Dinero

Dinero


IV

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IV

Encima de la puerta que da acceso al saloon bar hay un retrato de Shakespeare montado sobre el cimbreante cisne. Es el mismo retrato de Shakespeare que recuerdo haber visto en mis días de colegial, cuando se me fruncía el ceño leyendo Timón de Atenas y El mercader de Venecia. ¿Es que no tienen ningún retrato mejor que ése? ¿Es posible que siempre pusiera esa cara? Lo normal hubiera sido que su director de imagen se las hubiese ingeniado para conseguir algo que fuese un poco más atractivo. Ese labio superior, picudo y fofo como un culo, esa zafia curva del mentón, esos ojos de abuelita que contempla las rompientes. ¿Y el felpudo? ¿No hay para matarle? Siempre he obtenido un gran consuelo de la contemplación de Shakespeare. Tras una deprimente visita al espejo, o de un comentario desagradable de alguna amiga, o de una mirada de incredulidad recibida por la calle, suelo decirme a mí mismo:

—Bueno, Shakespeare era horrible.

Hace maravillas.

—Eh, Fat Vince —dije—…, ¿qué has tomado esta mañana para desayunar?

—¿Yo? Esta mañana he desayunado un arenque en escabeche.

—¿Y para comer?

—Tripas.

—¿Y qué piensas cenar?

—Sesos.

—Fat Vince, estás enfermo.

Fat Vince es transportista de cervezas, y matón del Shakespeare, el encargado de echar a los alborotadores. Lleva treinta y cinco años entrando y saliendo de este local. Igual que yo, al menos mentalmente. Al fin y al cabo, nací arriba, justo encima del bar. Fat Vince tomó otro sorbo de cerveza. Fat Vince también tiene una pinta horrible, y lo mismo puede decirse de su hijo, Fat Paul… Le tengo aprecio a Fat Vince, en parte porque, como yo, padece del corazón. Su corazón le ataca constantemente, y cualquier día también el mío me atacará. Creo que Fat Vince también siente afecto por mí. Cada dos meses se me lleva a un rincón y, con el aliento endulzado por la bebida, me pregunta qué tal estoy. Es la única persona que me lo pregunta. La única. A veces me habla de mi madre. Fat Vince es viudo, también. Su mujer murió por ser de clase demasiado baja. No estaba a la altura de su situación social. En cuanto a mi madre, cayó de repente en una misteriosa degeneración. Al salir de la escuela, solía irme con ella a la cama. Y notaba que estaba cayendo, partiéndose. Se moría de nostalgia por su América. Estaba harta de Barry Self. Fat Vince también trabaja de vice administrador de un salón de billar que cae por Victoria, en donde se muestra muy tolerante y es querido por todos. Tiene allí una trascocina donde se prepara sus demenciales ranchos. Entretanto, Fat Paul estafa a los clientes, haraganea, y mete las cosas en el horno. En la mesa número uno, con el taco clavado en el mentón, estudia la jugada para acertarle a una de las bolas… Poco después de la muerte de mi madre, Fat Vince se llevó a mi padre a librar con él una pelea que se hizo famosa, junto al váter de hombres, en el callejón, en aquellos remotos tiempos en los que Shakespeare aún era joven.

—Eso es comida de verdad, hijo mío —dijo Fat Vince—. ¡Qué sabrás tú de eso! Te has pasado la vida en un pub de mierda. Te dan una bolsa de patatas fritas y ya crees estar en el paraíso.

—Eh, conoces a Loyonel, ¿no? —dijo Fat Paul.

—Sí —dijo Fat Vince.

Fat Vince no es miembro de la realeza, pero habla con cierta contención de labios entrecerrados. Fat Paul es diferente. Fat Paul tiene un enorme pecho hinchado, una cara impasible de adoquín, un felpudo remendado, y unas crueles cejas rubias que dan a sus ojos un brillo de hurón veterano que ya lo ha visto todo en cuestión de trampas para liebres y ratas. Yo diría que Fat Paul no se angustia en absoluto por su acento. Deletrea muy bien. Cada una de sus sílabas posee la claridad de la amenaza. Jamás se le podría hacer justicia a esa voz.

—Le vi el domingo, por la calle —dijo Fat Paul—. Le dije, ¡Joder! ¿Acabas de tomarte un curry? Y él dijo, «No. Me tomé un curry el viernes». Y entonces yo le dije, Entonces, ¿qué has tomado hoy? «Tres pizzas y dos sopas chinas». Últimamente se alimentaba sólo de antibióticos, por lo del golondrino en el sobaco y el impétigo. Al día siguiente me lo encuentro en el club. Ya sabes, mi padre tiene una máquina que vende patatas fritas. Patatas fritas. —Fat Paul parecía estar disfrutando todavía de este nuevo acontecimiento—. Todo un jodido barril de grasa. Una vez al mes, pasa un tío y mete más grasa. Treinta peniques la bolsa. Pues, bueno, allí estaba Loyonel, apoyado en la máquina, y atiborrándose de aquello. Y esas patatas fritas, te lo juro, son repugnantes. Indescriptibles. ¡E imagínate que cuando ya se ha metido un kilo de esa porquería en el estómago se vuelve hacia mí y me dice que no entiende por qué tiene tantos problemas con la piel!

—Tiene suerte de seguir vivo —dijo Fat Vince—, comiendo lo que come.

—¿Te has fijado en la tripa que tiene?

—Su padre murió a los cincuenta y uno. Tras cinco años de comer a régimen, siguió engordando. Hasta que averiguaron que, además de la comida de régimen, también comía lo normal. Es increíble lo que era capaz de tragar. Y cuando aparecía Eva, él escondía los dientes y se lo tragaba todo de golpe, por llena que tuviera la boca. Además, tenía pasta.

—La pasta —dijo Fat Paul pensativamente— no sirve de nada cuando estás muerto.

