Dinero

Dinero


VIII

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VIII

Al llegar hacia el final de una novela, se suele tener una sensación de pesadez. Puede que sólo se deba al cansancio de tanto volver páginas. La gente lee aprisa, como si quisiera llegar pronto al final, librarse de ti. Comprendo su problema. ¿Cuánto tiempo somos capaces de sumergirnos en las vidas ajenas? Cinco minutos, quizá. Cinco horas, nunca. Es un auténtico esfuerzo.

—Sí, claro —dije—. Oye, Martin. Lo que voy a decirte me resulta muy embarazoso. A que no lo adivinas…

—Nos han dejado plantados.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Joder, pero si se veía venir desde el principio.

Así que, en ese momento, lo vomité todo, sin omitir detalle: Fielding, Frank y sus llamadas telefónicas, la pelea detrás del emporio del porno, aquella habitación del Carraway…

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué lo hizo? ¿Cuáles eran sus motivaciones? Por teléfono insistía en decir que era yo quien lo había jodido todo. ¿Cómo puedo ser yo el responsable de este desastre? Me acordaría. Si hubiese hecho algo mal, me acordaría, incluso a pesar de mis apagones mentales.

Martin se puso a reflexionar. Y noté que me salía el afecto hasta por los poros cuando le oí decir:

—Me parece que eso es sólo una cortina de humo. En realidad, tú no le has perjudicado en nada.

—¿En serio? De todos modos, ¿no resulta absurdo?

—¿Tú crees? ¿En estos tiempos que corren? A veces pienso que las motivaciones, en el sentido de fuerza motriz del comportamiento humano, han perdido toda su importancia. Las motivaciones no tienen lo que hace falta tener para motivar a la gente. Vete a dar una vuelta por la calle, y dime cuánta motivación ves por ahí.

—¿Por qué me eligió a mí? Eso es lo único que quiero saber. ¿Por qué ha tenido que ocurrirme eso a mí?

—Mira, encajabas en sus planes desde diversos puntos de vista. Pero intuyo que, sobre todo, tuvo que ver con tu nombre.

—¿Qué le pasa a mi nombre?

—Los nombres son importantísimos. En fin, creo que tendrías que irte. Seguiré dándole vueltas al asunto, y, si quieres, podemos volver a vernos y hablarlo. No te preocupes. Al final todo quedará resuelto.

—Para ti, que al menos has cobrado la mitad de lo que te debíamos —dije.

—No llegué a cobrar el cheque que me diste. Toma. ¿Lo quieres?

—Joder, tío, para las cosas del dinero careces de la más mínima sensatez. Mira, quédatelo. Es posible que alguno de nuestros financieros hubiese puesto algo de pasta. Es posible que al final de todo este asunto todavía haya algún dinero.

—No lo entiendes, John. Los tíos del dinero tampoco tenían dinero. No eran gente con dinero, sino…

Le miré fijamente, hasta que Martin dijo:

—… actores.

Las calles cantan. Es cierto. ¿No las oyen ustedes? Las calles gritan. ¿Han oído hablar de la cultura de las calles? Falso. En realidad no hay cultura callejera. Las cosas son así. ¿Empieza el grito donde termina la canción? Y en las calles de los monólogos y en los callejones de los coros del oeste de Londres, los que tendrían que gritar, cantan, y los que tendrían que cantar, gritan. Respiran el aire que sale de los salones de marcianitos que no cierran en las veinticuatro horas del día, de los supermercados que no cierran en las veinticuatro horas del día, del hipocausto de la ciudad que no cierra en las veinticuatro horas del día. Al igual que los tugurios por los que ronda esa gentuza, ellos mismos funcionan a base de no cerrar en las veinticuatro horas del día. No cierran nunca. Esa mujer de piernas oscuras —¡qué fuerza, por Cristo!— apuñalada en los portales, a todas horas, con sol o lluvia: sí, también ella, como el resto del coro, ensaya permanentemente su queja personal, su grito contra la conspiración, contra la traición. Y todo acaba en obscenidades y movimientos apresurados, en odio dirigido contra sí misma, como si ya no soportase su propia proximidad. Madre mía… La canción que cantan quienes gritan es una canción dedicada a quienes no lo soportan, una canción que define e imita la significación de la palabra insoportable.

¿Se han fijado ustedes, por cierto, en lo alto que habla la gente en los snackbares y en los cines, en cómo los traspatios son cobijo de gente sin ingenio, gente torpe, gente con transistores, y que las palabrotas y señas de guerra sexual son la única forma de diálogo que queda en las colas de los autobuses, y que parece como si la vida hubiera salido toda ella al aire libre? Mientras, en los viejos pubs, los clientes de siempre hacen muecas y aguantan como pueden la música enlatada de rock. Hablamos en voz más alta para hacernos oír. Pronto estaremos todos gritando todo el día.

La televisión nos afecta. El cine también. No sabemos aún cómo nos afecta. Esperamos, y contamos los síntomas. Todos nos hemos enterado de que hay un problema de verosimilitud. ¡La televisión es real!, piensan algunos. ¿Dónde queda, entonces, la realidad? Todo el mundo necesita, exige, una personalidad de las que producen impacto, una vida de serial, de teatro callejero, todo el mundo quiere meterle un poco de arte a su vida… Nuestras vidas poseen cierta forma, cierta configuración artística, y todos queremos que esa forma quede revelada en todas nuestras acciones, incluso cuando nos movemos en los detalles más simples, entre nuestras llaves, nuestras esponjas, nuestras tazas de café, nuestros cajones de las camisas, nuestros talonarios de cheques, nuestras sábanas, nuestros peinados, nuestras varillas de los visillos, nuestras garantías de la nevera, nuestros bolis, nuestros botones, nuestro dinero.

