista, en otra noche cualquiera, me oigo a mí mismo —hasta me huelo— dándole a Martin la paliza de su vida, una paliza de las peores, furiosa, ciega, incontrolada. Noto que él nota a veces ese impulso, esa pegajosidad que se produce entre los dos. Por mucho que hable y hable, le doy miedo. Sí, es listo, y ojalá hablase yo tan bien como él, pero desde el primer momento le calé, ese chico es un anticuado.

Me recosté en el respaldo, y dejé que mis latidos siguieran su ritmo. Bajé la vista para echarle una ojeada al cenicero, esa fosa común, con los aplastados cadáveres de una docena de colillas.

—Doblaré la cifra —dije. Mencioné la nueva cantidad, y noté un pellizco de náusea en mis huevos—. Y eso no es más que el comienzo. —Saqué el talonario de cheques—. Venga, ¿crees sensato rechazar tanto dinero? Acéptalo. Cómprale un regalo a tu novia. O a tu madre. Acepta. Venga, tío, sálvame la vida.

—… Aceptaré.

—Gracias, Martin.

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Que el cheque tenga fondos.

—Los tiene —dije, entregándoselo—. Necesitaré un boceto preliminar dentro de dos semanas. Joder, tío, sólo tienes que reescribirlo.

Miró la fila de ceros caedizos.

—No me parece… —dijo—. No me parece realista.

Me puse en pie de repente: rebosante de energía. Martin se arredró. Sus ojos me miraron. Sabe lo que hay entre nosotros. O quizá cree que se está volviendo paranoico.

No es cierto. No se está volviendo paranoico. Se lo garantizo yo.

Ahora, cuando voy en el Fiasco, yo también me estoy volviendo paranoico. Tengo la sensación de que la gente me sigue. Últimamente miro por el retrovisor mucho más a menudo que por el parabrisas, y más fijamente. Si algún coche me sigue cuando yo vuelvo una esquina, da igual, es normal, pasa cada día. Si un coche me sigue cuando doblo una segunda esquina, entrecierro los ojos y aprieto las manos en torno al volante, encubiertamente, como un actor. Si ocurre a la tercera esquina, cuidado, alerta roja. Eso es la paranoia, al fin y al cabo. Alerta roja. Cierro las puertas con seguro y subo los cristales de las ventanillas. Utilizo maniobras de diversión. Tuerzo más esquinas a ver si todavía me siguen. Lo piso a fondo… A veces me coge paranoia de contacto con los coches que van delante de mí. Intento tranquilizar a todo el mundo, yo incluido, y adelanto a ese coche, para que no tenga la paranoia de que yo estoy siguiéndole. A veces pienso que el coche que va detrás de mí cree que estoy siguiendo al coche que va delante de mí. Pero cuando trato de hacer el adelantamiento y calmarnos a todos, el Fiasco ya no tiene su viejo ímpetu. Los adelantamientos son eternos. Lo cual resulta extremadamente peligroso, y por culpa de eso ya he tenido bastantes accidentes salvados in extremis. Al Fiasco le falta su marcha, su embestida de antaño. El otro día me dejó boquiabierto un coche de minusválido. Iba yo por Bayswater Road en plan señor, camino de Marble Arch, cuando aquel triciclo de juguete se me adelantó para colarse por un carril libre. Yo reduje, y pisé el acelerador, pero aquel cochecito me dejó clavado. Mi Fiasco no era rival para él. Ayer me entró la paranoia cuando un ciclista me siguió al doblar yo una esquina. Frené. Paré el coche, de pura incredulidad. La bicicleta pasó junto a mí sin detenerse. La montaba una señora… Hoy, mientras conducía, me ha entrado de golpe la paranoia. No me gustaba el asunto. Se estaba cociendo algo, había calma, mucha calma, demasiada calma. Hasta que comprendí por qué me sentía paranoico: no me seguía nadie.

