Dinero

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VI

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—Cásate conmigo. Ten hijos conmigo. Podríamos irnos a vivir… Joder, esto es… ¡Cierra los ojos, simplemente! ¡No tardaré ni un minuto! Maldita sea, ¡acércate!

—Si me amases —dijo Selina—, lo entenderías.

De modo que, a continuación, intenté violarla. A fuer de sincero, debo confesar que no fue un esfuerzo muy distinguido. No estoy entrenado para estas cosas, y suelo estar poco en forma. Por ejemplo, malogré un montón de tiempo intentando controlar sus manos. Es evidente que la forma adecuada de violar a una tía consiste en resolver sobre todo el asunto de las piernas, y, de paso, darle algún que otro bofetón como parte del trato. Otro consejo: desnúdense antes de que empiece la acción. Fue cuando sujetaba los brazos de Selina con la mano derecha y la hebilla de mi cinturón con la izquierda, que ella me dio un buen directo con su huesuda rodilla. Me dio justo en donde más duele. Fíu, un buen golpe, pensé mientras caía de espaldas al suelo. Encogido y jodido, me quedé tumbado con la pantalla justo delante de mi cara. Tuve la sensación de estar poniéndome verde de pies a cabeza. Finalmente, me arrastré hacia el baño como un cocodrilo tras haber pasado por el matadero, y estuve rugiendo durante muchas lunas con la cabeza hundida en la taza.

Un buen golpe, pensé, mientras me comía una manzana en la cocina, mientras, cojeando, andaba de un lado para otro, retorciéndome las manos. Joder, ¿cómo estarán las cosas a partir de ahora…? Cuando, muy falto de confianza en mí mismo, regresé al dormitorio, Selina apenas si me dirigió un frío aleteo de sus pestañas. Estaba sentada en la cama, apoyada en el cabezal, sujetando con firmeza la sábana bajo los sobacos, y con una revista lujosa sobre la pendiente de su regazo.

—Lo siento. Lo siento muchísimo —dije—. Jamás en la vida había sentido tanta vergüenza.

Ella se volvió y alisó la almohada. Gradualmente —jadeando, cojeando, dando saltitos— me fui quitando la ropa y me metí en cama, a su lado. Apoyé una mano cautelosa en su hombro.

—Selina. Por favor, di que no pasa nada.

Ella me empujó con la blancura indefensa de su grupa, perdonándome.

—No pasa nada —dijo.

Estiró la pierna izquierda y coló su palma derecha bajo la almohada. Me quedé largo tiempo con la respiración de su cuerpo en mis brazos, escuchando entristecido la disminución del volumen de sus suspiros.

Luego intenté violarla otra vez.

En términos de simple técnica, de tecnología de la violación, mi segundo intento fue sin duda mejor que el primero. La verdad, hubo todo un mundo de diferencia. Esta vez la ataqué por detrás con un impulso serpenteante, caracoleante. El factor sorpresa tuvo esta vez un papel más sobresaliente, porque en ese instante Selina ya estaba dormida. Es difícil aumentar el grado de sorpresa que el que se consigue en tales circunstancias. Tras haber aprendido de la reciente lección, fui todo lo listo que puede ser un violador: aplasté su cuerpo y le separé sus piernas con las mías, mediante un movimiento de pinza inversora. Y vaya si funcionó. Fabuloso, me dije a mí mismo. Está completamente a mi merced. Brillante. Todo lo que necesito ahora es que se me empalme… Con la mano que le quedaba libre, Selina me clavó las uñas en el costado y le dio algún que otro maligno tirón a mi felpudo. Puedo soportarlo, pensé. Es antierótico, ciertamente, pero tampoco me hace tanto daño. Pero ¿y ahora qué? Selina misma le puso fin al impasse. De repente recordó sus posibilidades, y me dio un soberano golpe en la mandíbula con su afilado codo: me alcanzó en lo más hondo de mi dolorido Upper West Side, ahí en donde aún se mantiene con vida esa temblorosa muela. Esta vez di con mis huesos en el suelo más rápidamente incluso que antes, pero me fui enseguida a la cocina, con paso tambaleante. Las alegrías de la violación, pensé mientras me atiborraba de calmantes y scotch, están muy sobrevaloradas. ¿Cómo se las arreglan los violadores para aguantar todo esto…? Cuando volví a asomarme, Selina se había hecho la cama en el sofá. Se dirigió hacia allí, como si fuese un coche fantasmagórico, y comenzó a cerrar la blanca puerta.

—Yo dormiré en el sofá —le dije—. Vete tú a la cama.

Me ignoró. Le grité. Por vez primera en toda la noche, tuve la sensación de que en cualquier momento podían salirme mis peores instintos. Selina (vestida con su más lanudo camisón) regresó a la cama, y aún pensé de nuevo en lanzar un último y heroico ataque contra ella. Pero mi ángel de la guarda me aconsejó que, por esa noche, lo dejase, que abandonase honorablemente la batalla mientras aún seguía con vida. Me pasé una revuelta y dolorida noche en el ardiente cuero (las sábanas parecían decididas a vendarme, atarme, medirme), y tuve que hacer las funciones de anfitrión para toda una pandilla de nuevos dolores que se dedicaron a explorar el repentino patio de recreo con que se habían encontrado.

Cuando me «desperté», alrededor de las diez, Selina se había ido. Por la mañana, encontré en el correo un sobre con el estado de mi cuenta bancaria. Lo abrí con desacostumbrado interés y me quedé mirando sus columnas un rato larguísimo. Ahí tema por fin las pruebas de que Selina me la estaba jugando. Durante las cuatro últimas semanas no había gastado ni un penique.

***

Los Usureros. Presupuesto. Transnacionales. No tengo palabras. Gracias, John.

—¿Qué les pasa? —le pregunté ante su ironía—. Son libros, ¿no?

—Ya los tienen aquí. Y pensar que me he pasado seis semanas esperando, para que me vengas con esto.

—¿Cómo iba yo a saberlo? Si quieres libros, pídeselos a tus amigos de Cambridge.

