Dinero

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VI

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Ah, qué diablos. Muy pronto, también la mayoría de los tíos habrán hecho lo mismo, y entonces estaremos en el mismo barco que vosotras, tías. Supongo que yo mismo puedo acabar haciéndolo cualquier día; no voy a decir que de esa agua no beberé, sobre todo teniendo como tengo esos pensamientos tan perversos, tan aplastantes, en mi cabeza. Dejan sus cartones de leche en los alféizares, y tienden sus húmedos colchones de matrimonio en el suelo, y cada día se sienten más confiados. Al principio estaban nerviosos, cierto, pero nadie ha tratado de desahuciarles en serio, y están, por otro lado, acostumbrados a la incertidumbre, a la vida más dura. Hay ahí cierta necesidad histórica. Cierta necesidad histérica. Con el tiempo, todas las bocas de los hombres habrán albergado alguna polla de hombre. Lo haremos algún día, aunque nosotros, precisamente nosotros, tendríamos que haber aprendido de la experiencia ajena. Y qué chiste tan divertido será cuando eso ocurra.

Ahora camino más que antes. El Fiasco sigue bajo la custodia policíaca. Siempre me digo que tengo que ir a recuperarlo. Pero no lo hago. ¿Les gustaría saber cuánto tiempo llevan Ossie y Selina con lo suyo? Dos años. Gracioso, ¿no? ¿Les da risa? Yo estuve a punto de morirme. Al final la pasma me trató con mimo. Había ciertas dudas acerca de si el Fiasco podía ser clasificado como vehículo capaz de desplazarse por esas calles de Dios, lo cual me favoreció. Quizá no salga muy mal parado. En realidad, el Fiasco no es tan rápido como yo creía. Ossie lleva tirándose a Selina casi tanto tiempo como yo; en realidad, más tiempo que yo, si contamos las últimas semanas. Al principio se gustaban, pero después de aquella visita que hicieron a Stratford la cosa acabó siendo puramente sexual. El Fiasco es de hecho muchísimo más lento de lo que yo me imaginaba. Naturalmente, me negué a ir a la comisaría y pedí, porque conozco mis derechos, que la pasma mandase al lugar de los hechos a un agente provisto del aparato para hacerme la prueba de alcoholemia. Me senté en la acera, fumé sin parar. Y también probé otro truco. La cosa consiste en tomar una moneda pequeña, preferiblemente de medio penique, y chuparla un buen rato como si fuese una pastilla para la tos. Suele joder el aparato que se supone que tiene que analizar tu aliento. En fin, sólo llevaba encima una moneda de cincuenta peniques, y uno de los agentes me pilló con ella en la boca. Cuando inspiré para proclamar mi inocencia, la moneda se me quedó atascada en la garganta. Cuando llegaron los otros polis yo ya estaba negro de tanto toser. Una vez llena, aquella bolsa de cristal casi me subió por los aires, como un globo de helio. Al parecer, Ossie es bastante excéntrico en la cama. En comparación con él, yo soy Mr. Normal Normal. A ella ya no le gusta tanto como antes, me dijo, pero, por otro lado, Ossie tiene cantidades ingentes de dinero. En cuanto a mí, llevo cinco semanas sin mojar la cama. Estoy tan echado a perder y tan contaminado de alcohol que ni siquiera soy capaz de hacerme una paja. Mis pajas son auténticos chistes. Menuda vida, ¿eh? Una vida de chiste. Tengo que hacerle frente a una cosa: por doloroso que al principio resulte aceptarlo, debo aceptar que no soy un alcohólico.

Si lo fuera, poseería una de esas constituciones alcohólicas, tan absolutamente frías. Y no la poseo. Cuando comprendí la verdad, salí a ahogar mis penas. Pero no puedo seguir bebiendo como un alcohólico. Eso sólo consiguen hacerlo los alcohólicos. Son los únicos tipos capaces de aguantarlo. Sólo los alcohólicos tienen lo que hay que tener para seguir adelante.