La Boda Real se acerca cada vez más a su final. Londres está como Blackpool o Bognor o Benidorm cuando hace mal tiempo. Esto es historia: los súbditos ingleses se congregan en la capital para rendirle honores a la boda del heredero de la corona. Esto es historia, y todos quieren un pedazo. Los turcos y los persas y los negros engalanados, los nuevos sahibs de Londres, parecen perplejos, humillados: no están acostumbrados a ser menos numerosos que los aborígenes. Los pálidos festejantes van alegremente vestidos bajo el pegajoso calor veraniego.

Se han puesto su ropa pop-art y salen de los autobuses en los que han viajado apretujados para hacer cola ante las mandíbulas de repentinos hoteles. Gritan y están contentos. Ha llegado su hora… Hace exactamente tres años me encontraba yo en algún aeropuerto mediterráneo, a punto de volver a casa, escoltando a Dolly, o Polly, o Molly, una de las antecesoras de Selina. Después de tomarnos nuestro cóctel de primera hora de la tarde pasamos a cumplir con nuestra obligación en la tienda libre de impuestos. Y caminé irreflexivamente entre ellos, mis compatriotas. El aeropuerto era una base de transbordadores aéreos británicos, que iban a Belfast, Manchester, Glasgow, Birmingham, Londres. Todos regresábamos del sol, volvíamos a la luna, verdaderamente en forma, pese a los tripones de la cerveza y al acolchado celulítico, pese al pegamento del peluquín y al sellador de las grietas. Se podían comprar tabloides de Fleet Street en el kiosco. El inglés de pub con el que hablaba el barman era lacónico pero práctico: todos saben decir que no hay hielo: no ice. Y ahí estábamos todos, listos para volver a casa. Chicas con camisetas y tejanos cortados a medio muslo, o en alguna super femenina parodia de los volantes y encajes locales; las matronas con la pana a punto de reventar en el trasero, y una nueva floración de pecas en la cara; los bronceados machos exhibiendo su torso en el bar y tratando de representar su ideal de la gracia varonil: un mostachudo hombre-músculo. Hay mucha copa y mucho dinero de vacaciones. Hechas las paces con sus cuerpos, recalentados, aceitados, cuidados, todos llevan el bronceado sexual: una insultante salud. Hasta que toda la pandilla, toda la inocente catástrofe de la evolución de la especie —ellos, yo, Holly, o Golly, o Lolly, la pimpante tía buena de vestido que aletea al viento— nos dirigimos a través del enloquecido calor hacia la máquina de ruido, tensa y estruendosa en medio de la rechinante pesadilla. Cargados de transistores, productos libres de impuestos, grandes tetas, pantalones blancos, trepamos todos hasta lo alto de la puerta situada en la grupa del aparato.

Vigila. Espera. Ya vienen ahí otra vez: las masas. En aquellos tiempos, para mí el tránsito no era más que tránsito, una cosa anónima, indiferente: tránsito, simple tránsito. Ahora sé algo más acerca de las cosas que pasan a mi espalda. Los coches son concretos y poseen campos de fuerzas que pueden ser mojigatos, hostiles, altivos. Veo la cara de un coche, los ojos de un coche, la sonrisa despectiva y acalambrada de un coche, el acobardamiento, el erizamiento o la despreocupación de un coche. Y cuando contemplo la masa, la congestión humana de las calles, no veo personas sino campos de fuerza humanos: trampas, cabezas amenazadoras, sombreros duros, trotes, masas humanas que me individualizan con la mirada de sus faros.

***

—Carlos y Lady Di se casan el veintinueve —le dije a Selina mientras me tomaba mi tostada y mi café. Ella vestía su más señorial camisón. Una seda rica como caramelo. Además, era una prenda brutalmente transparente—. ¿Por qué no convertimos ese día en la fecha de una doble boda? ¿No sería increíble? Ahora mismo podríamos bajar, tomar un taxi, e ir a comprarte un anillo en Bond Street. ¿Qué te gustaría? ¿Una esmeralda, un rubí, un bonito diamante? Podríamos almorzar en Knox’s. Telefonearé a la agencia de viajes. Después de la ceremonia podríamos largarnos a pasar unos días en París. Podemos alojarnos en ese hotel nuevo, el que dicen que es el más caro del mundo. Y, de todas formas, necesitas renovar tu vestuario. También creo que ha llegado el momento de que tengas tu propio coche. El Fiasco es demasiado grande para ti. Te he oído comentarlo alguna vez. ¿Adónde te gustaría ir este verano? Piénsatelo. ¿Las Barbados? ¿Las Seychelles? ¿Sri Lanka? ¿Bali?