—No tengo amigos de Cambridge. Ni de ningún otro lado. Ahora ya no me queda ninguno. ¿Por qué crees que intento relacionarme con alguien como tú?

—¿Qué te parece éste? —dije—. Animal Farm

—¿Cómo? Lo leí a los doce años.

—Entonces, probablemente no te diste cuenta de que era una alegoría. A esa edad, imposible. Sólo tenías doce años. Pues bien, los cerdos son algo así como los líderes…, de la Revolución. Y todos los demás, como los caballos, los perros, pues son… Mira, Alec, no me gusta decirlo, pero tienes un aspecto horrible.

—Tampoco a mí me gusta oírlo.

Alec Llewellyn tenía en su rostro el rastrero color del miedo. Es amarillo, como dice la gente, un amarillo de cerda en celo, con poros. Las peores víctimas eran las concavidades que se le habían formado bajo los ojos, en donde la oscuridad se le había concentrado en dos manchas negras, como de roña. En cuanto a los ojos en sí (esos ojos antaño húmedos, brillantes, casi espumosos), eran los ojos de un atrapado ser interior, una criatura que vivía dentro de mi amigo y cuya mirada se perdía en la lejanía, tratando de ver si algún día sería seguro salir al exterior. Llevaba el pelo largo, descuidado, lacio, con una curva hacia dentro por debajo de la mandíbula… En fin, esto era Pentonville, la cárcel de Su Majestad, y Pentonville no se parece a ningún otro lugar: no era como Brixton, con su ambiente tranquilo y hasta acogedor. No, Pentonville era desmoralizador, tenebroso, húmedo, con un aire hosco y sucio. Hasta los guardianes, con su sarga empapada de sudor, parecían subnormales. Me pasé dos piojosas horas esperando en un aula muerta con las diversas esposas, que, por cierto, también eran diferentes: no eran viejas y severas sino jóvenes y aburridas, jodidas, dolidas. Chicas de las que acaban liándose con tipos poco recomendables: delincuentes. O quizá nunca tuvieron oportunidad de elegir, y simplemente acabaron con delincuentes de poca fortuna.

—El sistema clasista —dijo Llewellyn— no funciona tan bien aquí como en Brixton. Comparto mi celda con un par de trogloditas al lado de los cuales tú parecerías el Cisne de Avon. El uno está encerrado por robo, el otro por violación. Es lo más gracioso de los dos. John —dijo con una entonación nueva, menos firme, más dura—, sabes que no soy yo el que tendría que estar aquí, sino tú.

No me gustó este tema de conversación.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté. Estábamos sentados en una húmeda pocilga que recordaba a uno de esos cafés de los años sesenta, pero que nadie se hubiese cuidado de arreglar en todos esos años, sin ventanas, con los cables de la luz colgando del techo, y un constante parpadeo en las bombillas. Cada pocos minutos me iba al mostrador y compraba otro café y otra pastilla de chocolate para Alec. Él iba comiendo y bebiendo tranquilamente, pero sin el más mínimo placer.

—Escúchame. El cartel dice «Las luces se apaguan a las nueve». ¡Apaguan! Y otro dice: «Una taza de té o “café”». ¡Café entre comillas! ¿Por qué? ¿Por qué? Y, en la biblioteca, hay un rótulo que dice: «Se proibe escupir». ¡Proibe! Es un error, un error.

—De acuerdo —dije, algo inquieto—, todo esto está organizado por una pandilla de analfabetos. En fin, tómatelo con calma.

—Sácame de aquí —dijo, alzando la voz—. Es un error. No soy yo el que tiene que estar aquí. ¡Eres tú! ¡Esto es una errata!

—Eh, tío. Tranquilo, joder.

Alec tenía razón en cierto sentido. Todo esto está en mí. El padre de mi padre era un falsificador al que a menudo pillaron con las manos en la masa. Uno de sus sudados billetes de cinco libras, enmarcado, todavía adorna un rincón del Shakespeare. Tiene un aspecto desamparado. Como una bayeta. Mi padre tiene mucha suerte, siempre se libra. Todo Londres sabe que Barry nunca ha estado encerrado. Fat Paul ha cumplido alguna sentencia por haber causado daños de diversa consideración a gentuza de por ahí. En cuanto a mí, me he pasado alguna que otra noche en comisaría (por embriaguez y conducta escandalosa, por resistirme a mi detención y, una vez, por pegarle a un poli: tres meses de sentencia suspendida). Sólo Fat Vince está del todo limpio: Gentleman Vince. Y todos esos tipos de ahí adentro, esos desgraciados con uniforme, esos perdedores de nariz enrojecida, esos ceñudos chapuceros, esos estafadores de grandes puños, esos retrasados mentales de carácter violento, son de los míos. Todos ellos resisten la marea como pueden, mientras los demás nadan en sentido contrario. Hay un buen montón de dinero en ese negocio. Lo único malo es que, si alguien se entera de lo que haces, terminas con tus huesos en la cárcel. Volví a mirar el resto de la habitación. Esta vez, al ver a Alec, imaginé que tendría la sensación de que me había alejado de la cárcel. No fue así. Sino que la sentí más cerca.

Le di mi pañuelo. Consolé su hombro con unos golpecitos. La verdad, no sirvo para estas cosas.

—Dos semanas —le dije—. Dos semanas, y estarás en la calle. Dos semanas, y tú y yo estaremos emborrachándonos en algún casino con un par de tías.

—No, yo no estaré ahí. Me iré con Ella y los niños. Es todo lo que puedo permitirme ahora. —Me dirigió una sonrisa despectiva—. Borracho en un casino, contigo y un par de furcias. El mismísimo paraíso. ¿No crees que ya he tenido suficiente de todo eso?

Fui a buscarle más café, más chocolate. Alec se había pasado diez años haciendo visitas de cortesía a los barrios bajos. Había necesitado diez años para averiguar que los barrios bajos son reales, que los barrios bajos contraatacan a mordiscos, contraatacan a mordiscos de sus pequeños y mezquinos dientes. Pagué la cuenta al tipo del delantal que atendía el mostrador. Sí, otro mundo sin mujeres. Se notaba enseguida esa ausencia de mujeres, el sabor amargo de la testosterona libre de toda mezcla. Gracias a Dios, mi tiempo allí se terminaba por fin. Pronto estaría afuera, con las mujeres, con el dinero.