Ando buscando dinero, ando buscando dinero. A ver si alguien me da un poco. Venga. Decídanse. Toma, hombre, un poco de dinero… Esta mañana he intentado cobrar un cheque. Todo funcionó como un sueño, como un sueño agradable, hasta el último momento, porque entonces me fastidió la tía de la caja, que me dijo que nones con la cabeza. Un simple movimiento al otro lado de la madera del mostrador. Rebusqué en todos los rincones del apartamento. Esperaba encontrarme billetes arrugados de una libra en el fondo de una zapatilla deportiva, billetes de cinco en los bolsillos de los tejanos, billetes de diez bajo los almohadones del sofá, billetes de veinte en el jarrón del escritorio. Todo lo que encontré fueron noventa y cinco peniques. Al volante de mi nervioso Fiasco (con el indicador del depósito de gasolina en la zona de reserva), fui a las oficinas de Linex amp; Carburton. No sé qué me tiene reservado el futuro, pero sé que, sea lo que sea, necesito dinero para protegerme de eso. De otro modo, bajará algún dios del dinero, de un mordisco me arrancará un buen pedazo de mi ser. Entré en la madriguera de Terry Linex y le dije:

—Dame mi finiquito. Quiero mis cincuenta de los grandes.

Terry me había prometido que mi liquidación tras el abandono de la empresa sería una cifra importante, a mitad de camino de las seis cifras. Y Terry cumplió su palabra, a su modo. Porque, no crean, Terry también tenía su ración de problemas, el pobre. Me sirvió una botella entera de whisky para prepararme. Las cosas no le iban bien. Asuntos fiscales de diversa catadura: no acabé de entender muy bien las diversas entradas y salidas. Nos estrechamos la mano. Me dio un cheque, a cobrar al cabo de unos días. Terry me había prometido que mi liquidación estaría a mitad de camino de las seis cifras. Y así fue. Una cantidad de tres cifras. Exactamente, ciento veinticinco pavos.

Al cabo de una hora estaba bebiéndome el brandy de cerezas del año pasado en la cocina de Alec Llewellyn. Los dos teníamos el cuerpo encorvado sobre la mesa, como tahúres en plena partida. A estas alturas ya hemos estado así, frente a frente, muchísimas veces. Ninguno de los dos dijo gran cosa, porque no había mucho que decir. Alec Llewellyn me debe varios miles de libras. Pero, qué le iba a decir. En su casa no había dinero. Estaba clarísimo. Todo era dinero en cifras rojas, dinero negativo. Ni siquiera mencioné la deuda. Pero él la recordaba muy bien. El radar dinerario seguía funcionando en los escombros de su cara sensual, tan jodida ahora. Sabía por qué había ido yo hasta su casa, y me temía.

Será la última vez que Alec me tenga miedo. De modo que me recosté en la silla y dejé que ese miedo fuese cobrando intensidad.

***

Supongo que estarán ustedes preguntándose cómo logré huir de Nueva York. Yo también me lo pregunto, en cierto sentido. Supongo que estarán preguntándose también quién me pagó el billete. ¿Martina? No. Ay, no fue Martina, no.

Airtrak se limitó a depositamos en la terminal, a las doce y media de la noche. Era una auténtica escena del siglo XX, pánico planetario, fotógrafos y periodistas, tipos con su nombre grabado en una chapita, gente con cuadernos de notas, todo el resonante alboroto de los refugiados. ¿Le proporcionó un vuelo a su gente la compañía aérea de la gente? No, no lo hizo. Apenas si nos dio un cupón para tomar un refresco, y otro cupón para tomar un bollo. Yo estaba de todos modos a punto de desmayarme cuando, en medio de aquel torbellino, me encontré ni más ni menos que con Big Bruno y Horris Tolchok. ¡Bien! Venid ahora a por mí, pensé. Pero enseguida les esquivé y me puse a huir de nuevo, a escabullirme de Bruno y de Horris, de la mierda del dinero, a escabullirme de Norteamérica entera… Pasé la noche metido en el váter de PakAir. Cada pocos segundos soltaba un fuerte eructo, y esperaba que mi maldita muela me propinase un directo en la cara. En los lavabos había una máquina de aspirinas. Pero no tenía ni cinco. Nada de nada. Si esa noche hubiese podido matarme, lo habría hecho. Pero el suicidio, al igual que la aspirina, al igual que todo lo demás, cuesta dinero, y yo no tenía. A no ser que seas un tipo valiente de verdad, el suicidio te cuesta una pasta. Probé las pastillas de Martina. No logré tragármelas. No tenía nada de alcohol, para ayudarme. A las cinco de la mañana, más o menos, llegué a un punto en el que sentí cierta compasión por mi pobre muela, que estaba sufriendo sus propios momentos de agonía, que estaba muriendo joven, y violentamente, víctima de sí misma, mucho antes de lo que hubiese debido corresponderle.

A las ocho telefoneé al Bartleby. Lo más difícil fue conseguir que la telefonista violase la política de la empresa y me aceptase la llamada a cobro revertido. Selina Street fue directamente al aeropuerto, en taxi, portándose como una verdadera heroína. Me recogió en la terminal de British Albigensian (Llegadas: me pareció mucho más seguro) y se me llevó sigilosamente a tomar una comida ligera en el Welcome-In, cerca de La Guardia. En cuanto me echó una ojeada supo a qué atenerse. Le gustó lo que veía. Me condujo animadamente a través de la penumbra del restaurante del hotel. Seguí su culo tentadoramente tieso, un imán para pollas en uniforme de verano. En cuanto a mí, no sentía ningún rencor hacia ella. ¿Quién, yo? ¿Rencor yo?

—Ayer, lo de Martina —dije, mientras le quitaba el apio, el calabacín y la sandía a mi primer bloody mary—, fue una trampa. Me tendiste una trampa.

—Sí. Lo siento —dijo ella.

—¿Cómo te las arreglaste?

—Fue muy sencillo.

