Dinero

Dinero


V

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Algunas veces estuve preguntándome si Fielding tenía intención, con todo aquello, de promocionar a las chicas, en otro sentido. Pero siempre se limitó a decir cosas como: «Esta va por ti, Slick», o «John, a ésa le gustas».

—¿Crees que le gustas a Doris? —le pregunté en un momento de descanso.

—¿A Doris? Doris es gay, John.

Ya lo sabes.

—¿Y dónde está su guión, maldita sea?

—Paciencia, Slick. Calma y serenidad. Oh…, y esta noche tienes que hablar con Spunk Davis. Tienes que pedirle una cosa. Y te lo advierto, se pondrá hecho una furia.

—¿Qué tengo que pedirle?

Me lo explicó.

—De eso nada —le dije—. Oh, no. Pídeselo tú.

—Es a ti a quien respeta, Slick. Se la pones tiesa de verdad.

—Vaya —dije. Pero para entonces una nueva máquina erótica se nos acercaba desde el otro extremo del escenario, y me sentí enseguida demasiado caliente como para ponerme a discutir.

De modo que, ya lo ven, durante los últimos días no tuve tiempo para leer. Estuve demasiado ocupado viendo de todo.

***

Mr. Jones, el dueño de Manar Farm, había cerrado los gallineros para la noche, leí, pero estaba tan borracho que no se acordó de cerrar los pop-holes… Todavía no sé qué son los pop-holes. He preguntado por ahí. Fielding no lo sabe. Félix tampoco. El diccionario tampoco. ¿Lo saben ustedes?

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

Me volví.

—Vete a tomar por el saco —dije, y le di de nuevo la espalda.

Dejé de leer y miré a mi alrededor. No era un lugar para dejarse sorprender leyendo: un bar gay de hombres, en un profundísimo sótano situado no lejos de las chamuscadas East Twenties. Aquello era tan hondo que casi parecía que estuviésemos en un rascacielos vuelto boca abajo. Es posible que algún día Manhattan sea así: rascaprofundidades, rascanúcleos, cien pisos bajo tierra. Algunos neoyorquinos que no viven en el mundo que está de moda ya han tomado como lugar de residencia las alcantarillas y los pasillos del metro. En serio. Tienen ahí sus casitas, con camas y cómodas. El dinero les ha sumergido hacia las tripas del planeta, el dinero les ha empujado hacia las profundidades… A mi alrededor había ausencia de mujeres, mandíbulas, pelos rapados a lo militar, tipos recubiertos de cuero, como hombres ranas, adanes con toda la barba de tres días, con todo el músculo y todo el sudor. Ahí, en medio de las sombras y el polvo de la serrería, no necesitaba uno más que su masculinidad, su agria testosterona.

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

Me volví.

—Vete a tomar por el saco —dije, y le di otra vez la espalda.

No era uno de los peores locales. Imagino que el maricón estándar de Manhattan pasa por aquí para tomarse un último vaso de vino blanco camino de la mazmorra o de una cita asesina previamente pactada en el Water Closet o el Mother Load. Éste era un lugar oscuro de susurros y tanteos, de siluetas negras. Las formas de los clientes no proyectaban temblores ni amenazas, sino, más bien, cierta circulación sacerdotal de ondas de radar emitidas por los apetitos que les habían traído hasta allí.

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

—Vete a tomar por el saco —dije, y me volví—. Ah, hola. Lo siento. ¿Qué tal?

—Bien. ¿Te gusta este sitio? Mírate, parece que estés aterrorizado. Vale. ¿De qué querías hablarme?

Inspiré profundamente, y oí la débil marea de protesta emitida por mis gimoteantes pulmones. Él se sentó en el taburete que había a mi lado. Camiseta, bíceps con las venas visibles, los tendones visibles. Pidió un vaso de agua. Agua de grifo, nada de agua de alta costura. No tenía intención de tragar tanta burbuja: Spunk no era de ésos.

En este momento yo tenía el deber y la necesidad de recordar que no estaba tratando con un jovencito corriente. Spunk no bebía. No fumaba. No esnifaba. No comía. No jugaba. No juraba. No follaba. Ni siquiera se hacía pajas. Sólo hacía verticales. Flexiones. Meditación trascendental y control mental. Era un cristiano renacido, un auténtico creyente que se dedicaba a hacer obras de caridad: un joven preocupado por los pobres y los marginados… Sí, tendría que emplear todo mi talento para la manipulación humana. Miré su cara, cerrada como un puño, y le dije:

—Spunk. Es el asunto de tu nombre.

—Ya. ¿Qué pasa con él?

—Probablemente me odies cuando oigas lo que tengo que decirte.

—Ya te odio antes de oírlo.

—La cuestión es, Spunk —dije—, que en Inglaterra…

—Ya sé lo que vas a decirme. Ya sé lo que vas a decirme.

Esperé.

—Quieres que le añada una e a Davis. Pues, olvídalo, Self. Ya puedes comenzar a pensar en cualquier otra cosa. No pienso hacerlo. Imposible.

—No —dije—, la parte de Davis está bien. Mira, Spunk, puedes conservar tu Davis tal cual. Davis va bien. El problema lo tenemos con la otra parte.

—¿La otra parte?

—Ahí está el problema, sí.

—¿Te refieres a Spunk?

—A esa parte me refiero, en efecto.

Puso cara de sorpresa, como si le hubiese pillado a contrapié. Pedí otro whisky y encendí otro pitillo.

—La cuestión es —dije— que esa palabra, en Inglaterra, significa otra cosa.

—Ya, claro. Significa fuerza, valor, coraje.

—Cierto, pero también otra cosa.

—Ya. Huevos. Cojones.

—Cierto, pero también otra cosa.

—¿Cuál?

Se lo dije. Se quedó destrozado.

—Lo siento, Spunk, pero las cosas son así.

Su joven rostro se hundió y tembló, y el dolor le arrugó las esquinas de los ojos. ¿Por qué no hubo nadie que se lo explicara antes? Probablemente, pensé, nadie se atrevió. Me encogí de hombros y vacié mi copa.