Cuando estaba regresando a la mesa de Alec oí sonar una estridente campana. Me quedé en pie. Él notó el alivio en mi rostro, y volvió a reunir fuerzas. Me miró con renovada enemistad.

—Esa amenaza que pesa sobre ti.

—Ah, sí —dije con frialdad—. Esas cincuenta libras que alguien ha pagado para que me arreglen la jeta. Cualquier día, cuando menos me lo espere, alguien me arrancará la cabellera o me pisará el dedo gordo del pie…

—Sé quién las pagó.

—¿En serio? ¿Quién?

—Un golpe en la cara, con un instrumento contundente. ¿Estás preparado?

—Lo estoy.

—Agárrate fuerte.

—Ya me agarro.

—… Tu padre —dijo Alec Llewellyn.

Al cabo de una hora me encontraba en otra sala de espera, esta vez de un médico de los caros. Mientras aguardaba mi turno estuve pensando en Selina, denunciando en la comisaría de Paddington que habían intentado violarla varias veces. Pero no, Selina jamás me haría eso. Las denuncias por violación no dan dinero. Me sentía mal pensando en lo que hice. ¿Por qué? Seguro que pronto quedaría todo olvidado. No: sabía que estaba alejándose de mí. Espera, quise decir.

No corras tanto. Espera… Mrs. McGilchrist volvió a limpiar mi maldita muela, con cierta impaciencia. Me dijo que casi podía darla por perdida, y que pronto estallaría otra vez.

Una hora más tarde volvía a encontrarme en una sala de espera del Soho: Carburton amp; Linex. Estuve fumando y mordiéndome las uñas. Todas las prisiones, supongo, son salas de espera. Todas las prisiones…, todas las habitaciones. Todas las habitaciones son salas de espera. Su habitación es una sala de espera. Está usted esperando, al igual que yo estoy esperando. Todo se acerca al momento en que todo habrá terminado. Menos mal que la flaca Trudi me mostró la puerta.

Terry Linex estaba medio tumbado en su madriguera, como un bicho licencioso rodeado de frondas y copas, de trofeos de dardos y diplomas italianos. Eran las cuatro en punto de la tarde, y llamó por el interfono para pedir whisky y hielo.

—Bien, hijo —dijo—, ¿cómo te sienta la vida en el carril de adelantamiento? ¿Puedo hacer algo por ti?

—Quería saber algo de mi finiquito dorado. —Tomé un sorbo de mi whisky. No podía quitarme a Selina de la cabeza. No me sonrojé ni me sentí azorado. Nadie puede sonrojarse ni sentirse azorado en presencia de Terry Linex.

—Está en camino —dijo.

—¿Cuánto será?

—Bueno, yo diría que estará a mitad de camino de las seis cifras.

—¿Cuánto? ¿Sesenta mil?

—Más.

—¿Cuándo?

—Pregúntaselo a Keith. Las cosas van despacio desde que nos dejaste. —Hablaba como adormilado—. Echamos de menos tu energía, John.

—¿Uh?

—Y tu instinto. Por otro lado, está el problema de los impuestos. Oye, ¿todavía andas con la tía esa, Comosellame Street? —Selina. Selina Street.

—Eso —dijo, y frunció el entrecejo y se humedeció los labios—. Ella y tú, bueno, supongo que lo habéis dejado, ¿no?

De repente sentí que la gravedad se había hecho más pesada que nunca, aplastante, como el tiempo que estábamos soportando. Era como si la gravedad acabase de ser fichada por los dioses del clima. Tiraba hacia abajo de mi cara, y de mi corazón, y de todos esos olvidados fragmentos y pedazos, de todos esos extraños habitantes de mi cuerpo. Obedecí a mi instinto. Le dije:

—Sí. Eso se acabó. ¿Por qué?

—Bien —dijo Terry, y bostezó—. ¿Quieres que te lo cuente…? La semana pasada rodé un espot de trajes de baño. La cuenta de Gallet. Me llevé a la modelo, Mercedes Sinclair. ¿Has trabajado alguna vez con ella, John? Una tía tan increíble que hasta te sentirías orgulloso de poder beberte el agua en la que se baña. En fin, que no me anduve con rodeos. Nos fuimos directamente al local de Smith para un…, un cinq à sept. Ya sabes de que va.

Desde luego que lo sabía. El local de Smith era un chaletito-meublé situado cerca de Park Lane, muy frecuentado por la gente de la publicidad. Le dabas a Didier treinta y cinco billetes, y él te proporcionaba a cambio una habitación para una hora, más una botella de champagne. Antes yo iba a su chalet a menudo, con mis Debby y mis Mandy, con mis Mitzi y mis Suki. Todos íbamos. Cambiaban las sábanas cinco veces al día, pero las habitaciones siempre estaban más o menos arregladas y hasta aireadas. Tomé otro sorbo de mi copa, dispuesto a esperar.

—Fue una tarde de ésas en las que el negocio le queda pequeño. En realidad, la cosa era de lo más cómica. Toda aquella hilera de tíos jadeando en el mostrador, haciendo cola. Les hice reír a todos cuando alcé la voz y dije: «Apresúrate, Didier, o nos vamos a pasar aquí toda la noche». Pues bien, los primeros de la cola eran esa Selina y un tipo.

—¿Qué tipo?

—Alto, de pelo rubio. Me pareció que tenía acento americano, aunque, no sé. Estaban los dos de broma. Fuera como fuese, lo que sí es seguro es que el tipo conocía el local, y pidió habitación para una hora. Pero entonces saltó Selina, furiosa: «¡En mi vida me habían insultado tanto!». Ya sabes. De modo que el tipo acabó alquilando la habitación para toda la noche. Didier le preguntó que cuánto champagne iba a necesitar. Al final le costó la broma un montón, pero apenas si estuvieron allí cuarenta minutos. Didier y yo estuvimos riéndonos luego, comentando la jugada.

