Dinero

Dinero


II

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El tipo levantó la vista, con un destello de paranoia en su expresión que me pareció extraño en él, tan candoroso, tan osado. Aunque la reacción quizá sea de esperar en un pub como éste. Suele estar repleto de turcos, locos, marcianos. Cuánto extranjero. Ya sé que no saben inglés, pero ¿no podrían hablar algún dialecto terrícola? Porque hablan más bien en estéreo, ruidos de radio, interferencias. Hablar en sonar, en crujidos, en pterodáctilo, en zumbido de pez.

—¿Disculpe? —dijo él.

—Digo que si ya has vendido un millón de ejemplares.

Se relajó. Su sonrisa descentrada pretendía no entender nada.

—Menos bromas —me dijo.

—¿Cuánto vendes?

—Oh, cifras sensatas.

Eructé y me encogí de hombros.

—Joder —dije—. Perdón.

Bostecé. Miré hacia el resto del local. Él volvió a su libro.

—Eh —dije—. ¿Es cada día…? Quiero decir que, ¿escribes todos los días? ¿Tienes unas horas fijadas y todo eso?

—No.

—Ojalá pudiese dejar de eructar —dije.

—Él se puso a leer otra vez.

—Eh —le dije—. Cuando te pones digamos que te lo vas inventando, o, simplemente, cuentas lo que pasa.

—Ninguna de las dos cosas.

—¿Autobiográfico? —pregunté—. No he leído ninguno de tus libros. Apenas me queda tiempo para lecturas.

—Curioso —dijo él. Se puso a leer otra vez.

—Eh —dije—. Tu padre, ¿verdad que también es escritor? Seguro que eso te facilitó las cosas.

—Por supuesto —dijo—. Es como coger a la familia y llevarla al pub.

—¿Cómo?

—La hora del cierre —dijo el tipo del mostrador—. La hora. La hora.

—Eh, quieres tomar otro —le pregunté—. Te invito a un scotch.

—No, gracias.

—Ya. Bueno, yo estoy bastante cocido. Pronto regresará mi novia.

Ha ido a uno de sus almuerzos de trabajo. Tiene una tienda de ésas, una boutique. Busca gente que invierta en el negocio.

No contestó. Bostecé y me desperecé. Eructé. Cuando me estaba levantando, le di un golpe a la mesa con la rótula. Su vaso se tambaleó, pero lo agarró a tiempo. Casi no se derramó nada.

—Joder —dije—. Bien, Martin, nos veremos por ahí.

—Seguro.

—… ¿Qué quieres decir con eso? —No me gustó nada de nada su tono de superioridad o, pensándolo bien, tal vez lo que no me gustó fuera su bronceado, o su libro. O esa forma que tiene de mirarme en la calle.

—¿Eso? —dijo—. ¿Qué crees que significa?

—¿Me estás llamando mamón? —dije a gritos.

—¿Cómo?

—Me has llamado mamón.

—Lo siento, pero te equivocas.

—Ag, conque ahora me llamas mentiroso. ¡Me has llamado mentiroso!

—Eh, tío, tómatelo con calma, joder. No pasa nada. Eres un tipo magnífico. Fantástico. Ya nos veremos.

—Eso…

—Cuídate.

—Sí. Muy bien, Martin —dije, y, zigzagueando, me dirigí a la calle.

Once en punto. La hora de los disturbios. Los policías en mangas de camisa (hoy en día nos tomamos con mucha tranquilidad lo de la delincuencia), haraganean de seis en fondo junto a sus furgonetas blancas, sus ambulancias del dinero adornadas con esa elegante franja roja, aguardando a la vuelta de la esquina, junto a la calle mayor. En algún lugar, dispuestos a organizar el alboroto, aguardaban los chicos, los peleones. Aparentemente, el último sábado por la noche se declaró la revolución en este barrio. Yo estaba cenando solo en el Burger Bower, junto a la ventana, y no me enteré de nada. Pero, si quieren saber mi opinión, cada noche hay una revolución por estos contornos. Siempre las ha habido, y seguirá habiéndolas. A las once en punto, Londres es una tormenta, una locura, un jaleo, todos a por todas… Ya vienen otra vez. Sí, les digo yo, venga, adelante. Estoy destrozado; estáis destrozados. Al alboroto. Adelante.

Rompedlo todo.

—De acuerdo, Selina —dije, una vez terminada mi propia revolución—, escúchame bien, y a ver si te enteras. Mientras esté fuera, vas a comportarte como una señora. ¿Entendido, Selina? ¡Se acabó el cachondeo! ¿Entiendes, Selina? Ahora te tengo contratada y, óyeme bien, o haces exactamente lo que yo te diga, maldita sea, o… ¡Nadie se folla a mi tía! ¡NADIE va a joder a John Self! ¿Me oyes? ¡NADIE!

—Pero ¿qué dices? No oigo nada. ¿Quieres sacar la cabeza de la almohada?

—Pronto se arrepentirán de haber nacido los que me estafen. Sabrán que se han pasado de la…

—¿Qué? Saca de ahí la… uuf. Por fin. ¿Qué decías?

Soltando un gruñido, me di media vuelta. Secamente, Selina me dijo:

—¿Viste a Martina Twain en Nueva York?

—En cierto modo. Íbamos a vernos, pero hubo… un problema de horarios.

—Crees que Martina es lo mejor de lo mejor, ¿verdad? Crees que con sus títulos universitarios y su enorme culo…

—Bueno, sí.

—Tu gran oportunidad, ¿eh? Pues, olvídate de ella. Está casada y bien casada. ¿Sabes cuál es la única manera de retener a la mujer que te gusta? Casándote con ella.

—Ya, ya.

Me levanté de la cama y me fui a la sala para prepararme una copa. Al cabo de una o dos horas me pareció oír la voz de Selina. Nada, un murmullo, un gemido. Con mucho esfuerzo, logré levantarme del sofá y entré sigilosamente en el dormitorio. Estaba desnuda, en la cama, se había quitado toda la corsetería fina, todos los fetiches. Les aseguro que la boutique de Helle había demostrado su capacidad de hacer maravillas… Me acerqué un poco más. Selina estaba durmiendo, tranquila, sin trucos, sin sorpresa. Se le notaba un resto de carácter infantil en los párpados y en su levísima sonrisa: sí, se le notaba que aún era una niña. Está viajando a través del tiempo, pero ¿hacia dónde? En ese momento Selina se agitó, suave, perezosamente, buscando una posición más horizontal, de la misma manera que el agua busca siempre tener la superficie plana.

Selina Street no tiene dinero, nada de nada. Imagínenselo. En su vida se ha encontrado muchas veces sin dinero ni para el billete del autobús, para una taza de té. Selina ha robado. Ha empeñado su ropa. Ha jodido por dinero. No tener dinero es doloroso, como un aguijonazo. Y está bien, muy bien, darle un poco de dinero. Siempre ha dicho que los hombres usan el dinero para dominar a las mujeres. Y yo me he mostrado siempre de acuerdo con ella. Por eso nunca había querido darle dinero. Pero está bien, muy bien, haberle dado dinero. Toma. Un poco de dinero… Me arrastré hasta la ventana del dormitorio y metí la mano entre las cortinas negras. Era la primavera más fría del siglo. La nevisca de junio golpeaba los cristales. Ahí afuera debe de hacer mucho frío. Es cuando hace frío. Este es el momento en que realmente notas que tienes dinero.

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