—Me explico, ¿no? Si trabajáramos con un actor inglés que se llamase Jizz[11] Jenkins o algo así, habría que…

—Al diablo Inglaterra. ¿Qué me importa a mí Inglaterra?

—Tendrás que admitir que es un problema… Podrías cambiarlo un poquito. ¿Qué te parece Spank?

—¿Spank? ¿Se puede saber lo que pretendes? ¿Se puede saber qué clase de nombre es Spank?

—Hay varios nombres norteamericanos que suenan así. Skip. Flip. Rip. Trip. Hank. Hunk. Hunk Davis —dije, en plan de experimento—. O Bunk, o Dunk, o Funk, o… Junk, o Lunk, o…

—Como pronuncies una sola palabra más, me arranco las orejas de cuajo.

—O Punk —dije—. O Unk —insinué. Pensándolo bien, eso de unk es una terminación bastante popular.

De repente Spunk se dejó caer del taburete. Agarrándome de la corbata, como si intentase conservar de este modo el equilibrio, acercó su cara de actor a la mía, justo entre los ojos. Esto duró mucho tiempo. Me parece que trataba de proyectar sobre mí sus ejercicios de control mental, pero no estoy seguro. Luego, con los abultados nudillos de su mano derecha, mandó su vaso lleno de agua hasta el final de la barra, en plan oeste. El vaso se tambaleó tras deslizarse por la resbaladiza superficie de acero, pero no llegó a caer al suelo.

—Spunk… —dije.

Pero Spunk se largó.

Pedí finamente otra copa, y giré en mi taburete. Si Spunk pretendía ponerme nervioso al citarme en este local, se había equivocado de largo. Con toda la pandilla de maricas diesel, toros homosexuales, artistas del strip-tease, travestís y amantes del dinero que suelen rodearme en mi trabajo, la anormalidad ya no me inquieta. El mundo vacila. ¿Quién es normal? ¿Lo es alguno de ustedes? ¿Lo es Martina Twain?… Miré hacia uno y otro lado: las caras, los hombros, las manos. En cuanto a mí, carezco por completo de historial maricón. Carezco de pasado maricón. Pero, hoy en día, ¿quién sabe? Quizá tengo un gran futuro maricón. Es posible que, como maricón, me aguarde un futuro triunfal.

Eh, vosotros, tíos, vosotros, gays que disteis el paso. Me refiero a los de ahí afuera, no a los de este local. De modo que habéis decidido montároslo así. Buscar al macho. ¿Qué se siente en un mundo sin ellas? Imagino que es lo mismo que cuando no hace ningún tiempo, ni bueno ni malo. Sin vientos ni lluvias lunares, sin biología. Zona templada. Una vez igualada de este modo la humanidad, quizá el mundo resulta más tranquilizador. ¿O resulta extraño? Sí, y querría saber una cosa que siempre me ha intrigado: ¿hay ocasiones de ésas en las que no se le levanta a ninguno de los dos? ¿Padecéis noches de ésas de las del a-mí-tampoco? En fin, chicos, reconozco una cosa: este siglo ha sido el vuestro. He oído decir no hace mucho que Australia acaba de salir diciendo yuuupi del lavabo. ¡Australia! Todos esos chicos con cara de calabacín, todos esos fortachones playeros, todos son ahora mariposos. ¿Se puede saber qué está ocurriendo, maldita sea? Hay quienes le echan la culpa a las mujeres. Yo se la echo a los hombres. A la primera señal de preocupación, tras cincuenta millones de años de hacer lo que nos daba la gana, levantamos las manos y nos hacemos gays. Increíble. ¿Es forma esta de comportarse? ¿Hasta qué punto nos vamos a amariconar? Venga, tíos, no me dejéis solo. ¿Qué se hizo del viejo espíritu cavernícola? No os rindáis. No desertéis. ¿Cuál es el problema? Al fin y al cabo, no son más que mujeres.

Pedí otra copa. Mirando hacia un lado me fijé en algo extraño, anómalo: una tía, una rolliza muchacha con tobilleras, avanzando trémula junto a la barra, dirigiéndose hacia mí. No podía tener más de dieciséis años aquella pobre niña perdida con su breve faldita rosa y su bolero de ropa tejana. Se volvieron las cabezas gays. Ella se encaramó en el taburete que estaba junto al mío, y le pidió al ceñudo barman un zumo de naranja. Pronto comprendí lo que tenía que hacer. Ahora lo veía con la mayor claridad. Acompañarla de regreso a su vieja casa de piedra arenisca, darle unas cuantas explicaciones amables a su mamá, estrechar silenciosamente la mano de su agradecido papá, jugar una partida de damas con su hermanito, y, en el momento de retirarme, propinarle a la niña unos buenos azotes en los cuartos traseros.

—Hola —dije.

Ella se volvió.

—Vete a tomar por el saco —dijo ella, y me dio la espalda.

De hecho, acepté su consejo. Me tomé unas cuantas pizzas tamaño neumático en un snack-bar mongoles, y regresé en taxi al hotel. Luego cené en el Barbarigo, mi restaurante preferido del barrio. Mañana será un gran día. Tengo que ver a Martina, y me queda mucho por leer.