—No te oigo, John. John. ¿Qué estás haciendo?

—Nada —dije, aunque en realidad fuera mucho. Me había montado en el taburete de la cocina, y agarraba uno de los pezones de Selina, para afinar la sintonía, y me había metido el otro en la boca y lo saboreaba como si fuese un caramelo de menta—. ¿Qué me dices? —dije.

—¿Cómo? ¡Ay! Mira, lárgate. Además, quiero ver la Boda Real por la tele.

—Vete a la mierda —dije.

—Y tú también.

—¡Jódete ya!

—Te jodes tú.

—Mierda ya, joder —dije, y bajé al Butcher’s Arms.

… Había una anciana señora que vivía en un pisito. Un día, tres negros y dos skinheads llamaron a su puerta. Le dieron una paliza y la violaron y le robaron toda la pasta. Cuando el hijo de la anciana apareció allí con la bofia, uno de los negros estaba aún en la cama, durmiendo. Tenía dieciséis años. El hijo, setenta y dos. La anciana, ochenta y nueve, y vivía sola en su pisito… Un jefe guerrero árabe ha volado en pedazos. De repente, según un comentario del Morning Line, el Próximo Oriente está más explosivo que nunca, y constituye una seria amenaza para la paz mundial. Lo cual plantea unas cuantas preguntas de cierta importancia. ¿Habrá problemas con el petróleo? ¿Le pegarán una bofetada a la libra, o acorralarán los gangsters a nuestra moneda en los mercados monetarios internacionales? ¿Es posible que se recupere gracias al petróleo, con lo cual se devaluarían los dólares americanos que estoy ganando yo? Exijo respuestas. ¿O habrá quizá una Guerra Mundial, con todos los gastos y molestias que eso supondría…? Un presentador de televisión ha sido ingresado urgentemente en un hospital, aquejado de una misteriosa enfermedad. En la página cinco, la rubia Ulla muestra sus grandes tetas y sus diminutas bragas. Sissy Skolimowsky resulta ser bollera, y un ex novio suyo piensa demandarla. Ayer, mientras revolvía el cajón de Selina, tropecé con unos folletos extraños. Cosas de abogados: información general acerca de la legislación y los derechos de las tías… Maniobras de blindados rusos junto a la frontera polaca. Con 1984 he viajado lo suficiente como para que estas cosas me preocupen. Me preocupa Polonia. Me preocupa Lech, y la habitación 101, y Danuta (vuelve a estar embarazada, saben) y todos esos hijos que tienen. En mi opinión, Solidaridad podría fallecer pronto de sobreexcitación. Todo lo que hace Lech les parece razonable a los hombres y mujeres libres, pero apuesto a que en Polonia las cosas son de otro modo; allí llevan las riendas una pandilla de tipos duros. ¿Han oído contar ese curioso chiste polaco sobre el dinero? Es muy bueno. Preg.: ¿Cuál es la única cosa que vale la pena comprar con dinero en Polonia? Resp.: Dinero. Dinero de otras marcas: dinero del nuestro, que a ellos les sale carísimo. ¿No resulta escandaloso? Es un chiste muy bueno, a que sí.

—Barry opina que sí lo han hecho. Fat Vince opina que sí lo han hecho. Cecil cree que sí lo han hecho. Vron cree que sí lo han hecho. Y yo también.

—¿Qué? —pregunté.

—Que ya se han acostado.

—Ella y el príncipe Carlos.

—Ya. Bueno, es lógico. Él es heredero del trono. Tiene que saber qué se lleva a casa, ¿no?

Otro día, otro pub. Fat Paul, el Shakespeare.