—El nombre. El nombre del tipo ése.

Terry Linex se encogió de hombros y, luego, se desperezó.

—Te diré lo que puedo hacer. Al final de todo el jaleo, el tipo acabó pagando con tarjeta de crédito. Tiene que estar registrado su nombre en algún lugar. Esta tarde pasaré por allí. Se lo preguntaré a Didier. Esta vez, sin que sirva de precedente, pienso quedarme toda la noche. El plan de cinq à sept queda corto cuando se trata de Mercedes. Es de las que nunca tienen suficiente. Te llamaré por la mañana. Por cierto que esa Selina está buenísima, y seguro que es de las que saben lo que se hacen. Pero has hecho bien dejándola. Le falta clase.

***

Londres está repleto de historias breves que caminan cogidas de la mano. En el ajetreo callejero uno se encuentra con emparejamientos extrañísimos, de todos los colores, de todas las edades y sexos, damas y valets, jotas y dieces, de corazones y diamantes, espadas y oros, paseando de la mano. Puedes encontrarte con una joven de cara agrisada, maltratada por el alcohol o cualquier otra cosa, sosteniendo el peso de su viejo compañero, un anciano con las patas torcidas. Nada que ver el uno con el otro. O te encuentras con una punk de diecisiete años, algo así como un loro loco con patas largas, cogida del brazo de un lechero que casi podría ser su padre, pero que evidentemente no lo es. ¿Qué relación les une? O te encuentras con una rubia cuarentona de anchos hombros, flanqueada por un par de maricas lituanos en pantalón deportivo y camiseta. ¿Cómo encajan, si puede saberse? Londres está repleto de relatos cortos, de relatos largos, de epopeyas, farsas, sagas, culebrones y comedias que andan por las calles cogidos de la mano.

¿Y cuál es mi papel estelar en todo ese embrollo? Tengo más bien la sensación de que estoy en una película muda del género slapstick. Slapstick porno, pastelazo que te crió, un momentáneo alivio cómico con la casera o el botones, antes de que la jodienda de verdad empiece en otra parte. Salí disparado de Carburton amp; Linex y me fui directamente a una cabina telefónica. Me había preparado muy bien mi discurso inaugural. Pero Selina no estaba. Ni allí ni en ninguna otra parte. De modo que me cargué la cabina en plan gamberro. La baquelita cedió amablemente y se partió en pedazos, pero luego se tomó su represalia lanzándome una descarga eléctrica.

Me puse en pie y dejé que el humeante cacharro colgara del cable. El Fiasco se negó a arrancar, de modo que también me metí con él. Abollé un guardabarros de una patada y lancé un ladrillo contra sus faros. Todo esto resultó terapéuticamente eficaz, y me calmó un poco hasta que una lucha depredatoria en pos de un taxi pirata (que luego me cobró seis libras por la carrera), volvió a encenderme. Subí las escaleras a saltos. Mis dedos de uñas mordisqueadas ardían en deseos asesinos.

El piso estaba vacío, naturalmente; encantado, sorprendido (francamente sorprendido) de verme en ese estado. Al principio, en medio del silencio, cuando vi el sobre con una florida J caligrafiada en su superficie, pensé que aquella embustera furcia ya me había dejado. Pero tanto su ropa como sus elixires y ungüentos, su té especial, su olor, su feminidad, todo rondaba y flotaba todavía por las habitaciones, aún no se había ido, aún no. «Ceno con Helle. Volveré a eso de las doce —decía la nota—. Te quiere, Selina». Estuve esperando, atento a los ruidos, en actitud supuestamente pasiva, pero esta espera fue en realidad tan activa y agotadora como el mayor esfuerzo que haya hecho en mi vida. Se puede matar el tiempo de numerosas formas, pero todo depende de la clase de tiempo que tenga uno que matar: hay tiempos inasesinables, inmortales. En cuanto me ponía a hacer una cosa siempre tenía ganas de hacer otra, pero cuando me ponía a hacer ésa otra comprobaba que tampoco tenía ganas de hacerla. Fumar y beber y maldecir y caminar de un lado para otro fue lo único que conseguí hacer. En fin, la cosa no tenía remedio, sólo podía esperar. De modo que bebí y caminé y fumé y maldije durante siete horas en una sala de espera privada, personal.

A medianoche se abrió la puerta. Selina tenía buen aspecto, parecía contenta, con cierto extraño color, cierta curiosa animación que nunca había visto. Inspiré ávidamente, dispuesto a hablar, a denunciar su comportamiento, pero me encontré con que me había quedado mudo, no de borrachera, sino de terror. Ella sabía que yo lo sabía, comprenden ustedes, y a ella le daba igual… Cómo detesto la verdad. Insisto en reclamar mis derechos, exijo que no me la digan. Abrió los grifos de la bañera. Se puso a tararear mientras preparaba un té. Al cabo de un rato nos fuimos a la cama y nos quedamos tendidos, a oscuras, como pacientes en espera de que la verdad pasara a hacer sus rondas.

—Estoy preñada —dijo Selina Street.

Sabes una cosa, siempre te pilla por sorpresa, siempre temes secretamente que estas cosas te cojan sin preparación, sin haber madurado, en plena infancia mental. Los hombres son mujeriles sin una mujer, y a la inversa. Los adultos son infantiles sin un hijo. Los niños lo cambian todo, es como dar un paso, como irse de casa o conocer a una mujer y encontrar tu lugar, un trabajo, y entrar así en el baile, en la animada y temible conspiración. Lo siento, pero no puedo esperar. Ya sé que es la clásica trampa, que hay problemas, y que está por resolver el asunto de su amiguito, y que todavía no la he castigado por ello…, pero voy a dar el paso. En serio. Lo otro se acabó. De verdad. Ya basta. Fin. Cuando Selina pronunció esa frase, noté que mi mentón rascaba la almohada cuando me daba la vuelta en la cama y me acercaba a su cuerpo, a la cálida, pensativa, transfigurada forma que yacía a mi lado.

—De acuerdo. No haré preguntas. Todo está perdonado. No importa. Casémonos mañana mismo.