Dicen que los franceses viven para comer. Los ingleses, por su parte, comen para morir. Me llevé mi cerveza a la barra, y cogí una bolsa de patatas fritas —con sabor a gamba y a fregona— y otra de Cripis de cerdo. Mientras me lo iba comiendo, me di media vuelta y estuve fijándome en la gente. Sin la menor duda, cuando rondo por el Shakespeare resulto un tipo con buena pinta. Quizá no alcance puestos tan elevados cuando voy con Fielding y las estrellas de cine, pero aquí soy de los buenos. En cuanto a todas esas mujeres de clase obrera, la verdad, no hay mucho donde elegir. Esto de pertenecer a la clase obrera marca lo suyo. Se sufre mucho desgaste, hay mucho para usar y tirar. Y los pubs no contribuyen a mejorar las cosas. Me volví de nuevo y me apoyé en la barra de madera, flanqueada por los emblemas heráldicos de las marcas que adornan las palancas de las cervezas de barril, por esos ceniceros de plástico que por su tamaño parecen soperas, y por los peludos y apezonados posavasos que imitan la humedad incluso cuando están secos. Sujeto a la columna cuadrada de madera, y escrito a mano, estaba el cartel que anunciaba los precios y tarifas de las porquerías que suelen dar de comer en los bares, con sus obsesivas permutaciones de tartas y purés y cosas fritas, subrayados los y y los o, más los cafés y los tés entrecomillados. Me pasé un rato mirando la esfera de reloj de una hucha para obras benéficas que era una verdadera antigualla. La Asociación de Amigos del St. Martin’s Hospital le dirán la Suerte. Metes la moneda, gira una aguja, y te puede corresponder toda una gama de curiosos destinos. Pasé revista a las diversas posibilidades: Librarse de la gota, Fortaleza hasta el final, Suerte en las apuestas, Alegría asegurada, El próximo será chico… No muy impresionante. Y eso que yo les tengo miedo a todos los portentos. Si los Amigos de ese hospital hubiesen ofrecido cosas como la pérdida total del felpudo, por ejemplo, les hubiese abandonado a su suerte. De modo que metí una moneda en la ranura, y oí el satisfecho clic de su caída. La aguja giró: Hay dinero en camino. Metí otra: Cuidado con los falsos consejos. Muy bien, de acuerdo. Alcé la vista, y el tembloroso espejo de la Casa de los Horrores se partió en dos: se abrió la puerta de cristal, se asomó mi padre un momento, y luego me llamó con un ademán de bienvenida, como si me invitara. Acepté, y entré en la trampa.

—Hola, Papá —dije. Llevaba una chaqueta de cuero negro, y un pañuelo de seda blanca al cuello. Mi padre tiene un buen felpudo, plateado y abundante. No me importaría tener ese aspecto cuando llegue a su edad. De hecho, no me importaría tener ese aspecto ahora mismo. Pensándolo bien, no me hubiera importado tenerlo hace cinco años, o hasta diez. El problema es el reloj, la máquina de los latidos. Tengo el corazón averiado.

—No me llames así —dijo, encogiéndose de miedo—. Tú y yo somos amigos. Llámame Barry. Bien —dijo, apoyando su crujiente brazo sobre mis hombros y conduciéndome a la salita—, quiero presentarte a Vron.

—¿Vron? —Ahora se acuesta con robots, pensé. Me frenó por el procedimiento de tirarme del pelo.

—Sí. Vron —dijo—. Y compórtate, ¿entendido?

Pronunciado por mí, Vron sonaba muy mal. Pero es que, además, mi padre tiene un problema con las erres, no sé si por culpa de alguna afección al paladar o de alguna pieza de su boca. Pronunciado por él, el nombrecito sonaba peor aun.

La salita había cambiado mucho desde los tiempos de mi infancia. Ahora se notaba el dinero. La vieja y granuda estufita de gas junto a la que me vestía para ir a la escuela ha sido sustituida por un negro cesto cargado de carbón de plástico. La mesa camilla a la que me sentaba para comerme la tostada se ha convertido en un mueble bar. La han forrado de plástico con remaches metálicos, está rodeada de tres taburetes altos, y sobre ella descansa un horizonte de sifones y cocteleras que recuerda el perfil urbano de Manhattan. Vron estaba tendida en un espectacular sofá de pana blanca. Era una morena de piel pálida y bastante buen tipo, aproximadamente de mi edad. Ya la había visto en algún lugar.

—Encantado de conocerte —dije.

—He oído hablar muchísimo de ti, John —dijo Vron.

—Vron está felicísima hoy, sabes —dijo mi padre, muy ronco—. ¿Verdad que sí, Vron?

Vron asintió con la cabeza.

—Para mi Vron, hoy es un día muy especial. Enséñaselo, Vron.

Vron se sentó y estiró los pliegues de su caftán. Se agachó bajo la mesita de café, y sacó un ejemplar de una revista porno, Debonair… Soy un hombre que conoce a fondo esta clase de revistas: Debonair pertenece al grupo de las más baratas, y su objetivo es la paja del obrero manual; a tal fin, muestran numerosas y salaces amas de casa o pechugonas suecas retorciéndose en sucesivas instantáneas en las que se ponen o se quitan ropa interior de la que venden en los grandes almacenes.

—Siéntate, John —me dijo la chica, y apoyó la palma en el sofá, justo a su lado.

Tras haberse humedecido las puntas de los dedos, Vron comenzó a pasar páginas. Hasta que, con un suspiro que casi era un gorgoteo de satisfacción, encontró el resbaladizo desplegable. Luego lo depositó sobre mi regazo, como una suave caricia. Mi padre se sentó también. Noté los brazos de ambos sobre mis hombros, y sus contentos, expectantes y humanos rostros muy cerca del mío.

Aplané la página. Desde la de la derecha, la cara de Vron me miraba a los ojos. Sobre su desnuda garganta se podía leer: «Vron», con las mismas comillas de poco antes, preñadas de su exótica, de su imposible promesa.

—Sigue, John —le oí susurrar a Vron.

Volví la página, y allí estaba Vron, con los acostumbrados lazos y cintajos de seda, haciendo las cosas que esa clase de chicas hacen si les pagas para que lo hagan. Volví la página.

—Despacio, John —le oí susurrar a Vron.

Vron sobre una silla de acero, con un pesado pecho sobre cada uno de sus puños. Vron tendida con la espalda arqueada y las piernas levantadas, sobre una rizada alfombra blanca. Vron montada sobre el lomo de una hiena. Vron agachada sobre un espejo plano. Volví la página.