Fat Paul y yo somos como hermanos. Estamos siempre cantando y peleando, siempre riendo y cabreándonos. Cuando teníamos veintitantos años dejamos de pelearnos. Dolía demasiado. Él dejó de perder todas las veces. Ahora temo a Fat Paul, y procuro no estar borracho cerca de él. Se saca su buen dinero por ser mucho más violento que yo. También yo mejoraría mi eficacia si me ganara la vida con la violencia, como Fat Paul. Bueno, él es un profesional, me digo a mí mismo, y para mí nunca ha sido más que un pasatiempo.

—He abandonado la sexualidad —ha dicho Selina esta mañana, después de tomarse el té que le he llevado yo con todo mi afecto.

—¿Ah sí? —le he preguntado.

—Por Dios, trátame bien. Utiliza tu imaginación. Ya se me pasará. Sólo que he abandonado la sexualidad.

Entonces, ¿se puede saber para qué sirves?; eso fue lo que sentí deseos de decirle. Pero no lo he hecho. He resistido la tentación. He observado el orgulloso dramatismo de su rostro, las válvulas y órbitas de su garganta, la humedad de su pelo, los pechos, más pesados que nunca, sólidamente montados sobre la caja torácica, las colinas desnudas de su barriga, la repentina llamarada de sus caderas, el olor a sueño.

—Entonces, ¿se puede saber para qué sirves?

—No eres real —ha dicho ella.

Tiene suerte la pequeña Selina de que haya dejado de hostiar a las mujeres. Si alguna vez vuelvo a pegar a las mujeres, ella será la primera en enterarse… De modo que me he largado y me he pasado una aburrida pero necesaria mañana con mi director de arte y mi jefe de vestuario. Le dije a mi ayudante que también viniera. Es Micky Obbs. Todos ellos cobran por esperar el momento del rodaje. Fielding tiene una cuenta especial para correr con esos gastos. Luego he comido con Kevin Skuse y Des Blackadder. También ellos cobran. Tendrían que ver cómo manejo a esos tipos. Martin Amis tendría que haber visto cómo manejo a esos tipos. Creen que soy Dios. Sus sonrisas forzadas y sus exhaustas carcajadas, la tranquilidad de su odio, me lo confirman. Luego, al Shakespeare, a ver a mi padre, a buscar claves de este rollo de los padres y los hijos.

—¿Dónde está Barry? —pregunté.

—Aquí —dijo Fat Paul—. Toma las llaves.

Mi padre estaba pensativamente dedicado a ver las pruebas de varias strippers en la cripta morada del viejo salón del bar. Menudo lote de desgraciadas: treintañonas, amas de casa con dos hijos, forzadas a subirse al escenario por cuestiones de dinero. Incluso tienen a sus chiquillos rondando por aquí, bostezando nerviosamente. Los niños me recordaron a otros niños, sí, a los niños de los presos de Brixton, a los pequeños visitantes. No tenía ganas de ver nada de eso, y me senté pesadamente, de espaldas a los focos.

—Sírvete algo, John —dijo mi padre, con su breve mirada de deudor—. A ver, ¿quién eres tú? ¿Emma? Muy bien, guapa, empieza.

—¿Qué le pasa a Vron? —pregunté.

—No me hables de Vron. Desde lo de Debonair me trae loco. Ahora quiere hacer un vídeo. Está obsesionada por el vídeo. Para Vron, lo de desnudarse en un escenario ya es poco. Dice que es una artista del cuerpo. Que lo suyo no es el strip-tease, sino cultura física. El miércoles pasado hizo cultura física de esa en el escenario del Shakespeare, y no veas el escándalo que se armó. Gracias, Emma. Sí, Emma, con eso será suficiente.

Me volví. Con la ropa sujeta de mala manera, Emma decía que sí con la cabeza bajo los focos. Un niño pálido con pantalones cortos se dejó caer de la banqueta del piano y avanzó hacia ella.

—¡La siguiente!

—¿Qué fue lo que pasó el miércoles?

Mi padre emitió un leve gemido nasal, con la mirada fija en el escenario.