***

El regalo de Martina se titulaba Animal Farm y era de George Orwell. ¿Lo han leído? ¿Es un libro que me va? Coloqué la lámpara, y puse los cigarrillos en la mesita, en fila. Luego tomé tanto café que cuando abrí el libro sobre mi regazo me sentía como un asesino en el momento de recibir la primera descarga en la silla eléctrica. George Orwell se cambió el nombre, porque en realidad se llamaba Eric Blair. No le culpo por haberlo hecho. Su libro empieza con unos animales que celebran una reunión en la que exponen sus quejas acerca de la vida que llevan. La vida que llevan parece dura —sólo trabajo, nada de descanso, nada de dinero—, pero ¿qué esperaban? No alimento ambiciones realistas respecto a Martina Twain. Sólo alimento ambiciones antirrealistas. No sé si se han dado cuenta de lo asombrosas que son hoy en día las posibilidades de los monstruos de fealdad que ganan un poco de pasta. Si eres heterosexual, y tienes algo de dinero en el bolsillo, puedes tirarte a lo mejor de lo mejor. Los tíos buenos se pasan todos al campo gay, o bien eligen a mujeres de las que se dedican al porno. En esa reunión de animales, se ponen a cantar una canción. Bestias de Inglaterra… Fui a tenderme en la cama. Tenía la cabeza repleta de interferencias. Necesito unas gafas. Necesito una paja. Pero tengo que seguir leyendo. Lo fantástico de leer es que tienes que estar en condiciones de hacerlo. En buenas condiciones mentales, y también físicas. Este cuerpo que me ha correspondido es una distracción constante. Aquí estoy, tratando de leer, atareadísimo con mi lectura, pero obligado persistentemente a dejar el libro a un lado a fin de mear, cortarme las uñas, afeitarme, vomitar, cepillarme el felpudo, hacerme una paja, tomarme una aspirina, encender un pitillo, pedir más café, rascarme la oreja y mirar por la ventana. Me puse de nuevo a leer. Los animales cantan una canción. Bestias de Inglaterra. Era opresivo, super opresivo, el calor que hacía en mi habitación. Fui a inspeccionarme la espalda en el espejo. Completamente curada por fin, excepto la herida que se enfureció, que se infectó. La herida está mucho más rabiosa que yo. Yo estoy dispuesto a reírme de todo, pero la herida que me queda en la espalda no para, quiere pelea. Me puse otra vez a leer, estuve, de hecho, leyendo tanto rato seguido que acabé obsesionándome por la cantidad de tiempo que había dedicado a leer. Llamé a Selina. Allí eran las seis de la mañana, pero no hubo respuesta. Dirá que desconectó el teléfono. La muy puta. Me puse otra vez a leer. A las doce y cuarenta y cinco tengo que estar al otro lado de la ciudad, para almorzar con Caduta Massi en el Cicero. Pero todavía no son más que las once y quince. Empecé otra vez a leer: no he parado de leer; como mínimo, parece que he pasado unas cuantas páginas. Tengo que reconocer que admiro el modo en el que Orwell empieza el libro con cierto retraso, en la página siete. Esto ha de actuar en tu favor. Leer, sin embargo, es un trabajo lento, ¿no les parece a ustedes? Hace falta mucho tiempo para pasar de la página veintiuno a la, digamos, página treinta. Primero llegas a la veintitrés, luego a la veinticinco, luego a la veintisiete, luego a la veintinueve, por no hablar de los números pares. Luego a la treinta. Después te queda la página treinta y uno, la treinta y tres: y la cosa no se acaba nunca. Por suerte, Animal Farm no es una novela muy larga. Pero las novelas son largas, ¿no? Todas. Son, bueno, larguísimas. Al cabo de un rato se me ocurrió llamar a Félix y decirle que me trajera unas cuantas cervezas. Resistí la tentación, pero eso también me costó mucho tiempo. Luego llamé a Félix y le pedí que me subiera unas cuantas cervezas. Seguí leyendo.

Regresé del almuerzo a las cinco menos cuarto, en excelente forma, no sin haber entrado a husmear un par de bares en mi camino de vuelta desde el otro extremo de la ciudad. Tres horas y ciento veinte páginas por delante. Noventa segundos por página, lo suficiente. Caduta Massi tampoco me supuso problemas, ni siquiera en su enorme suite. Estuve sentado, haciendo gestos de asentimiento, con su viejo príncipe Kasimir (un resto remendado de la II Guerra Mundial), mientras Caduta hablaba como una canción de cuna sobre niños, madres, partos, estaciones, y aquellas sus colinas toscanas en las que crece la hierba, sopla el viento, y azulea el cielo. Allí, en las colinas de la patria de Caduta, al parecer, la primavera es una época de renovación, la tierra da vida renovada, los brotes crecen y la savia trepa por los árboles.

—Ahora dejaré que los hombres disfruten de su café y de su oporto a solas, libres del parloteo femenino —dijo Caduta, y desapareció. Kasimir y yo nos quedamos sentados, bebiendo en absoluto silencio, durante cuarenta y cinco minutos, hasta que regresó Caduta cargada con tres gruesos álbumes dedicados por completo a sus ahijados. Los ahijados son los únicos hijos que Caduta ha logrado tener, pero, amigo, qué cantidad de ahijados tiene. Me senté junto a ella en el sofá y estuve fisgando montones de caricias filiales… A estas alturas el libro y yo nos deslizábamos suavemente. Esto de leer sin parar da mucho sueño. Yo tengo la teoría de que el whisky ayuda a seguir avanzando. El whisky es el secreto de una lectura seguida y sin problemas. O eso, o bien Animal Farm es muy fácil de leer… Lo único que me desconcertó fue lo de los cerdos. Esto no me lo trago, tío, repetía interiormente. Quiero decir que, ¿cómo es que los cerdos son tan listos, tan civilizados y educados? ¿Han visto ustedes un cerdo alguna vez? Yo sí, y, la verdad, es una experiencia repugnante. Estuve viendo cerdos la vez que fui a una granja para filmar un spot de una nueva marca de croquetas con sabor a cerdo. Tendrían ustedes que ver a esos monstruos de mandíbulas peludas, a esos feos bichos pedorreros, gruñendo y comiendo en sus pocilgas. Qué pandilla. Morderle la cola a tu novia cuando ella se distrae no está mal visto entre ellos. Dado lo que vi allí, eso debe de ser de buena educación, una muestra de cortesía. Y cuando pienso en cómo tienen su casa, bueno, me estremezco. No es por casualidad que reciben el nombre de cerdos. En cambio, Orwell los pone aquí como los cerebros de la granja. Seguro que nunca vio a un cerdo en acción. O eso, o hay alguna cosa que no he acabado de pillar.