—Ahí —le oí susurrar a Vron. El desplegable final la mostraba de rodillas, con la grupa adornada con unos ligueros y vuelta hacia la cámara, mostrando la peluda grieta con los dedos armados de uñas magenta. Por fin la reconocí: era Verónica, aquella artista del strip-tease que un día me mostró su talento allí mismo, en el Shakespeare.

Vron rompió a llorar. Mi padre me miró varonilmente. Creo que también en sus ojos había un par de lágrimas.

—Estoy… Estoy tan orgullosa —dijo Vron.

Mi padre inspiró generosamente y se puso en pie. Descargó un manotazo sobre la mesa de las bebidas. Y, a modo de explicación, dijo:

—Champagne rosado. Bueno, no ocurre todos los días, ¿no te parece? ¡Venga, Vron! ¿Conoces a un gran tonto? Aquí lo tienes, mirándote, amor mío. —E hizo un gesto indulgente con la nariz—. Toma una copa John.

—Vron… Barry… —dije—. Felicidades.

***

Me fui a casa en mi Fiasco, que, aparte de sus problemas en la refrigeración, los repetidos fallos de los frenos y la dirección asistida, y cierta tendencia a irse violentamente hacia la izquierda, parece estar funcionando relativamente bien en estos últimos tiempos. Como mínimo, y en conjunto, arranca más de la mitad de las veces.

No creo que Selina haga mucho gasto del Fiasco cuando estoy en los Estados Unidos, y Alec Llewellyn, por supuesto, ya no lo usa nunca desde que vive encerrado las veinticuatro horas del día… El viaje desde Pimlico hasta Portobello me costó unos noventa minutos, y eran más de las doce de la noche cuando aparqué en una zona prohibida, delante mismo de mi casa. ¿Por qué tardé más de noventa minutos? Un atasco de tránsito a las doce de la noche, pero que parecía de hora punta. Algo relacionado con la jodida Boda Real. Durante casi toda una hora estuve soltando maldiciones en un túnel del cinturón de ronda. El Fiasco se recalentaba de mala manera. Y yo también. Los coches iban todos atestados de extranjeros y sonrientes borrachos. La garganta del túnel se hinchaba como un enfisema, asfixiada de colillas y humos y malos alientos. Luego, como una cuña, penetramos en el mapa azul de la noche. Camino de las estrellas… Londres padece jet-lag. Londres padece conmoción cultural. Londres lo hace todo al revés y en el peor momento.

Selina estaba sentada en la cama cuando pasé delante del dormitorio con mi copa.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Estoy leyendo mi libro.

—¿Cómo dices? —Tenía sobre los muslos un ejemplar de Sugar. También estaba acompañada de una guía de televisión.

—¿Qué tal has encontrado a Barry?

—Ah, bien. Muy bien.

—¿Has conocido a esa furcia que sale ahora con él? Dice que piensan casarse. El otro día me lanzó otra andanada.

—No me lo creo. ¿Qué pasó?

—Me metió la cabeza por debajo de la falda.

—¿Cómo?

—Pensaba que todo iba en broma…, hasta que intentó bajarme las bragas tirando de ellas con los dientes.

—Joder.

—Doctor.

—¿Hum?

—Doctor, me parece que tengo una contusión en la cara interna del muslo. ¿Puede echarle una ojeada, por favor? Un millonario del petróleo me ha ofrecido cincuenta petrodólares por mamársela en el ascensor.

—¿Y qué has hecho?

—Le he pedido setenta y cinco. Pero el hombre lo quería todo, y me parece que no ha sido muy cuidadoso con mis muslos. ¿Le importaría, doctor, echarme una ojeada?

Le dije que se olvidara de las necedades del doctor y me hablara con más sensatez: que me contara lo del millonario del petróleo y sus petrodólares y de lo que le había hecho hacer… En los momentos de la agonía le oí articular un sonido que jamás, hasta la fecha, había oído salir de su garganta, un rítmico gemido de abandono o entrega, un sonido de derrota. No era la primera vez que oía ese sonido, pero nunca hasta entonces emitido por Selina.

—Eh —dije, acusadoramente (me parece que estaba bromeando)—, ¡no estás fingiendo!

Ella me miró sobresaltada, indignada:

—Pues claro que sí —dijo apresuradamente.

Lo intrigante es que la única forma de conseguir que Selina quiera acostarse conmigo es a base de no querer yo acostarme con ella. Nunca falla. Cada vez la pone a tono. Lo malo es que cuando no quiero acostarme con ella (lo cual ocurre a veces), no quiero acostarme con ella. ¿Cuándo me ocurre eso? ¿En qué ocasiones no quiero acostarme con ella? Cuando ella quiere acostarse conmigo. Me gusta acostarme con ella cuando ella tiene ganas de cualquier cosa menos de acostarse conmigo. Y casi siempre se acuesta conmigo, sobre todo si comienzo a pegarle gritos o a lanzarle amenazas o a darle el suficiente dinero.

Y funciona bien. Es un excelente sistema. Selina y yo nos entendemos de maravilla. Lo bueno de Selina es que es comprensiva. Conoce bien el siglo XX. Ha estado colgada en mil ciudades… Cuando nos vamos juntos a la cama, a veces la conversación pasa a… Mientras hacemos el amor, es frecuente que hablemos de dinero. A mí me gusta. Me gusta hablar de esas guarradas.

De dormir, nada. Nada de nada. No pude dormir, mientras que Selina sí pudo. También es muy buena para eso, es una gran dormidora, y pone cara de cría.

Con mi batín tres cuartos, pasé a la habitación contigua. Me serví una copa. Miré a mi alrededor, tratando de encontrar alguna clave. Al llegar del aeropuerto —ayer, semana más, semana menos—, el piso estaba tan desmelenado, apresuradamente habitado, como si alguien hubiese interrumpido súbitamente los esfuerzos de la mujer de la limpieza. Había flores en la mesa, pero ni una braga en el cesto de la ropa sucia. Había leche fresca en la nevera, pero un té de hacía siglos en la tetera. Y a Selina le gusta mucho el té. En esto del té es muy especial, y suele llevar un paquete de té en el bolso… Estaba esperándome. Lo supe por la cualidad especial de su alarma, muy de actriz, sobreactuada. ¿Dónde has estado?, le pregunté.