—No es tuyo —dijo ella—. Y puedo demostrarlo.

***

Ah, esas noches: no es por casualidad que ocurren por la noche. Nadie podría tener esta clase de comportamiento durante el día. Enseguida se te ocurriría que quieres ponerte a hacer otra cosa. Conectarías el televisor, o bajarías al Butcher’s Arms. La noche es el momento adecuado. Costó otras siete horas, y muchos escalpelos y pinzas y litros y litros de agua hirviendo, pero al final logramos llevar a buen término el parto de la verdad. Se hizo la luz. Hubo muchas palabras feas, horribles. Hubo castigos. No le pegué. Cuando pegas a una chica, sales luego a la habitación contigua y todo está bien, te encuentras en un lugar maravilloso y perfecto, y hasta está de moda eso de pegarles cuanto te dé la gana. Pero no me fui a ningún lado. Me quedé en la cama y no paré de hacer preguntas. Ya saben, una noche de ésas. Al final, Selina comprobó que lo insoportable era un poco menos soportable para ella que para mí, de modo que, cuando ya amanecía, con una caja de pañuelos de papel temblando sobre sus pechos de preñada, me dio la respuesta completa, el largo secreto. Era increíble, pero me lo creí.

Selina esperó, vigilándome. No sabía cuán increíble era para mí. No, aún no lo sabía. Me dijo:

—Lo has encajado muy bien, teniendo en cuenta… Esta misma mañana me iré. No importa. Puedes joderme ahora, si quieres.

Y yo quería. Y hasta lo intenté, por todos los santos. Pero al final me arrastré por las sábanas y, con la ayuda de mis lágrimas y de sus lentos recuerdos de excitación, acabé besándole su seco monedero hasta convertirlo en una brillante cartera, y luego en nada, absolutamente nada.

El teléfono sonó a las once. Yo estaba tendido en la cama, por no estar sin hacer nada.

—Tengo ante mí una lista de nombres —dijo Terry Linex—. Uno de ellos es el de ese tipo. Dime cuál te suena.

Al cabo de un rato dije:

—Éste.

—¿Algún millonario?

—No, no.

—Oye, qué nombre se oculta tras esa O. Se lo dije.

—¿Cómo dices? —dijo Terry.

—O-ese-ese-i-e —dije yo.

***

—¿Existe alguna filosofía moral de la ficción? Cuando creo un personaje y le hago pasar por ciertas horribles pruebas, ¿qué es lo que pretendo hacer, desde el punto de vista ético? El responsable soy yo. Es una cosa que a veces siento con gran intensidad…

Por cierto, ¿saben lo que me va a costar la reparación del Fiasco? Novecientas libras. Sí. Al parecer, el ladrillazo jodió el capó, y ahora hay que ponerle toda la pieza nueva, o lo que sea. Además, tiene las tripas hechas un asco. Por eso no se ponía en marcha. Por eso me cabreé con él y le di el ladrillazo.

—Los personajes, por su parte, poseen una doble inocencia. No saben por qué tienen que vivir lo que tienen que vivir. Ni siquiera saben que están vivos… Por ejemplo, si…

… Esta mañana, a las diez, Selina abandonó mi vida para comenzar una nueva historia completamente distinta. Hay que reconocer su valentía. Duele, pero me quito el felpudo ante Selina, en serio. Piensa atacar a Ossie Twain con una demanda de paternidad, y, encima, ganará el pleito. No hay defensa posible. Lleva un mes con un equipo de abogados y médicos trabajando para ella, y ha cerrado su aparato a cal y canto. Es por eso que no quería… Seguro que ustedes ya lo habían adivinado. No son ciegos. Conocen el asunto. En cuanto a mí, me siento aturdido, muerto, e impresionantemente capaz de recuperarme del golpe. Mantente fuerte, me digo a mí mismo. El desengaño produce una extraña determinación. Por eso me he puesto a trabajar tan alocadamente.

—Como si estuvieras en tu casa. No, yo no quiero. Me parece que hay otra botella en algún rincón… Verás, los lectores tienden, por naturaleza, a creer en lo que leen. También poseen ese mismo poder que posee el autor para crear vida y…

—Eh, la pelea —dije—. ¿Cómo va lo de la pelea?

—La pelea es asunto resuelto. No habrá problemas.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Al darle la paliza, Lorne provoca a Spunk, y éste le mata para salvar a Butch y mantener a Caduta en la más completa inopia. Es precioso, piensa que Spunk quiere redimir a Butch y también proteger a Caduta.

Tardé un buen rato en atar cabos y entender su idea, pero al final descargué un puñetazo en la palma de la otra mano y dije:

—Martin, joder, eres un genio. ¡Para eso te contraté, muchacho! Por fin empiezas a ganarte la pasta que te pagamos.

—Tendré que trabajar bastante los enlaces entre las escenas importantes, pero tampoco será difícil. Creo que he dado en el clavo. Lorne tendrá esa escena en la que muere, pero Spunk puede matarlo de la forma que le dé la gana: control mental, kárate astrológico, lo que sea. Y, naturalmente, no tenemos por qué preocuparnos por el público en torno a todo este asunto. En la sala de montaje serás libre para cortar y pegarlo todo como quieras.

—Bien.

Hablamos de fechas límite. Luego él me dijo:

—¿Qué te pasa, John? Pareces deprimido.

Así que lo vomité todo, todo lo del Fiasco. A veces creo que la clave de mi vida la tiene mi Fiasco: estoy en pie junto al banco de trabajo, bajo las miradas y las piernas abiertas de las chicas de los posters y los calendarios, y sometido también a las miradas lobunas de esos gangsters engrasados que me observan por entre los resquicios que dejan los ejes de transmisión y los gatos, y entonces se vuelve hacia mí el jefe de taller, me dirige una mueca de burla y me dice: «Vamos a ver», y luego lo suelta y me dice que la factura me va a arruinar. Todo está jodido: la válvula de no sé qué, las pinzas de no sé cuántos, el piloto automático. En fin, que no arranca, que no gira, que no frena. Puedo oír las carcajadas que soltarán cuando me largue del taller. Al día siguiente, vuelvo a presentarme, con la grúa. Ese maldito coche detesta circular. Lo que le gusta es que lo cuelguen en algún taller de los más caros. Juro que ese jodido Fiasco me sale más caro que Selina.