Los seres de afuera miraban primero a los cerdos y luego a los hombres, leí, Y de nuevo a los hombres y luego a los cerdos; pero a estas alturas ya no era posible distinguir a los unos de los otros. Brillante. Llamé a Martina y acordé reunirme con ella en el Tanglewood de la Quinta Avenida. Ella puso alguna leve objeción, no recuerdo cuál. Me duché, me mudé y llegué a buena hora. Pedí una botella de champagne. Me la bebí. Ella no compareció. Pedí otra botella de champagne. Me la bebí. Ella no compareció. Así que pensé, qué diablos, y decidí que, ya puestos, mejor sería agarrarla de verdad… Y en cuanto logré esto último, siento tener que informarles que me olvidé de toda precaución.

***

Me hice mayor, en el sentido de más grande, aquí, en los EE. UU. de A. Entre los siete y los quince años viví en Trenton, estado de Nueva Jersey. Hice todas las cosas que suelen hacer los niños norteamericanos. Dije las cosas como las dicen los niños norteamericanos. Me crecieron dientes fuertes, orejas grandes, llevé el pelo al cepillo, y tuve una bici pequeña con timbre eléctrico. Afiné mi voz en un tono a mitad de camino entre el inglés de América y el de Inglaterra. Alec Llewellyn dice que a veces hablo como un disc-jockey inglés. No recuerdo que las cosas de aquí me pareciesen enormes, pero sí recuerdo que cuando volví a Inglaterra todo me pareció pequeño. Los coches, las neveras, las casas: todo escuchimizado, ridículo. Aquí aprendí muchos interesantes trucos sobre la riqueza y la gratificación en general. Hice la labor preparatoria para mis posteriores adicciones a la comida rápida, las bebidas dulces, el tabaco fuerte, la publicidad, la televisión veinticuatro horas al día, y, quizá también, a la pornografía y las peleas. Pero no le echo las culpas de todo eso a Norteamérica. No culpo a Norteamérica. Culpo a mi padre, que me envió aquí en barco en cuanto murió mi madre. Culpo a mi madre.

A ella casi no la recuerdo. Recuerdo sus dedos: en las mañanas frías, me llegaba junto a su cama y ella tendía su mano cálida desde debajo de las mantas, y me abrochaba los botones de los puños de mi camisa. Su cara era… No lo recuerdo. Su cara permanecía debajo de las sábanas. Vera estaba siempre malita. Sólo recuerdo sus dedos, sus huellas dactilares, sus uñas rotas y la marca del botón en los contornos de la yema. Supongo que no sabía abrocharme los botones de los puños. Y parece que necesitaba un toque humano. Romperé a llorar dentro de poco, pero me resistiré. De hecho, no he llorado nunca, ni nunca lloraré. Creo que necesitaba algo por lo cual recordarla, y, ¿qué tengo? Sólo sus dedos y la diferencia en la casa, el juicio, la vergüenza, cuando ella desapareció.

Me gustaban mis tíos de Trenton, Lily y Norman, los americanos. Vera y Lily, las dos hermanas: en la foto perdida sus caras parecen muy americanas con sus anchas sonrisas provistas de unos dientes delanteros que se les meten hacia adentro, con sus dulces dientes. Las hermanas parecen felizmente conscientes de ser hermanas. Se nota un disfrute de los genes compartidos. Brindo por vosotras, chicas, pensaba yo cada vez que miraba la foto (¿dónde la perdí?). Pasadlo bien. Las caras están, además, atemorizadas. Tenían veinte y veintiún años. Sé lo que se siente a esas edades. Cuando eres así de joven pasa lo siguiente: que sigues poniendo cara de aplomo, pero no entiendes nada. Las hermanas se fueron a Inglaterra en 1943. No sé si los maridos ingleses eran entonces lo que han sido luego, pero las dos se encontraron casadas con maridos ingleses. Lily regresó de nuevo a casa con Norman. Vera se quedó allí, con Barry Self.

Mis primos, Nick y Julie, me gustaban, eran más pequeños que yo. Nick y Julie también se gustaban mutuamente: eran más pequeños, y se convirtieron en norteamericanos hasta un grado que yo nunca alcancé. Excepto cuando les amenazaban, y yo peleaba o me hacía el matón para protegerles, por lo general preferían que me mantuviera lejos de ellos. Eran más pequeños, la culpa no es suya. Pero todavía me siento excluido, como entonces. ¿Dónde estaría yo en una Granja de Animales? Sería una de las ratas, pensé al principio. Pero…, venga, no te pongas tan duro, tómatelo con calma. Ahora, tras maduras reflexiones, creo que tengo lo que hace falta para ser un perro. Soy un perro. Soy un perro junto al mar, atado a una valla mientras mi amo y mi ama retozan en la arena. Salto, brinco, gimo y ladro, consumiéndome. Los perros aceptan un cachete, hasta una patada de vez en cuando. Si eres perro, soportas bastante bien algún cachete. ¿Y una patada? ¿Qué es una patada? Los perros de la calle se preocupan por todo, se interesan por todo, corren en pos de los grandes descubrimientos. Pero qué dolor, estar atado a una valla cuando, tan cerca, hay actividad —y juego, imaginación, fascinación—, justo un poco más allá del extremo de la correa que te sujeta.

Siempre he entendido que Norteamérica es el país de las oportunidades. Vigorosamente mestiza, Norteamérica es un país con éxito en su ozono, un nuevo mundo para aprovechados y listos, un lugar en donde la fortuna sonríe con una mueca y te hace la señal de victoria… Sí. O no. Tío Norman comenzó a trabajar en la industria de los áridos, con poco capital de entrada, por supuesto. Norman trabajó con ahínco. Los días eran largos y dulces. Pasaron los años. Y no ocurrió nada: seguía siendo un pequeño comerciante de áridos. Luego lo vendió todo y metió toda su energía en el campo de los electrodomésticos. Volvió a fracasar. A los electrodomésticos parecía importarles muy poco que él volcase todas sus energías en ese campo. Probó suerte como mayorista de maderas. Fracasó, no tuvo ninguna suerte. Llegado a ese punto Norman comenzó a describir una curva: hipotecó la casita y metió hasta su último céntimo en la industria de la ventilación. La industria de la ventilación se tragó su dinero sin el menor problema, y no le devolvió nada. Luego hizo lo tremendo. Volvió a Inglaterra.