—¡Aquí! —insistió ella varias veces, con un vago gesto de su cabeza. ¿Cómo te enteraste de que iba a regresar?

—No tenía ni idea —repitió ella varias veces. Y yo no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Ella Llewellyn, a nadie. Da igual, pensé, y traté de meterla directamente en la cama. Sentía un intenso deseo de reconquista. Me dejó remolonear un rato a su alrededor, soltó esos jadeos que sabe que me gusta oír, y me prometió brindarme todo su magnífico talento, hasta que, de repente, dijo alto, se dejó caer de la cama, se arregló la ropa, se peinó, se cambió de zapatos, se empolvó la nariz, se sacó mi verga de la boca, y se empeñó en comer.

Vamos a Kreutzer’s. Como y bebo como si no hubiese mañana. Apenas tenemos nada que decirnos. Nadie se dedica a formular preguntas capciosas cuando le están haciendo subir a gatas unas escaleras. No soy yo el que va a poseerla como si fuese un mal espíritu, en absoluto. Estoy demasiado preocupado por los terremotos, la guerra nuclear, la invasión de los extraterrestres y el Día del Juicio, que pueden interponerse entre mí y mi premio. De John Self no van a sacar nada que no sea charla inconsecuente, adulaciones, angustiadas peticiones de otra copa. En pos de los elixires para el dolor de muelas, me meto en casa como un ciclón tras abandonar el Fiasco en medio de la calle. A estas alturas soy un crepitante brujo empapado en alcohol y comida repugnante, en filtros y hechizos eróticos. Selina entra en el dormitorio con la cabeza gacha. Cuando me desabrocho el cinturón, emito un tremendo y enervado gruñido.

… Agarré el montón de cartas que estaba en la mesita baja y me serví a mí mismo una de las de abajo: el sobre que contiene mi informe mensual de la cuenta bancaria, con su familiar color pardo y su sello de lacre, rojo como una gruesa gota de sangre. Aunque, claro, ya no es mi cuenta bancaria. Es una cuenta conjunta. Selina posee ahora la mitad, porque así logra recuperar su dignidad, porque así puede respetarse a sí misma, ¿lo recuerdan? Rompí el lacre con mi contundente pulgar. Y, lo juro, había tres páginas enteras de cifras. En medio de las generalmente lacónicas referencias de la columna de gastos —tarjeta Approach norteamericana, Liquor Locker, Dra. Martha Gilchrist, Compañía de Gas, Kreutzer’s, el Mahatma, TransAmerican, Liquor Locker otra vez— aparecía esta vez toda una muchedumbre formada por los viejos amigos de Selina. ¿Quién coño son todos estos? Da la sensación de que, en cuanto esa chica tiene dinero, se larga a Troya o Cartago, por lo menos: Chez Zeus, Goliath’s, Amaryllis, Aphrodite, Romeo amp; Juliet, Romulus amp; Remus, Eloise amp; Abelard… Siempre había sospechado que Selina se gastaba toda la pasta en masajes, reparaciones capilares y ropa interior. Pero eso era cuando no tenía casi ni cinco. La referencia más significativa estaba en la columna de los haberes: 2. 000 libras esterlinas, de la cuenta de depósito. Supongo que no puedo quejarme. Así es nuestro trato. Así es nuestro pacto de caballeros. Y ese es el problema de la dignidad y el respeto de uno mismo: lo jodidamente caro que resulta.

***

Y ahora soy un desempleado más. ¿A qué nos dedicamos, con todo el día por delante? Nos sentamos en cualquier escalera, nos detenemos en cualquier rincón de las sucias aceras. Las aceras son alfombras deshilachadas que nos aguardan después de una ruta atroz de comida asquerosa y bebida emética: ayer noche, los dioses del clima ahogaron sus penas, y luego vomitaron desde diez mil metros de altitud. Nos pasamos las horas tumbados, perplejos, en los parques, rodeados de flores de casta inferior. Fíu (solemos pensar), qué despacio va la vida. Yo llegué a la primera madurez en los años sesenta, aquella época rebosante de oportunidades en la que todo parecía estar esperándonos. Ahora los chicos van saliendo de la escuela para…, ¿para qué? Para hundirse en la nada, para estar jodidos. Los jóvenes (se les nota en la cara), los sin esperanza de felpudo pterodáctilo, los fracasados de cresta de loro, han encontrado la respuesta apropiada para esta situación, a saber: nada. Que quiere decir: nada, todo está jodido. La cola del paro empieza a la salida del patio de la escuela. Sus habitaciones de niños han sido los disturbios callejeros; Londres ha sido su gimnasio en plena selva. Otros se han llevado la vida consigo. El dinero está tan cerca que casi puedes tocarlo, pero se encuentra todo en el otro lado: lo único que puedes hacer es pegar la cara al cristal. En mi época podías, si así lo deseabas, abandonar, dejarlo todo. Ahora ya no hay quien abandone. Ya se ha encargado el dinero de evitarlo. No hay adónde ir. No hay quien se esconda del dinero. Ya no puedes decidir: voy a esconderme bien lejos del dinero. Por eso, a veces, cuando la noche es calurosa, rompen y roban cuanto pueden.

Entretanto, hay ciertos seres primitivos que circulan cargados de dinero en sus Torpedos y sus Boomerangs, o que se quedan sentados en sus pozos de dinero en el Mahatma o el Assisi, que pasean con su dinero por todas partes, las tiendas, los pubs, las calles. Los hay de todas las formas y colores, inocentes beneficiarios del chiste mundial que sigue contando el dinero. No hacen nada: son sus divisas las que hacen cosas. El año pasado los pubs estaban repletos de irlandeses increíblemente ricos: no llevaban ya dinero en sus bolsillos, sino eurodinero, que es mucho mejor aún. Y hay cierto reducto en Oriente Próximo donde también nadan en dinero, y toda una escuadrilla de evasores de impuestos ha comenzado a saquear el mundo occidental. Cada vez que le asestan un nuevo golpe a la libra esterlina en los mercados internacionales de divisas, cada una de las tías árabes se encuentra con un nuevo abrigo de pieles.