—Mira —dije—, es un coche espectacular y todo eso, pero tiene averías continuamente.

Martin reflexionó y dijo, muy serio:

—Eso de tu coche me suena a chiste.

—Sí, es lo mismo que pienso yo a veces —dije, muy pensativo.

—¿Tienes novia, John? ¿Algún ligue especial? —¿Que si tengo algún ligue especial? Bueno, sí. En Nueva York. No sé cuántos títulos universitarios se ha sacado.

—Ya.

—¿Y tú, Martin?

—Lo siento, no me gusta hablar de mi vida privada. ¡Mierda!

—¿Qué ocurre?

Se enderezó en la silla, dio unos cuantos pasos hacia el pequeño televisor que había al otro extremo de su pequeña habitación, y lo conectó.

—¿Qué ponen?

—¿Que qué ponen? ¡La Boda Real!

—Oh, por Dios.

Llené otra vez mi vaso. Selina estaría viendo la Boda Real, seguro, en algún lugar, desde las fronteras de su nuevo dinero, de su nuevo protectorado; quizá la habitación de un hotel, o el piso de algún intermediario. Volví a llenar mi vaso.

—No me digas que piensas ver ese rollo.

—No hay motivos para resistirse.

—Maldita sea, estamos trabajando. Grábalo en vídeo y ya lo verás más tarde.

—No tengo vídeo.

—Ni vídeo ni nada, con todo lo que ganas. Me parece inmoral. Saca la pasta, tío. Compra cosas. Consume, cojones.

—Supongo que algún día tendré que empezar —dijo—. Pero en realidad no siento deseos de participar en la conspiración del dinero.

—¿Es tuyo el piso? ¿Qué coche tienes? ¿Se puede saber qué te pasa?

—Shhh… Fíjate qué tiempo hace —susurró—. Tres semanas de mierda, y ahora, fíjate bien. Pura magia.

Con una leve palpitación, la diminuta pantalla había cobrado vida: y ahí estaba la Boda Real, el Mall atestado de gente, el sol, y los caballos que tiraban de los coches para que los protagonistas llegaran a tiempo a la iglesia. Sonrojada y mirando hacia abajo ante el deslumbramiento del día histórico, Lady Diana avanzó lentamente por el pasillo central, mientras su padre trotaba junto a ella y aquellas damas de honor de bolsillo le seguían el rastro. Luego apareció Carlos, de mi misma edad, en pie y uniformado entre los tiesos príncipes. ¿Tiene razón Fat Paul? ¿Se la ha cepillado ya el príncipe Carlos? Lo que es seguro es que esta noche se la va a cepillar. Mientras me retorcía en mi asiento y murmuraba para mí, comprobé que me había quedado mirando a Martin. Tenía los labios entreabiertos, suspendidos, y los ojos muy atentos, sin pestañear. Mirando fijamente su cara puedo detectar las zonas de ajamiento y fatiga, las manchas lunares y las sombras que marcan a todos los que están teniendo que soportar este siglo XX. Por supuesto, también se ven a veces personas que parecen no haber sido en absoluto afectadas por todo esto, por el momento en el que han tenido que hacer su viaje a través del tiempo, no sólo el suyo propio sino también el viaje paralelo del planeta a través del tiempo. Son gente con colores en la cara. Nunca se les ve en la calle, en lo que solemos llamar la calle. Ese color es algo así como el brillo de la salud o del sol o de la juventud real o imitada, pero en realidad no es más que el color del dinero. El dinero suaviza la decadencia de la vida, como ustedes ya saben. El dinero frena la caída. En fin, sea como fuere, la cuestión es que Martin Amis no tiene ese color. Y yo tampoco. Y ustedes tampoco. Alto ahí. La princesa Diana sí lo tiene. Diecinueve años, apenas está empezando. Allá va, se instala en la carroza mientras los caballos piafan. Inglaterra entera baila. Volví a mirar a Martin y —lo juro, lo prometo— vi el destello de una lágrima en sus ojos. Amor y matrimonio. Los caballos avanzando por el largo paseo.

Al cabo de un rato me echó un rollo de papel higiénico en el regazo.

—¿Quieres una taza de té? —le oí preguntar—. ¿Una aspirina? ¿Un sedante? No sientas vergüenza. Ha sido muy conmovedor. Así, suénate bien. Te encontrarás mejor. ¡Fíu! ¿Estás mejor? Aguanta como puedas. No te preocupes. Al final todo acabará bien.

***

Por las noches oigo voces sin hogar flotando por encima de los techos planos. Se oyen murmullos acalambrados. Vienen, van, siguen su camino. Camino como un sonámbulo hasta el cuarto de baño y me inclino para darle algún consuelo a mi dolorida boca. Veo por la ventana un grupo familiar recortado a la luz de una claraboya amarilla. Uno de ellos saluda con la mano, o me llama. Alzo una pálida mano. Tienen encendidas unas velas en la noche humeante, y murmuran con pitillos encendidos en sus labios. Más allá, más arriba, una mujer grandota duerme tendida en la azotea, bajo una lona. En Manhattan, las clases inferiores viven bajo tierra, en los túneles sin terminar de las nuevas líneas del metro. Aquí se esparcen por los alféizares y tejados. Es extraño que dejemos que el dinero rezume así, a nuestro alrededor… Y ahí afuera, esta noche también va tomando cuerpo, encontrando su forma, en medio de las baterías de pisos de protección oficial (altos y agrupados, como si fueran las radios a transistores que Dios ha dejado conectadas en toda la extensión de la ciudad); empieza cierto experimento, cierto paso adelante del vandalismo. De repente, a los críos les gusta meter ponies en los ascensores, subirlos hasta los pisos más altos, y montarlos por los pasillos y pasarelas del espacio aéreo de las casas municipales, entre puertas y ventanas por un lado, y la barandilla baja y el cielo nocturno por el otro. Es verdad. ¿De dónde han sacado los ponies? ¿De los solares, de los canales? Allá suben, a lo alto de las torres de la perversidad. Ni siquiera, maldita sea, parece muy divertido. Yo he sido un gamberro cuando tenía la edad para serlo, y, créanme, no hay rival para el gamberrismo cuando se trata de encontrar diversiones por lo libre. El gamberrismo es un millón de carcajadas… No es nada bueno para los inquilinos tener que oír esos alaridos de pánico animal. No es nada bueno para los animales, cuyos genes no les han preparado para esta clase de vida nocturna, esta clase de vida en las alturas. Pero los ponies no pueden quejarse. Tienen que aguantarse como todos los demás. Tienen que adaptarse, mutar. No pueden esconderse. Nadie puede esconderse. Ya era hora, de hecho, de que los ponies abandonaran sus viejas costumbres e hicieran algo por el siglo XX.