Sí, fue muy sencillo. Martina y Ossie habían acordado reunirse a las tres y media en la suite de él. Para asuntos estrictamente de negocios. Pero luego Selina le dijo a Ossie que Martina había telefoneado para pedir un aplazamiento del encuentro. Mandó a Ossie a ver a sus abogados, y luego se tomó una copa conmigo. Martina fue puntual, como siempre. Martina es muy puntual. Es un dato que todos conocemos.

—¿Por qué?

Era típico de Selina. La trampa había sido sencilla, pero su interpretación del papel que se había asignado a sí misma resultó intensamente artística… No, en absoluto. No hizo más que lo que tenía que hacer. Nada más que pornografía. Se limitó a mostrarme su Octava Avenida, sus suavidades interiores. Y del resto me encargué yo solito.

—Mira, engañar a la gente puede resultar muy divertido —dijo Selina, encendiendo uno de los escasos pitillos que fuma muy de vez en cuando—. Tú no te has enterado porque no lo practicas. Te falta talento. Cuando mientes, bueno, no es más que un chiste. Ossie y yo nos divertimos horrores provocando tu encuentro con Martina. Era fantástico. Nos permitía un doble control sobre vuestros movimientos. Luego, él se horrorizó cuando vio el cariz que iban tomando las cosas. Hasta yo me horroricé.

—Cada uno a su modo.

Las camareras de este oscuro restaurante se han visto obligadas por la administración a embutir sus espléndidos cuerpos en disfraces de zagalas: corpiños, medias, otra vez todo eso. No cabía la menor duda de que, tras una investigación de marketing, habían llegado a la conclusión de que éstos eran los fetiches preferidos por el mayor número de hombres. Además, las camareras decían cosas como Espero que disfruten de la cena, o Que tengan ustedes un buen día, o Como gusten. La gente cree que los norteamericanos son así, supuestamente encantadores. La gente es muy necia. Todo esto es simple política empresarial. Les enseñan a decir cosas así. Estas camareras están programadas. Todo se reduce a dinero. Dios mío, qué ganas tengo de largarme de Dinerolandia.

—¿Y algún postre, después del filete, señor?

—Gracias, pero…

—Como usted guste.

—Pero creo que sólo me tomaré un brandy.

—Calma, John —dijo Selina.

—¿Llegaste a amarme? Para haber hecho todo eso, seguro que en algún momento llegaste a amarme.

—No necesariamente —dijo Selina—. Pero me gusta divertirme, soy adicta a las diversiones. —Luego se encogió de hombros para expresar, más que indiferencia, un abrazarse a sí misma, un apuntalarse a sí misma—. No me gustaría que fueses feliz con otra. Sobre todo, no me hubiera gustado que hubieses sido feliz con ella. Además, ¿se puede saber qué viste en Martina?

—No lo sé.

—Lo siento. Fue cruel. ¿Te hubiera hecho feliz?

—No lo sé.

Luego Selina dijo una cosa que no me siento con fuerzas para repetir, al menos por ahora. Yo iba hundiéndome velozmente bajo las mentiras, la franqueza, la oscuridad. Selina tomó una habitación para mí y me dejó encerrado allí, como una madre que tiene que ir a cuidar de otros hijos más pequeños. Probablemente intenté lograr que participase conmigo en algún acto de consuelo o venganza: sexo, bofetadas, violación, no recuerdo cuál, pero tampoco sirvió de nada. Sólo sé que caí en aquella cama, y que al segundo rebote ya me había dormido.

Y así pude finalmente volver a casa. Desperté, y comprobé que durante mi noche había transcurrido todo un día y medio. También comprobé que Selina había pagado la cuenta y me había dejado un billete abierto, más treinta dólares para bebidas. Se había portado como la buena amante que sin duda es. Ya no había peligro en el JFK. Tomé un vuelo de la TransAmerican, como todo el mundo. Metido en un tubo, hice el recorrido de Nueva York a Londres, y otro tubo me condujo de Heathrow hasta Queensway en donde, tras recorrer el intestino final, salí al aliento cargado de una mañana londinense. Con un cartón de leche y un periódico, Martin Amis me esperaba.

Ya estoy en casa, ya estoy en casa. Pero sigo corriendo.

***

—Por fin he atado cabos —dijo Alec Llewellyn, satisfecho pero también algo alarmado—. Tengo enfrente de mí a un sudoroso mudo. Un tipo que ha venido a verme porque quiere recuperar su dinero. Necesita su dinero. Me parece bien. Yo no tengo ni cinco, pero me parece bien. Y entonces me pregunto: ¿por qué necesita este tipo su dinero?

Estuve tosiendo un ratito, y luego le dije:

—Olvídate del dinero. Págame cuando quieras. Pero háblame de ti. Oigamos cómo te han ido las cosas.

—Hombre, así que quieres que te hable de mí, ¿eh? Bien. Echémosle una ojeada a mi historia. Ya estoy aquí, en casa. Llevo tres semanas sin tomar ni una sola copa. Sólo la que me tragué de golpe al salir de chirona, y se acabó. Permaneciendo aquí, estoy violando unos nueve mandatos judiciales, entre unas cosas y otras. En cuanto descorche una botella de sidra, o me pase demasiado rato en el baño, o, simplemente, si no logro que ella se corra cada noche, la tía puede marcar el número de la poli y mandarme otra vez a la jodida celda… Entiéndeme bien, me encanta estar aquí. Busco trabajo, como todo el mundo, claro. Pero no hay trabajo. Ella trabaja, y yo limpio la casa. Tengo permiso para soltar palabrotas y fumar, y nada más. Me he convertido en un condenado amo de casa. Dentro de poco lo comprobarás. Verás como me pongo el delantal y empiezo a preparar la comida de los niños.

Y así fue, efectivamente, en cuanto oyó que Ella y los niños llegaban a casa. Entró, pues, toda la familia, cargada de colorido y complicaciones, cambiándolo todo: Ella, con su legendaria melena rapada ahora a lo chico, para demostrar, por si hiciera falta, quién lleva los pantalones; y la pequeña Mandolina, mi ahijada, ese gato de ojos verdes y lengua retorcida; y, finalmente, Andrew, siempre el último. Andrew ha tenido problemas. Andrew sigue teniendo problemas y siempre los tendrá. Su rostro de recién nacido y, sin embargo, con expresión anciana, decía: acabo de llegar, y no estoy seguro de que esto me guste. Nadie me explicó nada. Hubiesen debido avisarme, hubiesen debido advertirme. Quiero regresar. ¿Podrías arreglarlo tú?