También hay adinerados blancos, ingleses, aborígenes de estas islas. Seguro que son delincuentes. Cómo no van a serlo con esos fajos de billetes, esa mierda de conversación, esas caras crueles, bien tostadas. Y yo soy uno de ellos, uno de los blancos, o al menos de color gris cielo, con mi acicalado felpudo, mi brazo moreno apoyado en la ventanilla del Fiasco, serio ante el semáforo, atontado de tanto abuso alcohólico, pero con dinero. Tengo dinero, sí, pero no puedo controlarlo: a cada momento viene Fielding y me da más. El dinero, en mi opinión, es incontrolable. Incluso aquellos de nosotros que tenemos dinero somos incapaces de controlarlo. La vida está peor cada día, pero jamás se oye decir nada malo del dinero. El dinero, eso sí que tiene que ser bueno.

Desde que dejé mi empleo y me puse a esperar que empezara la película, he notado, también yo, el salto que media entre las cosas. ¿Cómo puede nadie, en estas circunstancias, esperar que sepa cómo apañármelas para enfrentarme a cada nuevo día? Carezco de ideas al respecto. A ver si ustedes me sugieren alguna, por favor. El dinero no me sugiere nada. Permanezco tendido, despistado por completo, en una cama hasta…, ¿hasta cuándo? ¿Cómo es que esta experiencia no se acaba nunca? Levántate, sal, haz algo, ahora… Ahora, ahora. ¡Ahora! Vacilo, tanteo, manoseo…, y por fin me encuentro, semivestido, en la cocina, rodeado de pitillos y filtros de café. A veces las adicciones son utilísimas: como mínimo, para satisfacerlas no te queda más remedio que levantarte de la cama. Miro por la ventana —las calles, el cielo color azúcar mojado— y me quedo perplejo, aturdido, pasmado. Las ventanas en sí parecen tener algo más de sentido. Están forradas de porquería. El cristal parece el parabrisas del Fiasco después de un viaje de dos mil kilómetros, manchado por la sangre ennegrecida de los insectos espachurrados hace mil kilómetros, moteado de contaminación, con las huellas dactilares de repugnantes fantasmas. Hasta la porquería tiene sus estructuras y busca sus formas… Cuando dejé mi empleo tuve la misma sensación que al acabar un curso, como si fuese un domingo por la mañana, fantástico, ilegal. Pero el final de una cosa debería ser el comienzo de otra, y todavía no sé qué es lo que se supone que está empezando. En mi cabeza, por lo menos, la sensación es de puro vacío, todo está jodido. Selina se levanta temprano. Sus instintos de adicta a las compras (detectables en su expresión afilada, en lo afilado de sus dientes) la empujan a salir al mundo del dinero y el intercambio. Le interesa esa boutique que lleva una de sus más útiles amigas, Helle, una tienda que está allá por Chelsea. Selina quiere que yo invierta dinero en esa boutique. Y yo no quiero invertir dinero en la tienda, pero probablemente acabe haciéndolo. Si lo hago, jamás lograré sacar de ahí lo que haya metido.

De modo que juego a ser paciente, y juego a hacer solitarios. El libro de Martina permanece cerrado en la mesilla de noche: todavía no le he hincado el diente, ni he averiguado tampoco qué son los pop-holes. Miro el televisor, el vídeo. Llegué a tener una buena colección de películas grabadas en vídeo, pero ahora soy incapaz de hacer nada durante tanto tiempo seguido. He visto todos los vídeo pornos, y, ahora que Selina está aquí, no necesito para nada la pornografía. Grabo en las cintas fragmentos al azar de la programación nocturna. Documentales de la naturaleza, programas cómicos. Fútbol, billar, bolos, dardos. ¡Dardos! ¡Eso! La leche… Pronto pareceré uno de esos brutos de gran tripa y cara de animal que siempre andan con la cerveza y las flechas. Luego, caídos los hombros y la mirada fija en la sucia acera, me largo al bebedero y me siento con mi jarra y mi tabloide en un rincón junto a la chimenea.

Rusia va a darle una paliza a Polonia. Si yo fuera Rusia haría exactamente eso, aunque sólo fuese por mantener las apariencias. Quiero decir que no se puede permitir que el mundo dé un vuelco. Parece que el príncipe Carlos tuvo algún lío con una de las hermanas de Diana, hace mucho tiempo, antes de que decidiera señalar a Lady Di como la estrella de la familia. Otro juez comechochos le ha impuesto una multa de diez libras a una gilipollas que asesinó al lechero de su barrio: tensión premenstrual, TPM. La Alianza Occidental está en baja forma, según me cuentan. Bueno, ¿se puede saber qué esperan ustedes? Ellos tienen de jefe a un actor, y nosotros a una tía. Más disturbios en Liverpool, Birmingham, Manchester; el centro de las ciudades ha sido abandonado a su suerte, dejan que se pudra, que se queme. Lo siento, chicos, pero la primera ministra (PM) tiene tensión premenstrual (TPM). Aquí viene lo de una mujer que regaló su hijo de cinco años a un desconocido al que se encontró en un pub, a cambio de un par de copas de whisky. Está separada de su marido, con el que estaba casada por lo civil, y que está en paro.