A mí me devolvieron a mi padre, al Shakespeare, con quince años y enorme ya. Salí a trabajar, cosa que era justamente lo que yo quería. Mi pequeña familia se esparció por todas partes. Lily ha vuelto a casarse: ayuda a su marido, que tiene una tienda de comestibles en Fort Lauderdale. Nick se dedica a Dios sabe qué en el Golfo, me parece que en Qatar, o en los Emiratos. Norman está en un manicomio. Creo que hubiese ido a parar allí de todos modos, aunque hubiera triunfado.

Era un hombre amable y perplejo, siempre predispuesto a las mayores confusiones. Estaba escrito. A Norman le debo dinero. Una vez le mandé cierta cantidad. Me la devolvieron. En los manicomios —sólo en ellos— el dinero no sirve de nada.

Me sentía mayor y fuerte, a los quince, y dispuesto a utilizar todo el talento que tenía. A primera hora de la mañana cargaba cajas de cerveza con Fat Vince. Durante el resto del día hacía recados en Wallace amp; Eliot. Por las noches ayudaba a Fat Paul a echar a los borrachos del Shakespeare. Y… No sé muy bien por qué les cuento todo esto. Está tan lejos… Las paradas de un viaje carecen de importancia cuando el viaje carece de destino, cuando sólo tiene un final. En la calle, taconean las mujeres. Taconean por el tiempo… Aquello ocurrió, pero ahora ocurre esto. Al igual que la desaparecida Vera, el pasado ha muerto y desaparecido. El futuro podría ir hacia allí, hacia allá. Los futuros del futuro nunca habían tenido un aspecto tan pétreo. No inviertan dinero en el futuro. Acepten mi consejo y confórmense con el presente. El presente es real, la única realidad. El presente, el jadeante presente, es todo cuanto hay.

***

—¿Qué ocurrió? —pregunté por teléfono. Estaba dispuesto a ponerme muy serio.

—… No fui.

—Sí. Eso me parece recordar. —Esperé un momento—. ¿Por qué?

—Por nada. Intenté explicarte por teléfono que no iría, pero no me escuchabas.

Esperé.

—Te esperé —dije.

—Estabas borracho —suspiró Martina—. No sé si te das cuenta, pero es pedir mucho eso de hacerme pasar toda una tarde con alguien que está borracho.

… Siempre había sabido que eso era verdad, naturalmente. Todos los borrachos sabemos que eso es verdad. Pero, en general, la gente tiene la suficiente consideración como para no mencionarlo. La verdad carece de tacto. Ese es el problema de los que no son alcohólicos: nunca sabes qué van a decir a continuación. Sí, los sobrios son gente extraña, impredecible, insoslayable, selectiva. Pero nosotros hacemos cuanto podemos por soportarlos.

—Veámonos esta noche. No estaré borracho, te lo prometo. Mira, siento de verdad lo de ayer noche.

—¿Ayer noche?

—Sí. Las cosas escaparon un poco a mi control.

—¿Ayer noche?

—Sí. No sé qué me ocurrió.

—No file ayer noche. Fue anteayer por la noche. Llámame a las ocho. Entonces podré darte una respuesta. Si estás borracho, colgaré, y ya está.

Y colgó.

Sentí un montón de bascosas preguntas que se interponían en mi camino cuando me bajé de la cama y me desnudé lentamente delante de la ventana, contemplando las tremendas traiciones químicas y las horribles superposiciones que se producían en el derramado cielo. Llegué incluso a decirme a mí mismo. Joder, otra vez se me cae encima uno de esos eclipses internos. Pero Félix apareció con mi desayuno, y me dio los buenos días, y todo pareció estar bien. Aparte, claro, de la comida. Mi tortilla, cuando estaba en el plato, parecía notablemente dócil, pero muy pronto adquirió más vida de la cuenta.

Llamé a Félix y le exigí que se presentara en la habitación 101.

—Mira, chico —dije, muy severo—. Me gustaría saber por qué me dejaste dormir tanto ayer. ¿No se supone que tienes que cuidar de mí? El tiempo es dinero. Maldita sea, Félix, soy un hombre muy atareado.

¿Cómo? —dijo Félix, ladeando la cabeza—. Pero si ayer ni siquiera estuvo aquí… Pensé que se había ido a pasar el fin de semana fuera, o algo así. Llegó por la noche, muy tarde.

—¿Bebido?

—¿Bebido? —Y comenzó a esbozar una sonrisa—. Los de abajo no están de acuerdo conmigo, pero en mi opinión fue la mejor borrachera de todas, hasta la fecha. Llevaba un gorro de fiesta en la cabeza, y toda la cara pintarrajeada de barra de labios. ¿Bebido? No hay palabras para describir cómo venía. Parecía que se hubiera estado pegando con la botella. Estaba usted…, bueno, estaba simplemente muerto.

No cabía la menor duda: la cogorza había sido de las malas. Era incapaz de recordar nada de la noche anterior, de todo el día anterior, de antes de ayer. Y, lo que es peor, tampoco lograba recordar nada de Animal Farm.