—Hizo que ese desdichado de Rod le hiciera una coreografía completa. Rod, el fotógrafo. Tiene suerte de ser marica, porque de lo contrario estarían los dos en el hospital. Él se encargó de la iluminación, de la supuesta iluminación. Estaba tan oscuro que la gente tiraba los vasos, tropezaba con las paredes, en fin. Y no hizo lo corriente, ya sabes, lo de la chica pasando la gorra al final y cada uno echándole lo que le da la gana. No. Fue una actuación en toda regla, con taquilla, y cada entrada a dos libras. Vron salió cubierta de velos y pañuelos y cosas, y dio un par de pasos en la oscuridad. ¡Y luego volvió a largarse! No veas cómo se puso el público. Me fui a verla y le dije, a ver si te quitas todas esa maldita mierda que llevas puesta. Pero dijo que no, que ella no se quitaba nada. Dijo que eso era su número. Tuve que devolver el importe de las entradas. Descorazonador. ¡Gracias, chata! Precioso. Ya veré qué puedo hacer por ti.

—Eh. Quiero preguntarte una cosa. ¿Tienes planes para…?

Tendrás tu dinero —me dijo, y me miró cara a cara por primera vez, con los ojos entornados, los labios arqueados.

—No me refería al dinero —le dije—. Me refería a tus planes matrimoniales.

—Oh, eso. —Se encogió de hombros e hizo un ademán despectivo con la mano—. Haznos un favor, John. Pásate a ver a Su Alteza Real cuando te vayas. Quiere hablar contigo un momento. Oye. La tal Selina… —Su gesto de burla se agudizó, y pareció encender unas luces en el fondo de sus ojos—. Debe de ser bastante guarra, eh. ¿Me equivoco?

—¿Selina? —dije, con inconfundible lealtad; menudo tonto soy-Basura y sólo basura.

Mi padre gruñó y se volvió hacia el otro lado.

—Anda, hijo, vete. Corre.

Encontré a Vron viendo la televisión en una salita color mazapán. Estaba tendida en el sofá, con el cuerpo significativamente dispuesto, y la cabeza alta, como en bandeja. Me fijé en sus agudos tobillos, en sus medias negras, en el quimono turquesa con numerosos e interesantes orificios de ventilación. Llevaba unas pestañas postizas espesas como charreteras, y sus ojos se extendían como delgadas arañas sobre el tono mortuorio de su maquillaje. Vron y la habitación en donde yacía tenían en común…, cierta textura a tienda de caramelos, sorbetes, bombones de licor. Mientras ella me hablaba (de Barry, de Rod, de los deméritos del peinado de Lady Di), estuvo haciéndose masaje en los pechos con los antebrazos, perezosamente: «para mantenerme en forma, John», me explicó. Luego, la conversación pasó a tratar de su propio cuerpo, y de lo poco avergonzada que de él se sentía. Otras personas podrán avergonzarse de su cuerpo, pero ella no es de ésas. Desde luego que no.

—¿Por qué tendría que avergonzarme de mi cuerpo, John? Dímelo tú. ¿Por qué?

No supe qué contestarle. Después, Vron me preguntó si tenía algún contacto con gente que hiciera cine porno, o vídeo erótico, o porno duro.

—Ninguno que parezca importante. No.

—Barry duda de las posibilidades de mi futuro, John. En cambio, Rod tiene fe en mi talento. Tú tienes espíritu de artista. Y por eso te respeto, John. ¿Dudas tú de mí, John?

—Por mi experiencia, Vron, te diré que estas cosas pueden salir bien o mal, depende.

Me miró reflexivamente, con las manos cruzadas sobre las azules solapas.

—Sería una buena madre para ti. Lo sería —dijo—. De verdad.

***

—La distancia entre el narrador y el autor depende del grado en el cual el autor crea que el narrador es malvado, iluso, despreciable o ridículo. Lo siento, ¿te aburro?

—¿… Uh?

—La distancia está en parte determinada por las convenciones. En un marco épico o heroico, el autor le da al protagonista todo lo que tiene, y más. El héroe es un dios, o posee poderes o virtudes divinas. En un marco trágico… ¿Estás de acuerdo?