Hago el crucigrama corto. Juego a marcianitos y a tragaperras frutales. Me siento como un robot que juega contra un robot rival, por dinero. Los dos somos bandidos de un solo brazo. Retención, cambio, doble, gana, pierde. Hoy en día te lo hacen todo sin que tengas que mover un dedo: Buscapremios, Retenomátic, Autoempujón. Las máquinas me dan náuseas, tanto si gano como si pierdo. Pero si en este local tuviera un agujero en la pared, seguro que también metería dinero por él. Voy a otro sitio, como alguna que otra porquería y bebo un vino asqueroso. Entro en la tienda de apuestas hípicas y, sentado en un taburete alto, me dedico a perder dinero. Paseo junto a los kioscos y estudio las tías en pelotas de las revistas. Me voy a casa, me tumbo en la cama, y todo vuelve a empezar. ¿A qué puedo agarrarme, qué podría hacer para que las cosas tuvieran sentido? El tiempo me tiene sobre ascuas. Hubo épocas en las que me sentía pictórico de energías. Actualmente, la sola palabra energía me produce un apagón total, me deja agotado. No puedo preparar el guión técnico hasta que Doris Arthur termine su trabajo. En cuanto a los presupuestos, Micky Obbs, mi primer ayudante, está cobrando media paga para estar sin hacer nada, en espera de que llegue el primer día de trabajo, junto con Des Blackadder y Kevin Skuse. Él sí que puede permitírselo.

***

Ayer, por ejemplo.

Once cuarenta y cinco. Entré en el Jack the Ripper, el peor local de los muchos locales que frecuento. No estaba lleno: la chica de la barra se empeñaba en desaparecer y en no encontrar mi mirada. Saludó, en cambio, a dos o tres recién llegados, a los que entregó sus copas y cobró, sin que en ningún momento hiciera caso alguno del billete de cinco libras que yo le mostraba, ni de mis estridentes solicitudes. Bueno, no soy de los que aguantan tranquilamente esta clase de trato.

—¿Qué opina usted? —dije en voz bien alta—. Quiero decir que, ¿qué probabilidades tengo de que me sirvan si me quedo por aquí un par de meses?

La gente se volvió, pero la camarera hizo caso omiso. Se fue a la caja que, a ruegos suyos, estalló y tintineó. Giró noventa grados, con el cambio en la mano, y pasó delante de mí, y llegó a ver la expresión furiosa de mi rostro.

—No vamos a servirle —me anunció. Vaciló un momento. Luego me miró a los ojos. Su cara, ese pequeño universo, era perfectamente correcta. Todos los clientes del bar nos miraron con curiosidad.

La verdad es que, desde que pisé el umbral del pub, sentía una tremenda necesidad de tomarme una copa. Y de eso hacía por lo menos cinco minutos.

—¿CÓMO DICE? —dije—. ¿Por qué? ¿Quién lo ha dicho? ¿Por qué?

—Es por lo de ayer noche.

—¿Qué quiere decir eso de lo de ayer noche? Pero si ni siquiera estuve aquí.

—No se acuerda. Estaba demasiado borracho. ¡Jerome! —gritó—. ¡Jerome!

Jerome, el matón de azules vaqueros, pendiente en la oreja y pelo teñido de rubio, salió de su escaparate de calienta tartas y revienta alubias para acercarse a nosotros.

—¿Qué?

Ahora iba a empezar el turno de Jerome. La chica se había ido a atender sus ocupaciones en otro punto de la barra. Pero antes, volviendo la cabeza por encima del hombro, le dijo a Jerome:

—Cuéntaselo. Es el de ayer noche.

—¿Qué es toda esa mierda de lo de ayer noche? —dije—. Acabo de decirlo, ayer noche ni siquiera pasé por aquí.

—Espere un momento —dijo Jerome—. Oye, Flora, no fue ayer. Fue anteayer.

—La noche del domingo.

—¿A qué día estamos hoy?

—Lunes —dijo Flora—. Fue ayer noche.

—A ver si nos aclaramos —dije—. ¿Cuándo fue? Trabajáis todo el puto día en el pub, y tampoco os acordáis de nada.

—Él es el que rompió la máquina —le dijo Flora a Jerome, que, muy serio, cruzó los brazos—. Luego se metió con Mr. Beveridge. Y después me dirigió a mí toda clase de insinuaciones obscenas.

—Ah, bueno —dijo Jerome.

—Eh, Jerome. Tío. Vete a tomar por el culo —dije—. Tú, Flora, ven para acá. Ven.

Flora se cruzó también de brazos.

—A ése no pienso acercarme —dijo.

Dejé caer la cabeza sobre el pecho. Inspiré profundamente. Las lágrimas me asomaron a los ojos. Cómo necesitaba un buen trago. Sentí ganas de decirles que tengo graves problemas de los ojos, del felpudo, del corazón, y que soy amigo de Lorne Guyland y de Butch Beausoleil. Pero de repente vi un grupo de vasos llenos de cerveza en la barra, frente a mí. Abriendo las dos manos, los empujé. Tardaron lo suyo en caer, y para cuando lo hicieron yo estaba a mitad de camino de la puerta.

—¡No vuelva más por aquí! —le oí gritar a Flora cuando abría de un empujón, en busca de aire.

Había otros dos pubs cerca de allí, el Butcher’s Arms y el Jesus Christ. Lo fastidioso era que también allí me habían prohibido la entrada. De modo que probé en el Pizza Pit. Me instalé en una caravana crepuscular, con una botella de vino tinto y una pizza de las grandes, que seguía siseando, olvidada, en la mesa. Domingo por la noche…, mejor no menearlo. ¿O fue el sábado por la noche? Me bebí otra botella, y después crucé la calle en busca de una comida más interesante. Con la ayuda de tres hileras de cervezas, consumí tres Waistwatchers, dos Sickburgers, un American Way y una ración doble de Tuckleberry Pie. Pero, un momento… ¿Creen que puedo haberme olvidado algún plato?

Después de comer volví a cruzar la calle para encaminarme al kiosco, y me puse en la cola del muro de las lamentaciones pornográficas. Como en las bibliotecas corrientes, el material está organizado por especialidades: revistas con chicas de grandes tetas, revistas con chicas vestidas de seda y encaje y ligueros, revistas con chicas a quienes se lo están haciendo pasar muy mal. Amigos, qué cantidad de revistas con chicas a quienes se lo están haciendo pasar muy mal. Tal vez piensen ustedes que esa gentuza tiene bastante con media docena de revistas mensuales de ese tipo. Pues no. No les basta con media docena. La pornografía tiene su olor, su aroma especial. Me parece que es el del papel tratado que usan los magnates de la prensa. El olor de la pornografía es árido, acre, olor a jaqueca y a cera… Le eché otra ojeada a Debonair, volví a mirar a Vron, mi futura madrastra. Menudo par de argumentos tiene mi futura madrastra, desde luego. Podría ser la estrella de una de las revistas especializadas en tías de tetas grandes. Dejé Debonair en su sitio y cogí Lovedolls. Acepten mi palabra: no las hay más guarras que Lovedolls, al menos en Inglaterra, al menos dentro del circuito legal. De modo que allí estaba yo, murmurando bajito y pasando turbiamente las páginas, encorvados los hombros, gacha la cabeza…, cuando de repente, con una sonora palmada en las páginas centrales, alguien me arrebató la revista de las manos.