Estoy hecho de desfase temporal, conmoción cultural, cambio zonal. Los seres humanos no estaban hechos para volar como volamos nosotros. Garganta reseca, visión moteada, borrones de memoria: viejos conocidos para mí, pero ahora todavía es peor, ahora que ando siempre metido en el transbordador planetario. Tengo que levantarme a media noche para mear. El momento culminante de mi cansancio diurno llega justo cuando a él le da la gana, a menudo inmediatamente después de tomarme el café de la mañana. Cuando me pongo a comer, me siento voraz y babeante o, por el contrario, increíblemente saciado, sin motivos aparentes. Siento un impulso que me conduce a enjuagarme la boca a media tarde. Incluso esas presuntas pajas mías me salen del revés, y las empiezo corriéndome. Me paso todo el día con mi ser nocturno a los mandos, obsesionado por pensamientos nocturnos, sudores nocturnos. Y me paso toda la noche, bueno, tampoco soy entonces lo que tendría que ser, soy otra cosa, un ser super evolucionado, una delgada cinta de humo de reactor que va adelgazándose y desvaneciéndose sobre el negro Atlántico.

Llegó el viernes, se dedicó a sus cosas, y desapareció, como suele ocurrir con los viernes. Teniendo en cuenta las circunstancias, me pareció estar muy en forma. Tenía la sensación de estar colgado sobre el mundo, solo. Diablos, pensé, tengo huevos como para soportarlo, lo soportaré. Me levanté a las once y, con tejanos y zapatillas de tenis, bajé haciendo jogging al bar. Comí mucha mierda de pub: torcidas salchichas, judías cocidas de color jengibre, un poco de tarta. También bebí mucha mierda de pub. Cervezas tradicionales de barril, buenos vinos, y licores selectos. Dejé nueve libras y cincuenta peniques en la máquina de las frutas, y setenta y cinco pavos en el mostrador de la tienda de apuestas de caballos, un local vecino al pub. Compré un periódico vespertino, y adquirí unos cuantos kebabs para llevarme a casa. Me corté las uñas a mordiscos. Hice una complicadísima, exigente, casi experimentalista visita al baño. A las cinco me preparé un combinado y dormí cuatro horas. Volví a levantarme, me lavé el pelo, lavé un par de tazas, le eché una ojeada al Morning Line, y bajé otra vez al pub. De vuelta a casa entré en el Pizza Pouch y me tomé un Helado Gigantesco. Pasé delante de la Furter Factory y me metí en el cuerpo tres Long Whoppers y un American Way. Y, cuando terminaba el día, me preparé un té y cerré mis actividades con scotch y unos vídeos porno, a fin de prepararme para dormir. Dormí el sueño de los justos. Todo bien. Sin problemas. Al final resultaba que el asunto de Selina podría manejarse. ¿De dónde salen estas reservas de fuerza, de valentía, de voluntad? Me sentía sorprendido. Impresionado. Sólo al día siguiente comencé a deslizarme cuesta abajo.

***

Mi ropa está hecha de glutamato monosódico y hexaclorofeno. Mi comida está hecha de poliéster, rayón y lurex. Mis lociones para el felpudo contienen vitaminas. ¿Tienen mis vitaminas agentes limpiadores? Espero que así sea. Mi cerebro está manipulado por un microprocesador de tamaño ínfimo que apenas cuesta diez peniques y que es el que lo organiza todo. Estoy hecho de… chatarra. Soy un noventa por ciento chatarra.

El sábado por la mañana se me ocurrió saltarme la rutina y darme un garbeo en el Fiasco. Ossie llegará a un acuerdo antes del juicio, seguro. Tiene pasta. No le fastidiará en lo más mínimo, si logra que nadie arme ruido… Con la corbata y el blazer, me dirigí a Chelsea, a los pubs y bares de bebidas alcohólicas donde suelen encontrarse las tías buenas del barrio. No pude apretar al remendado Fiasco: mucho tránsito, mucho agente de policía, mucha pereza por parte del propio coche. Pero sí entré en montones de pubs y bares (estaban repletos de tías buenas del barrio, en efecto, y también de chulos). Cuando volvía a casa, me quedé atrapado en un atasco por la zona de Bayswater, y una avispa se coló por la ventanilla y desapareció entre mis piernas. La verdad, no sé quién estaba peor, si yo o aquella pobre avispa. Yo mantenía el puño apoyado en el claxon, mientras, además, le gritaba al feo chófer de un autocar de turistas que se había cruzado en mi camino. Intenté avanzar, sin éxito, y la avispa me picó. Me metí en una calle secundaria y me bajé los pantalones para inspeccionar los desperfectos. Un puntito rojo brillaba en mi muslo. Tenía el mismo aspecto que una levísima quemadura de cigarrillo, y dolía igual. Y pensé: ¿no podías hacer nada mejor? Te has quedado sin tu aguijón, desgraciada, criatura aumentada de maíz tostado y patatas fritas, de gases de tubo de escape y mierda de cloaca. Cuando estaba subiéndome la cremallera, una paloma pasó por la acera, comiéndose una patata frita. Una patata frita. Al igual que los tábanos y otros seres que dirigen y protagonizan sus propias películas diminutas, la paloma vivía en proyección acelerada. Prefería, sin duda, la comida rápida. La vida urbana está en todas partes. La avispa había muerto. Su picadura fue su último disparo. Las moscas tienen momentos de mareo y vértigo, y las abejas tienen problemas con el alcohol. Los petirrojos la palman víctimas de úlceras psicosomáticas y exceso de colesterol. En los callejones, los perros tosen hasta morir tratando de limpiar sus pulmones de porquerías y drogas. Las flores de gachas cabezas soportan lumbagos y calvicies prematuras por culpa del stress. Hasta los microbios, las esporas que flotan en las capas intermedias del aire, empiezan a encontrar que esta vida es excesivamente dura para su sistema nervioso.