***

No sé lo que hice ayer, pero lo que sí sé es que lo que hice me ha hecho salir un divieso en el culo, y de los grandes. No es la primera vez que me sale un divieso en el culo, pero éste es de los de campeonato. Su puta madre, es un divieso enorme. Yo estaba convencido de que estos desagradables personajes habían desaparecido de mi vida, como los granos de la cara y los gallos. Parece que no, parece que no. Debe de ser la bebida, debe de ser la mierda que como, la pornografía… Tengo la misma sensación que si estuviera sentado encima de una bola de plutonio radioactivo. Es asombroso, y hasta adulador, que mi cuerpo sea todavía capaz de alojar esta volatilidad torturadora, estos repugnantes venenos superficiales. Y duele de cojones, encima. Si me vuelvo de espaldas hacia el espejo y me asomo a mirar por entre mis piernas separadas, como si estuviera haciendo un estúpido número pornográfico, alcanzo a ver una buena perspectiva de esa erupción purpúrea que me ha salido en la nalga izquierda. Y va muy en serio. No se entretiene con tonterías. Hierve, saben. Hay veces, hermanos, que los baños, tanto si son caseros como si se trata de baños alquilados, como éste, con enormes lunas reflectantes, acero salpicado de manchas y la cortina de la ducha más arrugada que un impermeable viejo, te hacen retroceder veinte años, hasta el punto que empiezas a preguntarte si en realidad has viajado un solo día… Tendido boca abajo todavía lo soporto. Pero si camino, me duele; si permanezco en pie, me duele; si me siento, me duele. Si no me muevo, me duele. Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

De modo que la jornada se convirtió en una extraña búsqueda de papel de calco y tinta invisible. Me senté a releer, a re-releer, y a rebuscar en mi cabeza y en mi habitación, por si aparecía alguna clave, alguna pista. Bestias de Inglaterra. Esclavos del trabajo. La toalla pequeña del baño parecía una venda usada: ¿de dónde podía haber salido toda esa pintura de labios? ¿Qué labios la imprimieron en mi rostro? Sólo pudo tratarse de alguna profesional. Nadie me besa voluntariamente en estos últimos tiempos. Tiene que ser la bebida, tiene que ser la… Mientras me remojaba el divieso (fíu: mi culo no ha sido nunca una de las cosas más bellas del mundo, pero ahora dejaría pasmado a cualquiera) me acordé, sin poder evitarlo, de las Happy Isles: seguro que es culpa de She-She. Tengo que hacer una confesión. Lo mejor será que sea sincero. No puedo engañarles a ustedes. La verdad es que no he estado portándome tan bien como les he dicho. Seguro que ustedes ya empezaban a sospechar que todo iba demasiado bien para ser cierto. La verdad es que he vuelto a pasar por la Tercera Avenida. No he ido a Happy Isles, pero sí que he entrado en lugares parecidos: Elysium, Eden, Arcadia; no más de una vez al día, lo juro ante Dios, y sólo para que me hicieran pajas (y los días que no me encuentro bien o que tengo una resaca especialmente grave, no piso ninguno de esos locales). En lugar de eso me meto en algún cine porno de la calle Cuarenta y dos. O en algún local porno. El porno duro excluye los besos. Pensándolo bien, tampoco hay besos en la Tercera Avenida. Te hacen un francés o un inglés, un griego o un turco, pero nada de besos. Seguro que tuve que pagar algún extra para conseguir esta perversión. Seguro que me costó un ojo de la cara. Ah, disculpen ustedes. No me he atrevido a contarles antes todo eso por miedo a no gustarles, por miedo a perder su simpatía. Y necesito su simpatía. No puedo permitirme el lujo de perder incluso eso. Menudo tipo este, temía que dijeran. Encontré una caja de cerillas en el bolsillo de la americana: Zelda’s, Restaurante y Baile. ¿Dónde más he estado? Tendría que preguntárselo quizás a la mujer que me sigue la pista por todo Nueva York. Ella lo sabrá. Había un paquete de tres condones en mi cartera, dos colillas de porro en la vuelta de los pantalones, y un palito de cóctel en mi felpudo. ¿Es de extrañar que, además, tenga un divieso en el culo? Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

Saben ustedes (y la tarde se desliza ahora en un azul irreprochable, y el libro también se va deslizando y está a punto de terminar), mientras permanezco tendido en mi habitación me acobardo al pensar que el cuerpo pretende hacerme justicia por su cuenta; aunque quizá no haya justicia, en absoluto. Pensemos en la monja que, con su piel gris y sus cosméticos asexuales, se retuerce sometida a una maldición en su celda de clausura. Hay niños perfectamente capaces de morir jóvenes de vejez. Privados del zinc o del hierro, del manganeso o la bauxita imprescindibles para la vida, impecables estoicos, comienzan a resquebrajarse, a derrumbarse. Son legión los enemigos de mi cuerpo, y mucho más malévolos que mis pecados. Trabajan organizadamente. Tienen toda la financiación necesaria (¿quién les pasa la pasta?). Tienen su infantería, sus espías, sus francotiradores, sus guerrilleros urbanos, sus campos de minas, sus sistemas de armas químicas, sus misiles termonucleares. Y tienen muchas más cosas, porque el monitor de mi cuerpo muestra la aparición de invasores espaciales, enjambres de ovnis, de mutantes, erizadas naves y zumbonas bombas inteligentes. Diablos, no hay quien se salve. Y no olvidemos tampoco al mirón de visión rayos X, ni a los matones de fuertes músculos y fuerte corazón, ni a la estrella de cine de categoría Z, con su felpudo espeso y su barriga plana, ni al hechizador asesino de niños con su sonrisa perfecta.

¿Se puede saber cómo puedo crecer, con un divieso en el culo? ¿Cómo puede haber alguien que me tome en serio? Alguien está haciendo un chiste, a mis expensas.

Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

***

—De hecho, lo he disfrutado. ¿Y ahora qué? ¿El oso Yogui? No me acoses así. ¿Y si ahora me dieses un libro de verdad? Me he cansado de animalitos. Soy demasiado viejo para leer fábulas. No sé, me parece que no hay por qué empezar desde tan atrás, ¿no te parece?

Pese a que lo pronuncié como si estuviera improvisando sobre la marcha, este discurso había sido ensayado a fondo. Supuse que Martina pondría cara de circunstancias, que se disculparía y me daría a leer cosas difíciles. Que se quedaría muy impresionada, algo herida y arrepentida quizá, ante la reacción del sediento cerebro que ella había comenzado a despertar. Aguanté su mirada. Sus ojos inquietos y dolidos derramaban consternación, placer. Joder, pensé. Animal Farm no era más que un chiste, de cabo a rabo.