Ahora camino mucho. El paro es un problema. Estoy de acuerdo. Pero permítanme que les diga una cosa. No estar en paro también es un problema. El control de alcoholemia que me hicieron dio trescientas treinta y nueve. Llamé a un abogado, un especialista en casos de conductores bebidos. Ha defendido con éxito un grado doscientas cuarenta. Un grado doscientas cuarenta y cinco. Y hasta un caso que llegaba a doscientas cincuenta. Pero nunca ha probado fortuna con alguien que hubiera llegado a trescientas treinta y nueve. Me defenderá, sin embargo, a condición de que le dé todo el dinero que me pida. ¿Saben cómo se pagó Selina sus gastos de embarazada? No utiliza mi dinero ni tampoco el de Ossie. Es una chica de principios, y se está financiando su aventura trabajando como un perro en la boutique de Helle. Lo que pasa es que la boutique de Helle no es una tienda de ropa solamente: también es un sex-shop. Selina jura ante Dios que lo único que ha hecho allí es encargarse de la caja, vender consoladores y bragas con orificios extra y demás: no ha sido más que una comerciante de vibradores y una empaquetadora de artilugios eróticos. Selina niega, mostrándose sumamente indignada, haberles echado una mano a las chicas que se encargan de las duchas con ayudante, situadas en la trastienda. Dudo de su palabra, sobre todo teniendo en cuenta lo que cobran hoy en día los abogados. Qué más da. Las calles rebosan de ajetreo, pero casi nadie va a donde va porque lo haya querido o elegido. El que manda es el dinero. Los únicos que eligen son los que tienen dinero. Hombres acalorados con hojas de pedidos y albaranes sobre las piernas esperan al volante de sus coches. Las mujeres polinizan las tiendas. Ahora que ya no tengo que ir cada día a trabajar… ¿Por qué tiene la gente que vivir como vive? ¿Quién se lo ordena? ¿Por qué no me consultaron? Andamos todos regalando nuestros días para después regresar a casa con la espalda quebrada. Dejen de aceptar esa mierda, ¿me oyen? ¡Organícense! ¡Al diablo la fábrica! Cuando, por la mañana, se dirigen ustedes al trabajo, en realidad no están viviendo. En cierto sentido, no vivir debe de ser un gran alivio. Vivir, qué duro es; horrible eso de trabajar de nueve a cinco. Y peor vivir de nueve a cinco, que es lo que hago yo ahora. Vivir de verdad, ésa es mi ocupación, y me está matando. No es fácil ser un vagabundo. Sólo los vagabundos son capaces de soportarlo. De aguantar. Yo contribuyo a que funcione la maquinaria del dinero, hago esto, hago lo otro, hago recados para el dinero. El dinero me da por el saco. Lo mismo les ocurre a los Estados Unidos. Lo mismo le ocurre a Rusia. El dinero nos pisotea, nos acorrala, se nos mea encima, nos pone entre la espada y la pared. Si la tierra comenzase a dar marcha atrás mañana mismo, si decidiera suicidarse, ya todos tenemos escritas nuestras notas de suicidio, nuestras notas de dolor: nuestros billetes de banco. El dinero equivale a libertad. Nada más cierto. Pero la libertad equivale a dinero. Seguimos necesitando dinero. Tendríamos que darle la paliza al dinero, como un perro dándole la paliza a una rata. ¡Grrrr!

—¿Qué ocurriría si se lo contases a Martina? —dijo Selina.

Eso me pregunto yo.

—Sería como hacerte un gran favor a ti mismo —prosiguió ella—. Tú le gustas a Martina. Me lo dijo Ossie.

¿Cómo es la cara de Martina? ¡Ah, maravillosa! Pálida, preocupada, y vigilante.

Ahora ando mucho. Esta mañana, bajo el sol, he visto a un crío pálido, de tres o cuatro años o los que sea que tienen hoy en día los críos, sentado en un cochecito sin sombrilla que empujaba su padre. El crío llevaba gafas muy gruesas con montura metálica de color negro. Unas gafas tan baratas como el cochecito. Se le han soltado las gafas de las orejas, le han resbalado, y el crío se ha puesto a tantear, a mirar hacia arriba pidiéndole ayuda a su padre, un tipo de unos treinta y tantos, pelo largo y frágil, camiseta, tejanos anchos. La cara del crío tenía esa expresión amablemente dolorida que a veces adoptan los hombres pálidos, pequeños, cortos de vista: mostraba sus blancos dientes, su cara arrobada, expectante, suplicante. El padre arregló despreocupadamente la situación. No sin amabilidad, al contrario. La pálida mano del crío fue alzada por el hombre, y las puntas de sus dedos oscuros ayudaron a esa mano pálida a devolver las gafas a su sitio… Me dolió verlo: la mirada envejecida, endurecida, tan pronto, y, a su lado, ese pequeño ser tan pálido, tan contenido.

***

Lloraste —dije.

—Bueno, un poco. Casi nada.

—Desde luego que sí, mentiroso. Te vi.

—Tal vez tuve que secarme alguna lagrimita. Pero … Lo tuyo fue increíble. Berreabas.

—Esa chica es absolutamente cojonuda, te lo digo yo —dije, con voz espesa—. La princesa Di ama a su pueblo. Haría cualquier cosa por nosotros, tío, cualquier cosa. ¡Cualquier cosa!

—Oh, no. No lo soporto. Vas a ponerte otra vez a llorar.

—No lloraré…

Martin me puso más hielo en la copa. Ayer me llevé a una chica de las que rondan por la calle. No hicimos nada. Hablar, solamente. Me dio otra vez la llorera. Le di cincuenta pavos. La noche anterior estuve en plan gamberro. Cuando salía del Pizza Pouch a las once, vi que en Ladbroke Grove había jaleo. Agarré una botella de ron que me vendieron en un restaurante armenio, y me fui directo al follón. No recuerdo muy bien lo que pasó: cristales rotos, escaparates saqueados, disparatados disturbios callejeros, la ebria alegría de los chicos del caos. Al día siguiente me desperté con la espalda como una plancha de uralita, ondulada, escocida, encogida. En un callejón encontré dos televisores, baratos, blanco y negro. Lo que me costó librarme de ellos. Primero escaleras arriba, luego callejeando bajo su peso, buscando algún lugar donde desprenderme de los cacharros. Al final los metí como pude en unos repletos cubos de basura. Lo bien que me fue eso de meterme en un disturbio callejero… Horroroso. En serio, la violación y los disturbios están sobrevalorados. Hay veces en que participar en un disturbio resulta agotador. Es un trabajo duro, como todos los demás.