Alcé la vista, alarmado, pasmado, aterrorizado. Una tía rolliza, con una agradable cicatriz, dos insignias en la solapa de su chaquetón de pana, vibrante el rostro y la pose, severísima, exaltada… Los mirones de revistas detuvieron su procesión. Alguien, cerca de mí, se apartó un paso, lejos de mi vista.

—¿Qué está haciendo? —ladró la tía, en tono sequísimo. Unos labios de clase media, una voz y unos dientes duros, limpios.

Retrocedí, me aparté. Creo que incluso traté de protegerme levantando un brazo.

—¿Por qué no le da vergüenza? —dijo ella.

—Pero si me da mucha vergüenza —dije.

—Mire. Mire eso.

Los dos nos quedamos mirando la revista que había caído al suelo. Estaba entreabierta encima de un estante que contenía revistas de las corrientes, de las legales, muy ordenaditas. Una de las páginas centrales había quedado semidoblada, como tratando de ocultar la visión de la tía despatarrada. A pocos centímetros de su codiciosa sonrisa penduleaba un miembro viril fofo y granudo.

—¿No es repugnante?

—Lo es.

—¿Cómo puede mirar esas cosas?

—Ni idea.

Esto hizo que la tía vacilase un momento. Creo que hasta este momento ni siquiera había oído ni una sola de mis palabras. Seguro, por otro lado, que le estaba costando un buen esfuerzo hablar con un tipo como yo, con mis gordos hombros y mi tensa cabeza vuelta hacia el espectáculo de aquellas mujeres, aquellas hermanas de ella, que habían caído en la perdición. Sí, pese a su fuerte y redondo rostro, sus impecables dientes, su rectitud, debía de estar costándole un gran esfuerzo. Tal vez había hecho esto mismo varias veces, pero no muchas. En estos momentos toda la fuerza de su mirada comenzó a individualizar mi forma humana, y sus preguntas empezaron a ser preguntas. Alzó el enguantado índice.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? Sin usted, no existirían. Mírelo bien. —Volvimos a bajar la vista. La muñeca del amor estaba en una postura de contorsionista—. ¿Qué le dicen esas cosas?

—No sé. Dinero.

La tía dio media vuelta y, con un leve taconeo, se largó hacia la salida (todo el kiosco estaba extrañamente paralizado, mudo), le pegó un buen tirón a la puerta de cristal y, sacudiendo su brillante melena, salió al azaroso desorden de la calle.

Hubo carcajadas, conversaciones restablecidas. Un divertido alivio asomó brevemente en los rostros de un par de chicos que trabajaban en la caja. Devolví Lovedolls a su estante, y luego, en plan desafiante, estuve mirando Plaything International y Jangler. Crucé la calle, me encaramé a un taburete y perdí veinte libras en la carrera de las 3. 45. Me sentí horriblemente mal, enfermo, apaleado. Ya está bien: ¿por qué me ha de tocar siempre la china? ¿Por qué no le ha de tocar la china a alguien que tenga algo más que perder?

Regresé a casa bajo una fina lluvia. Y qué cielo. ¡La leche! Tonos neblinosos de cocina sucia en los que algún que otro ojo de luz no mostraba más que mugre y ribetes de grasa, y todo aquel aire colgando encima de mí y de mi espalda como un fregadero viejo repleto hasta el borde de platos por lavar. Un jodido, derrengado, reventado Londres, haciendo tiempo bajo cielos empapados. En el adornado portal de unos grandes almacenes, un viejo de abrigo abrochado hasta el cuello y zapatos lustrosos le hablaba a la lluvia. A su alrededor, con rostros inexpresivos, había más viejos, así como un par de mujeres jóvenes de uniforme azul y rostro de blanqueada sinceridad, que subrayaban o puntuaban su discurso con un himno interpretado con flautas y tambores.

—Nunca es demasiado tarde —decía con timidez el viejo parlanchín, en actitud ciertamente modesta, la de uno de esos sombríos conserjes de Dios— para cambiar de actitud.

Finos los labios y los ojos, se dirigía a la paseante ironía de la muchedumbre, a los jóvenes, a los en absoluto curiosos extranjeros.

—No tenéis por qué —dijo— sentiros avergonzados.

De todos modos, apenas si se le entendía, en parte debido al ruido del tambor y de la lluvia y del aire lechoso.

Pero te equivocas, colega. Los cielos están avergonzados. Los árboles de las plazas tienen la cabeza gacha, y las marquesinas de las tiendas ocultan cuidadosamente los sonrojados rostros húmedos de los escaparates. Hasta el periódico vespertino siente vergüenza tras las rejas de su celda. Y también la siente el reloj situado sobre la puerta junto a la que habla el viejo. Hasta el tambor siente vergüenza.

***

—¿Se puede saber cómo cojones has terminado en este estado? —Vale ya, furcia, ¡se acabó!

—¿De qué hablas?

—¡Nunca estás aquí cuando te llamo desde América!

—¿Acaso no puedo irme a mi propio piso cuando me da la gana?

—¡Tampoco estás allí!

—¿Y no puedo desconectar el teléfono si quiero?

—Eres una actriz barata, eso es lo que eres. ¡Lo que pasa es que te largas por ahí!

—¿Y pretendes hacerme creer que no sabes por qué las cosas están como están?

—¡Estás estafándome, so furcia!

—¿A qué viene todo esto? ¿No ves que trato de decirte algo?

Selina se desabrochó el abrigo. Cruzo los brazos y permaneció en pie, erizada por la reciente tensión callejera.