Con dificultades, logré ponerme en pie. Normalmente hubiera ido a darle un beso a Ella, a decirle alguna tontería, saludarla. Normalmente nos hubiésemos dirigido palabras de mutuo consuelo. Al fin y al cabo, no hace tantos años que le pegué ese polvo en las escaleras, mientras Alec permanecía tumbado tras una cogorza. ¿Lo sabe Alec? Improbable, porque ni siquiera lo sabe Ella; ahora ya no lo sabe. Ha reescrito el guión, y aquello no ha ocurrido. Corren tiempos difíciles. Ni siquiera un beso. Ni siquiera una sonrisa, una cinta en el pelo, unos volantes de campesina en su vestido, como antaño. Ahora lleva pantalones.

—¿Qué tal se encuentra el magnate cinematográfico? —dijo Ella.

—Tirando a fatal.

—Tienes un aspecto horroroso.

—No me extraña.

—Dile hola a John —dijo Alec cuando Mandolina se acercaba corriendo. Llevaba un paraguas roto.

—Hola, ¿sabes arreglarlo? Es nuevo —dijo, y me entregó aquel cadáver—. Ya tengo diez años.

Las chicas saben siempre que son chicas, desde el primer momento, pero los críos no parecen darse cuenta de que son críos Los críos no saben nada del tiempo. Joder, qué paranoias me dan los niños. Especialmente ellas. Siempre tengo la sensación de que se pondrán a mirarme fijamente, y que mi aspecto les producirá espanto. Verán en mí el tiempo, el clima, el dinero, la pornografía. Siempre le doy dinero a Mando. Siempre tiene alguna cosa tremenda que decirle a los adultos. Y no me gustaría que me las dijese a mí. Creo que por eso suelo darle dinero… El paraguas de juguete colgaba de mi mano. Era barato y no estaba hecho para durar. Él mismo sabía que tarde o temprano se estropearía. Dicen que todo, todas las cosas, quieren persistir en su ser. Incluso la arena quiere seguir siendo arena. No quiere romperse. Pero yo no estoy muy seguro de que sea así. Este paraguas parecía aliviado por el hecho de haberse roto, se había alejado así del mundo de las cosas definidas, y volvía a ser un amasijo de plástico.

—Te compraré otro paraguas —dije—. Ahora tengo que irme corriendo.

Alec me acompañó a la puerta. Sí, allí, en el rellano, fue donde ocurrió.

—Oye —le dije—, ¿podrías prestarme algún dinero? No… Sólo un billete de cinco, cualquier cosa. Me he dejado la cartera en casa, y el depósito del Fiasco está vacío.

Alec desapareció durante un rato. Oí voces afiladas en cadencias de recriminación y petición. Oí el parloteo infantil, que poco a poco bajaba de tono y finalmente cesaba. Todo esto era mala señal, muy mala señal. En mis últimas carreras por el tiempo he sufrido algunos momentos largos, pasmosamente lentos, pero ninguno ha sido tan largo ni tan lento como éste. La puerta se abrió. Andrew tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué te ocurre?

—¿Te soy simpático?

—¡Andrew! Pero ¡por supuesto!

Alec salió en ese momento, y con su ancha mano escondió la cara del crío. Este regresó al silencioso interior del piso. Su padre se encogió de hombros y me tendió tres billetes de una libra.

—Gracias —le dije—. Te lo agradezco de verdad. Me tiré a Ella ahí. Una vez. No sabes cómo lo siento.

—Ya lo sé. Y también lo sabe Andrew…, más o menos. Yo me he tirado a Selina.

—¿En serio? ¿Cuándo?

—Constantemente. Muchas veces. Joder, no hay duda: estás casi acabado. ¿No es cierto?

El Fiasco abandonó la carrera en Maida Vale. Tosió, gimió, y, agotado, se aferró con las uñas a la acera, como un nadador exhausto. Confié en que sólo fuera falta de combustible, pero me dio la sensación de que la cosa era más grave. Además, acababa de meterle tres libras de gasolina en el depósito. Quizá se le había roto el cambio de marchas. O el colector de escape. O todo el motor. Lo dejé allí, y seguí mi viaje rumbo sur.

***

Las tres menos diez en el Shakespeare. Las tres menos diez en la casa de los reptiles, con dos carreras perdidas ya, el aliento requemado por las copas de mediodía, y migas y restos de comida por todo el suelo. Estaba bebiendo esa cerveza fuerte, la que te debilita. Mi gordo amigo Fat Paul me había dado diez libras. Y ahora estaba invirtiendo el suelto que me quedaba en la ranura del Moneymaze, la canturreante máquina tragaperras situada junto a la puerta del lavabo de caballeros. Es increíble lo de las máquinas. Te acercas a ellas, y tienen pulsadores para toda clase de operaciones. Funcionamiento automático. Retención de frutas. Revoltillo tropical. Hacen de todo, con tal que les vayas metiendo dinero.

Las tres menos diez en el Shakespeare. Fat Paul empezaba a recoger vasos y anunciar la hora de cierre. Fat Vince no estaba, y eché de menos el calor de su mano sobre mi hombro. Me colé por entre los espejos hacia el salón de la trastienda. Allí estaba Vron. Tendida en el sofá, bebiendo champagne rosado. Una revista de las corrientes permanecía abierta sobre su pornográfica barita hogareña… La habitación, según pude comprobar, había sido acolchada y adornada con colores de caja de bombones: frambuesa, chocolate, lima. Hasta las paredes hacían que me dolieran las muelas.

Asomé mi enorme masa por el umbral.