—Oye —dije—. El otro día subí todo Charing Cross Road, y en ninguna de las librerías tenían cosas tuyas.

—Ya, ya.

—Sólo uno de los dependientes había oído hablar de ti, y ése me dijo que estabas mal de la cabeza.

—¿Sabes cómo me explico a mí mismo el hecho de que la literatura actual sea tan sórdida? —me preguntó Martin—. Los escritores, como todo el mundo, tienen que arreglárselas sin criados. Han de ir a la lavandería y hacérselo todo ellos mismos. No es de extrañar que resulten tan morbosos. Tan retorcidos.

—Tendrías que llamar a tu editor, tío. Cantarle las cuarenta.

—Ya, ya.

La disposición de la boca define el rostro. Como si lo vieras reflejado en un combado espejo antiguo y encontrases un defecto en su superficie, un defecto distorsionador del reflejo, y, además, una gruesa película de polvo y grasa pegada a toda su extensión. En seguida se sabe a qué siglo pertenece. Conduce un pequeño lago negro, un 666. Por la noche, las cosas grandes y veloces parecen especialmente oscuras. Lo más negro que he visto en mi vida es un autobús enloquecido que, a las tres de la mañana, bajaba por West-way sin luces ni conductor. Lo leí luego en el Morning Line. Alguien que se había flipado. Daños al por mayor. Es como en esos sueños de persecuciones, en los que no te queda más remedio que correr y gritar. Yo los tengo cada noche. Corro muchísimo y grito hasta desgañitarme. Toda la velocidad y todo el volumen que uno pudiera desear, sí, pero no me queda más remedio que seguir corriendo, gritando. Qué vergüenza, la tía aquella que me la sopló un día en el retrete. Oooh, qué desvergonzada. ¡Mírala, va a por tus huevos! El miedo suele joderlo todo. Ayer tarde estaba en el baño, tropecé, caí, y rompí una botella de whisky. Luego hice subir a una furcia que me encontré por la calle. No pasó nada. Ella fue amabilísima. ¿Saben por qué? Porque la tía tenía miedo de que la asesinara. Por eso. Esta mañana, cuando finalmente he abortado una paja catastrófica, se ha puesto a sonar el teléfono. Era la revista Cleopatra. Querían saber si me importaría que me nombrasen Soltero del Mes. El éxito no me ha cambiado. Sigo siendo el que era.

—Todo está arreglado, no te preocupes. No habrá problemas. Lo que pasa es que Doris Arthur quería que tuvieras dificultades con tus estrellas. Lo mío es diferente. Ya verás como todo funcionará a la perfección con esos carísimos protagonistas que te has echado. Venga, hombre. Anímate.

Esta tarde he pasado por Queensway para que me reparasen el felpudo. Quince pavos por un simple toque femenino. Que era lo que yo andaba buscando. La tía me ha pasado los dedos por el pelo y, con su voz de imbécil, me ha dicho:

—Está perdiendo mucho.

—Todos perdemos mucho —le he contestado.

Así es. Todos vamos perdiendo: diciendo adiós con la mano, o dándonos un besito en la punta de los dedos, da igual, de la manera que sea, todos perdemos algo, nos despedimos de algo que se va encogiendo, alejando, desapareciendo. La vida se reduce a perder, perdemos a la madre, al padre, perdemos el pelo, la belleza, los dientes, los amigos, los amantes, la buena forma, la razón, la vida. No hacemos más que perder, perder, perder. Nos va quedando cada vez menos vida. Es demasiado dura, demasiado difícil. No valemos para vivir. No sé si resistiríamos otras cosas. Pero la vida no. A ver quién se lleva la vida de nuestros estantes. Que nos la quiten de encima. Es jodidamente difícil, y no valemos para vivirla.

—¿Y el guión? ¿Cuándo? ¿Cuándo?

Si pudiésemos extender el dinero como una delgada capa por encima de todas las cosas, quizá la vida se suavizara. El mundo estaría más acolchado. Pero la vida, qué dura es la vida. La vida es durísima. Sí, lo es, lo es. Mami, mamá, madre: nunca me lo dijiste. No, nadie me lo dijo. Es, es tan, es tan…

Tranquilízate —dijo Martin—… Vale, hombre, tranquilo. Aquí está. Aquí lo tienes. Cógelo y puedes llevártelo. Y sécate esas lágrimas, hijo. Te aguardan momentos fantásticos. Ya verás. Al final todo saldrá bien.

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