—Menudo tú para decir eso —dijo Selina—. Vete a la cama, por Dios, y duerme la mona de una vez, o no podremos salir a cenar. Si es que vamos a salir.

No, me pondré bien, dije, o gemí, hazme un té o algo así… No sé cómo se las ha arreglado, pero Selina, menuda ella, me ha derrotado con mis propias armas. Ojalá supiera cómo se las ha apañado. Gimiendo, me tiendo en la cama con mi taza de té. Selina se instaló junto a la mesa circular de acero: periódico de la tarde, taza de té, un merecido pitillo. Estuvo volviendo las páginas con nervio, se detuvo, frunció el ceño, carraspeó, entornó los párpados, y se inclinó hacia delante, fríamente concentrada en una página. Yo sabía muy bien qué estaba leyendo. Estaba leyendo una noticia acerca de ese juicio que hay en California en tomo a la demanda de alimentos que ha interpuesto una tía contra un tipo que fue su amigo durante un par de días. Selina no se pierde detalle de lo que pasa en ese juicio. Yo tampoco. Esta nueva variante del asunto supone muy malas noticias para los tíos. Tal como van las cosas, y si no lo he entendido mal, parece que en cuanto una tía le prepara el té, una vez a la semana, al mismo tío, durante un período determinado, la tía tiene derecho a la mitad de la pasta del tío. Cada tarde, desde hace unos días, Selina pasa directamente a la página que cuenta esta historia, y la casa se queda en silencio. Espero que no pretenda conseguir algo parecido de mí.

—Seamos realistas, aunque sólo sea por una vez, ¿de acuerdo? —dijo más tarde—. Eres tan bruto que no te has dado cuenta, pero soy tu última oportunidad. No, ésas no, se me clavan. ¿Quién, aparte de mí, será capaz de aguantarte?

—No, ésas tampoco. Las usamos la otra noche.

—Mírate a ti mismo un momento. No, están por lavar. Entiéndeme, tampoco creas que eres un gran partido. Tienes treinta y cinco años. A ver si por fin se te nota.

—Sí, ésas me valen. Y ponte los que van a juego. Eso.

—Si lo que haces es esperar a ver si encuentras a alguien mejor…, ya puedes armarte de paciencia. Además, dime, ¿quién crees que querría cargar contigo? ¿Martina Twain?

—Espera. Quítate ésas y ponte esas otras.

—Fue ella la que te dio el libro, ¿no?

—¿Qué libro? —pregunté, impresionado, una vez más por el brujeril radar de Selina.

—Ese libro de una biblioteca que tienes en la mesita de noche. Ese del que lees cada noche la primera página.

—Así, perfecto. Perfecto. Es algo así como un regalo.

—Un regalo… Y una mierda. La verdad, hay que ver lo poco que algunos sabéis de vosotros mismos.

Más tarde, bastante más tarde, Selina volvió a la carga:

—Enfréntate a la realidad —dijo—. Crece de una vez, por Dios. Estoy dispuesta a quedarme contigo. Quédate conmigo. Yo te cuidaré. Tú cuidarás de mí. Dame hijos. Cásate conmigo. Comprométete de una vez. Hazme sentir que mi vida está basada en algo. O, al menos, deja que pueda moverme a mi gusto.

—Vale. Sí, de acuerdo. Muévete a tu gusto.

De modo que, a la mañana siguiente, cuando los cuervos de la plaza aún estaban haciendo ruidos de hambre, alquilé una furgoneta en la tienda de la esquina y nos deslizamos cuesta abajo, hacia Earl’s Court, para recoger las cosas del apartamento de Selina. Mandy y Debby, sus compañeras de piso, revolotearon semidesnudas por todas partes, dedicándose a servirme café con la reverencia debida ante un hombre adinerado que, además, iba a pagar las deudas de su amiga. Estuve tumbado en el sofá de aquel ático de forma piramidal y con ventanas de ancho alféizar. Más allá de los tejados se podía observar el cielo, estudiar el tiempo, que preparaba una nueva fase del tipo atascado. En efecto, el sol, averiado y herrumbroso, dejó repentinamente de brillar, como una linterna con las pilas mojadas. Selina se puso un delantal, se recogió el pelo bajo una gorra de béisbol, y comenzó a trabajar con notable eficacia femenina. Mandy y Debby, por su parte, se turnaron en la tarea de entretenerme. Mandy y Debby: ésas dos también parecen tías de las que salen en las revistas de desnudos. Son como Selina. Las artistas de la cama no son, actualmente, criollas lánguidas que tontean el día entero en el boudoir, comiendo bombones de chocolate, relamiéndose los labios y ronroneando, con el rostro orlado de crema de leche y semen. Qué va. Son más bien mentes empresariales apoyadas sobre hombros de industrial, mujeres astutas y listas, que ya no parecen adolescentes sino mujeres curtidas, experimentadas. Selina se enamora y desenamora de este par, según corran los tiempos, al igual que le ocurre con Helle. Una vez me contó, con una entonación preñada de odio y desprecio, que Mandy y Debby habían trabajado de escoltas, negocio que funciona de acuerdo con las siguientes condiciones: el tontolaba le paga a la agencia quince libras por cada cita, de las cuales la tía se llevaba sólo dos. Exacto: dos pavos. Escandaloso, ¿no les parece? De modo que, como es natural, las tías tienen que buscarse por su cuenta algún tipo de negocio suplementario. Nada de todo eso, sin embargo, ocurrió aquí. Lo que ocurrió, ocurrió en todas esas habitaciones de hoteles intercontinentales tan iguales las unas a las otras, en las suites privadas de ciertos corrompidos clubs y boyantes locales ilegales, en brillantes pisos de árabes. Mandy y Debby tenían toda la pinta de haber estado en ese negocio, y parecían lo suficientemente duras como para soportarlo, sobre todo Debby, que se dedicó a regalarme tantas miradas, tantas casuales caricias de su mano en mis rodillas, tantas revelaciones de lo que ocultaba bajo el batín, que a punto estuve de pedirle su número de teléfono. Aunque comprendí a tiempo que pedírselo hubiera sido gratuito, especialmente dadas las circunstancias. Ya sabía su número de teléfono.

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