—¿… Uh? —repetí. Acababa de metérseme un pedazo de galleta en uno de los huecos que dejan entre sí mis muelas superiores. Si vuelvo a pasar la película de este accidente de manera mental, supongo que debí de hacer una marcada mueca de dolor, para después dar rienda suelta a un estremecimiento. Me puse a repasarme la muela con la lengua. Martin, tan contento, siguió charlando. Los médicos de la boca son como decoradores del oeste o fontaneros de circunstancias. De joven, uno cree que el mundo de las reparaciones adultas es digno de la mayor confianza, eficaz y no excesivamente caro. Pero cuando uno crece se encuentra con que no hay más que matones y cuatrojos, chulos y ratas de biblioteca, chapuceros y melindrosos. Tomé un sorbo de mi copa y desvié el scotch hacia mi Upper West Side.

—Cuanto más desciendes en esta escala, más libertades puedes tomarte con él. En realidad, puedes hacerle lo que te venga en gana. Lo cual crea un deseo de castigo. El autor no está en modo alguno libre de impulsos sádicos. Supongo que es…

—Oye, no te olvides de que me has de dar una fecha límite. No es necesario que la cumplas estrictamente, pero necesito decirles algo a Fielding y a Lorne. Y a Caduta. También a Davis. ¿Qué hay de la pelea?

—¿Qué pelea?

—La pelea entre Lorne y Spunk. Ya sabes, la gran pelea.

—Ese nombre no va a colar.

—Ya, ya. Le he hablado de este asunto. Mira, hay muchos norteamericanos que se llaman cosas así. Todos se llaman cosas como Orifice y Handjob.[12] No se fijan. Creen que son hombres divinos.

—Pues a mí me parece que eso será un problema. En fin, a ver qué te parece esta idea. Que Spunk, o como se vaya a llamar, deje que Lorne le dé una paliza.

—¿Que Spunk se deje…?

—Sí, Spunk.

—¿Por qué?

—Para demostrar que está por encima de todo eso. Y también que controla tan exquisitamente su propio cuerpo que es capaz de encajar los puñetazos y…

—Venga ya —dije—. Lorne no caerá en esa trampa. Lorne quiere que Spunk le ataque a traición, de la peor manera, y después pretende vapulearle.

—¿A Spunk?

—Sí. Verás, los héroes no… Tengo que explicarte una cosa: Lorne hace papeles de héroe. Los héroes nunca pierden una pelea. En tiempos de Lorne no perdían jamás. Luego empezaron a perderlas, durante una temporada, pero ahora han vuelto a lo de no perder nunca. Los héroes, bueno, los héroes no pierden una pelea a no ser que tengan diez tipos en contra, y armados de navajas y látigos, y porque el héroe ha estado enfermo, y su madre está a punto de morirse, y su mujer…

—Ya, entiendo —dijo Martin.

—E incluso así, a la siguiente pelea gana el héroe.

—A ver esta otra idea. Lorne deja que Spunk le dé la paliza.

—¿Por qué?

—Por amor a Butch. Se sacrifica por ella.

—Ya… A Spunk no le engañaremos tan fácilmente. Ni siquiera quiere pelear con Lorne, a no ser que sea absolutamente necesario. Sólo si le provocan y le atacan y todo eso.

—Entonces, no hay modo de resolverlo. Ninguno de los dos está dispuesto a perder.

—El escritor eres tú —dije—. Usa tu imaginación, joder. Pon tu talento a trabajar. Además, ¿no es eso lo que se supone que soléis hacer los escritores, todo el día?

—Si hubiese dos peleas, supongo que los dos querrían ganar la segunda. ¿Y si dejamos lo de la pelea?

—No, no lo vamos a dejar. Necesitamos la pelea. Quiero que haya una pelea.

—Ya veré qué puedo hacer por ti.

Luego discutimos el problema de la verosimilitud, en el piso de Martin, sentados en torno a su mesa ovalada y cargada de libros, provistos de una botella de whisky, vasos, ceniceros, cosas de escribir. Martin fuma y bebe lo suyo, aunque antes no lo hiciera. Hablando en general, mi estimación de sus cualidades ha subido algunos enteros. Pero encuentro que esa vida de estudiante que lleva lo estropea todo. ¿Hasta qué punto quiere arrastrarse por la vida? Afuera había cielos luminosos y parloteo de gente que pasaba.