—Te habrás fijado en que es una alegoría —dijo Martina.

—¿Cómo?

—Es una alegoría. Trata de la Revolución Rusa.

—¿Y eso qué es?

Me lo explicó.

Eso sí que me hizo tambalear, desde luego. La Revolución Rusa no era para mí una novedad, claro. Bueno, me parecía haber oído contar que hubo allí un enorme jaleo, un replanteamiento general, a comienzos de siglo. Pero lo de la alegoría me había pillado en cueros. Escuché a Martina. Boxer, ese caballo grande, era el campesinado, si no les importa. Y Little Squealer no era sólo un cerdo, sino Molotov, el propagandista. ¿Sabía yo que Molotov era el director de Pravda, antes de la Revolución? Pues no, no lo sabía. Para ocultar mi pánico (y es pánico, auténtico pánico ante lo desconocido), disparé mis críticas, la opinión que me merecía el asunto de los cerdos.

No sé por qué, pero Martina se rió mucho al oírme. Como casi todo el mundo, tiene dos maneras de reír. Una risa reflexiva y educada, y la risa de verdad. Su risa de verdad es la menos señorial que conozco: es brutal, infantil, pero sinfónica, con varios niveles y tensiones simultáneos. Sí, a Martina le gusta reír.

—Disculpa —dijo—. De hecho, los cerdos son más listos que los perros. En relación con el tamaño de su cuerpo, tienen un cerebro más grande. Y eso es lo que cuenta. Los cerdos son casi tan inteligentes como los monos.

—No me digas —dije—. En fin, no sé qué opinarás tú, pero me parece que viven una vida horrible. Si tan listos dices que son… Quiero decir que yo les he visto. ¿Y tú?

—Me gustan los cerdos —dijo Martina.

Me trajo un vaso de vino blanco y me aparcó en la terraza mientras ella subía a cambiarse. Era mi primera copa del día. No tenía resaca. Estaba con síntomas de abstinencia, pero en medio de toda la corriente estática, de todo el amargor que sentía, noté también hilachas de hilaridad desesperada. En la terraza de Martina había muchas flores, metidas en macetas y otros recipientes, pequeñas y grandes, rastreras y trepadoras, rojas y azules, supervisadas por corpulentas abejas de cuerpos brillantes y coloridos como piedras lavadas por la corriente de un río. Estas criaturas metálicas y super dinámicas de las capas inferiores de la atmósfera se desplazaban a mi alrededor como diabólicos cómplices de algún plan maquiavélico, tan pesadas que parecían colgar de hilos invisibles. Pero di la bienvenida a su compañía. Supuse que no malgastarían en mí sus aguijones suicidas. Más abajo estaban los rectángulos ordenados de algunos jardines con estanques y fuentes pequeñitas, con muebles retorcidos, y una mujer embutida en un mono y armada de unas tijeras de podar. Los pájaros de Nueva York temblaban y croaban entre las dobladas ramas. Los pájaros de Nueva York son como fantasmas. Han sido procesados por Manhattan y por el siglo XX. Una paloma corriente traída de Inglaterra parecería, junto a ellos, una luminosa cacatúa. Un petirrojo inglés parecería, aquí, un ave del paraíso. Los pájaros de Nueva York son viejos gandules vestidos con abrigos apolillados y sucios. Viven de la mendicidad y la beneficencia. Tosen y gruñen y, para calentarse, no tienen otra solución que mover las alas. Son unos desclasados que han caído varios eslabones en la cadena del ser: lo pasan verdaderamente mal. Se acabaron para ellos los cantos, las gordas lombrices, los vuelos a mares veraniegos. El siglo XX ha sido un mal siglo para los pájaros de Nueva York, y ellos lo saben.

—¿Estás bien ahí?

Eché la silla hacia atrás. La cara de Martina, velada por la melena que se estaba cepillando, me inspeccionó desde una ventana del piso superior.

—Esto es el paraíso —dije.

El rostro desapareció silenciosamente. De modo que permanecí sentado en la terraza, en medio de aquel caluroso atardecer, bebiendo vino entre abejas.

Cenamos en su casa. Lo cual me fastidió bastante. Había reservado una mesa de moda en el Last Metro de West Broadway, y tenía ganas de soltar un poco de pasta.

—Diles que no iremos —dijo Martina, y llamé para decirles que no iríamos.

Ella cocinó. Tortilla, ensalada, fruta, queso. Vino blanco. El dúplex tenía aspecto de escenario apropiado para llevar una vida sana y sensata. Había libros, cuadros, despachos modernos, una máquina de escribir, un tablero de ajedrez, una raqueta de tenis apoyada en la puerta de un armario. El fresco vestuario de Ossie debía de estar perfectamente ordenado en cajones y perchas en el piso superior… Martina se puso un jersey de cuello abierto en V y una falda azul de tela tejana. Tiene un utilísimo trasero de buenas proporciones, y también recibió las bendiciones divinas en la parte delantera superior, aunque no tan rotundas como yo me había imaginado. No, su cuerpo es su cuerpo, y no se parece a ningún modelo.

—Cenemos aquí —había dicho Martina—. Se está mejor.

¿Me permiten que les sea franco? ¿Seguro que quieren oír lo que viene a continuación? Pues bien, diré lo que pienso: siempre he opinado, secretamente, que lo que Martina quería era un buen revolcón. Exacto, conmigo, en la cama. Estoy de acuerdo: de entrada parece improbable. Pero la gente suele ser bastante improbable en estos tiempos que corren. Son cosas que han ocurrido. Hace veinte años, Martina se hubiese conformado con cuidar de su casa, sus intereses, su precioso marido. No me hubiese dado cancha, en absoluto. Pero ¿y ahora? Hoy en día no sabe uno a qué atenerse. Ni lo sabe uno, ni lo saben los demás. ¿Por qué ha permanecido presente Martina en mi caos? Quiero decir que no sé muy bien por qué estoy aquí esta noche. ¿Por mi conversación?