—¿Dónde está Barry? —dije.

—Abajo.

Mi voz sonaba espesa, pero la de ella también. Sólo movía la mandíbula inferior. Y lo hacía lentamente, como si los goznes estuviesen excesivamente engrasados, y corriese el riesgo de caérsele al suelo. Se enderezó y me miró con otros lentes.

—¿Quieres tu dinero, John?

—¿Cuánto tardará?

—Siglos —dijo ella. Se volvió hacia el reloj. Le resbaló el codo, y sonrió de forma carente de sentido—. Es hora de empezar los ensayos.

—¿Qué ensayos?

—Los de mi arte, John.

—¿Ensayas tus números?

—Hay que hacerlo, John. Tendrías que haberme hecho un vídeo, John.

Se recogió la bata. Alzó el vaso, dio tres tragos, cuatro. Avanzó en ángulo camino de la escalera. Se apoyó pesadamente en la barandilla. Cogió mi mano.

En esta habitación dormía mi madre. Aquí murió. En la cama, no en aquélla sino en otra, sobre una colcha de seda verde —una seda hecha por hombres, no por gusanos, de aspecto húmedo, con charcos brillantes, como espejismos en el asfalto—, Vron yacía profundamente sumergida en la majestad de los ropajes. No me miraba. Con severo empeño, dirigía su vista al espejo en forma de corazón que colgaba en la pared de enfrente. Aquel espejo defectuoso apenas me permitía entrever una imagen gris de nubes erizadas. Pero a Vron le daba una visión adecuadamente enmarcada de su materia prima.

—Todo depende del libro, John —empezó a decirme—. Hay libros que son…, más para adultos que otros, John. Más…, explícitos. —Sus ojos se encontraron con los míos, y entonces se sentó en la cama y se soltó la melena. La bata se deslizó hombros abajo. Y, con un ademán explicativo o revelador, estiró la envolantada línea divisoria central—. En algunos libros tienes que dar más que en otros. Y como depende de cuánto tengas, de cuánto puedas dar, John. —Se arrodilló, estiró la espalda, y pude ver toda su pompa: los zapatos de altísimos tacones, las medias de malla, el brillo plateado de las bragas, el sostén de dos cañones. Ahora dejó que la bata se desprendiera de sus hombros—. Hay libros que avanzan con el paso del tiempo, John. Pero eso no quita que una pueda seguir siendo toda una artista. —Llevó las dos manos a la espalda, tensó el cuello. Se desabrochó (alzadas las alas a punto de emprender el vuelo), y la suave prenda cayó y luego resbaló al suelo llevada por su propia inercia. Con purpúreos dedos, se acarició los pechos como si estuviese untándoselos con algún ungüento especialmente caro—. Pero en los mejores libros, John, lo que muestras es el arte de amarte a ti misma. ¡A ti misma, John!

Avancé un par de pasos, a tientas, pero costaba mucho esfuerzo porque el porno duro hace que el aire se espese. El porno duro deja el aire tan duro como el cemento o el acero.

Se tendió en la cama y, tras una pausa en éxtasis, su mano comenzó a bajar, hasta que sus dedos comenzaron a colarse por el césped muscular de su entrepierna.

—Dicen que nosotras, las artistas, no escribimos los textos de los libros. Pero se equivocan, John. No es cierto. Yo escribo el texto, John. Yo lo he escrito. —La mano se había colado por debajo del plateado elástico, la última correa, el último estorbo. Al cabo de unos momentos comencé a oír un ruido rítmico, húmedo y monótono, el ruido de alguien que mastica chicle—. Vron —dijo, usando ahora una voz diferente—, Vron en toda su majestad. La poesía del cuerpo de Vron nos proporciona una visión de la verdadera belleza. La filosofía de Vron se resume en una palabra: Placer. La alegría es su religión. Su arte es el arte del amor… Vron.

Se dio media vuelta. Estiró el cuello. Había otro espejo: Vron podía ver lo mismo que yo estaba viendo. Una mujer a gatas, unos dedos que sujetaban el elástico plateado y tiraban de él.

—Ahí tienes, John —dijo—. Hazlo por ahí. El resto le pertenece a Barry.

***

—Por todos los dioses —dijo Martin—. ¿Qué te ha pasado?

Le saludé con la mano.

—¿Has ido al médico? Oye, tengo el lago ahí afuera. Te llevaré a urgencias. El St. Martin’s no está lejos.

—No te preocupes —dije, y vacié mi vaso—. No tengo nada roto. Tiene mal aspecto, pero no es tan grave como parece.

La cosa tenía muy mal aspecto, debo reconocerlo: algo así como un bocio volcánico. Y sentía la cara como si me la hubiesen aplastado desde la mandíbula hasta la cuenca de los ojos. Cuando abro la boca noto los quejidos de mis cartílagos. Y cuando vuelvo la cabeza oigo el burbujear de los tejidos. Bostezar podría resultarme fatal. Mortal. El pómulo parece normal al tacto, pero también me lo noto diferente, desde un punto de vista estructural. Va a costarme mucho tiempo recobrarme del dolor de esta herida. Sí, y también del de la otra, del dolor interno.

—Ya entiendo —dijo Martin—. Así que piensas aguantar como un auténtico macho. ¿Qué te ha pasado?

—Estaba en un pub —le dije.

—¿Y qué pasó?

—Un tipo y yo… no nos entendíamos.

—¿Qué pasó?

—No tengo ganas de hablar de eso. ¿No podrías hablar de otras cosas?

—… De acuerdo. De hecho, quería volver sobre el tema de las motivaciones. A mí me parece que es una idea que no está sacada de la vida, sobre todo de la vida del siglo XX, sino del arte. Hoy en día las motivaciones no proceden del exterior sino del interior, de dentro de la cabeza. Son motivaciones neuróticas. Y recuerda que hay gente, como los mitomaníacos del oro, como esos magníficos mentirosos, que son artistas. Si no todos, sí algunos. Estudiemos otro fenómeno reciente: el crimen gratuito. ¿Me sigues?