Puse de nuevo el coche en marcha, y comencé el lento regreso a casa. En las calles secundarias, en los lugares donde puede demostrar su capacidad de aceleración, el Fiasco responde mucho mejor. Pero entonces noté que me seguía un coche. No era simple paranoia. Me seguía de verdad. Me lanzaba destellos con los faros, berridos de su claxon, insultos, maldiciones y señales repugnantes, todo el repertorio del buen automovilista. Pisé a fondo y crucé un par de bocacalles a toda velocidad. El Fiasco debía de estar rozando su máximo cuando, por fin, el otro coche dejó de seguirme. Me adelantó.

—¿Quiere bajar del coche, por favor?

La pasma, la jodida pasma.

—Claro —dije, y me apeé. Pero tropecé, fastidiosamente, y quedé tendido en la acera. Pero me puse de nuevo en pie con rapidez pasmosa, lo juro, me sacudí el polvo de la ropa, y les mostré todo mi aplomo.

—¿Ha bebido mucho?

Yo ya estaba preparado para esta pregunta, por supuesto. Eso no era ningún problema. Durante los años, he podido ir preparándome para esta pregunta, afinando mis respuestas hasta encontrar la mejor, la que deja al poli boquiabierto.

—A ver, déjeme pensar —dije, sonoramente—. He tomado un champagne con sidra de peras y jarabe de grosella negra antes del almuerzo. Luego…, ah, sí, un vaso de cerveza negra con el mutton vin-daloo.

¿No les parece una respuesta fantástica? Nada de eso de sólo un par de vasitos de vino. No, la clave del truco es confesar alegremente que te has tomado un par de copitas del tipo lo más femenino posible, y al mismo tiempo disuadir a los agentes de la ley de olerte el aliento. Es una respuesta francamente buena.

—¿Cómo dice? Eh, Steve… No está mal, para no ser más que las tres de la tarde, ¿no?

Fastidiosamente, había vuelto a tropezar y me estaba costando horrores averiguar dónde estaban mis pies.

—¿Querría venir con nosotros a la comisaría, y contárnoslo otra vez? Eh, Steve, vamos. Creo que hemos pescado una buena merluza.

***

Niego toda responsabilidad respecto a la mayor parte de mis pensamientos. No salen de mí. Salen de la mente de todos esos vagabundos y mendigos que rondan por mi cabeza, esos sujetos que se pasean por ahí a modo de roedores nacionalizados y emancipados (con pasaporte y todo el papeleo en regla), como ratas de alcurnia que alzan una pata y dicen: «¿Qué hay, amigo?»; en cuanto a mí, no puedo hacer nada por impedir que se sienten a tomar el café o atascar la taza cuando les da la gana; no puedo hacer nada para evitarlo. El lugar por el que tengo que arrastrar mis pies es un piso de dos habitaciones, sin vestíbulo ni pasillo, una buhardilla de estudiante repleta de libros que no puedo leer. La gente de por aquí, por entre la que yo rondo, ni mejor ni peor que ellos, y con una absoluta igualdad en lo que se refiere a nuestra total impotencia, son como murciélagos enfermos o raídos micos con pantalones de hippy y camiseta desteñida. Y no hay nada que yo pueda hacer contra ellos, contra esos desconocidos terrícolas.

Verán, durante los últimos días (y esta idea me desagrada profundamente, y ojalá no le hubiese dejado un hueco en mi cabeza), me siento cada vez con menos ganas de enfrentarme al hecho de que las bocas de todas las mujeres han sido en un momento u otro anfitrionas de la… de algún hombre… Todas. Hasta la última. Incluso las ancianas, las viejas abuelitas, incluso esas retorcidas reliquias que rondan como loros por las calles oscuras, todas lo han hecho, maldita sea. Lo han hecho, o lo harán muy pronto… Dentro de diez, de veinte años, ya lo habrán hecho, todas las mujeres de la tierra. Hermanas, madres, abuelas: señoras, ¿qué están haciendo ustedes? ¿Qué han hecho?

No es que me sienta escandalizado; sólo decepcionado. Mi tono no es iracundo. Mi tono es preocupado, tierno, dolido. Imagínense, por favor, mi cara achatada y sudorosa, mi ceño fruncido. Hago una mueca, me encojo de hombros. Se lo muestro a ustedes tal cual. Un grupo muy numeroso de vosotras, chicas, me habéis hecho eso. Gracias. Lo disfruté de verdad, me sentí agradecido, conmovido. Gracias de nuevo. En serio. Pero ¿qué estáis haciendo? ¿Qué habéis hecho?

Por otro lado, fíjense en todo lo que tiene que aguantar la boca de los seres humanos. Intento verlo desde su punto de vista. Inimaginable, montañas de comida tercermundista metidas a la fuerza en ese delicado instrumento: pampas enteras de ganado, insondabilidades de mar viviente, horizontes de verde y patatas, cintas transportadoras de Wallys y Blastburgers, camionadas de colorantes y conservantes, aparte de pitillos, pajas, termómetros, taladros de dentista, tijeras de médico, drogas, lenguas, dedos, tubos alimenticios. ¿Es ésa manera de tratar a la boca, a la pobre boca humana? De modo que tal vez, después de todo esto, después de esa constante película de dibujos animados con sus interminables colores, texturas e impactos, la polla de un tío acabe no teniendo tan mal aspecto.

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