No crean, siempre me ha parecido que yo le gustaba. En los años sesenta les veía, a los dos, Ossie y Martina, la pareja óptima. Él la ayudaba a bajar del Landrover con el que se desplazaban por el mundo, y, altísimos los dos, entraban cogidos de la mano en el teatro, o en la terminal reconvertida de tranvías, o en su restaurante preferido, o en donde fuera. Parte de su encanto radicaba en la firmeza de cierto dato insoslayable: que eran una pareja, rica pero limpia, mientras los demás andaban perdidos por los callejones o aturdidos de drogas diversas: LSD, hierba…, sí, y penicilina. Ossie era entonces actor. Interpretaba obras de Shakespeare. Me gustaría saber qué piensa ella, ahora que Ossie es un fabricante de dinero, como todos los demás. Conocí a Martina en la escuela de cine; mientras yo ligaba con la primera estilista o maquilladora que me encontraba, ellos dos, Ossie y Martina, aquellos jóvenes con tanto talento, paseaban juntos. Mi reputación se vio muy beneficiada por el trato de favor que me dispensaban. Siempre pareció que Martina se alegraba de verme. Quizá, ya entonces, tenía ganas de darse un revolcón.

De modo que, hacia el final de la cena, Martina se puso en pie y se acercó a mi lado para servirme el resto del vino, y yo le metí la mano por debajo de la falda y le dije:

—Anda, nena, sabes que te va a gustar…

Relájense. En realidad, no llegué a hacerlo. En realidad, me pasé la velada conteniéndome. Porque a esas alturas deduje lo que pasaba. Sabía muy bien lo que ella pretendía, qué era lo que Martina andaba buscando. Amistad. Amistad: sin sexo ni duplicidades ni complicaciones, sin dinero, sólo un contacto humano, sin fricción alguna. Pues bien, a mí no me sirve de nada todo eso, pensé al principio. Con tanta sobriedad y circunspección, me sentía ligero, ido, incapaz de creer que estaba cenando en casa de aquella psicópata que no veía en mí más que a mí mismo. Joder, ¿con qué clase de perversa me las tengo que ver ahora? Pero logré tranquilizarme, y la conversación fue hasta fluida. Hay que tener aguante, pensé para mí, encogiéndome de hombros, y me resigné a lo que fuera. Además, me dolía el divieso del culo.

Pero sí probé un truco con ella, cuando, a las once y media, comenzaba a despedirme. Las mejores mujeres, a veces, son las más olvidadas, y nunca sabes si tienes tu día de suerte.

—Ah, sí —dije, simplemente—. Dame otro libro.

—De acuerdo. Espera un momento.

Era 1984, también de George Orwell.

Alcé un dedo:

—¿No será de animales?

—No. Sólo salen unas cuantas ratas.

—¿Es una alegoría?

—De hecho no, no lo es.

—Oye —dije (y aquí estaba mi truco)—, la otra noche tuve un sueño fantástico, salías tú.

Normalmente, con esta clase de indirectas el resultado puede ser de dos tipos, según mi experiencia: o bien un tímido retraimiento, o puro y simple pánico, según la señora. Pero Martina se limitó a mirarme tranquilamente, con cierta curiosidad, y me preguntó:

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasaba?

—Uh… Bueno, te rescataba de los Pieles Rojas. Pero en realidad no tenían la piel roja, sino blanca, y eran rubios. Te rescataba con mi coche. Es un Fiasco. Y el coche no arrancaba.

—¿Y dónde ves tú lo fantástico del sueño?

—Oh, luego aparecía otro coche y por fin te rescataba. Te llevaba a un sitio seguro en ese otro coche.

Esto era, en realidad, el primer dato no estrictamente cierto. Porque sí tuve un sueño. Lo que pasaba en mi sueño era que los Pieles Rojas desaparecían, o se largaban a otro sitio, y el Fiasco se transformaba en un piso de playboy, Martina se quitaba su camisa de algodón y su pellejo de bisonte…, y yo le hacía el amor en la cama ovalada.

—Sí, fue horrible eso de que mi coche no arrancara —dije.

—Seguro que estabas bebido —dijo Martina, abriendo la puerta para que me fuera.

La película porno era de época, y con una trama más elaborada que de costumbre; trataba de un plenipotenciario negro (¿otomano? ¿Cartaginés?), y de los apetitos de su lista esposa (Juanita del Pablo), quien, con la ayuda de su doncella (Diana Proletaria), se tira no sólo a su marido sino también a casi todo su ejército, así como al puñado de criados, esclavos, eunucos, acróbatas y, finalmente, verdugos, que rondan por allí. Al final, el plenipotenciario sorprende a Juanita en pleno ajetreo, y la arroja a los leones, que se la comen. Mientras bajaba por el pasillo con mi Orwell y mi cerveza, y mientras una histérica voz en off balbucía un anuncio de las atracciones que nos aguardaban («… con Diana Proletaria, la princesa de Paw-wun, la salvaje, la increíble…»), un par de gilipollas negros se pusieron pesadamente en pie, frotándose los ojos:

—Jo, tío, yo también le hubiese pegado un buen polvo a esa doncella. Creo que volveré a ver esta película, dentro de un par de semanas.

—Eso, dentro de un par de semanas.

Cinco minutos más tarde me metí en un bar gogo de Broadway, y estuve hablando sobre la inflación con una stripper en período de descanso que atendía por el nombre de Cindi. Si alguno de ustedes me hubiese preguntado qué tal me sentía, estoy seguro de que le hubiera contestado que bien, que aliviado de estar de nuevo en la civilización.

***

—Quiero darte las gracias, John —dijo el teléfono—, por nuestra cita de la otra noche.

—¿Qué noche?

—El sábado por la noche, o el domingo por la mañana. No me digas que ya no te acuerdas. Nos vimos. O algo así. Fuiste muy amable conmigo, John. No intentaste matarme ni nada así. No. Estuviste muy amable.

—Olvídame, tío.

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