—Sí, sí.

Lo que ocurrió fue lo siguiente:

Yo estaba tambaleándome junto a la cama verde. Lo mío con Vron, bueno, terminó en menos de un minuto. Fue cuestión de cuarenta segundos, como mucho. Olía a politeno requemado, a velas apagadas con saliva, a azufre, al menos en mi cabeza. Cuando estaba poniéndome los pantalones, a punto estuvo de tumbarme una nueva oleada de atormentadoras náuseas. Los espasmos del porno duro se te meten hasta el fondo mismo de las tripas. Vron yacía tendida boca abajo, con los ojos y la boca abiertos, pero tan parecida a un cadáver que me puse en tensión y traté de oír el sonido de su respiración. Cuando éste reapareció, pausado, oí también otro sonido, un leve tic tic húmedo y rítmico. Me volví. Barry Self se encontraba en el umbral del dormitorio. Estaba mascando chicle.

—Ahí has perdido tu dinero, John —dijo secamente, señalando con el dedo.

Le aparté y me fui, y luego bajé corriendo las escaleras. Vadeé por entre los espejos. Sabía que aquello no se había terminado, en absoluto.

El ingenioso Fat Paul esperábame en el bar vacío. Estaba preparado. Me mostraba su puño bien cerrado. Yo entendí el significado del dato. Mis piernas eran como unas piernas vistas a través de la superficie del agua. ¿Habrían cerrado la puerta trasera? Daba igual. Puedes correr, pero no lograrás escaparte. Después de lo que has hecho, te darán de patadas como a un perro. Sí, un auténtico ataque fascista caerá sobre ti. Y no me encontraba en forma como para salir corriendo. Ni siquiera me encontraba en forma como para mantenerme en pie. Pero tenía que aguantar.

—Bueno —se explicó Fat Paul—, no puedes salir bien librado de eso. No, señor. Creo que es justo, John. Piensa que se casaron el martes.

Hizo un gesto de asentimiento, apretó los labios. Se acercó a la mesa de billar. Las bolas cayeron como bombas y corrieron en masa hacia el agujero. Fat Paul sostenía dos bolas en sus manos la blanca y la negra.

—Venga, hombre —le dije—. Déjalo correr. Pero si somos como hermanos.

No es fácil oír la risa de Fat Paul —no tiene unos labios hechos para reír—, pero eso fue lo que oí. Hizo una pausa. Reflexionó. Lanzó las bolas, que se deslizaron por el lecho verde y se metieron en la trampa. Sonó una campana. Primer asalto. No Decimoquinto asalto. Cogió dos tubos de monedas, de los que te dan en el banco. Los echó al fondo de la bolsa, y cerró la palma sobre el negro escroto.

—Pesa más o menos igual —dijo, interesado—, pero con las monedas será menos grave. ¿Entiendes? Se te curará antes.

—Escúchame, Fat Paul —dije—. Dinero. ¿Cuánto te paga? Cincuenta pavos, más o menos. Yo te daré cien. Deja que me escape.

Fat Paul frunció el ceño:

—No. No me gano ni un sólo billete, solo una copa. Venga, John, tienes que ser un poco realista.

Se me aproximó. Noté un leve sonido, un tic tic, rítmico, pero seco.

—¿En dónde? —le pregunté.

—En la cara.

—¿Muy fuerte?

—Todo lo fuerte que pueda mi brazo.

—¿Cuántos?

—Uno solamente. Pero ha de ser limpio y directo. ¿De acuerdo? Lo siento, John.

Aguanté sin retroceder, pensando que así iría todo más aprisa, que así terminaría antes. Del piso de arriba me llegaron ruidos de ira y miedo, pero quizá fuera solamente risa, simples carcajadas. El brazo comenzó a describir el arco. La bolsa negra y alargada alcanzó la máxima distancia, colgando en el aire. Pronto comenzaría a volar, pronto llegaría el golpe.

Al cabo de un rato oí ruido de cerrojos, y vi a Barry Self que me ayudaba a salir a la calle, a la niebla y los brillos. Me caí otra vez. Él me miró, burlón, satisfecho. La burla había estado siempre en su rostro, pero la satisfacción era una novedad. Llevaba mucho tiempo esperando este momento. Treinta y cinco años.

—Bien, hijo. Ahora estamos empatados.

—Cabrón… Eres mi padre —le dije.

—No soy tu padre —dijo, y me dijo quién era—. Ay, Fat John. Pesado mamón. ¿Es que no te enteras de nada, hijo de puta?

Lo gracioso es que ahora me siento mejor. En serio. Después de esa experiencia me siento mejor. Me siento sólida y señorialmente tranquilo. Ahora sí que soy perfectamente capaz de administrar mi vida. Sí, todo va saliendo bien. De hecho, el futuro parece luminoso, brillante, porque ahora he decidido suicidarme. Sí, lo he decidido. Ah, qué sencillo es. Lo difícil es decidirse, y en mi caso ha sido la vida la que ha tomado esa decisión por mí. Esta noche. Tengo los medios, aquí, en mi piso. Esta noche, solo. Lo último, lo definitivo.

—Gracias de nuevo por haber venido —dije.

Martin se agitó un poco.

—Supongo que lo que tendría que hacer es salir corriendo —dijo—, y dejar que te las arregles solo.

—No, ¡quédate! Espera, quédate un rato por aquí. Un par de horas.

Soltó un suspiro e inclinó la cabeza.

—Venga, hombre, un par de horas solamente. Ya sé que no te debo ningún favor. Vale, te he fastidiado a veces. Pero no se repetirá. Venga, pórtate como un amigo.

Martin desvió la mirada al resto de la habitación. Se miró el reloj.

—Acabo de leer un libro sobre Freud. ¿Y tú, qué has leído?

—La lectura está sobrevalorada —dijo—. Tan sobrevalorada como las mujeres de Shakespeare. Si yo estuviera en tu lugar, no le complicaría la vida a mi cabecita con lecturas… ¿Qué es eso? ¿Un juego de bolos…?