—De manera que lo que tienes que hacer es —dije, a modo de conclusión— que se comporten de forma verosímil, sin que ellos lo sepan. Sólo de forma que ellos lo hagan, sin que se enteren ¿de acuerdo?

—Me lo pones difícil —dijo Martin.

Medité un momento.

—¿Tienes también este problema con tus novelas, Martin? —le pregunté—. Y, ¿te arman muchos líos cuando tratas de gente que hace cosas malas y todo eso?

—No, no me presenta ningún problema. Me llegan algunas quejas, claro, pero estamos prácticamente todos de acuerdo en que el siglo XX es una época irónica, decadente. Incluso el realismo, el tratamiento más puramente realista, se considera como demasiado engolado en este siglo.

—Realmente… —dije, y me pasé la lengua por la muela.

Cuando regresaba a casa por calles color ostra y carbón, el aire tembló repentinamente, se sacudió el abrigo, como un perro mojado, como la superficie de aguas turbadas. Me detuve un momento —todos lo hicimos— y alcé los ojos al cielo, como podría alzar el rostro un esclavo o un animal, temiendo el castigo pero asumiendo de todos modos el riesgo. Con sus peldaños de luz, una iluminada escalera ascendía hacia el azul, más allá del cielo cotidiano formado por hueveras vacías, grandes pellejos, nieblas de cocina.

—De acuerdo, a ver —dije, y me sequé la cara con la mano.

En lo alto, en medio de la distancia transparente, se tostaba al sol una hueca nube rosada, una cúspide de color rosa sujeta por los extremos, en forma de ojo vertical, de boca vertical. En su centro se encontraba cierta esencia viva, meticulosa, femenina… Bueno, ¿aparto de mi mente esa idea? ¿Es posible que la pornografía que emite mi cabezota se cuele incluso en las nubes hasta determinar su forma, resistiendo de paso los embates del aire de las alturas? Alto ahí…, el color rosa, la boca, el destello. En fin, si en ese momento me pareció que era así, significa que en ese momento me pareció que así era. Probablemente no soy el único que opina que está determinado por su forma de ver las cosas. Y esa nube de ahí arriba me recordó, sin la menor duda, un chocho.

***

Y es que, últimamente, todo tiene esa forma para mí. Llevo una semana de vuelta en Londres, y Selina sigue manteniendo las distancias. Selina me ha puesto el freno. Cada noche, mientras cenamos en restaurantes cotidianamente más caros, tengo que escuchar el manifiesto antisexológico desde la sopa hasta los postres. Dice que se encuentra en un estado de hipersensibilidad. En un estado extremadamente delicado. Al principio pensé que lo único que pretendía era conseguir que yo le diera de mi bolsillo un auténtico bingo o un espléndido plan de jubilación anticipada. Me equivoqué. Le he ofrecido miles y miles de libras. Le he ofrecido el matrimonio, hijos, casas, la leche. Tal vez me falte sutileza, no lo sé. Ella me mira como diciéndome: ¿Cómo te atreves? Ojalá me explicase alguien a qué hormona hay que echarle la culpa de todo esto. Esa hormona suya está dándonos la lata por ahí dentro, y arruinando de paso mi salud. Como agarre a esa hormona algún día… La pequeña Selina ni siquiera se viste de gala. Tampoco se desnuda. No lleva prendas de burdel o de revista porno, pero tampoco usa pijama de hospital o calcetines. Duerme en cueros. Lo mismo que yo, lo mismo que yo.

Por la noche, antes de retirarme, tomé la precaución de beberme una botella de brandy, y entré en el dormitorio justo cuando Selina salía de la bañera. Mientras se cepillaba el pelo con los dos brazos alzados, permaneció en pie y desnuda junto a la cama. Fragmentos de humedad le brillaban en la piel como océanos en un globo terráqueo. Crucé la habitación en actitud implorante. Le besé la garganta. Me arrodillé.

—Por favor —le dije.

Oí el ruido del cepillo en su pelo, la música japonesa de sus entrañas, el leve zumbido del silencio.

—Diez de los grandes —dije—, para que te los gastes en tu boutique preferida.

Sin respuesta.

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