—¿Eso? Es un ajedrez, joder. De ónice —dije.

Eligió al azar una pieza del interior de la caja de jade.

—¿Qué es esto? ¿El rey o la reina?

—Es un peón. ¿Qué tiene de malo?

—¿Juegas a menudo?

—Sí. Antes, sí. ¿Y tú, también juegas? ¿Eres un buen jugador?

—Claro —dijo él—. ¿Qué te parece si echamos una partida? Así mataremos el tiempo.

—Vale, sí —dije, y sentí una repentina oleada de excitación. ¿De dónde procedía? ¿Deseos de disculpa, de venganza? Ahora verá este jodido, pensé, le voy a dar una lección a este mierda de remilgado, a este estudiante, ya estoy harto de sus chistes y sus licenciaturas. Cree que soy un perfecto ignorante. Pero no sabe que soy un as del ajedrez. Ahora aprenderá.

—De acuerdo —dije—. Pero hemos de apostar dinero.

—¿Dinero? ¿Qué te has creído que es esto, una partida de dardos en el Jack the Ripper? No se hacen apuestas con el ajedrez.

—Diez libras. Y podemos doblar. Nos jugaremos dinero.

—… Pero si tú no tienes ni cinco.

—¿Ah, sí? Este juego de ajedrez vale por lo menos quinientas libras. Y tengo ahí en ese armario un abrigo de cachemira que fácilmente debe rondar las mil. Y —añadí, estirando el índice—, y además tengo el Fiasco. A ver, ¿qué es lo que encuentras tan jodidamente divertido?

—Nada. Disculpa. Oye, ¿estás seguro de que no preferirías jugar a pares o nones? ¿No? De acuerdo. Pero va en serio, ¿eh?

—Desde luego que va en serio, tío. Y prepárate, porque vas a llevarte una desagradable sorpresa. Venga, empecemos.

***

Saqué el dado numerado de mi juego de backgammon. Dispuse el reloj de dos esferas: una hora para cada uno. Amis sacó las blancas.

—¡Ja! —dije—. 1. P3R. Díganme ustedes.

—¿Dónde has aprendido eso? ¿En algún libro?

Nunca me pillarán jugando de acuerdo con ninguna regla tradicional, pero he incorporado a mi repertorio prácticamente todas las aperturas conocidas. Yo creía que no existía ningún jugador capaz de desconcertarme antes de llegar al medio juego: pero al quinto movimiento el pequeño Martin se salió de la carretera. Hizo una apertura carente por completo de sentido; su caballo comenzó a trotar por la zona central del tablero mientras yo iba lanzándole tarascadas con mi cambiante primera línea del frente. Existe una apertura así, pero no es un ataque, sino una defensa. Es un pichón, pensé, y doblé la apuesta. ¡Y él la redobló! Me quedé mirando el dado redoblado… El ajedrez es un choque de cerebros, un enfrentamiento de culturas personales, y en algún rincón de ese juego hay una rica veta de vergüenza. Seguimos doblando y redoblando. El dado de las apuestas había llegado a treinta y dos. De momento, lo dejamos así.

—He estado pensando en esa aventurita que tuviste en Nueva York —me dijo, devolviendo su alfil a un segundo plano—. Creo que ya sé cómo explicarla de cabo a rabo. ¿Quieres que te lo cuente?

—Cállate un momento. Estoy concentrándome.

Me encontraba en una fase bastante avanzada de mi planteamiento de ataque, pero la estructura de mis peones tenía un aspecto ligeramente mellado. La partida transcurrió silenciosa y plácidamente durante un par de movimientos que ambos dedicamos a cuidar de nuestros huertos de retaguardia. Los dos enrocamos, del lado del rey. Yo estaba buscando planos, pautas y formas, cuando de repente él se lanzó a realizar una tediosa serie de leves ataques, empujones y codazos, dirigidos contra mi primera línea de peones. No resultaba difícil reaccionar frente a esta táctica en sí, pero tuve que retirar mi artillería, previamente dispuesta hacia su semidespoblado lado del rey, y desatendí además el centro, en donde Martin había empezado a establecer un par de piezas secundarias: otra vez ese caballo, un útil alfil en los cuadrados negros… Joder, pensé, esto acabará convirtiéndose en una de esas partidas… Tres movimientos más tarde, Martin me había forzado a situarme en unas posiciones de intrincada inercia, pues tenía a todas mis piezas atascadas y amontonadas, desviadas de sus objetivos, entrecruzadas. Eso significaba que iba a necesitar algún tiempo para recuperar cierto grado de libertad. Sin embargo, no me daba respiro ni para eso. Cada uno de mis movimientos estaba limitado a realizar delicadas reparaciones y afinamientos, dentro de un espacio cada vez más reducido.

—Fielding Goodney… —dijo Amis—. Todo le funcionó bien hasta que entré yo en escena. Yo era el joker de esa baraja. No sé hasta qué punto su plan era realista, pero imagino que, más o menos, tenía que funcionar así. Doblo —añadió, y movió otra pieza.

Su segundo alfil salió alanceando y logró atrapar a mi rey contra una reina que ya estaba medio atascada por culpa de sus paranoicos secuaces. Menudo infierno. Era una pesadilla claustrofóbica, me sentía rodeado de agujas y horcas y espetones. Tragué un poco de scotch y busqué alguna posibilidad de intercambiar piezas. Había dos en oferta, ambas con inconvenientes de consideración: un peón doblado, un desfiladero abierto que abriría paso a su torre centrada, la cual podría entonces… ¡Eso era perder la partida en cuestión de minutos! Esto empieza a ser grave, pensé, y alcé la mano a mi dolorida cara.

—Teniendo en cuenta el tipo de estrellas que contrató, teniendo en cuenta sus respectivas neurosis y fantasías, el guión de Doris Arthur estaba pensado de forma que no hubiese modo de trabajar a partir de él. Verte a ti, tratando de seducirles para que lo aceptasen e interpretasen los papeles de aquella manera, habría sido un espectáculo increíble. Pero te resististe. Aguantaste. No estabas tan jodido como él se había imaginado. Te quedaba un resto de fuerzas que él no podía minar.

—Sigue —dije. De repente veía luz, respiraba aire fresco. Suponiendo que, poco a poco, lograse colar mi reina hasta la tercera fila, podría cubrir el caballo, liberar mi alfil y amenazar al suyo… Sí. Lo único que necesitaba era el tempo adecuado. Déjame en paz, hijo de puta. Maldita sea, déjame respirar, aunque sea sólo durante un movimiento. Sigue hablando. Le eché una fugaz ojeada al reloj y, apresurada, aturulladamente, saqué a mi reina de su panal. Martin reflexionó un momento y luego, mansamente, adelantó un peón.

—Sigue.

—Esas chicas que, según me has contado, estuvieron acosándote en tu último viaje a Nueva York, yo diría que también estaban a sueldo de la productora. O eso, o… estaban haciendo pruebas con vistas a su contratación. Pero tú no estabas tan borracho ni eres tan estúpido como él había llegado a creer. En cuanto a esa amiga tuya, la que tiene esos grados universitarios, es posible que fuese lo mismo que yo: el joker de la baraja. Ella y yo éramos los dos jokers.

Por fin había logrado establecer una situación en la que podía ponerme a jugar, a contraatacar. Me cuesta mucho esfuerzo describir lo que pasó entonces, algo así como si todas las piezas de mi rival fuesen ahora cojas. Podía tomarme las cosas con calma, imponer mi propio ritmo: era como jugar contra Selina, sólo veía bellos dibujos blancos en las posiciones contrarias. No, ya no había oposición. Ociosa e inútilmente, Martin seguía empujando sus peones del lado de la reina, como si no le importase todo aquel arsenal que yo estaba acumulando a su izquierda. Mis alfiles, emparejados, comenzaron a proyectar sus focos hacia su rey, y mis torres se habían ido preparando para lanzar sus cañonazos. Hasta el tiempo estaba de mi parte.

—El plan original de Fielding debía de ser aproximadamente así: para empezar, sabía que tú no ibas a leer la letra pequeña de los contratos. Y estaba convencido de que, a partir del guión de Doris Arthur, un trabajo ingeniosísimo, pensado de forma que los cuatro personajes fueran detestables, las estrellas acabarían renegando de ti. En ese momento Fielding estaría en condiciones de llevarles a los tribunales por violación del contrato. Nada grave. Ocurre constantemente. Todas las estrellas tienen seguros que cubren esta eventualidad, de modo que en realidad nadie pierde nada. Excepto John Self. Fielding se había cubierto además con un seguro para el caso de que no se llegase a terminar la película. Pero tú fastidiaste su plan cuando decidiste incorporarme a mí.

—Doblo —dije, pasando los dados del sesenta y cuatro al dieciséis; una típica operación en estos casos—. Mil seiscientas libras. ¿De acuerdo?

Me dio la sensación de que ya no le interesaba la partida. Sus movimientos son movimientos de espera. Pero ¿qué es lo que está esperando? Yo había logrado avanzar con todas mis fuerzas hacia el lugar en donde quería arrinconarle. Martin podía esperar todo cuanto quisiera: para cuando se dé cuenta, las negras se le meterán en donde más duele. En cuanto haya colocado el caballo en su sitio, atacaré directamente la entrepierna de su defensa. Sí, mis torres y yo vamos a romperle en pedazos. No es que lo tenga fácil. Es que va a ser un paseo.

—En cuanto a lo del dinero, bueno, esa es otra historia. Contaba con la enloquecida agilidad que proporcionan las estafas más complicadas. Me dijiste que tenía en su habitación un gran equipo de ordenadores. Seguro que lo utilizaba para realizar alguna de sus hábiles manipulaciones de los circuitos de memoria de bancos y grandes multinacionales. No era fácil. Podía jugársela durante algún tiempo. Pero en cierto momento debió de tener bastante dinero en sus manos. Podía hacer dinero. Pero no le importaba el dinero. El dinero no le importaba como dinero. Doblo.

Y a este tipo tampoco le interesa el dinero. ¿Se me habrá pasado alguna cosa por alto? Revisé rápidamente la posición de sus piezas, las posibles trayectorias. Cero: no pillé ni el más mínimo intento de sacrificio libresco, ninguna treta brillante, nada de nada. Quizá esos peones del lado de la reina que él había seguido haciendo avanzar pudieran crearme algunos problemas más adelante, pero… ¿Más adelante? ¡Joder! Dicen que los peones son el alma del ajedrez. Quizá sea ésta la razón por la cual nunca les prestó gran atención, al menos hasta que llega la fase final de la partida, que es cuando no te queda más remedio que pensar en tu alma. Esos cuatro skinheads blancos estaban acercándoseme como invasores del espacio en una agitada pantalla. Las rotas defensas negras estaban abiertas por completo, como bocas de metro.

—Lo extraño —dijo Martin, meditabundo—, lo extraño es que Fielding tardase tanto en realizar la maniobra final, en cortar por lo sano y salir corriendo. Es probable que estuviera demasiado metido en sus propias cábalas, en su propio arte. Todos los artistas de la mentira, todos los ilusionistas y prestidigitadores, tienen una limitación: se emborrachan con su arte. Además, hay que contar con el carácter del propio Fielding, con sus ganas de disfrutar del juego hasta el último momento. ¿Por qué no permitió que salieras tranquilamente por la puerta del Carraway? Porque estaba enganchado. Enganchado en la ficción que él mismo había construido, ebrio de su propio arte, como te decía. Quería llevar sus trucos hasta el final. Nos pasa a todos. Era un actor frustrado, y quería obtener, como actor, su gran venganza. Llevó su arte de actor a la vida real.

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